Spiridakis llega a eso de las diez, armado con su ordenador portátil. Entretanto, yo he seguido sus instrucciones al pie de la letra y Vlajakis, el inspector de Hacienda, está esperando en la sala de interrogatorios junto con Mallaresis, el director de la delegación.
Llamo por teléfono a Lambrópulos y a Dolianitis para informarles de que el equipo ya está reunido y citarlos delante de mi despacho. Obviamente, no puedo solicitar la presencia de Guikas, pero pido a Kula que me acompañe, para dar al encuentro un tono más oficial.
Delante de la sala de interrogatorios intercambiamos brevemente pareceres y decidimos ir de polis duros.
Al entrar, Kula y Spiridakis empiezan a conectar sus ordenadores mientras nosotros tres ocupamos nuestros puestos frente a Vlajakis y Mallaresis. Nos quedamos mirándolos en silencio, sin saludarles siquiera. En cuanto se ultiman los preparativos técnicos, echo un vistazo a las notas que llevo conmigo para impresionar y empiezo con las formalidades.
—¿Es usted Konstantinos Vlajakis, hijo de Ioannis Vlajakis?
—Sí, señor.
—¿Y usted, Fedon Mallaresis, hijo de Yeorguíu Mallaresis?
—Sí.
—Les hemos convocado porque, en el curso de nuestra investigación abierta por el asesinato del doctor Azanasios Korasidis, ha surgido un dato que podría estar relacionado con su delegación de Hacienda.
—¿Qué dato? —se sorprende Vlajakis.
—Parece ser que el asesino estaba al tanto de los bienes de Korasidis, incluidos los ingresos que declaraba a Hacienda.
—¿Y por qué cree que los obtuvo de nuestra delegación? —inquiere Mallaresis—. Pudo obtenerlos de su asesor fiscal o porque consiguió entrar en la página de Taxis.
—Ayer interrogamos al asesor fiscal. También estamos investigando la posibilidad de que consiguiera el código de acceso de Taxis y entrara en la base de datos.
—Lo que quisiéramos saber es cómo pudo el asesino averiguar los ingresos exactos que declaraba Korasidis: cincuenta mil euros. Estamos en ello —interviene Spiridakis—. Lo que yo me pregunto es: ¿no les llamó la atención que un cirujano de élite, que operaba en una clínica privada, declarara sólo cincuenta mil euros al año?
—¿Por qué habría de llamarnos la atención? —responde Vlajakis—. Los médicos de relevancia tienen gastos de relevancia. Pagan el alquiler de sus consultas, el sueldo de su secretaria y un sinfín de gastos justificados. ¿No pagaba Korasidis un alquiler por su consulta?
—Así es, pero también tenía dos propiedades inmuebles hábilmente disimuladas. La primera, una residencia en Ekali, está escriturada a nombre de sus hijas. Ellas son estudiantes, no tienen ingresos. La segunda, una casa de veraneo en la isla de Paros, la alquilaba a una empresa offshore. Usted sabe tan bien como yo que nueve de cada diez empresas offshore no tienen otra razón de existir que la evasión de capitales.
Ahora es Mallaresis quien toma la palabra:
—Si las casas no eran suyas, no tenían por qué constar en su declaración. ¿Qué esperaba? ¿Que le cobrásemos por las propiedades de sus hijas?
—Evidentemente que no. Pero imaginaba que ustedes comprobarían la declaración y descubrirían que las chicas no tienen ingresos propios —insiste Spiridakis—. ¿Han comprobado alguna vez si las hijas de Korasidis declaran a Hacienda?
Como es lógico, Vlajakis desvía su mirada hacia Mallaresis. Éste es el director de la delegación y a él le corresponde contestar. Hasta aquí llegan incluso los ignorantes como yo.
—¿Cree que tenemos los medios para comprobar y cruzar todas las declaraciones? —pregunta Mallaresis a Spiridakis—. No tenemos suficiente personal. Solicitamos más recursos, pero el Ministerio de Economía y Hacienda mira hacia otro lado. Como si no bastara con eso, nos han reducido los salarios y los suplementos. ¿Qué espera? ¿Que trabajemos más por menos dinero? ¿Quién haría eso en Grecia?
—¿No les llamó la atención que sólo emitiera noventa facturas en su consulta en el transcurso de un año? ¿Sólo noventa facturas, un cirujano de élite? ¿Tampoco eso levantó sus sospechas?
—No trate de cargamos un trabajo que les corresponde a ustedes. —Vlajakis se revuelve contra Spiridakis, exactamente como lo hizo Katsúmbelos—. Son ustedes los que tienen que controlar si los profesionales liberales y autónomos emiten o no las facturas debidas. Nosotros sólo tenemos que comprobar las facturas, para ver si se han declarado todos los importes correspondientes. Es más, ahora el control fiscal es tarea de su departamento. Nos retiraron esta competencia para encomendársela a Delitos Económicos, porque ustedes son los honrados, los íntegros, los incorruptibles. Nosotros pertenecemos a la mafia de Hacienda, que se deja sobornar por los contribuyentes. Así que no nos pida explicaciones y haga usted su trabajo como Dios manda.
En vista de que el interrogatorio se está convirtiendo en un enfrentamiento entre Hacienda y la Unidad de Delitos Económicos, me dispongo a intervenir cuando se me adelanta Dolianitis: —Oiga, las diferencias entre ustedes nos traen sin cuidado —recrimina a Vlajakis en tono severo—. Está en juego el esclarecimiento de un crimen, y todo lo demás es secundario. Si siguen ustedes así, mañana mismo podríamos solicitar una orden judicial para investigar las cuentas de ustedes dos.
—No necesitan una orden. Nosotros mismos daremos orden a nuestros bancos de que les muestren nuestras cuentas y las de nuestros familiares. Ya pueden investigarlas, que no encontrarán nada.
—¿Por qué no les dices la verdad? —le suelta de pronto Mallaresis a Vlajakis, cuando ve que éste titubea, continúa—: Cuéntales la verdad y acabemos de una vez.
—Recibimos presiones de arriba para no hurgar demasiado en la declaración de Korasidis —masculla Vlajakis—. Nosotros también nos fijamos en todas las irregularidades que han señalado ustedes y lo citamos para pedir explicaciones. Pero recibimos una llamada telefónica y lo dejamos correr.
—¿Una llamada? ¿De quién? —se interesa Lambrópulos.
—Eso no pienso decírselo —contesta Vlajakis categóricamente.
—¿Por qué no?
—Porque si la persona en cuestión se entera, ambos corremos el riesgo de ser trasladados a donde Cristo perdió los tres clavos. No pienso pagar con un traslado desfavorable el favor que le hice a un político. Además, aunque le pregunte al respecto, lo negará.
—Ese… personaje político —interviene Mallaresis después de buscar la expresión adecuada— nos dijo que Korasidis era un médico extraordinario y que prestaba un gran servicio a la sociedad, y que por tanto debíamos hacer la vista gorda con sus declaraciones.
Como hemos levantado ya una liebre, es poco probable que levantemos otra, así que pongo fin al interrogatorio.
—Ahora vayan al despacho de la agente Kula Llaku. Ella imprimirá su declaración para que la firmen —les digo.
—Les ruego que no conste en la declaración lo que les hemos dicho de ese personaje político —pide Vlajakis—. Es off the record.
—Sí. Los chanchullos y los sobornos son siempre off the record. —Me dirijo a Kula—: Que no conste.
De todas formas, las dos alternativas son posibles. Es tan probable que recibiesen sobornos de Korasidis como que les llamara un político importante. Por otra parte, Vlajakis tiene razón. Si se lo preguntáramos al político en cuestión, éste lo negaría. De modo que tenemos que seguir ambas líneas de investigación.
—¿Qué piensas hacer con el político que intervino a favor de Korasidis? —pregunta Dolianitis cuando nos quedamos solos—. ¿Crees que es posible identificarlo?
—Empecemos por lo más fácil —contesto. Y marco el número de teléfono de Dimitriu—. ¿Tienes el ordenador de la secretaria de Korasidis y el suyo personal, o los dos? —le pregunto.
—Los dos.
—Repasa la lista de pacientes que consta en el ordenador de la secretaria, a ver si encuentras el nombre de algún ministro u otro político importante.
Veo la extrañeza en la expresión de los demás y les explico:
—Es posible que algún alto cargo político, o un familiar de ese ministro, fuera paciente de Korasidis y le hiciera ese favor.
—¿Qué pasa con los dos tipos de Hacienda? —pregunta Lambrópulos.
—Pediré una orden judicial para examinar sus cuentas bancarias. Aunque no espero encontrar nada importante. No se les veía excesivamente preocupados.
—¿Qué iban a decirle, señor comisario? —tercia Spiridakis—. ¿«No investigue nuestras cuentas porque verán todos los sobornos»?
—Lo más probable es que hayan sacado el dinero fuera del país, por eso no tienen miedo —comenta Dolianitis—. Poco falta para que todos los defraudadores y los corruptos hagan sus compras en supermercados suizos para luego venir a preparar la comida en Grecia.
—Si depositaron el dinero en Chipre, lo encontraremos —dice Spiridakis—. Si lo enviaron a Suiza o a Liechtenstein, estamos apañados.
No queda nada más que decir. Les agradezco su colaboración y ellos se marchan.
—En cualquier caso, yo seguiré investigando —dice Spiridakis—. Nunca se sabe.
Subo a la quinta planta para informar a Guikas, que escucha mi informe detallado sin pronunciar palabra. Cuando termino, menea la cabeza.
—Lo que nos faltaba. ¡Un cargo público! —rezonga.
Vlajakis tiene razón. No podemos abordarlo, porque lo negaría todo.
Parece que esto, más que disgustarle, le complace. Cuando uno ve a todo un director de Seguridad del Ática temblando como un flan ante la posible implicación de un alto cargo, ¿cómo va a culpar a Vlajakis por ceder a las presiones?
Apenas he entrado en mi despacho cuando suena el teléfono. Es Dimitriu.
—La lista de clientes está llena de nombres importantes —dice—. Sin embargo, se trata de empresarios y abogados célebres. Sólo un nombre guarda relación con una personalidad de la política: María Galanaku. ¿Le suena de algo?
—¿No es el apellido de un ministro?
—Del viceministro de Administraciones Públicas. También he buscado en el ordenador de Korasidis. Teniendo en cuenta la edad de la mujer, debe de ser su madre. Tenía cáncer intestinal.
Cuelgo y llamo enseguida a Néstor Seftelís, el director de la clínica Santa Lavra.
—Señor Seftelís, ¿recuerda si el doctor Korasidis operó en su clínica a una tal María Galanaku?
Sobreviene un incómodo silencio.
—Escúcheme —le insisto—, no guarda relación directa con el asesinato. Sólo estamos comprobando algunos datos.
—Sí, la intervención tuvo lugar hace un año, si no me equivoco.
—¿Puede decirme si Korasidis cobró por esa operación?
—Nadie cobró, señor comisario. Ni Korasidis ni la clínica. Comprenderá que no podíamos cobrarle a un pariente de un viceministro.
—¿Cabe la posibilidad de que Korasidis cobrara algo más, al margen de la clínica?
—De ninguna manera. Los pacientes abonan a la clínica su estancia, los gastos de la intervención y la minuta del cirujano. A continuación, nosotros abonamos al cirujano la cantidad que le corresponde. Si no cobramos nosotros, Korasidis tampoco.
Le doy las gracias y cuelgo. Al final, resulta que a veces las cosas son más sencillas de lo que parecen a primera vista. Korasidis operó gratis a la madre del viceministro. Cuando tuvo problemas con Hacienda, se puso en contacto con él. Y el viceministro le devolvió el favor intercediendo por él ante el fisco. Apenas tengo tiempo de saborear mi acierto porque vuelve a sonar el teléfono. Ésta vez llaman de la centralita.
—Señor comisario, alguien de la comisaría de Eleusis quiere hablar con usted.
—Pásamelo.
—Aquí el agente Dakakos, del centro de extranjería de la comisaría de Eleusis, señor comisario. Acaban de informarnos del descubrimiento de un cadáver en el recinto arqueológico de Eleusis. Lo han encontrado un par de turistas.
—Mandad un coche patrulla para que precinte el escenario. Voy enseguida.
Mi padre, que en paz descanse, solía decir que las buenas noticias llegan con cuentagotas; las malas, a raudales. Acaba de caerme encima el segundo chaparrón.