13

Llego a casa a las nueve y media, treinta minutos antes de lo que había previsto. Me reciben un silencio y una oscuridad absolutos. Enciendo la luz y llamo a Adrianí. No hay respuesta. No llegan a mis oídos las voces de los informativos de la tele ni la música de los anuncios. Me invade el temor de que le haya pasado algo a Adrianí, porque tiene la costumbre de obsesionarse con las malas noticias y se va dando cuerda a sí misma hasta que se derrumba.

Como lo primero que uno sospecha son problemas de salud, corro al dormitorio. Está vacío y a oscuras, igual que la sala de estar. Inspiro hondo y llego a la evidente conclusión de que mi mujer debe de haber salido. Me lo confirma enseguida una nota que encuentro en la cocina: «Me voy al cine. La cena está en la nevera, he hecho verduras al horno». No tengo ganas de cenar algo frío a solas. Saco las verduras de la nevera para que se vayan templando y me voy al dormitorio a esperar la vuelta de Adrianí. Cojo el Dimitrakos y me tiendo en la cama.

Busco «defraudar» pero no lo encuentro. Tampoco «defraudador». Pues qué bien. Cuando, en 1953, el diccionario de Dimitrakos recibió el premio de la Academia de Atenas, los griegos no sabían qué era la evasión de impuestos y, en consecuencia, también desconocían a los evasores. Aunque existieran, debía de tratarse de una cantidad tan nimia que Dimitrakos no consideró necesario incluirlos en su diccionario. Lo malo con los diccionarios es que no pueden predecir el futuro. No obstante, encuentro la expresión «puñalada impositiva»:

«… puñalada impositiva: fig. y fam. La imposición de gravámenes excesivos en número y cantidad; impuestos abrumadores y desequilibrados».

Vaya. De modo que, en 1953, había un Estado que te daba la puñalada, igual que hoy, pero no había fraude. Los ciudadanos pagaban sus impuestos, por muy gravosos que fueran. Cualquier griego de hoy en día diría: «¡Pero bueno! ¿Tan gilipollas eran nuestros abuelos?». En la actualidad, el Estado sigue clavándonos puñaladas impositivas, pero la mitad de los griegos no declaran sus ingresos, sino que se dedican al feliz deporte de la evasión. Como mínimo, se ha creado una especie de equilibrio.

Oigo la llave en la puerta y me levanto de un salto. Adrianí me encuentra esperándola delante de la puerta.

—¿Has cenado ya? —pregunta.

—No, he preferido esperarte. ¿Cómo es que has decidido ir al cine?

—Ha sido idea de Aretí. Me ha visto tan agobiada que me ha propuesto ir al cine para despejarnos un poco.

—¿Le has hablado de Katerina? —pregunto, receloso.

—A alguien tenía que contárselo. Necesitaba quitarme ese peso de encima.

—Podrías habérmelo contado a mí.

—Hablar contigo empeora las cosas, porque nos deprimimos mutuamente.

—Muy bien. Pero que sepas que, si la vecina le comenta algo a Katerina, se pondrá furiosa.

—Le hice jurar por sus nietos que no se iría de lo lengua. Además, no coinciden casi nunca.

Por un lado, no me gusta la idea de que la vecina esté al tanto de nuestros problemas; no me creo que mantenga la boca cerrada si se topa con Katerina. Por otro lado, sin embargo, siento mucha curiosidad.

—¿Y qué te ha dicho cuando se lo contaste?

—Me ha dicho que ella también se echó a llorar cuando supo que su hijo se iría a vivir a Londres y ella estaría lejos de su hijo, su nuera y sus nietos. —Calla unos segundos antes de añadir—: Pero su hijo se fue a Londres, no a Uganda.

—¿Por qué se te ha metido en la cabeza que la enviarán a Uganda? —me indigno.

—Porque soy optimista —replica secamente—. Hay destinos mucho peores, pero prefiero no pensar en ellos.

Me he quedado sin argumentos. Adrianí tiene la habilidad de cerrarte la boca con el tapón del mal mayor.

Nos sentamos a cenar en silencio. Las verduras están deliciosas, como todo lo que guisa Adrianí, pero, aderezadas con este picadillo de inapetencia, me cuesta acabármelas. Los dos optamos por quedarnos callados para evitar la cuestión candente que nos preocupa. De repente, me acomete un ataque de culpabilidad, porque yo, al menos, tengo un caso que investigar, un caso que seguramente me hará ir de cabeza, pero que, a la vez, reclama toda mi atención y me distrae del problema de Katerina. En cambio, Adrianí, que se pasa el día sola en casa, seguro que no piensa en otra cosa.

—¿Te ha vuelto a hablar Guikas de la promoción? —me pregunta poco antes de levantarnos de la mesa.

De modo que no sólo piensa en Katerina. Ha vuelto a pensar en mi ascenso, que al parecer ahora le merece cierta consideración.

—No, no ha salido el tema. La verdad es que tampoco hemos tenido tiempo, porque estamos liados con un caso que no nos deja ni respirar.

No le hablo del «estás aprendiendo, estás aprendiendo» que me ha soltado Guikas, porque la creo capaz de santiguarse y decir: «¡Que Dios le oiga!».

—Pues sería bueno que te ascendieran —dice ella—. No por Katerina, ella hará lo que le parezca, sino por ti. Porque lo mereces.

—Sería bueno, desde luego, aunque tampoco estamos mal así —respondo para que no se anime demasiado.

Me levanto de la mesa y voy a la sala de estar para ver el último noticiario. No es que espere oír nada excepcional, sólo se trata de estar al día. De estar preparado mañana, si hay alguna novedad. Como siempre, Sotirópulos cumple su palabra y no menciona la cicuta. Se limita a preguntarse por qué el asesino decidió dejar el cadáver en el Cerámico. Los demás reportajes no revelan nada que yo no supiera. Tras dejar que los presentadores y comentaristas sigan con su cháchara para llenar el tiempo del noticiario, me voy a dormir.