Finalmente, Guikas consigue fijar la reunión para las tres de la tarde. Lo cual no me conviene en absoluto, porque el encuentro se puede prolongar hasta tarde y yo no quiero que Adrianí pase horas sola en casa por las noches, al menos no en el estado en que se encuentra. Sin embargo, la reunión no se puede postergar y yo me resigno a lo imponderable.
Antes de subir al despacho de Guikas llamo a mis dos ayudantes y les mando a recorrer todas las empresas de productos farmacéuticos para averiguar si alguno de sus representantes tenía cita con Korasidis el día del crimen.
Están todos sentados en torno a la mesa de reuniones de Guikas, esperando mi llegada. Ya conozco a Lambrópulos, de Delitos Informáticos, y a Dolianitis, de Delitos Económicos. Con este último me une una mutua simpatía. Pero es la primera vez que veo a Spiridakis, el especialista en evasión fiscal de la Unidad de Delitos Económicos. Ronda los treinta y cinco, tiene el pelo rizado y la corpulencia de un mondadientes.
—Te estábamos esperando —comenta Guikas con un leve retintín recriminatorio.
Le explico el motivo de mi tardanza y procedo a informar del caso. Me escuchan sin interrumpirme una sola vez.
—En menudo lío te has metido —dice Dolianitis riéndose cuando termino.
—Algunas preguntas requieren respuestas inmediatas —continúo—. En primer lugar, cuánto sabe el asesor fiscal de Korasidis y si es cierto que el médico declaraba unos ingresos netos de cincuenta mil euros anuales. En segundo lugar, tenemos que averiguar por qué Hacienda no le abrió en su momento una inspección.
—A lo mejor sí lo hizo —me interrumpe Spiridakis.
—Entonces, ¿cómo es que no se descubrió el fraude?
—Pudo descubrirse, pero quizá lo taparon y dieron la declaración por veraz. La corrupción es como una pastilla: con el soborno adecuado, te la tragas. Y no me pida ahora que le explique las argucias de los profesionales liberales, que las conoce hasta el último ciudadano del país.
—¿Ustedes no comprueban las declaraciones de la renta? —pregunto a Spiridakis, cuya actitud empieza a tocarme las narices.
—Las comprobamos, pero aparecen declaraciones sospechosas a diario. Nos puede llevar tres años toparnos con la de Korasidis. Por si no se ha enterado, a nosotros también nos han recortado los presupuestos y han despedido al personal temporal.
En vista de que no puedo con él, prosigo:
—La siguiente pregunta es cómo y dónde encontró el asesino los datos de la declaración de la renta de Korasidis. He pedido que os remitan su ordenador —me dirijo a Lambrópulos—. Debemos averiguar si el asesino había enviado la carta a Korasidis o si se limitó a colgarla en Internet.
—A lo mejor Korasidis la había borrado —interpone Guikas, que, desde que tiene una pantalla en su despacho, se cree todo un experto en ordenadores.
—Es imposible eliminarla totalmente —responde Lambrópulos con una risa—. Examinaremos su disco duro a fondo y, si la recibió, la encontraremos.
—Hay una última pregunta, aunque no tiene que ver con ustedes.
—¿Cuál es? —quiere saber Lambrópulos.
—El asesino mató a Korasidis con cicuta y abandonó su cuerpo en el antiguo cementerio del Cerámico. Sócrates fue condenado a morir bebiendo cicuta. La pregunta es qué relación puede tener el asesino con la antigua Grecia y con los recintos arqueológicos.
—La persona más indicada para ayudarte en la cuestión de la evasión fiscal es Antonis —dice Dolianitis señalando a Spiridakis, con un gesto de la cabeza—. Nosotros nos ocupamos de otro tipo de delitos, no de la evasión fiscal.
—¿Por dónde le parece que debemos empezar? —pregunto entonces a Spiridakis.
—Lo lógico sería empezar por el asesor fiscal de Korasidis. Si empezamos por Hacienda, tendremos que buscar el expediente y hablar con el inspector correspondiente y, entretanto, alguien podría chivarse al asesor y las pruebas desaparecerían. Por otra parte, fue él quien preparó la declaración de la renta de Korasidis y, por lo tanto, es la persona más apropiada para darnos explicaciones.
—Muy bien. ¿Cuándo lo cito para declarar?
—Nunca —es su respuesta inmediata—. Si le avisa de que quiere interrogarle sobre Korasidis, lo más probable es que haga desaparecer las pruebas. —Toma aliento para empezar con la lección—: Verá, señor comisario, las relaciones con Hacienda funcionan como un tríptico compuesto por el contribuyente, el asesor y el recaudador. El asesor es el lienzo intermedio, una parte implicada que conoce los bienes no declarados de su cliente. Por eso nosotros debemos llegar hasta él y pillarle desprevenido. —Consulta su reloj—. Es más, le sugiero que vayamos ahora mismo. Es la mejor hora.
—De acuerdo, pero ¿lo encontraremos?
Spiridakis suelta una carcajada.
—Señor comisario, los asesores fiscales son como los abogados, que por la mañana están en los tribunales y por la tarde en sus bufetes. Los asesores recorren las administraciones de Hacienda por la mañana y trabajan en sus despachos por la tarde. Lo encontraremos.
Telefoneo a Vlasópulos y le pido que me busque la dirección de Minás Katsúmbelos, el asesor fiscal de Korasidis. Nos disponemos a levantamos de la mesa de reuniones cuando Guikas nos detiene:
—He informado al ministro —anuncia—. Me ha dicho que él mismo hablará con su colega, el ministro de Economía. Y me ha pedido que la carta del asesino se mantenga en el secreto más absoluto.
—¿Por qué? ¿Acaso cree que pensamos repartirla a los periodistas? —ironiza Lambrópulos.
—Los ministros son así —comenta Dolianitis con una risita—. Siempre te aconsejan que hagas lo obvio.
Bajo a mi despacho acompañado de Spiridakis.
Dermitzakis me informa de que todas las empresas de productos farmacéuticos le han asegurado que ninguno de sus visitadores médicos había concertado cita con Korasidis la tarde de su muerte. De modo que ya sabemos que la persona que lo visitó fue el asesino, disfrazado de representante médico.
Vlasópulos me da la dirección de Katsúmbelos y decido ir con el Seat, porque la reunión me ha despejado la mente y me siento mucho mejor. Lo único que me preocupa es que no podré llegar a casa antes de las diez de la noche.