Salgo del trabajo antes de lo habitual, en parte porque me siento muy cansado, pero también para evitar el tropel de periodistas que nos caerá encima en cuanto se enteren del asesinato de un médico de gente rica. Al llegar a casa, descubro que Adrianí está sentada en la sala con Katerina. Mi alegría por ver por fin a mi hija, después de tantos días, se nubla por la expresión de ambas. Han debido de interrumpir su conversación Cuando me han oído llegar y se han quedado inmóviles como estatuas. Katerina con cara de angustia y Adrianí con expresión de ira.
—¿Qué ocurre? —pregunto preocupado.
—Que te lo cuente tu hija —contesta secamente Adrianí.
—No te asustes, papá. No son malas noticias —me tranquiliza Katerina.
Me inclino a creerla, porque Adrianí siempre hace una montaña de un grano de arena.
—Sólo te pido que este asunto quede entre nosotros, porque Fanis no sabe nada todavía.
Ahora me dirá que está embarazada, pienso, pero, por otro lado, la noticia de su embarazo no sería tan mal recibida por parte de Adrianí.
—Ya sabes que llevo un año trabajando en el bufete de Seimenis, ocupándome de los casos de inmigración.
—Sí, lo sé.
—Parece que hago bien mi trabajo, porque ayer me llamó la representante en Grecia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
—Muy bien. ¿Y qué?
—Me propuso trabajar para el Alto Comisionado.
—¿Y dónde está el problema? ¿A qué vienen estas caras de disgusto? —No logro salir de mi asombro.
—Espera, que hay más —responde Adrianí en el mismo tono seco.
Veo que Katerina se incomoda.
—El problema es que no me ofrecen un puesto en Grecia. Me destinarán a otro país.
—¿Te dijeron adonde? —quiero saber mientras noto que el cuentarrevoluciones de la inquietud empieza a dispararse también dentro de mí.
—En cualquier caso, no será a un país europeo —aclara Katerina, turbada.
—Yo te diré adonde —salta Adrianí—. Será al África negra. A Uganda o a Senegal. Allí la mandarán.
Los acontecimientos vuelven a dar la razón a mi mujer.
—¿Te lo has pensado bien antes de decidir? —le pregunto a Katerina tratando de no perder los nervios.
—Lo estoy considerando, pero aún no he decidido nada. Por eso no le he dicho nada a Fanis. Quería comentarlo antes con vosotros.
—¿Vas a abandonar a tu marido y tu casa para irte a África? —le pregunto.
—Papá, lo único bueno que ha salido de mi trabajo con Seimenis es esta llamada del Alto Comisionado. Si hablamos de dinero, no gano ni para chicles. En realidad, me está manteniendo Fanis, y también vosotros.
—Hasta que vengan tiempos mejores, es mejor que te mantengamos nosotros que dejarlo todo plantado para emigrar.
—Eso lo dices tú, mamá. Pero ponte en mi lugar. Después de tantos estudios no soy capaz de vivir de mi profesión. A veces me digo: «¿Para qué querías doctorarte? Habrías hecho mejor presentándote a oposiciones o buscándote un trabajo en cuanto terminaste la universidad. Ahora estarías mejor».
—Ya ha hablado la sensatez —sentencia Adrianí, despiadada, sin apartar la mirada de mí.
—A fin de cuentas, tampoco hay que hacer un drama de esto —continúa Katerina—. Te mandan lejos, es verdad, pero a menudo te conceden permisos largos. Vendré a Grecia cada tres meses y me quedaré bastantes días. Y Fanis también podrá venir a verme un par de veces al año. Además, no pienso quedarme allí hasta que me jubile. Trabajaré unos cuantos años, reuniré dinero y volveré.
—Y, mientras tú reúnes dinero en África, tu marido se quedará aquí solo, y quizá se busque a otra.
—Fanis me quiere, mamá.
—Ojos que no ven, corazón que no siente. —Adrianí ya ha soltado su máxima.
—Escucha, Katerina —le digo para calmar un poco los ánimos; si seguimos así, acabaremos tirándonos de los pelos—. Durante todos estos años, tu madre y yo veíamos con orgullo cómo sacabas la carrera y luego el doctorado. Después conociste a Fanis y fue una gran alegría para nosotros. Tienes un marido estupendo y estudios que muchos quisieran para sí. Lo importante ahora es no rendirse y seguir luchando. No abandones ahora. Ten un poco de paciencia. ¿Quién sabe? Quizá mañana Seimenis te confíe casos más importantes o tal vez encuentres trabajo en otro bufete de abogados.
—Papá, sé muy bien cuántos sacrificios te costaron mis estudios. Sé que contabas hasta los céntimos para que yo pudiera terminar mi doctorado. No soporto que vosotros y Fanis sigáis manteniéndome. Ya no soporto acostarme cada noche y levantarme cada mañana sintiéndome culpable. Tú me lo has dado todo, pero este país no me ofrece nada.
De repente, se echa a llorar. Se cubre la cara con las manos y llora a lágrima viva. Raras veces he visto llorar a mi hija. Me quedo pasmado y no sé qué decir. Por suerte, Adrianí sí sabe. Se acerca a ella, le rodea los hombros con el brazo, le acaricia el polo y la besa.
—Ya pasará, hija mía, ya pasará —la consuela, y no sé si se refiere al llanto o a la desesperación.
Efectivamente, el llanto cesa al poco rato. Katerina se seca las lágrimas, se levanta, nos besa a los dos y se dispone a irse. No sé si se marcha porque ya no quiere seguir hablando del tema o porque se avergüenza de haber llorado.
—Pero no pienso engañarme a mí misma diciéndome que estoy trabajando —me dice ya en la puerta—. Aquí todos nos engañamos. Unos tratan de convencerse de que están trabajando; otros, de que están realizando reformas, y otros de que aplican las leyes. Vivimos en el país de las mentiras.
Cuando nos quedamos solos, le toca a Adrianí echarse a llorar.
—Yo crie a mi hija pero nunca la comprendí —masculla entre lágrimas—. Es eficiente, culta e inteligente, pero cuando menos te lo esperas, da un paso en falso y lo echa todo a perder. Ésta no es la primera vez, aunque sí la peor de todas. Porque está a punto de dar al traste con toda su vida.
Me reprimo para no echarme a llorar yo también, para que con la tercera no vaya la vencida, como se suele decir, pero lo cierto es que estoy a punto de desmoronarme. A pesar de todo, intento animar a Adrianí.
—Mirémoslo desde otro ángulo. La propuesta del ACNUR es un reconocimiento de sus estudios y de su trabajo. Es lógico que se sienta tentada.
—¿Y tiene que ir a Uganda para recoger el premio al reconocimiento? —pregunta Adrianí y me desarma. Al ver que no sé qué decirle, continúa—: También nosotros cometimos errores, Kostas. Siempre permitíamos que se saliera con la suya. No le enseñamos que en la vida hay límites, que no puedes hacer siempre lo que te dé la gana. Tú también tienes la culpa, por haberla mimado tanto… No te enfades conmigo por decírtelo.
No me enfado, porque ya me he hecho a la idea de que todas las recriminaciones que Adrianí reserva para nuestra hija acaban recayendo en mí. De pronto, sin embargo, intuyo que es el momento apropiado para contarle mi conversación con Guikas, a ver si la animo un poco.
—Hay algo que no te he dicho. A lo mejor he debido mencionarlo delante de Katerina, pero quería que tú fueras la primera en saberlo.
—¿De qué se trata? —pregunta sin demasiado interés, todavía con Katerina en la mente.
—Guikas va a proponerme para un ascenso. Quiere que me haga cargo de la Subdirección de Seguridad.
Me mira como si no pudiera creerlo.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí, hace un par de días. No te comenté nada, porque todavía no es seguro y si no sale no quería causarte una decepción.
—Ojalá te asciendan, Kostas, me alegro muchísimo. Pero ¿qué tiene que ver esto con nuestra hija?
—Si al final consigo la promoción, me será más fácil encontrarle otro puesto de trabajo aquí, en Grecia.
—Ya estamos vendiendo la piel del oso… —murmura Adrianí, no tanto con ánimo de polémica como con el tono de quien no cree que le pueda pasar nada bueno.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no va a pasar. No te van a ascender a ti mientras haya otros que cuenten con buenos enchufes. Y Guikas es muy sensible a los enchufes.
No sé si es porque la escena con Katerina me ha dejado hecho polvo, o por la cantidad de cosas que he tenido que tragar a lo largo de los años, pero el resultado es que me cabreo.
—¡Tú nunca has creído en mí! —grito—. Nunca me has creído capaz de llegar alto. Para ti soy un niño que no va a ninguna parte.
—Estás muy equivocado —contesta, muy tranquila—. No sólo creo en ti, sino que te admiro. Porque siempre te has comportado con dignidad y nunca te has valido de artimañas. Con tus aptitudes, si te hubieras rebajado a hacer la pelota, ya habrías ascendido en el escalafón. Pero no lo has hecho y por eso te admiro. Pero resulta que, en este país, los hombres íntegros son también los desdichados, Kostas. Fíjate en nuestra hija. Es competente, honrada y tiene estudios. Así que la envían a Uganda.
Tú eres eficiente, te comportas con dignidad, y por eso no avanzas profesionalmente. Hazte a la idea, Kostas, tú perteneces a la categoría de los íntegros y desdichados. De los que corren solos y llegan segundos a la meta.
Se calla, me atrae hacia ella y apoya la cabeza en mi hombro. Así nos quedamos un rato, dos desamparados que ya piensan en el pañuelo que agitarán para despedir a su hija cuando se marche.
¿Cómo decía aquella consigna? ¿«Para un futuro mejor»?