«Señor Stilianós Lasaridis:
»Oficialmente, es usted profesor adjunto en la Universidad del Pireo.
»Oficialmente también, es usted miembro del partido en el gobierno y durante un tiempo desempeñó el cargo de secretario general de Tecnología e Investigación.
»Extraoficialmente, todas las partidas estatales de presupuesto destinadas a la investigación en su universidad pasan antes por sus manos y usted elige las más suculentas. Sus colegas tienen que contentarse con las sobras o con lo que a usted no le interesa.
»Oficialmente, es usted director ejecutivo de Global Internet Systems.
»Extraoficialmente, dicha empresa es de su propiedad, dado que su madre figura como propietaria.
»Global Internet Systems obtiene la concesión oficial, gracias a sus conexiones con el partido en el gobierno, de los más lucrativos contratos de logística y distribución para hospitales, ministerios y empresas públicas, y ello sin concurso público.
»Oficialmente, es usted propietario de un piso de tres habitaciones en Marusi.
»Extraoficialmente, posee una mansión en Santorini, que legítimamente pertenece también a su madre. Llama la atención, sin embargo, cómo una viuda que percibe la pensión de un empleado de banca puede ser propietaria de una empresa y de una villa de veraneo en Santorini.
»Oficialmente, es usted un gran aficionado a la vela y todos los veranos alquila un velero que, también oficialmente, pertenece a una empresa offshore.
»Extraoficialmente, dicha empresa es una cortina de humo que le sirve para ocultar al verdadero propietario del velero, que es usted.
»Oficialmente, declara a Hacienda unos ingresos netos de sesenta mil euros anuales.
»Extraoficialmente, calculo que usted debe pagar doscientos cincuenta mil euros en concepto de impuestos.
»Le conmino a satisfacer dicho pago en el plazo de cinco días a la delegación de Hacienda que le corresponde.
»En caso contrario, se procederá a la liquidación final.
»El Recaudador Nacional».
Leo la carta tres veces antes de preguntar a Kula de dónde la ha sacado.
—La he encontrado en otro blog.
—No te rías, pero ahora que tenemos dos cartas, ¿no será más fácil identificar al remitente?
—En teoría, cuantas más cartas cuelgue en Internet, más se expone al riesgo de que le localicemos, pero todo depende de su habilidad para borrar su rastro.
Llamo enseguida a Lambrópulos, de Delitos Informáticos.
—Hemos encontrado la carta de Korasidis —me anuncia él en cuanto oye mi voz—. La había borrado, pero estaba en el disco duro. La enviaron desde una cuenta de gmail.
—¿Podemos localizarlo?
—Olvídate, estas direcciones de correo no son rastreables. Ocho de cada diez son falsas. Y cada usuario puede crear infinidad de cuentas. Además, seguro que utiliza wifi.
—¿Qué significa eso?
—Que envía las cartas desde un espacio público y no desde una conexión fija.
—Entretanto, ha aparecido otra carta. Dirigida a Lasaridis, cuyo cadáver encontramos ayer en Eleusis —le informo, y le cuento todo lo referente a la segunda carta.
—Diles a los tuyos que me pasen la dirección del blog replica—. Encargaré a Yannis Zirasios que se ocupe de eso. Él fue quien encontró la primera carta, es un crac.
—Te mandaré también a mi ayudante, Kula Llaku. Se le dan bien los ordenadores y sabe qué buscamos. Tenemos que averiguar cómo entraron en Taxis.
—Estamos en ello.
Digo a Kula que imprima la dirección del blog y una copia de la carta y vaya a ver a Yannis Zirasios, para que aúnen esfuerzos. Me llevo otra copia de la carta y subo a ver a Guikas. El director me espera delante de su paisaje electrónico. Le entrego la carta sin hacer ningún comentario. La lee dos veces mientras pienso que pronto quitará el paisaje de la pantalla de su ordenador y lo sustituirá por la fotografía de algún recinto arqueológico, para estar a tono con los crímenes.
—Profesor de universidad y miembro del partido gobernante significa un individuo con muchos contactos. Nos hemos metido en un buen lío —comenta cuando acaba.
—Lo sé. El asesino se ha marcado como objetivo a los evasores de impuestos y, si quiere mi opinión, seguirá matando. Sabe cómo moverse por Internet, ha encontrado la manera de entrar en Taxis y es capaz de realizar investigaciones que envidiarían hasta los inspectores de Hacienda. No sé a cuántos más liquidará hasta que logremos averiguar su identidad.
—¿Te sugiere algo el hecho de que mate con cicuta y deje los cadáveres en recintos arqueológicos?
—Me sugiere que el hombre tiene algo que ver con las antigüedades, pero ese dato no es de mucha ayuda. También conoce bien los asuntos fiscales.
—Hasta ahora, los maníacos asesinaban a mujeres solas, a prostitutas y a parejitas de enamorados. Ahora matan a defraudadores. Estamos progresando —rumia Guikas, y luego vuelve a la cruda realidad—: El gobierno y el partido se nos echarán encima. Nos acribillarán.
No puedo contestarle nada, porque sé que tiene razón. Guikas descuelga el teléfono con cara de reo que se dirige al patíbulo y llama al ministro del Interior. Cuando termina de exponerle el caso, cae un silencio de muerte mientras él aferra el auricular.
Me imagino al ministro cantándole las cuarenta mientras Guikas se muerde la lengua para no protestar. Al final, éste se limita a decir:
—Sí, señor ministro. Allí estaremos. —Cuelga el teléfono y me dice—: Quiere vernos dentro de una hora.
—De acuerdo, pero no vayamos solos.
—¿Con quién quieres ir? ¿Con la brigada antidisturbios, para que nos defiendan? —replica con amargura.
—No. Con Lambrópulos y con Spiridakis, de Delitos Económicos. Son expertos en estos temas y, si el ministro pregunta por detalles, ellos podrán contestarle.
Guikas acepta y yo bajo a mi despacho. Vlasópulos y Dermitzakis han vuelto y me están esperando para informarme.
—Rapidito y al grano —les ordeno, porque quiero desaparecer antes de que nos caiga encima el tropel de reporteros.
—En una palabra: nada, señor comisario.
No esperaba más, y sus palabras ni me sorprenden ni me preocupan. Encima de mi escritorio hay una nota que dice que me ha llamado Stavrópulos y procedo a devolverle la llamada.
—Cicuta —anuncia lacónicamente—. Debieron de inyectársela entre las cinco y las ocho de la tarde anterior.
Eso concuerda con lo que me dijo Kleomenus en las oficinas de Global Internet Systems, que Lasaridis se había marchado hacia las cinco, porque tenía una cita. Una cita con su asesino.
Bajo a la cantina para tomarme un café y esperar, allí escondido, la tormenta que se avecina. Korasidis era una celebridad médica, desde luego, pero podíamos manejar su muerte. El asesinato de Lasaridis, sin embargo, es como una soga alrededor de nuestros cuellos y hay al menos dos ministerios, el del Interior y el de Economía, que se disponen a apretar el nudo.