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También en esta ocasión opto por ir en un coche patrulla. No sólo porque así llegaremos antes, sino también porque podré pensar en otras cosas que no sean el trayecto. Además, Vlasópulos y Dermitzakis conducen mucho mejor que yo.

He ordenado que avisen al forense y a los de la Científica, y he dicho a Kula que se quede junto al ordenador esperando mi llamada. No me cabe duda de que nos encontramos ante un nuevo golpe del llamado «Recaudador Nacional». Quiero saber quién es la víctima y a qué se dedicaba. Además, me interesa averiguar si también está relacionado con la evasión de impuestos. En cualquier caso, eso no llega a obsesionarme. Desde el momento en que el asesino firma como Recaudador Nacional, es obvio que tiene en su mira a los evasores de impuestos. Tampoco me sorprendería que haya vuelto a utilizar la cicuta. A la incógnita de por qué abandona a sus víctimas en recintos arqueológicos se suma otra: ¿por qué mata a los defraudadores? Por regla general, los asesinos matan por dinero, por venganza, por desesperación, porque se han visto llevados más allá de sus límites. Nadie mata para solucionar los problemas fiscales del Estado griego. Por lo tanto, el verdadero móvil del asesino por fuerza ha de ser otro, que se esconde tras esa cortina de humo que es la muerte de los defraudadores. No tengo la menor idea de cuál puede ser ese móvil y tampoco creo que consiga averiguarlo en un futuro inmediato. Lo malo es que, cuando ignoras qué mueve al asesino, das palos de ciego.

Ya hemos dejado atrás la calle Aquiles y circulamos por la avenida de Atenas. Estamos llegando a Skaramangás cuando suena mi móvil.

—El agente Dakakos otra vez, señor comisario. ¿Dónde están ustedes?

—En Skaramangás.

—Espérenos ahí, mandaré uno de nuestros coches a guiarles. La Vía Sacra está cerrada a la altura de Asprópirgos. Se están manifestando los vecinos.

—¿Por qué? ¿Les han quitado los suplementos o reivindican un vertedero ecológico para el barrio?

—Nada de eso. Ayer dos extranjeros mataron a una pareja para robarles y los vecinos exigen la expulsión inmediata de todos los emigrantes.

Vlasópulos aparca justo pasada la curva. Media hora después aparece un coche patrulla con dos agentes uniformados. Se colocan delante de nosotros y les seguimos. A través de una serie de callejuelas nos conducen a la avenida de los Héroes de la Politécnica. Desde allí toman por la calle Nikolaídu y se detienen en medio de la calzada. Entramos en el recinto arqueológico. Dakakos acude a recibirnos.

—Vengan, les llevaré hasta allí. Es la primera vez que encontramos un cadáver en el recinto.

Igual que en el Cerámico, pienso, al tiempo que saco mi móvil y llamo primero a Stavrópulos y luego a Dimitriu. Me informan de que están llegando a Skaramangás y les advierto que esperen, porque la autopista está cerrada al tráfico.

—Mande el coche patrulla para que guíe también a los equipos forense y de la Científica —le pido a Dakakos.

Aguardo a que termine de dar instrucciones a sus hombres para que me conduzca a donde está el cadáver. El asesino lo dejó en un espacio estrecho, entre una estela funeraria y unos bloques de mármol.

El cuerpo está en la misma posición que Korasidis: tendido de espaldas y con las manos cruzadas sobre el pecho. Éste, sin embargo, pertenece a un varón más joven, de unos cuarenta y cinco años. Lleva barba de tres días, como está de moda últimamente. También su ropa está a la moda: vaqueros, mocasines, un polo y una cazadora. Todas las prendas tienen pinta de ser carísimas.

—Todo igual que con Korasidis. Sólo cambia la ropa —comenta a mi lado Dermitzakis, corroborando mis observaciones.

Miro a mi alrededor. Aquí también hay cipreses y a la derecha algo parecido a un bosquecillo. En lo alto hay una ermita con su campanario.

—¿Dice que le han encontrado unos turistas? —pregunto a Dakakos.

—Sí, una pareja de ingleses. Están en comisaría.

—Que vayan a buscarles. Quiero que me expliquen in situ cómo ha ocurrido.

A simple vista, el asesinato es una copia exacta del de Korasidis. Estoy casi seguro de que, si le doy la vuelta al cadáver, encontraré la huella de la inyección en el mismo punto. A éste tampoco lo mataron aquí. El cuerpo fue trasladado después de la muerte, probablemente cuando ya era de noche. Además, este recinto es más solitario que el del Cerámico y el asesino no debió de tener ninguna dificultad para sacar el cadáver del coche y llevarlo junto a la estela.

Veo que se acercan las furgonetas de la Científica y del forense. Les sigue una ambulancia. Stavrópulos es el primero en apearse y viene directo hacia mí.

—Cada vez que trabajo contigo me topo con problemas —se queja mientras se inclina sobre el cadáver—. En el Cerámico, los tuyos habían acordonado el centro. Y aquí, los vecinos han cerrado la nacional. Eres un cenizo, Jaritos.

—No eres el único que opina así —contesto pensando en Adrianí. Al final conseguirán que me lo crea—. Echa un vistazo y cuéntame lo esencial —le pido.

—¿Qué esperas que te cuente? Parece idéntico al otro asesinato. Una copia exacta, de esas que certifican los notarios. Pero es la policía la que debe certificar la autenticidad de la firma del asesino.

Abre su maletín y saca un par de guantes de látex. Sujeta el cadáver por las axilas, le da la vuelta y empieza a palparle la nuca. Encuentra lo que busca, saca una lupa del maletín y me la tiende.

—Exactamente en el mismo punto —dice.

Me agacho para mirar. En efecto, en el mismo lugar hay una leve protuberancia, un pequeño bulto que recuerda la picadura de un mosquito, idéntico al que encontramos en la nuca de Korasidis.

—Pues sí, creo que podréis autentificar la firma del asesino —dice Stavrópulos—. Y muy posiblemente le inyectaron cicuta. —Yo niego lentamente con la cabeza y él añade—: Pues lo único que me queda por determinar es la hora de la muerte. Te lo diré cuando termine la autopsia. —Coge los brazos del cadáver e intenta moverlos—. A primera vista, diría que le asesinaron más temprano que a Korasidis. El rigor está mucho más avanzado.

Se acercan Dimitriu y Vlasópulos.

—¿Qué buscamos, señor comisario?

—Pues seguro que no buscamos el tesoro de Menelao, que está en Micenas. Probad suerte por ahí. —Mira por dónde, a mí también me da por invocar a nuestros antepasados.

Le indico a Vlasópulos que registre el cadáver. Los bolsillos del pantalón están vacíos, al igual que los bolsillos exteriores de la cazadora. No sin dificultad, mi ayudante logra meter la mano debajo de los brazos de la víctima y registra el bolsillo interior de la cazadora.

—Vacíos —anuncia—. Aquí no hay nada.

Eso no me gusta, porque nos llevará tiempo identificar a la víctima. Además, marca una diferencia con respecto al asesinato de Korasidis. Mientras que el escenario y el modo de matar son exactamente los mismos, en el caso anterior el asesino dejó la cartera en el cadáver. Aquí, en cambio, la ha hecho desaparecer. Tiene que haber alguna razón, pero es demasiado pronto para saberla.

Llega Dakakos con los dos turistas. Es una pareja joven, de unos veinte o veinticinco años.

—Sólo hablan inglés y griego antiguo —me previene Dakakos—. Empezaron a hablarme en griego antiguo, pero yo les pregunté: Do you speak English? Así nos entendimos.

El chico empieza a contarme que son estudiantes de arqueología y que habían venido a visitar el recinto.

We are Erasmus students —añade la chica. Menos mal que conozco eso del Erasmus gracias a Katerina—. I am doing a masters degree on the Eleusinian mysteries, so we visit the site quite often.

No sé si había muertos durante los misterios de Eleusis [7], que la joven está estudiando para su máster, pero aquí se han topado con uno. Les pregunto cuándo lo encontraron. Se miran para ponerse de acuerdo sobre la hora.

It must have been around ten —asegura el chico—. We notified immediately the police.

De acuerdo: lo encontraron a las diez y avisaron a la policía de inmediato. No tengo más preguntas. Pido a Dermitzakis que anote sus direcciones en Atenas y les dejo marchar. Los paramédicos ya han cargado el cadáver. La furgoneta del forense y la ambulancia están a punto de ponerse en marcha. Dakakos sube al coche patrulla con la pareja de inglesitos para ayudarles a evitar el bloqueo. Le siguen la furgoneta y la ambulancia. Pienso que también deberíamos seguirles nosotros, ya que no podemos hacer nada más aquí y no tiene sentido que los policías de Eleusis hagan el mismo trabajo dos veces. Pero me detiene la voz de Dimitriu.

—Señor comisario, mire lo que hemos encontrado.

Dimitriu está junto a las rocas, en la cuesta que lleva a la pequeña ermita, y agita un bolso bandolera. Aquí está la explicación. No había nada encima del cadáver, porque el muerto llevaba un bolso. El asesino no lo dejó junto al cuerpo, sino que lo tiró lejos, seguramente para ponernos las cosas más difíciles.

Sin embargo, sin querer, nos ha dado una pista. Ahora sabemos que no vino por la calle Nikolaídu, sino que subió hasta lo alto y bajó el cadáver por las rocas, para evitar encuentros inesperados.

Me acerco a Dimitriu. Éste abre el bolso y saca la cartera de la víctima junto con dos cedés. En la cartera encuentro el carné de identidad del muerto. Se trata de un tal Stilianós Lasaridis, de cuarenta y siete años. Ya que todos los detalles son idénticos a los del caso de Korasidis, es posible que hallemos en Internet una carta dirigida a la víctima. Llamo enseguida a Kula.

—Busca dónde vivía un tal Stilianós Lasaridis y averigua a qué se dedicaba. Es nuestra segunda víctima. Y mira también si en Internet han colgado alguna carta dirigida a él.

—El caso se está complicando —dice Dermitzakis.

No le contesto, porque la cosa es evidente.

Kula no tarda más de cinco minutos en devolverme la llamada.

—Ha sido muy fácil —responde cuando la felicito por su diligencia—. Stilianós Lasaridis es profesor de universidad y director ejecutivo de una empresa privada, Global Internet Systems, que tiene su sede en la calle Servú, número 12, en Psijikó.

—Busca la carta —le recuerdo.

Veamos. Nuestra primera víctima era una celebridad médica, y la segunda, profesor universitario. Esperemos que la tercera no sea un cantante popular.

—¿Qué quiere que hagamos? —pregunta el agente Dakakos.

—Vosotros volved a la rutina y nosotros nos calentaremos los cascos. ¿Se ha abierto ya la nacional? —pregunto al conductor del coche patrulla.

—¿Bromea, señor comisario? ¿Quién disuelve manifestaciones hoy en día? Estamos esperando que se cansen y se vayan a casa.

Dicho lo cual, el coche patrulla de la comisaría de Eleusis arranca y nosotros le vamos a la zaga.