7

Voy directamente a ver a Guikas para ponerle al día de la investigación. Dejo atrás a Stela con un serio «buenos días» y recibo a cambio una seca respuesta en tono similar. Las bromitas y confianzas que me tomaba con Kula se han trasladado a la planta donde está mi despacho.

Guikas está admirando el idílico paisaje que tiene como fondo de pantalla en su ordenador. Mi entrada le devuelve a la prosaica realidad de Atenas.

—¿Qué es esa historia del médico? —me pregunta sin darme tiempo para sentarme.

Le cuento todo lo que sé de Korasidis, y le hablo de su mal carácter, de mi visita a su casa y de la impresionante sala de exposiciones. Cuando termino, me formula la pregunta de rigor: —¿Y tú qué opinas?

—Es demasiado pronto para dar una opinión. La muerte por envenenamiento, sobre todo teniendo en cuenta que se le inyectó, podría ser obra de alguien que trabaja en la clínica. Todavía no he hablado con los médicos, pero, según me ha contado el director, no debe de haber nadie, ni médico, ni enfermera, que no le tuviera manía. Sin embargo, su muerte también podría estar relacionada con su colección de obras de arte. Dimitriu, de la Científica, llamará a un tasador para que determine su valor. Yo de arte no entiendo un pimiento, pero el sistema de seguridad instalado ya indica que ahí dentro hay una fortuna. Pensaba investigar teniendo en cuenta estas dos posibilidades.

—No vas desencaminado, pero las cosas son más complicadas.

—¿Por qué?

—Porque difícilmente encontrarás a un médico dispuesto a sincerarse hablando sobre un colega. Te contará lo imprescindible, y del resto, chitón. Lo mismo pasará con las enfermeras. No te hablarán con franqueza, y todo para evitar meterse en líos. En cuanto a los coleccionistas de arte…, ésos sí que saben mantener la boca cerrada. ¿Cuántas de las obras que poseen crees que provienen de subastas legales? La mayoría las compran en el mercado negro del arte. La omertà [6] no es sólo cosa de mafiosos, sino también de los coleccionistas. —Hace una pausa antes de añadir—: Pensándolo bien, aún tenemos suerte.

—¿Por qué?

—Porque no era médico de la Seguridad Social. ¿Quién iba a chivarse del dinero que recibía bajo mano de sus pacientes? Nadie habla de esto, ni siquiera los que no reciben dinero bajo mano. En las clínicas privadas, al menos, no se da este tipo de trato.

Pienso en Fanis y le doy la razón. Tampoco Fanis habla de los sobres llenos de dinero que reciben sus colegas.

Le pregunto a Vlasópulos si el centro de la ciudad está despejado y me contesta que es un caos y que no está previsto que se despeje en las próximas horas. Me veo obligado a dejar para mañana la visita a la consulta de Korasidis. En vez de eso, decido ir a ver a Sula Petropulu, su ex mujer.

Trabaja en el Hospital de la Esperanza, justo enfrente de Jefatura. Por lo tanto, es vecina y no necesito coger el Seat ni un coche patrulla. Cruzo la calle Dimitsanas y entro en el hospital. El tablón del directorio me informa de que Microbiología se encuentra en la cuarta planta.

Al oír su nombre, una mujer morena que ronda los cuarenta y cinco levanta la cabeza de su microscopio. Tras presentarme, le pregunto si hay algún lugar donde podamos hablar en privado.

—¿Le ha pasado algo a Mijalis? —se alarma.

—¿Quién es Mijalis?

—Mi marido.

—No. Que yo sepa, a su marido no le ha pasado nada.

En el laboratorio trabajan tres mujeres más, que han alzado la cabeza y nos observan con curiosidad. Petropulu se relaja, mira a su alrededor en busca de un lugar tranquilo y luego abre una puerta al fondo del laboratorio y me invita a pasar.

—Es el despacho de nuestra directora, pero hoy no ha venido —explica. No se sienta tras el escritorio sino en uno de los sillones de piel, frente a mí—. Dígame, le escucho.

—Se trata de su ex marido, Azanasios Korasidis. Lo hemos encontrado muerto esta mañana.

—¿Quién lo ha matado? —es su reacción espontánea.

—¿Por qué cree que lo han matado? Yo sólo he dicho que estaba muerto.

—Es verdad, no sé por qué lo he dicho —se pregunta. Enmudece y busca una explicación—. No sé qué decirle. A lo mejor, porque tenía muy buena salud. O quizá porque, cuando vivíamos juntos, deseé tantas veces que alguien lo asesinara que he creído que, por fin, aun al cabo de tanto tiempo, se ha cumplido mi deseo.

—Y quizá se haya cumplido, porque, en efecto, Korasidis ha sido asesinado. Le encontramos esta mañana en el recinto arqueológico del Cerámico.

—¿Qué hacía allí? ¿Acaso empezó a coleccionar antigüedades después de nuestro divorcio?

—A juzgar por lo que hemos encontrado en su domicilio, no es el caso. Alguien lo envenenó. El veneno se lo inyectaron con una jeringa. Todavía no sabemos quién lo hizo. He venido a verla por si nos puede facilitar alguna información que pudiera sernos útil.

—¿Qué información podría darles yo? Desde que Zanos y yo nos divorciamos, ahora hace ya doce años, no hemos vuelto a intercambiar una palabra. No tengo la menor idea de lo que ha hecho ni de cómo ha vivido durante estos años.

—Sí, pero tenían dos hijas en común. Alguna noticia ha debido de tener de él.

Se le escapa una risita de amargura.

—Se equivoca, señor comisario. No teníamos dos hijas en común. Yo le di dos hijas y él se las quedó para criarlas. Tampoco he tenido contacto con mis hijas después del divorcio.

Intento esbozar mentalmente la imagen de una persona que sólo inspiraba odio y animadversión en los demás. Claro que aún no he hablado con las hijas, pero, si las dejamos al margen, todavía no he conocido a nadie que tenga algo bueno que decir de Korasidis.

—Cuénteme cómo era su ex marido —le pido a la señora Petropulu—. Eso podría ayudarnos.

No contesta de inmediato. Intenta recordar cómo era, hace doce años, el hombre con quien estaba casada.

—Zanos tenía una cosa buena y dos muy malas —dice al final—. La buena era su pasión por las obras de arte. Cuando hablaba de pintura se transformaba, incluso conmigo. En cuanto terminaba su perorata sobre arte o sobre su visita a la pinacoteca, volvía a su condición natural, que era la soberbia y el desprecio hacia los demás.

—¿Y cuáles eran las dos cosas malas?

—Sus otras dos pasiones: el dinero y las mujeres —contesta sin titubear—. Era un hombre asombrosamente codicioso. Decía que necesitaba el dinero para satisfacer su pasión de coleccionista, pero eso era sólo una verdad a medias. Lo cierto es que el dinero le daba autoridad y poder sobre los demás. Ya le habrán dicho que era un gran cirujano. Lo era, pero a sus pacientes les desplumaba. Sólo los muy ricos tenían el privilegio de ser operados por él. Los pobres y la gente de clase media no tenían ninguna posibilidad, salvo que pidieran un préstamo bancario.

—¿Y dónde entran las mujeres en todo esto?

Ella suelta una carcajada llena de hiel.

—Ése era mi suplicio, señor comisario. Zanos me engañaba a diario. Cuando deseaba a una mujer, empleaba cualquier medio para conquistarla: promesas, chantaje, dinero, lo que fuera. ¿Ha estado en su consulta?

—Todavía no.

—Era consulta médica y nido de amor a la vez. Allí llevaba a sus amantes. Normalmente por la noche, cuando su secretaria ya se había ido, pero también los fines de semana. Desde el divorcio las lleva a su casa, excepto cuando sus hijas están en Atenas. Entonces vuelve a recurrir a la consulta.

Caigo en la cuenta de que se despista y habla de su ex marido en presente, como si aún estuviera vivo.

—¿Cómo lo sabe, si no tenía ningún contacto con él? —pregunto.

—Lo sé por Anna. Ella era mi único apoyo cuando vivía con Zanos y es el único contacto que he mantenido con mi vida anterior. ¿Ha hablado con ella?

—Muy brevemente, de momento.

—Hable con ella. Es muy discreta, pero si decide ser franca, se enterará de muchas cosas.

De pronto me acuerdo de su «que Dios me selle la boca».

—¿Sabe cómo me vengué de los suplicios que tuve que soportar a su lado? —pregunta Sula Petropulu de repente—. Me acosté con el fontanero que vino a instalar el sistema de riego automático en el jardín. Vino durante tres días seguidos y yo me lo encontraba por la tarde, al volver del laboratorio. El tercer y último día, me acosté con él. Cuando Zanos volvió a casa por la noche, le pregunté si ya le había pagado. Me dijo que sí y entonces se lo solté: «Me alegro, porque si hubieras sabido que me he ido a la cama con él, no le habrías pagado». —Se ríe como si disfrutara al revivir aquella escena—. Se puso a gritar como un loco, amenazó con matarme. Yo le escuchaba sin decir palabra. Cuando se le pasó el berrinche, subí al dormitorio y, siempre callada, metí en una maleta lo imprescindible y me fui de casa. Desde entonces no he vuelto a ver ni a Zanos ni a mis hijas. Al principio, porque él no me lo permitía. Más tarde, porque yo misma deseaba cortar todos los vínculos con mi pasado. Tanto lo deseaba que, en cuanto se formalizó el divorcio, me casé con Mijalis, el fontanero.

Al ver mi expresión se echa a reír.

—Ya sé qué está pensando, señor comisario. No entiende cómo es posible que una mujer médico se case con un fontanero, ¿verdad? —Se pone seria y continúa—: Es que no hablo de médicos ni de fontaneros, sino de dos personas sencillas. ¿Quién soy yo, a fin de cuentas? Una microbióloga, una funcionaría que ha ascendido a supervisora jefe. «Medicucha pública» me llamaba Zanos con desprecio. Y mi marido es fontanero. Somos dos personas sin importancia que se llevan de maravilla. —Calla un momento antes de añadir—: Al menos, cuando voy a visitar a mis suegros, me reciben con orgullo diciendo: «Bienvenida, doctora», no me llaman «medicucha pública». —Se levanta del sillón, como dando la conversación por terminada—. Ya se lo he contado todo, señor comisario. No sé hasta qué punto le ayudará, pero no le he ocultado nada.

—¿Quién les dará la noticia a las chicas? —pregunto.

Ella se encoge de hombros.

—Ya le he dicho que no tengo ningún contacto con ellas. Que las avise algún pariente de Zanos, o Anna, o la propia policía. Desde luego, yo no pienso hacerlo —concluye categóricamente.

Es imposible que le haya matado Sula Petropulu, razono mientras cruzo de nuevo la calle Dimitsanas. Aunque lo deseara, como ella misma ha reconocido, si hubiera querido satisfacer su deseo, lo habría hecho hace doce años y no después de volver a casarse y tener una vida nueva.

Encima de mi escritorio hay una nota en la que me piden que llame enseguida a Stavrópulos.

—Hemos identificado el veneno —anuncia triunfalmente—. Lo mataron con cicuta.

—¡¿Con cicuta?!

—Sí, igual que a Sócrates. Sólo que a Sócrates se la hicieron beber mientras que a Korasidis se la inyectaron.

—¿Y de dónde sacó el asesino la cicuta?

Stavrópulos se echa a reír.

—¿Lo preguntas en serio? La cicuta, o Conium maculatum, es una planta que crece por todo el país. Es tan común como la achicoria que recogían nuestras madres. En pequeñas dosis, tiene propiedades terapéuticas. En grandes dosis, causa la muerte. Incluiré todos los detalles en mi informe.

—Hazlo, pero ya no los necesito. Con lo que acabas de decir, me basta y me sobra. Ahora ya sólo quiero saber la hora de la muerte.

—Entre las siete de la tarde y las once de la noche. Teniendo en cuenta que el veneno necesita un par de horas para hacer efecto, debieron de inyectárselo entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche.

De acuerdo, pienso. Alguien mata a Korasidis con cicuta, igual que a Sócrates, y luego traslada el cadáver al Cerámico. No sé si Sócrates está enterrado en el antiguo cementerio del Cerámico, pero el simbolismo que sugirió Merenditis se me antoja cada vez más evidente. Una visita a Merenditis podría aclararme algunas dudas, pero ahora tengo otras prioridades. Además, ¿por qué presuponer que el asesinato de Korasidis tiene connotaciones simbólicas? Cualquiera de los médicos que le tenían manía pudo inyectarle la cicuta. Lo mismo podría decirse de cualquier perista que hubiera hecho tratos con él y le hubiesen salido mal, o de cualquier coleccionista rival. Se me acaba de abrir un campo de investigación inmenso, pero que, al mismo tiempo, me permite afinar la orientación de mis pesquisas.

Desde luego, quedan dos preguntas que precisan de respuestas inmediatas. La primera tiene que ver con el lugar donde asesinaron a Korasidis. Y la segunda con la manera en que trasladaron el cadáver hasta el Cerámico. Podemos suponer que el asesino llevó el cuerpo al cementerio en el maletero de su coche. Pero ¿y a partir de allí? Los coches no pueden entrar en el recinto arqueológico, así que después debió de emplear otro medio para llevarle hasta la estela. La posibilidad de que lo asesinaran a las nueve de la noche me cuadra más. Entonces le habrían trasladado a las once, cuando hay poca gente en la zona y el asesino habría podido actuar sin dificultad.

Antes de salir llamo a mis tres ayudantes a mi despacho. Ordeno a Vlasópulos que vaya a buscar a Anna mañana por la mañana, para que la interroguemos en comisaría. Mando a Dermitzakis a investigar los alrededores del Cerámico, en busca de algún testigo que haya visto un coche sospechoso o a alguna persona cargando con un gran bulto.

A Kula le pido que deje a un lado todas las demás tareas y se dedique a buscar en Internet todo lo que encuentre sobre Korasidis.