El despacho de Minás Katsúmbelos se encuentra en la calle Lelas Karayanni, por debajo de la avenida Patisíon. A las seis de la tarde, en esta arteria siempre había embotellamientos, pero hoy en día el tráfico es escaso, por no decir inexistente. Los coches circulan sin dificultad por una vía que solía convertirse en un embudo.
La mitad de los comercios han echado el cierre definitivo. En la esquina con Anguelopulu nos detiene el semáforo. Me fijo en un escaparate a mi derecha que, en lugar de ropa o calzado, está atestado de anuncios, carteles y letreros. Uno de los carteles anuncia una obra de teatro; un anuncio ofrece clases de baile; un cartel hace publicidad de las actuaciones de un músico, y otro, de las de una cantante albanesa. Es como si la tienda nos dijera: «Ya que no podéis comprar, al menos salid y divertios». En un rincón han enganchado el anuncio de un piso en alquiler y, debajo, el de su venta. Que tenga la salida que Dios quiera, el propietario no pone pegas.
—¿Dónde vive usted, señor comisario? —pregunta Spiridakis.
—En Nuevo Pangrati, cerca de Víronas.
—Yo crecí un poco más abajo de donde vamos ahora, en la calle Karamanlaki. La avenida Patisíon que conocí en mi niñez no tenía nada que ver con la actual. En aquellos años estaba iluminada en un cincuenta por ciento por las luces de los comercios. Ahora la mitad de las tiendas han quebrado y Patisíon está en penumbra.
—¿Dónde vive usted ahora?
—Sigo viviendo en Karamanlaki, con mi familia. Con los recortes, mi sueldo no me permite alquilar un piso propio e independizarme. Pago a mis padres mi parte de los gastos del piso y así tiramos adelante. —De pronto se echa a reír—. Usted ya lo sabe. Antes hablábamos del sueldo y los suplementos, ahora hablamos del sueldo y los recortes. Es la manera más rápida de describir la crisis. —Tras otra risa, de repente se pone serio—. Le confesaré una cosa. Cuando llegan a mis manos las declaraciones de la renta de personas físicas o de entidades con sede en la avenida Patisíon, se las paso a mis colegas para que las tramiten ellos. Yo no quiero examinarlas.
—¿Por qué no?
—Porque veo cómo esta zona se hunde día tras día. Tengo miedo de implicarme emocionalmente y no poder ser objetivo. Prefiero que mis colegas se encarguen de la verificación.
—Hace bien —le digo y, de pronto, el mondadientes escurrido me cae simpático.
Aparco en la propia avenida. Cruzamos a pie y enfilamos la calle Lelas Karayanni.
La asesoría fiscal de Minás Katsúmbelos se encuentra en el segundo edificio a la izquierda, en la tercera planta. Nos abre la puerta una cuarentona de expresión aburrida. Tras mostrarle mi placa, pregunto por el señor Katsúmbelos, y ella nos conduce directamente a su despacho. Nos recibe un cincuentón calvo y con gafas. Nos saluda efusivamente, dándonos la mano. Una nube ensombrece su rostro cuando se presenta Spiridakis.
—¿Algún problema? —La pregunta no carece de lógica.
Spiridakis me deja a mí la introducción.
—Señor Katsúmbelos, sin duda se habrá enterado de que su cliente, el doctor Korasidis, ha sido asesinado.
Katsúmbelos asiente afligido.
—Sí, lo sé, estoy desolado. Es una gran pérdida para la medicina.
Para la medicina, tal vez sí, pero no le echarán de menos muchos más, pienso.
—Nos gustaría hacerle algunas preguntas relacionadas con su cliente.
—Por supuesto, estoy a su disposición —responde Katsúmbelos y adopta esa actitud que anuncia que sólo puede hablar bien del fallecido.
—Para empezar, nos gustaría ver su última declaración de la renta —dice Spiridakis.
Katsúmbelos, que no se lo esperaba, se muestra sorprendido.
—¿Qué importancia tiene eso ahora que está muerto?
—Algunos datos de su declaración pudieron haber conducido a su asesinato —le explico—. Por eso necesitamos verla.
—Como quieran. Koralía, tráeme el expediente de Korasidis —dice a su aburrida secretaria.
La mujer trae una carpeta voluminosa atada con una cinta. Katsúmbelos extrae la declaración y se la da a Spiridakis.
—No creo que vayan a encontrar nada interesante en ella —le dice.
Spiridakis la repasa por encima y me señala una cifra. Me inclino para leerla: «Ingresos netos: 50 000 euros». El asesino sabía la cifra exacta.
—¿Le parece normal que un cirujano con el renombre y el éxito de Korasidis declarara unos ingresos netos de sólo cincuenta mil euros? —le pregunta Spiridakis.
El asesor sonríe.
—Señor mío, en esta profesión se aprende a ver lo anormal como normal. Quien no sea capaz de hacerlo, más vale que cambie de profesión.
—Es decir, que a usted le parece normal que Korasidis tuviera dos propiedades inmobiliarias y no las declarara.
—¿Qué propiedades? —se extraña Katsúmbelos—. A mí no me consta la existencia de bienes inmuebles.
—Su casa en Ekali, para empezar.
—La casa de Ekali no era de su propiedad. Está a nombre de sus dos hijas.
Spiridakis se vuelve para mirarme con una sonrisa.
—Este primer dato inverosímil empieza a parecer normal. ¿Y la casa de veraneo en Paros? —pregunta al asesor.
—Tampoco era suya. Se la alquilaba una empresa offshore.
Un momento… —Empieza a rebuscar en la carpeta y saca un contrato—. Aquí está, se la alquiló la empresa Ocean Estates.
Spiridakis ya no puede aguantarse más y se echa a reír.
—¡Vaya con el nombrecito! —exclama—. ¡Inmuebles del Océano! Más de la mitad de los griegos que poseen casas de veraneo las tienen escondidas en el fondo del mar, en aguas de alguna empresa offshore. —Se vuelve otra vez hacia Katsúmbelos—. ¿Puedo ver las declaraciones de la renta de las hijas?
Katsúmbelos se encoge de hombros.
—No puede, porque yo no me encargo de ellas.
—No sabrá quién lo hace, ¿no?
—No tengo la menor idea. Tendrá que buscarlo en el registro general de Taxis, la base de datos de Hacienda.
—En otras palabras, me está diciendo que la casa de Ekali pertenece a las hijas de Korasidis, que no sabemos si pagan impuestos por ella ni en qué delegación, y que el inmueble de Paros pertenece a una empresa offshore. Es decir, que Korasidis no tenía nada a su nombre.
—Exactamente, señor Spiridakis. En base a sus verdaderas pertenencias, su declaración de la renta era veraz.
—¿Y qué hay de la colección de arte que tiene en su casa? —intervengo.
—Si tenía una colección de arte, yo no lo sabía, porque no la he visto nunca —es la respuesta.
Seguramente dice la verdad. La colección está guardada en una sala protegida con sistemas de seguridad y no es probable que Korasidis se la enseñara a su asesor fiscal.
—¿Podría enseñarme las facturas de Korasidis procedentes de la consulta y de la clínica? —pregunta Spiridakis a Katsúmbelos.
—Con mucho gusto.
Spiridakis coge las facturas y las hojea.
—Veamos. ¿A lo largo de todo el año pasado Korasidis atendió sólo a noventa pacientes? ¿Y espera que me lo crea? Él recibía a noventa por semana.
—A mí no me corresponde comprobar a cuántos pacientes atendía, señor Spiridakis —contesta Katsúmbelos irritado—. Yo me limitaba a anotar los datos que él me proporcionaba en los libros de contabilidad y a preparar su declaración de la renta. El control es cosa de ustedes, de la Unidad de Delitos Económicos. No tenían más que apostar a una persona junto a la entrada de la consulta de Korasidis para ver a cuántos pacientes recibía y a cuántos les emitía factura. Ustedes no lo hicieron y ahora viene a preguntarme por qué no hice yo su trabajo.
Spiridakis no tiene respuesta a eso y Katsúmbelos le mira con cara de triunfo, porque por fin ha conseguido dejarle sin argumentos.
—¿Ha notado últimamente algo sospechoso en su ordenador? —le pregunto.
—¿Como qué?
—Que alguien haya intentado entrar en él, por ejemplo.
—No, no he notado nada parecido.
—Le explico por qué se lo pregunto. Tenemos sospechas fundadas de que alguien, de alguna manera, se introdujo en el sistema y consiguió los datos de la declaración de la renta de Korasidis. ¿Le importa si mañana envío a uno de mis hombres a registrar su ordenador?
—En absoluto, me hará un favor —responde Katsúmbelos con exceso de celo, para demostrarle a Spiridakis que está dispuesto a colaborar siempre que no le toquen las narices.
—Quiero que hoy mismo me envíe una copia digital de la declaración de Korasidis y de todo su expediente —dice Spiridakis y le anota en un trozo de papel su dirección de correo electrónico.
Katsúmbelos se muestra disgustado.
—¿Por qué no la baja de Taxis?
—Porque prefiero que me la dé usted.
—Tendrá que hacerme llegar una orden escrita.
—Escuche, señor Katsúmbelos —dice Spiridakis con severidad—. Si encontramos irregularidades en el expediente de Korasidis, usted también será responsable, porque, como ya sabe, el contable y el asesor fiscal son corresponsables desde el momento que redactan la declaración de la renta de sus clientes. Así que no nos complique las cosas. Usted me enviará el expediente y yo le haré el debido acuse de recibo.
El tono de Spiridakis indica que no hay vuelta de hoja, de modo que Katsúmbelos se limita a asentir con la cabeza, y así finaliza el encuentro.
Tras salir del edificio Spiridakis se detiene, como si necesitara tomar aliento. Luego dice en tono culpable:
—Me ha dejado sin argumentos, y tenía razón. Nos corresponde a nosotros comprobar si los médicos extienden las facturas, y no lo hacemos, o lo hacemos cuando alguno de nosotros no tiene nada más urgente entre manos. No disponemos de personal suficiente para ir detrás de todos los médicos del país. —Enmudece e inspira profundamente—. Y lo peor es que sabemos muy bien lo que hacen.
—¿Y qué hacen? —pregunto, curioso, pero también porque quiero comentarlo con Fanis.
—Le dicen al paciente: «La visita cuesta cien euros, pero si quiere factura, le costará ciento cincuenta». Nadie quiere factura, para ahorrarse los cincuenta euros, y los pacientes no denuncian a su médico, porque temen perderlo. Todo eso lo sabemos y nos limitamos a contemplarlo como meros espectadores.
—Será así, de acuerdo, pero esto no tiene relevancia para nuestra investigación —replico, básicamente para consolarle—. Lo importante es averiguar si las hijas de Korasidis declaran a Hacienda.
—Eso sólo pueden decírnoslo en la delegación correspondiente. Ya que las hijas vivían con Korasidis, debe de ser la misma delegación.
—¿Está proponiendo que hagamos una visita a Hacienda mañana?
—¡No, por Dios! —exclama él casi horrorizado—. Mañana usted llamará a declarar al inspector y al director de la delegación.
—Y preferiría que no estuviéramos solos usted y yo, sino también Dolianitis, de Delitos Económicos, y aquel otro señor, el de Delitos Informáticos. Es más, si puede asistir el señor Guikas, tanto mejor.
—¿Para qué les necesitamos? —pregunto sorprendido.
—Para hacer bulto, señor comisario. Para acojonarles. Mire, para que no les pillemos en falta, ellos se cubren tan bien las espaldas que se consideran invulnerables. Todos juntos forman parte de la gran red de Hacienda y se protegen unos a otros. La única manera de conseguir que hablen es plantándoles delante a la cúpula directiva de la policía, a ver si así se acoquinan. Es nuestra única esperanza.
Se despide con un apretón de manos y recorre a pie el par de manzanas que le separan de su casa.
Durante el trayecto de regreso, compruebo que la avenida Patisíon está vacía y tenebrosa, tal como me la ha descrito Spiridakis.