Ahí está el dúo dinámico: el ministro del Interior y, a su lado, el viceministro de Economía. Este último debe de haberse enterado de la comparecencia de un representante de la Unidad de Delitos Económicos y se ha sumado al cortejo, en parte para aprovechar la información reunida por Spiridakis, en parte para pararle los pies si se le ocurre dar un paso en falso.
Esta segunda eventualidad es la más probable, a juzgar por los rostros ceñudos de ambos mandatarios. No es para menos. Lasaridis había ocupado un alto cargo en el partido y no necesitaba la mediación de un viceministro para evitar una inspección de Hacienda, como en el caso de Korasidis. Le bastaba con descolgar el teléfono y decirle al inspector «dad por buena mi declaración», y éste lo obedecería sin rechistar. Y, de repente, el alto cargo aparece asesinado y sus trapos sucios ondean en Internet.
Guikas ha satisfecho mi deseo y ha convocado también a Lambrópulos. Normalmente, me tocaría a mí arrancar la reunión con una exposición general del caso, pero la plana mayor del gobierno tiene otras prioridades.
—¿Cuánta gente está al corriente de las cartas que escribió el asesino? —quiere saber el ministro.
—El departamento del señor Jaritos, que las descubrió. La Unidad de Delitos Informáticos y la de Delitos Económicos, y los que hayan entrado en los dos blogs —contesta Guikas.
—Tienen que permanecer en secreto a toda costa —dice el ministro—. Si se difunden más, habrá graves consecuencias.
Las «graves consecuencias» nos atañen a todos los presentes, pero la amenaza subyacente es elocuente.
—Evidentemente, no sabemos cuántas personas las han leído ya en Internet —dice el viceministro.
—Hemos cerrado ambos blogs —interviene Lambrópulos.
—No se dará por vencido. Intentará otras vías —comento yo.
—¿Por qué lo dice? —pregunta el ministro.
—Habría podido limitarse a enviar las cartas a las víctimas, señor ministro, pero no lo hizo. Sigue el sistema que muchos defienden, incluso en el seno del Ministerio de Economía: hacer públicos los nombres de los defraudadores. El asesino publica el nombre, luego mata a quien elude el pago fiscal y así transmite el mensaje de que la víctima ha pagado la deuda con su vida.
—¿Son exactos los datos fiscales que alega? —pregunta el viceministro a Spiridakis, el especialista de Delitos Económicos en evasión de impuestos.
—Lo son, señor. Los ingresos de Korasidis y de Lasaridis corresponden exactamente a las cifras publicadas por el asesino. Las hijas de Korasidis figuran, efectivamente, como propietarias de la casa en Ekali, aunque ellas no declaran a Hacienda. La señora Lasaridis declara la villa de Santorini como primera residencia, y no paga impuestos por ella, aunque vive en Atenas en un piso de alquiler. Sólo podría declararla como primera residencia si viviera permanentemente en Santorini.
—¿Y la empresa, la Global Internet esa?
—Fue creada gracias a un préstamo concedido por la entidad bancaria que dirigía el esposo de la señora Lasaridis, y la empresa paga los plazos del préstamo. El inmueble de Santorini, por su parte, no está hipotecado, por lo que probablemente fue adquirido con la ayuda del señor Lasaridis, porque no es posible que la viuda de un director de banco consiguiera un préstamo similar sin hipotecar la finca —explica Spiridakis.
—¿Cómo consigue el asesino todos estos datos? —inquiere el viceministro.
—Para empezar, accediendo a Taxis —responde Spiridakis—. También, con tiempo, indagando aquí y allá. En todo caso, el asesino investiga a fondo y sin duda dedica mucho tiempo a sus pesquisas.
—Las acusaciones de elusión fiscal, ¿tienen fundamento o son sólo un pretexto para matar? —pregunta el ministro.
Spiridakis se esfuerza por encontrar una respuesta que no ofenda a nadie:
—No sabría qué decirle, señor ministro —dice al final—. Las leyes contributivas tienen tantas brechas que el que no quiere pagar impuestos, en la mayoría de los casos, logra eludir al fisco sin incumplir la ley.
—Vivimos en un país democrático y no debe acusarse a los ciudadanos de evadir impuestos si lo hacen de un modo legal, señor Spiridakis. Y menos aún asesinarles, desde luego —responde el viceministro con expresión severa.
—Pero ¿cómo consigue entrar en Taxis? —les interrumpe el ministro.
—Hay hackers adolescentes que logran entrar en la web del Pentágono. ¿Cree que entrar en Taxis es más difícil? —dice Lambrópulos riéndose—. Tanto la Unidad de Delitos Económicos como nosotros estamos intentando encontrar la brecha, pero no es fácil.
—Quisiera que me lo explicara, señor Lambrópulos —dice el ministro fríamente—. A lo largo de los últimos años hemos invertido gran cantidad del dinero de los contribuyentes en dotar de personal y de recursos a la Unidad de Delitos Informáticos. ¿Y ahora usted me dice que no es fácil averiguar cómo ese hombre entra en Taxis?
Desde luego, me digo, ese dinero de los contribuyentes no incluye las aportaciones de Korasidis y Lasaridis.
—Obviamente, ha encontrado un agujero por donde colarse en el sistema —contesta Lambrópulos—. En cuanto vuelve a salir, lo tapa, para que no lo encontremos. Puede que lo destape otra vez mañana o dentro de un mes. Pillarlo es cuestión de suerte.
—Hagan todo lo humanamente posible. Si necesitan la ayuda del Servicio de Inteligencia, díganmelo. —Pronuncia esta última frase en tono despectivo, como si no nos considerara capaces de apañárnoslas solos.
—Le agradecemos el ofrecimiento, señor ministro —dice Guikas, experto en el uso del servilismo como método tranquilizante.
—¿En qué punto se encuentra la investigación, señor comisario? —me pregunta el ministro.
Le informo brevemente pero sin omitir ningún dato.
—Aún estamos al principio y no disponemos de indicios suficientes —concluyo—. Si logramos localizarlo a través de las direcciones de correo electrónico y del blog, habremos dado un gran paso adelante.
—Esto tampoco será fácil —replica Lambrópulos—. Envía los correos electrónicos y cuelga las cartas en los blogs por medio de una conexión wifi. Evita las líneas fijas. Cuando intentamos rastrear la IP del blog, dimos primero con un servidor ruso y, la segunda vez, con uno chino. Eso significa que dispone de un programa para borrar las huellas que pudiera dejar tras de sí.
—¿Piensa que el hecho de asesinar a sus víctimas con cicuta y abandonarlas en recintos arqueológicos es una pista relevante? —me pregunta el ministro.
—Sin duda, nos está enviando un mensaje, pero mientras no descubramos qué móvil le mueve, no sabremos cuál es ese mensaje.
—Es decir, duda de que su móvil sea el castigo de aquellos que considera defraudadores.
—Tengo la sensación de que los asesinatos son una cortina de humo.
Él recibe mi respuesta con satisfacción indisimulada, porque sabe que podrá utilizarla, si llega el caso.
—¿Podría tratarse de un arqueólogo? —pregunta el ministro.
Se vuelven todos al unísono y le miran sorprendidos aunque la suposición no es tan descabellada.
—Sí, dada la relación con la arqueología —contesto—. Pero también podría ser alguien de Hacienda o un asesor fiscal.
—En cualquier caso, estos crímenes tienen prioridad absoluta. Todo lo demás puede esperar —asevera el ministro, y concluye reiterando su amenaza—: Si no logran detener pronto al asesino, habrá consecuencias graves para todos, ya lo saben.
—¿Te das cuenta de lo que me ha dicho? —se sorprende Spiridakis cuando salimos del despacho—. Me ha dicho, ni más ni menos, que en una democracia la evasión de impuestos es un derecho legítimo de los contribuyentes.
—No hagas caso: cuando se tiene miedo, se dice cualquier cosa —responde Lambrópulos—. Están asustados. Si sale a la luz pública que alguien se dedica a matar a los evasores de impuestos mientras que ellos les dejaban impunes tantos años, imagínate la que les caerá encima.
No entro en la conversación porque estoy agotado. Decido sacar el coche del aparcamiento de Alexandras y volver a casa.