Cuando tu yerno es médico, piensas que es mejor no necesitarle nunca, pero lo cierto es que lo necesitas continuamente, y no sólo por cuestiones de salud. Empiezo a recabar datos sobre Azanasios Korasidis sondeando a Fanis.
—¿Conoces a un cirujano que se llama Azanasios Korasidis?
—¿A Zanos Korasidis? ¿Acaso hay algún médico que no lo conozca? Si le pides una cita, tienes que esperar como mínimo tres meses. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque esta mañana lo han encontrado muerto en el antiguo cementerio del Cerámico.
—¿Lo han matado?
—No lo sé. Quizá fuera un suicidio. Todavía lo estamos investigando.
—La verdad, no me extrañaría que lo hubieran matado.
—¿Por qué? —pregunto, curioso.
—Porque era un gran cirujano, especializado en el aparato digestivo, pero como persona no había quien lo aguantara. Para empezar, era muy codicioso. Desplumaba a sus pacientes. Y en la clínica donde operaba siempre estaba discutiendo con los demás médicos o con las enfermeras. Fuera del quirófano, nadie lo tragaba.
—¿Es posible que tuviera problemas familiares?
—Eso no lo sé. No he oído nada sobre su familia. En cualquier caso, no tenía problemas económicos.
—¿En qué clínica operaba?
—En Santa Lavra, en la calle Katejaki. Y su consulta está en la calle Karneadu responde y colgamos.
La información que me ha dado Fanis apoya la hipótesis del asesinato, lo cual no me entusiasma. Todo lo contrario. Si tengo que meterme con los médicos y las clínicas de lujo, no sólo corro el riesgo de dejar muchos platos rotos, sino de caminar descalzo sobre ascuas.
Subimos los tres al coche patrulla.
—¿Adónde vamos primero? —quiere saber Vlasópulos, que se ha sentado al volante.
—A la clínica. Aún es pronto para ir a la consulta.
Vlasópulos pone la sirena, pero no enfila la avenida del Pireo. Tuerce hacia la Vía Sacra y desde allí toma Constantinopla. Me descubro ante él: así evitamos la plaza de Omonia y llegamos a la avenida Alexandras por Heyden y Mavromateon.
La clínica Santa Lavra es un edificio de cuatro plantas con fachada de vidrio. La joven recepcionista nos mira como si fuéramos bichos raros o unos indeseables. Me detengo delante de ella y pido por el director.
—¿Tienen cita? —pregunta, desabrida.
Saco mi placa de policía y recibo la respuesta habitual: «Un momento». Ella hace una serie de llamadas y luego nos dice que subamos a la cuarta planta. El despacho del señor Seftelís se encuentra al final del pasillo.
Me apuesto lo que sea a que en la cuarta planta están las habitaciones de cinco estrellas, porque todas las puertas están cerradas y reina un silencio absoluto. Sólo una enfermera, al ver que nos dirigimos al final del pasillo, nos mira con curiosidad a nuestro paso. Abro la puerta sin llamar y nos encontramos con una pequeña recepción. La secretaria, sentada tras su escritorio, es una antigua belleza que ronda ya los sesenta. No considera necesario saludarnos. Se limita a abrir la puerta que tiene al lado y a anunciar:
—El señor comisario.
Dejo a mis dos ayudantes en la sala de espera, para que no parezca que voy a detener a nadie. Un hombre de mediana edad se levanta para recibirme. Tiene el cabello ralo y lleva una bata de médico. El despacho está vacío, con la única excepción de una pantalla de ordenador. Antes decorábamos los despachos con jarrones con flores. Ahora con ordenadores y pantallas.
—Néstor Seftelís, señor comisario —dice el hombre y me tiende la mano.
Señala un sillón colocado frente a una placa que confirma su nombre y apellido, y añade la especialidad: «Patología». El hombre espera a que yo tome asiento antes de dirigirme la pregunta de rigor:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Colabora con ustedes el cirujano Azanasios Korasidis? —pregunto después de presentarme.
—¿Zanos? Claro, desde hace quince años. —Entonces se da cuenta de que debe de haberle sucedido algo para que yo acuda a verle, y añade con gesto preocupado—: ¿Le ha ocurrido algo?
—Esta mañana lo hemos hallado muerto en el yacimiento arqueológico del Cerámico.
El hombre se queda estupefacto. Luego se le escapa un «¡Dios mío!» que completa con una pregunta:
—¿Un accidente?
—Todavía no lo sabemos, estamos esperando los resultados de la autopsia. He venido a verle por si puede facilitarme algunos datos sobre él.
—Lo que quiera —se ofrece, y repite—: ¡Dios mío, qué tragedia!
—Empecemos por su situación familiar. ¿Estaba casado?
—Divorciado. Con dos hijas. Las dos estudian en el extranjero.
—Ya tenemos la dirección de su consulta. ¿Podría darnos la dirección de su domicilio? —Como veo que se dispone a llamar a su secretaria, se lo impido—. No avise a su secretaria. No queremos provocar alarma antes de tiempo.
Entonces le daré el teléfono de su casa. Vivía en Ekali.
Busca en su ordenador y me da el número del teléfono fijo.
—¿Qué tal era Korasidis como persona? —le sondeo.
—Un cirujano excelente —responde él, poniendo énfasis en su faceta profesional, evidentemente—. Los pacientes hacían cola para confiar sus cuerpos a su bisturí.
—¿Cómo eran sus relaciones con el personal de la clínica? ¿Tenía problemas o desacuerdos con usted o con los demás facultativos? —insisto y, para mis adentros, doy las gracias a Fanis por haberme advertido sobre eso.
—Mantenía relaciones muy cordiales con todos nosotros.
—Escuche, señor Seftelís. En estos momentos, intentamos forjarnos una imagen real, fidedigna, de Korasidis, para estar preparados ante cualquier eventualidad. Si se demuestra que se suicidó, le prometo que no utilizaremos la información que usted nos dé. Si, por el contrario, se trata de un asesinato, antes o después acabaremos averiguándolo todo.
Me mira a los ojos y reflexiona.
—Era un hombre difícil —acaba reconociendo—. Un gran profesional, sí, pero un hombre difícil. Nunca estaba contento, siempre se quejaba. De sus colegas, de las enfermeras, de todos. A menudo me tocaba desempeñar el papel de mediador. Lo mismo le dirá nuestro personal si se lo pregunta. En realidad, lo soportábamos porque era un profesional excelente, como ya le he dicho.
—Gracias. De momento con esto ya me basta. Y le ruego que sea discreto. No es necesario inquietar a la gente antes de saber si ha sido un suicidio o un asesinato.
Nos despedimos con un apretón de manos y regreso a la sala de espera. Me despido también de la secretaria, que me mira con recelo, y con un gesto les indico a mis dos ayudantes que ya podemos marcharnos. Una vez en el coche patrulla, llamo a Dimitriu, de la Brigada Científica.
—¿Qué habéis averiguado?
—Nada en absoluto. El escenario está limpio.
Por más que me esfuerzo en atribuir la muerte de Korasidis a un suicidio, cada paso que damos refuerza la hipótesis del asesinato. Si la Científica no ha encontrado rastros en el Cerámico, significa que no lo mataron allí, suponiendo que alguien lo matara. Si, por el contrario, fue un suicidio, ¿qué le impulsó a quitarse la vida en un recinto arqueológico? ¿Por qué salir de su casa en Ekali de madrugada para ir a suicidarse en el Cerámico? ¿No podría haberlo hecho en casa? Si encontrásemos alguna prueba en el recinto arqueológico, quizá diéramos con la explicación, pero no hemos encontrado ninguna.
—¿Qué hacemos ahora? —quiere saber Vlasópulos.
—Nada. Volvemos a Jefatura a esperar el informe de Stavrópulos.
Emprendemos el regreso en silencio.