9

Si ayer hubiese sabido lo que me esperaba en casa, me habría quedado en Jefatura para informar a los periodistas y me habría evitado un mal trago. Pero ahora que me los encuentro en el pasillo, tras una noche de insomnio y con una espina clavada en el corazón, lo último que me apetece es contribuir a ilustrar a los medios de comunicación. Permito que invadan mi despacho y tomen posiciones, como francotiradores. Yo me siento en mi escritorio y aguardo los primeros disparos. Entre ellos distingo a Sotirópulos, que está apostado en su sitio preferido, junto a la puerta.

—¿Qué puede decirnos del asesinato del doctor Korasidis? —pregunta un jovencito que viste vaqueros y camiseta.

—Fue hallado muerto ayer por la mañana en el cementerio del Cerámico.

—¿Se sabe ya cómo lo mataron?

—Fue envenenado. Le inyectaron veneno.

—¿Está seguro de que no se intoxicó con las sustancias químicas que la policía dispara contra los manifestantes? —pregunta con ironía una mujer escuálida, demacrada, inodora e incolora.

—No digas tonterías, Marieta —le susurra Sotirópulos, que está a su lado, lo bastante alto para que le oiga yo también.

—Déjame en paz, Sotirópulos —responde la demacrada—. Ayer bañaron el centro de Atenas en sustancias químicas. Casi envenenan a media ciudad para dispersar a un puñado de agitadores.

—No dices más que estupideces —insiste Sotirópulos, que tiene experiencia y sabe que no es el momento apropiado para lanzar un ataque.

Puede que Sotirópulos se haya dignado echarme una mano, pero, dado mi estado emocional, lo que me suelta la escuálida es suficiente para cabrearme.

—Muy bien, éstos son los datos de que disponemos: el cirujano Azanasios Korasidis fue hallado muerto ayer a las ocho de la mañana en el recinto arqueológico del Cerámico. Uno de los guardas del recinto descubrió el cadáver. Según el informe forense, le mataron inyectándole veneno en la nuca. El crimen debió de cometerse entre las siete de la tarde y las once de la noche del día anterior. No sabemos nada más por el momento y, en consecuencia, no voy a contestar a más preguntas.

—¿Qué veneno utilizaron? —pregunta el joven de vaqueros y camiseta.

—Estamos esperando los resultados del laboratorio. Ya os he dicho que no sabemos nada más.

Me pongo de pie para indicar que hemos terminado. Ellos pillan la indirecta y empiezan a encaminarse hacia la puerta.

Prokopíu, una periodista cuarentona y experimentada, igual que Sotirópulos, le suelta entonces a la escuálida:

—Tú y tus gilipolleces…

La escuálida sale con la cola entre las piernas, seguida de los demás. Sotirópulos observa inmóvil su salida. Se queda solo en mi despacho, como tiene por costumbre. Los otros saben que empezará a hacerme preguntas pero no se atreven a decir ni mu, porque para ellos es el Papa y el Papa tiene sus privilegios.

—Mandan a esas niñas descerebradas, que no saben un pijo, que huelen escándalos por todas partes y encima son impertinentes —dice—. Las cadenas de televisión, la radio, la prensa, todo las empuja a eso. Antes nos decían: «Salid a por la noticia» y ahora les dicen: «Salid a por el escándalo».

Le escucho sin hacer comentarios, porque sé que esto no es más que el preámbulo y que pronto entrará en materia.

—¿Es verdad que no tenéis más datos? —pregunta en tono de complicidad.

—Tenemos uno, pero no puedes hacerlo público.

—¿Y qué dato es ése?

—Lo mataron con cicuta, igual que a Sócrates.

Suelta un silbido y se echa a reír.

—Lo que me encanta de ti es que siempre guardas un as en la manga.

—Ya te he dicho que no lo puedes publicar.

—Te he oído.

No le importa tener que esperar a hacer públicos esos datos. Lo que quiere es saber más que los demás.

—¿Crees que hay alguna relación entre la cicuta y el antiguo cementerio del Cerámico?

—Es posible, aunque todavía no hemos encontrado indicios. Seguimos investigando.

Se da cuenta de que no me sacará nada más y se dispone a irse.

—Si averiguo alguna cosa, te avisaré —dice antes de cerrar la puerta tras de sí.

Apenas ha tenido tiempo de salir Sotirópulos cuando aparece Vlasópulos.

—Anna Tseleni está en mi despacho.

—Vale, dame cinco minutos.

Quiero tomar un sorbo de café y darle un bocado al cruasán, porque me siento agotado y se me cierran los ojos. Voy al lavabo para mojarme la cara. A mi regreso, pido que traigan a Anna a mi despacho.

La mujer se sienta en una silla frente a mí, con los pies juntos y las manos cruzadas sobre el regazo.

—Anna, la señora Petropulu me aconsejó que hablara contigo.

—Ya lo sé. La señora Sula me llamó y me pidió que se lo contara todo. Que no le ocultara nada.

—Quiero que me cuentes qué pasaba en la casa desde el día en que se marchó la señora Petropulu.

—No pasaba nada, señor comisario. Las cosas estaban tranquilas, porque el señor Zanos tenía una disciplina de soldado.

—¿Qué significa eso?

—Cada mañana salía más o menos a las diez para ir a la clínica. Todas las noches volvía tarde de su consulta. Yo le dejaba preparada la cena y me iba. Sólo los miércoles volvía a casa temprano, porque no abría la consulta. Entonces se encerraba en la sala grande y se ocupaba de sus obras de arte. Cada dos meses se iba el sábado por la mañana y volvía el domingo por la noche, porque iba a visitar a sus hijas. A Zalia, que estudia en Francia, y a Dora, que estudia en Inglaterra.

—¿Eso es todo? —pregunto decepcionado y dispuesto a atacar, porque sospecho que intenta ocultarme algo.

—Sí, eso es todo…, bueno, y lo de las chicas, señor comisario.

—¿Te refieres a sus hijas?

—No, a las chicas —responde ella en un tono insinuante.

—De acuerdo. Háblame entonces de las chicas.

—¿Qué puedo decirle? Solía llevarlas a casa por la noche, y algunas veces los sábados, pero eso era menos habitual.

—¿Por qué?

—¿No lo entiende? Entonces habría tenido que pasar el fin de semana con ellas, y él quería despacharlas a la mañana siguiente. Cada vez que oía pasos en la escalera y no eran los pasos de él, me preguntaba a quién habría traído en esa ocasión. A veces, esas chicas me daban pena, y otras, pensaba que eran unas fulanas y se lo tenían merecido. Que ellas mismas se buscaban problemas. Ese hombre cambiaba de chica como de camisa, señor comisario. Lo único que nunca cambiaba era la bata.

—¿Qué bata?

—La que les daba para que se la pusieran. Era siempre la misma. Cuando me la traía para lavarla, me daba asco tocarla. La cogía con la punta de los dedos y la echaba en la lavadora.

—¿No hubo nunca escenas en todos estos años? ¿Llantos, recriminaciones?

—A casi todas les cerraba la boca. Con amenazas o con dinero, según los casos. Sólo una vez vino una chica a preguntar por él. Cuando le dije que no estaba en casa, se echó a llorar. La invité a pasar, pensé ofrecerle un vaso de agua, pero ella se dio la vuelta y salió corriendo. Y otro día apareció un joven que entró enfurecido en la casa y empezó a buscar a su novia gritando amenazas. Por suerte, estaba Nikos, el jardinero, y entre los dos conseguimos echarle, medio por las buenas y medio por las malas. No hubo más incidentes.

—Ahora háblame de las hijas de Korasidis.

—¿No vio los dormitorios? —pregunta la mujer.

—Los vi.

—Sus cuartos lo dicen todo. Zalia, la mayor, es idéntica a su padre. Fría y estirada, siempre mantiene a la gente a distancia. Dora, la pequeña, es la de la cama llena de peluches. —Hace una pausa antes de añadir—: La sangre tira, señor comisario.

—¿Por qué lo dices?

—Porque Dora es igualita que su madre. Dulce y cálida, siempre con una sonrisa en la boca. Si la señora Petropulu hubiera seguido viendo a sus hijas, ahora habría querido mucho a Dora.

—Gracias, Anna, hemos terminado —le digo. Me levanto y la conduzco al despacho de Kula—. Cuéntale a Kula lo mismo que me has dicho a mí, hazle un resumen, no hace falta entrar en detalles. Ella lo pondrá por escrito y te dará a firmar tu declaración. Luego ya puedes marcharte. No voy a necesitarte más.

Decido acudir a la consulta médica de Korasidis, pero no quiero coger el Seat. Si me topo con algún bloqueo de la policía, no podré contar con mis reflejos ni con mi capacidad de discernimiento. Le digo a Dermitzakis que pida un coche patrulla y que avise a Dimitriu, de la Científica, y también a la secretaria de Korasidis, una tal Lefkaditi. Como sé que hay una rivalidad tácita entre Vlasópulos y Dermitzakis, procuro que me acompañen por turnos; así mantengo cierto equilibrio y me evito quebraderos de cabeza.

La consulta se encuentra en el número 12 de la calle Karneadu. No encontramos ningún atasco de tráfico y en diez minutos ya estamos llamando al timbre de la consulta. Nos abre la puerta una sesentona de cabello blanco. Korasidis tenía debilidad por las jóvenes, pero, para el trabajo, siempre contrataba a sesentonas que peinan canas.

—¿Es usted la señora Lefkaditi? —inquiero.

Sí, señor.

—¿Desde cuando trabaja en esta consulta?

—Desde principios del año 2000.

—Explíqueme en qué consiste su trabajo aquí.

—Vengo cuatro veces por semana, a las once de la mañana. El doctor no empezaba a recibir visitas hasta las cuatro de la tarde, pero yo tenía que llegar pronto, para concertar las citas y contestar al teléfono. No venía los miércoles, porque no había consulta.

—¿Vio algo que le llamara la atención en todos esos años? Sobre todo en los últimos días.

—No, nada en absoluto. Aquí sólo venían los pacientes. A veces, el doctor recibía a representantes médicos, pero llegaban siempre después del horario de consulta.

—¿Usted se quedaba hasta que se hubieran marchado los pacientes y los representantes?

—Hasta que se hubieran marchado los pacientes, sí. Cuando esperaba representantes médicos, el doctor me dejaba marchar y se encargaba él de cerrar la consulta.

—¿Recuerda cuándo fue la última vez que el doctor recibió a un representante?

La respuesta es inmediata.

—Sí, la tarde anterior a que lo encontrasen muerto.

—¿Y se quedó usted hasta el final?

—No, me fui antes. Acompañé a la visita al despacho del doctor y luego me marché.

Esta respuesta consigue despertar mis sentidos adormecidos. Lo más probable es que el asesino se presentara como visitador médico y matara a Korasidis dentro de su consulta.

—¿Recuerda el aspecto de ese representante?

Lefkaditi trata de hacer memoria.

—De mediana estatura y cabello gris en las sienes. Llevaba traje y el maletín característico de los representantes médicos.

—¿Notó algo distinto en la consulta cuando vino al día siguiente? ¿Algo fuera de lo normal?

—No, todo estaba en orden.

—Quiero ver la consulta.

La mujer se dispone a acompañarme cuando suena el timbre de la puerta. Ha llegado Dimitriu con su equipo.

La consulta de Korasidis no es diferente de las demás consultas médicas que he visto en mi vida. Tiene un escritorio, dos sillas y una camilla donde examinar a los pacientes. Encima del escritorio hay un ordenador y, en la pared, un aparato de los que utilizan los médicos para ver las radiografías. De la pared de enfrente cuelgan los títulos y las distinciones de Korasidis.

Poco a poco empiezo a forjarme una imagen más clara del escenario del crimen. El asesino se presentó como visitador médico y, cuando se quedó a solas con Korasidis, se colocó detrás de él con cualquier pretexto, quizá fingiendo que le iba a mostrar una lista de fármacos, y le clavó la jeringa mientras Korasidis la leía. Luego lo tendió en la camilla y esperó a que muriera. Si, por alguna de esas casualidades, Lefkaditi hubiera vuelto a la consulta, habría tenido que matarla también a ella.

Este planteamiento me permite precisar un poco más la hora de la muerte. Si el asesino llegó a la consulta a las ocho, bien pudo ponerle la inyección en tomo a las nueve y trasladar el cadáver dos horas más tarde, a las once de la noche. A esa hora la calle Karneadu está prácticamente desierta y no debió de resultarle difícil meter el cuerpo en el coche. Seguramente, ni siquiera lo ocultó en el maletero, sino que lo tiró en el asiento de atrás.

—¿El ordenador del doctor está conectado con el suyo? —le pregunto.

—No, son independientes. El mío tiene un calendario de visitas y un listado de direcciones. El doctor guardaba en el suyo los historiales médicos y archivos varios relacionados con sus pacientes.

—Llévate el ordenador y examínalo a fondo, a ver si encontramos algún indicio —ordeno a Dimitriu.

Una puerta corredera separa la consulta propiamente dicha de la sala de espera. Ésta es muy parecida a las que yo conozco. Junto a las paredes hay hileras de sillas y un par de butacas. En el centro de la sala hay una mesita con rimeros de revistas viejas. Las paredes están llenas de fotografías turísticas de la Acrópolis, del santuario de Delfos, del cabo Sunio y del teatro antiguo de Epidauro. El coleccionista Korasidis no consideraba a sus pacientes dignos de contemplar las obras de arte de su colección. Estoy a punto de dirigirme a las habitaciones traseras de la consulta, donde el médico debía de tener su nido de amor, cuando suena mi móvil.

—¿Dónde está, señor comisario? —pregunta Kula.

—En la consulta de Korasidis.

—¿Puede venir enseguida?

—¿Qué ocurre? ¿Ha habido otro asesinato? —me inquieto.

—No, pero tiene usted que ver algo que he encontrado en Internet.

Kula nunca me pediría que volviera a Jefatura si no fuera realmente urgente. Le ordeno a Dimitriu que siga procesando el escenario y subo al coche patrulla con Dermitzakis.