6

La llamada de Stavrópulos nos pilla a la altura del Hospital Geriátrico.

—He empezado por el bulto en la nuca y he acertado de lleno —anuncia satisfecho.

—¿Fue una inyección?

—Sí, una inyección de veneno. Aún no sé de qué veneno se trata. Necesito hacer algunos análisis para averiguarlo.

—¿Tanta importancia tiene?

—Para mí, científicamente, sí. Y a ti podría ayudarte a identificar al asesino y a saber en qué círculos se mueve.

—Gracias, esperaré.

Puede que Stavrópulos sea un quejica, pero en su trabajo es un crac. Y tiene la ventaja de que no sólo piensa como forense.

Lo lógico sería ir primero a la consulta de Korasidis, pero nos arriesgamos a quedar atrapados entre las manifestaciones y las barreras policiales. Por lo tanto, decidimos empezar por la casa de la víctima y dejar la consulta privada de Karneadu para más tarde. Sólo espero que las concentraciones se hayan dispersado y nos cueste menos llegar a Kolonaki.

—Avisa a la Brigada Científica —ordeno a Dermitzakis.

Ya que tenemos un pequeño viaje por delante, me desentiendo del trayecto e intento concentrarme en mis pensamientos. Resulta que los hechos confirman mi intuición. Me he topado con un asesinato. Y no con un asesinato cualquiera, sino con el de un médico de renombre, lo que significa que tendré que vérmelas con clínicas, científicos y periodistas que no dejarán de importunarme a cada paso. En resumen, todos los ingredientes para meterme en líos. Trato de convencerme de que debo desempeñar mi trabajo sin pensar en las consecuencias, pero no me resulta fácil. Hace años que me hice a la idea de que me jubilaría con mi grado actual, y no me importaba. Ahora que se ha abierto una ventanita al ascenso, intento que no se me cierre. De repente, estoy asustado y empiezo a comprender a Guikas, siempre preocupado por no pifiarla.

Trato de apartar estos pensamientos para centrarme en el caso. Por lo que he averiguado hasta el momento, Korasidis era un hombre problemático, muy controvertido y, en consecuencia, con muchos enemigos. Puede que ésta sea la razón por la que alguien decidió matarlo, pero no explica el modus operandi. Lo lógico hubiera sido dispararle con un arma de fuego o golpearle con algún objeto pesado. El asesino, sin embargo, le inyectó veneno en la nuca. Un detalle significativo, como también lo es que lo abandonaran en el cementerio del Cerámico. No se me quita de la cabeza que lo mataron en otra parte, quizá para que no pueda procesarse el escenario del crimen, pero ¿dónde? Por otro lado, ¿por qué trasladaron el cadáver al Cerámico? No puedo responder a ninguna de las dos preguntas; es demasiado pronto. No hago más que marear la perdiz. Cuando vuelvo a mirar por la ventanilla, descubro que nos encontramos en una gran avenida.

—¿Dónde estamos? —pregunto a Vlasópulos.

—En la avenida Teseo. Mirto cae un poco más adelante, a la izquierda.

En el lado izquierdo de la calle Mirto hay un parque. La casa de Korasidis se encuentra en ese lado. Y «casa» es un decir. Se trata de una mansión de dos plantas, de piedra labrada, más propia de Suiza que del barrio de Ekali. Delante hay un jardín cubierto de césped con arriates donde crecen rosales de diferentes variedades y colores. Un jardinero está regándolos. Cuando oye el timbre, viene a abrirnos la puerta.

—El señor Korasidis no está en casa —dice cuando ve mi placa.

—¿Eres fijo aquí? —pregunto.

—No. Vengo tres veces a la semana. Riego el jardín y cuido de las plantas.

—¿Conocías bien a Korasidis?

El jardinero nos mira con atención. Es evidente que quiere preguntarnos algo, pero cambia de opinión y se encoge de hombros.

—Hace tres años acordamos que yo me haría cargo del jardín. Yo hacía mi trabajo y él me pagaba, eso es todo.

—¿Quién más trabaja aquí?

—Anna, la que lleva la casa. Y, dos veces por semana, vienen dos georgianas para hacer la limpieza.

—¿Está en casa Anna?

—Sí, debe de andar por la cocina. Vengan conmigo.

Cierra el paso del agua y se dispone a guiarnos. La mansión tiene dos puertas de entrada, una en la fachada principal y otra en la lateral izquierda. Ambas están en lo alto de unas escaleras. El jardinero sube las laterales y entra por una puerta que da a un pequeño vestíbulo. La puerta de la cocina, a la derecha, está abierta. Dentro de la cocina, de espaldas a la puerta, una mujer de cabellos blancos limpia verdura en el fregadero. Al oírnos, se vuelve. Las arrugas que surcan su cara dicen que tiene más de sesenta años.

—Señora Anna, estos señores son de la policía y quieren hablar con usted —dice el jardinero.

Le pido al jardinero que dé sus datos a Dermitzakis y ordeno a Vlasópulos que se dé una vuelta por la parte trasera de la casa.

Y es que quiero quedarme a solas con Anna. Prescindo de preámbulos y le suelto a bocajarro que hemos encontrado muerto a Korasidis, para ver su reacción. Ella levanta ambas manos y se cubre las mejillas. De su mirada se apodera una mezcla de sorpresa y de horror, aunque se trata de un horror callado, sin palabras ni exclamaciones.

—¿Desde cuándo conocías a Korasidis? —pregunto.

—Desde que construyó la casa. Entonces todavía estaba casado, aunque su mujer trabajaba también. Buscaban a alguien que se ocupara de la casa y que estuviera aquí cuando las niñas volvían del colegio. Alguien me recomendó, llegamos a un acuerdo y empecé a trabajar. Hace ya quince años. Luego, cuando se divorció, cayó sobre mí todo el peso de la casa, aunque hay dos mujeres que se encargan de la limpieza. No es mucho trabajo, excepto cuando vienen las hijas.

—¿Sus hijas viven con él?

—Sí. Su ex mujer volvió a casarse.

—Así pues, conocías al señor Korasidis desde hace años. ¿Qué tal era como persona?

Ella titubea un momento antes de contestar.

—Yo no tenía quejas —dice al final, secamente.

—Escucha, Korasidis está muerto. No se va a enterar de lo que me cuentes. Además, cualquier información que des a la policía es confidencial. Salvo, claro está, que tengas que comparecer como testigo en los tribunales, cosa que no me parece probable. Puedes hablar libremente.

—El señor me daba de comer y no es justo que hable mal de él ahora que ya no está. Sólo le diré una cosa: era una persona insoportable. La verdad, no entiendo cómo he aguantado tantos años a su servicio, aunque, desde luego, pagaba muy bien. En eso no tengo ninguna queja. —Se santigua y murmura—: Que Dios me selle la boca. —Luego se acerca a uno de los anaqueles de la cocina, arranca una hoja de un bloc como los que utiliza Adrianí para anotar la lista de la compra, escribe un número y me lo da—. Es el teléfono de la señora Sula, su ex mujer. Será mejor que ella misma le cuente lo que tuvo que soportar al lado del señor. Yo sólo le diré una cosa: es una santa por haber sufrido todo lo que sufrió antes de divorciarse.

—¿En qué trabaja?

—Es microbióloga en el Hospital de la Esperanza. Se llama Sula Petropulu.

Lo que se ha callado es mucho más elocuente que lo que me ha dicho. Decido no presionarla más por el momento y me dispongo a salir de la cocina para inspeccionar la casa. Sin embargo, me detiene la llegada de Dimitriu con su equipo, que entran en la cocina acompañados de mi ayudante Dermitzakis.

—¿Por dónde empezamos? —quiere saber Dimitriu.

—Dejadme a mí la planta baja y empezad por la primera.

Salimos juntos de la cocina, pero él se detiene bruscamente.

—Mire —dice, y señala una puerta blindada y protegida con un sistema de alarma.

Llamo a Anna y le pregunto quién conoce la combinación de seguridad. En lugar de contestar, ella se acerca al panel y pulsa unas teclas. La puerta se abre sin hacer ruido. Anna da a un interruptor que hay en el interior y la estancia se ilumina.

Nos encontramos en un salón, tan vasto que más bien parece una sala de actos. El mobiliario es escaso. Un sofá al fondo, a la izquierda de la entrada, y un par de sillones en el extremo opuesto de la sala. El resto está vacío. Las tres ventanas están cerradas con postigos de hierro, que se abren desde dentro. Un sistema de climatización crea una fresca temperatura.

Sin embargo, nada de eso llama la atención. Lo llamativo son las paredes. Están cubiertas de cuadros desde el suelo hasta el techo. Si paseas la mirada por ellos, te aturde la profusión de retratos, paisajes, composiciones florales y todo lo que uno pueda imaginar.

Esto explica el sistema de seguridad en la puerta y también las ventanas blindadas. La habitación atesora una fortuna de valor incalculable.

—Hay que buscar a un tasador —dice Dimitriu. Parece haberme leído el pensamiento.

—Me prohibieron abrir las persianas —interviene Anna—. Sólo él podía hacerlo. Tenía que limpiar la sala con la luz eléctrica y no podía tocar los cuadros.

—¿Recibía Korasidis visitas en esta sala? —le pregunto.

—A veces venían unos señores, miraban los cuadros y se marchaban.

Esto explica por qué el vestíbulo de entrada es tan pequeño comparado con la extensión de la planta baja. El salón con las obras de arte ocupa la mayor parte del espacio. La otra estancia no es más grande que una sala de estar común y corriente, con un televisor, un sofá, dos sillones y una mesita de café. Tiene dos ventanas con rejas exteriores. Como en esa sala no hay nada destacable, decido subir a la primera planta.

Me encuentro ante dos puertas abiertas y dos cerradas. Las dos abiertas dan, respectivamente, a un cuarto de baño y a un dormitorio. Empiezo por el dormitorio. Contiene una enorme cama de matrimonio primorosamente hecha. Unos armarios de tres cuerpos cubren por completo la pared de la derecha, y en la pared izquierda hay una gran librería.

Abro la puerta del armario más cercano y me encuentro ante una nueva colección, ésta de trajes. No me tomo la molestia de contarlos, pero por lo menos debe de haber una veintena. Debajo de los trajes hay dos hileras de cajones llenos de camisas, mientras que de las hojas del armario cuelgan las corbatas. La primera hilera de cajones del segundo armario contiene ropa interior y calcetines. En la segunda están guardados los jerséis, todos metidos en unas fundas de nailon. El tercer armario está lleno de abrigos, gabardinas y cazadoras.

Echo un vistazo por la ventana, que se encuentra entre los armarios y la cama de matrimonio. La ventana da al jardín trasero y a una piscina que ya quisieran tener muchos hoteles de cinco estrellas. A ambos lados de la piscina hay mesas y sillas de jardín provistas de sombrillas, que están cerradas, mientras que el resto del espacio circundante está cubierto de césped. Vlasópulos y Dimitriu están hablando de pie junto a la piscina.

Desde la mansión y la colección de arte hasta la piscina, pasando por los trajes de diseño, todo indica que Korasidis vivía rodeado de un lujo suntuoso. No tenía que preocuparse de si le bajaban el sueldo o le quitaban los suplementos. Antes de abrir a sus pacientes en canal, ya les había abierto la cartera. Todavía en el dormitorio, echo un vistazo a la librería. Sólo contiene libros de arte y catálogos de museos y pinacotecas. No hay libros de medicina ni diccionarios; todos los volúmenes están relacionados con el arte.

Pospongo para más tarde la visita al cuarto de baño y procedo a abrir la primera puerta cerrada. Es la entrada a un segundo dormitorio. Es más pequeño que el primero, más sencillo, y contiene una cama individual. En el armario de dos hojas encuentro unas pocas prendas femeninas de verano; nada de ropa interior ni de ningún otro tipo. Seguramente es el dormitorio de una de las dos hijas. No veo la necesidad de registrarlo exhaustivamente y abro la siguiente puerta. Es el dormitorio de la otra hija, casi idéntico al anterior. La única diferencia es que aquí la cama se ha transformado en un zoológico y está cubierta de ositos, pequeños tigres, conejitos y perritos de peluche. Sería una manera eficaz de determinar las diferencias de carácter entre las dos hijas, pero en este momento eso no me interesa.

Tal como me imaginaba, los dos baños no me aportan nada relevante y regreso a la planta baja. El equipo de la Científica ya se ha puesto manos a la obra en la sala de exposiciones. Al verme bajar, Dimitriu se me acerca.

—¿Qué hay arriba? —inquiere.

—Tres dormitorios y dos cuartos de baño.

Menea la cabeza.

—Tenemos para dos días, pero mucho me temo que nuestro trabajo será inútil.

Estoy de acuerdo. Quien mató a Korasidis no lo hizo en esta casa, de eso no tengo la menor duda.

—Ánimo —le digo y llamo a mis ayudantes.

Nos disponemos a abandonar la casa cuando me aborda Anna.

—¿Me van a necesitar más?

—Ahora no. En algún momento tendrás que venir a comisaría para que te tomemos declaración, pero ya te avisaremos. La casa quedará precintada, porque tenemos que inspeccionarla más a fondo. No te olvides de dar el código de seguridad de la sala al señor Dimitriu.

Atravesamos el jardín, subimos al coche patrulla y ponemos rumbo a la avenida Alexandras.