El coche patrulla nos conduce hasta la curva de Skaramangás; a partir de allí seguimos solos. Los tres nos sentimos eufóricos, porque está despejado y llegaremos pronto al centro de la ciudad. Entonces ya sólo nos quedará rezar para no encontrar embotellamientos hasta Psijikó. Nuestra euforia dura tres kilómetros, porque, a la altura de la terminal de autobuses interurbanos de Kifisós, la avenida de Atenas está cerrada al tráfico.
—¿Qué ocurre? —pregunto a uno de los agentes que está junto a los coches patrulla que bloquean la calzada.
—Los taxistas han cerrado la calle hasta la terminal y bloquean la salida de los autobuses.
—¡Me cago en mi suerte! —aúlla Vlasópulos, que va al volante—. Larguémonos de aquí, que puedo toparme con mi ex. La creo capaz de estar aquí, manifestándose con los taxistas.
—¿Tu ex tiene un taxi? —pregunto, estupefacto.
—No, pero ahora vive con un tipo que es propietario de cuatro taxis. Y se llevó con ella a mis hijos, que de manos del madero han pasado a las del defraudador de Hacienda. Los chicos aprenderán de su padrastro el arte de evadir impuestos y, cuando aparezca algún inspector de Hacienda, lo molerán a palos, porque aprendieron de su padre biológico el arte de atizar. Una educación perfecta, señor comisario.
Da marcha atrás, tuerce a la derecha y empieza a bajar hacia Egaleo por calles secundarias. Lo malo es que a todo el mundo se le ha ocurrido la misma idea y se forma un atasco monumental. Vlasópulos enciende la sirena y conduce como un kamikaze sin dejar de refunfuñar:
—Si mato a alguien, prometedme que testificaréis en el juicio y haréis lo posible para que me manden a la cárcel de Koridalós. Que no me manden a la de Corfú, porque no podré ver a mis hijos.
No hemos avanzado ni cien metros por la Vía Sacra cuando suena mi móvil.
—Señor comisario, estamos atascados en el cruce con Kifisós —dice Dimitriu—. ¿Cómo han podido pasar?
Le explico el recorrido que ha elegido Vlasópulos.
—Con tantos recintos arqueológicos como tiene Atenas, ¿no podría haber dejado el cadáver en el Teseion o en el Ágora Romana? ¿Tenía que llevarlo hasta Eleusis? —protesta.
Damos un rodeo que nos hace perder bastante tiempo, pero la única alternativa habría sido quedarnos en la rotonda de Kifisós esperando que los taxistas tuvieran la amabilidad de dispersarse. Por suerte, pasada la plaza de Omonia el tráfico es fluido y, con la sirena puesta, no tardamos más de quince minutos en llegar a Psijikó.
Las oficinas de Global Internet Systems están en una vieja mansión de dos plantas, de cuando Psijikó empezó a convertirse en uno de los barrios periféricos ricos de Atenas. Atravesamos un jardín bien cuidado y llamamos al timbre de la puerta. Nos recibe una mujer que ronda los treinta y cinco y tiene los ojos hinchados por el llanto. Enseguida caigo en la cuenta de que Kula ya les ha informado del suceso. A Kula no hace falta que le demos las cosas masticadas. Es capaz de ocuparse de ciertas tareas por iniciativa propia.
Pido a la mujer que reúna a los empleados en una sala. He decidido interrogar a todo el personal al mismo tiempo; unas veces surgen datos nuevos de la confrontación, y otras veces, la presencia de todos permite contrastar y corroborar datos al instante.
La empresa sólo tiene siete empleados, tres hombres y cuatro mujeres. Tres de las mujeres llevan blusa y pantalón, como si la empresa las obligara a vestirse como alumnas de un internado. Sólo la cuarta luce un modelito de chaqueta y pantalón, y parece una versión joven de Angela Merkel. Dos de los hombres llevan perilla, vaqueros y camisa. El tercero está afeitado y lleva americana.
—¿Falta alguien? —empiezo por preguntar.
—La señora Losidaki, que se encuentra en el extranjero.
—De hecho, la señora Losidaki es quien dirige la empresa —explica una de las mujeres, que se presenta como la señora Rombopulu—. El señor Lasaridis imparte clases en la Universidad del Pireo y también es un miembro muy activo de la Asociación de Profesores Universitarios de Grecia. Además, viaja mucho al extranjero para participar en congresos. Se ausenta muy a menudo. —Habla en tiempo presente, como si Lasaridis fuera a entrar por la puerta en cualquier momento.
—La señora Llaku ya debe de haberles informado de los pormenores de la muerte del señor Lasaridis. Creo que no hace falta entrar en detalles. Para empezar, me gustaría saber si su trabajo está relacionado con los recintos arqueológicos.
—¿Con los recintos arqueológicos? —se sorprende uno de los dos hombres que llevan perilla, un tal Kleomenus.
—Nosotros nos ocupamos de temas logísticos y de distribución —explica el tipo de la americana.
—Y trabajamos casi exclusivamente para el Estado —añade Rombopulu.
—¿Y qué hacen, exactamente, para el Estado?
—Elaboramos programas de logística y distribución para hospitales, ministerios y empresas de servicios públicos —me informa Angela Merkel que, en su versión griega, se apellida Metaxá.
—¿Cuándo vieron a Lasaridis por última vez?
—Estuvo aquí ayer por la tarde —responde el otro de perilla, que no se digna darme su nombre—. Se marchó en torno a las cinco. Nos dijo que tenía una cita.
No hace falta ser un genio para comprender que fue el asesino el que, con toda probabilidad, se citó con Lasaridis. Si eso se confirma, no lo asesinó en su despacho, después de que se hubieran marchado los demás, sino en algún otro lugar.
—¿Reciben a menudo visitas en la empresa? —pregunto a los congregados.
—No muy a menudo contesta Rombopulu—. Pero, por lo general, si recibimos visitas, son de altos cargos ministeriales, administrativos de hospitales o de los servicios públicos para los que trabajamos, que asisten a cursillos de formación o vienen a consultar temas específicos.
—¿Han recibido últimamente la visita de un hombre de unos cuarenta y cinco años, bien vestido y con el pelo encanecido en las sienes?
Intercambian miradas y se encogen de hombros.
—No, no ha venido nadie que responda a esta descripción —contesta Kleomenus categóricamente.
—Me llamo Spiropulu, señor comisario —se presenta la mujer que todavía no ha dicho nada—. ¿Acaso sus preguntas tienen que ver con la carta?
—¿Qué carta? —pregunto, pese a que sé muy bien lo que va a decirme.
—Hace cinco o seis días, el señor Lasaridis recibió un correo electrónico —prosigue Spiropulu— en el que le acusaban de haber evadido impuestos y le conminaban a pagar una alta suma de dinero a Hacienda. —Se vuelve hacia sus colegas y pregunta—: ¿Cuál era la cantidad, os acordáis?
—Unos doscientos cincuenta mil euros —dice Rombopulu—. Stellos [8] llevó la carta de un despacho a otro y nos la enseñó muerto de risa. Se preguntaba qué mente retorcida podía haber escrito algo tan perverso.
—¿Tenía alguna idea de quién se la había remitido? —pregunto.
—Pensaba que la había escrito uno de sus colegas universitarios, alguien de la facción rival. Desde que se votó la Ley de Universidades, los profesores se han dividido en dos, los que están a favor y los que están en contra. Aunque Stellos era miembro destacado del Partido Socialista y llegó a ocupar la secretaría general de Tecnología e Investigación, estaba totalmente en contra de la ley. Por lo tanto, pensó que la carta se la había enviado algún colega del bando contrario, para difamarle. Hasta le preocupó la posibilidad de que la hubiera enviado también a otros profesores.
—¿La carta contenía amenazas? —pregunto, aunque sé muy bien que sí.
—El remitente desconocido amenazaba con matarle si no pagaba esa cantidad a Hacienda —dice Spiropulu y añade—: Por lo que parece, no bromeaba.
—¿Tenía algún fundamento la acusación, aunque sólo fuera en parte? —insisto.
—Le puedo asegurar que no —responde Metaxá—. Soy la jefa de contabilidad y me encargaba de las declaraciones del señor Lasaridis. Él declaraba todos sus ingresos y pagaba sus impuestos con regularidad. Esos doscientos cincuenta mil euros son una broma de mal gusto.
—¿Dónde está la carta ahora?
—Imagino que en su ordenador, si el señor Lasaridis no la borró —dice Rombopulu.
—¿Puedo verla?
—Por desgracia, no podemos entrar en su ordenador, porque está protegido con contraseña —responde Rombopulu—. La única que la conoce, aparte del propio señor Lasaridis, es la señora Losidaki, pero está en el extranjero, como ya le he dicho.
—Podemos llamarla por teléfono —se ofrece el de la perilla número dos.
—Llámenla y denle luego la contraseña al señor Dimitriu, de la Brigada Científica, que está de camino. De todas formas, nos llevaremos el ordenador al laboratorio. Vendrá a verles el señor Spiridakis, de la Unidad de Delitos Económicos, para pedirles ciertos datos relacionados con las declaraciones fiscales de Stilianós Lasaridis.
Metaxá me mira incómoda y preocupada.
—No se preocupe. Nosotros no somos inspectores. Sólo buscamos cualquier dato que nos ayude a identificar al asesino. El señor Spiridakis está mejor capacitado que nosotros para encontrarlo. ¿Estaba casado el señor Lasaridis?
—No, vivía solo, en Marusi —dice Metaxá—. Era lo único que tenía en propiedad, aparte de su coche, claro.
—Denle la dirección a mi ayudante —digo, y me pongo de pie para dar a entender que la reunión ha terminado.
Si el asesino envió la carta a Lasaridis por correo electrónico, seguro que también se la había enviado a Korasidis. Pero no le bastó con esto. No quiere que lo sepan únicamente las víctimas, sino el mundo entero, para que sean públicas las razones de sus asesinatos. Estoy seguro de que también colgó en Internet la carta que dirigió a Lasaridis. Esto no me gusta nada, porque no sé qué más se le habrá ocurrido para que se entere todo el mundo. Lo único positivo es que mandó la carta por correo electrónico. Por lo tanto, podría rastrearse la dirección electrónica del remitente. Aunque lo más probable es que sea falsa.
Sigo sin entender por qué los asesina con cicuta y por qué los abandona en recintos arqueológicos. Sin duda, indica algo sobre la relación entre el asesino y sus víctimas, pero no tengo la menor idea de qué puede ser.
—¿Habéis encontrado algo? —pregunto a mis ayudantes cuando nos reunimos en la calle.
—Sólo despachos y ordenadores —dice Dermitzakis.
—Me han dado la dirección del domicilio de Lasaridis —interviene Vlasópulos—. Vivía en un piso de la calle Arkadíu, número 15, junto a la plaza de los Héroes.
—Id a registrar el piso, aunque no creo que encontremos nada interesante. Por si acaso, que os acompañe alguien de la Científica.
Estamos a punto de irnos cuando llega precisamente la furgoneta de la Científica.
—Lo único que merece la pena es el ordenador de Lasaridis, ya que contiene el correo electrónico que le mandó el asesino —informo a Dimitriu—. No hemos podido examinarlo, porque el ordenador está protegido con contraseña. Se la pedirán a la directora, que la sabe, y te la pasarán.
—Da igual que me la pasen o no. Esas contraseñas revientan como nueces.
—Además, seguro que el asesino envió la otra carta a Korasidis.
—Lambrópulos la encontrará, no se preocupe.
—No me preocupo. Sé que la envió, aunque no podamos encontrarla.