No se cometen asesinatos, pero tú ya puedes frotarte las manos, ya puedes dedicarte a ordenar los archivos, y ya puedes sentirte a salvo porque la inactividad te protege de tus propios errores, que una cosa son los buenos deseos y otra los deseos del móvil, que te pilla a las ocho y media de la mañana, mientras te tomas el primer café del día y tu mujer está limpiando judías verdes.
—Se acabó la Operación Limpieza, señor comisario. Tenemos un cadáver. —La voz de Vlasópulos tiembla de alegría, como si le hubiera tocado la quiniela, a la que juega sin falta todas las semanas.
—¿Dónde?
—En un cementerio.
—¿Desde cuándo nos ocupamos de los cadáveres que ya están en su tumba, Vlasópulos? —pregunto asombrado.
—Es que ha aparecido en el antiguo cementerio del Cerámico [4], señor comisario. En la avenida del Pireo.
—Vale, ya voy.
No sé si soltar tacos o cruzar los dedos para que todo vaya bien. Al final, opto por maldecir a Guikas, que con ese asunto de la promoción me tiene atado de pies y manos.
—No venga en su coche. Mandaré un coche patrulla a recogerle —dice Vlasópulos.
—¿Por qué?
—Porque el centro está cerrado al tráfico.
—¿Qué pasa ahora?
—Me hace unas preguntas… —responde y cuelga el teléfono.
«Los grandes milagros duran tres días», solía decir mi madre, que en paz descanse. Mi milagro ha durado un poco más. Reúno fuerzas para inyectarme unas cuantas dosis de ánimo, diciéndome que un muerto en el yacimiento arqueológico del Cerámico podría ser resultado de un accidente o de un infarto, y no necesariamente de un asesinato.
El coche patrulla de la comisaría de Víronas tarda cinco minutos en llegar a mi casa. El conductor es muy joven.
—¿Cómo iremos? —le pregunto.
—¿Que cómo iremos?… Pues como siempre, con la sirena puesta.
—¿Quiénes se manifiestan hoy?
Me mira por el espejo retrovisor.
—¿Y eso qué más da, señor comisario? Un día son los sindicatos. Al siguiente, algún partido. Y al tercero, los que se reúnen para increpar a los políticos. La mayoría de las veces ni nosotros sabemos quiénes van a manifestarse. Vamos allá, nos plantamos delante y que pase lo que tenga que pasar.
El conductor pone la sirena en la calle Rizari. Como la avenida Reina Sofía está cerrada al tráfico en ambas direcciones, pero no para nosotros, la recorremos en un tiempo récord y entramos en Panepistimíu. Los bancos y las tiendas tienen los cierres echados, la avenida está desierta y el ambiente me recuerda el 21 de abril [5] pero sin los tanques.
El tráfico vuelve a hacer su aparición tras la curva de entrada a la avenida Patisíon, junto con el clamor de voces que llega desde la Politécnica. Cuando alcanzamos la plaza de Omonia, es como si saliésemos del desierto del Sáhara para entrar en la jungla del Amazonas. Los coches dan vueltas y más vueltas alrededor de la plaza, los conductores pitan como endemoniados y dan manotazos al volante mientras buscan desesperados una salida. Unos turistas despistados han quedado atrapados en medio de la plaza y contemplan el caos con terror, rodeados de sus equipajes. Seguramente no pueden entender cómo han ido a parar a la selva cuando ellos habían contratado un viaje a las islas Cicladas.
—Serán alemanes —aventura el conductor.
—¿Cómo lo sabes?
—Los franceses y los italianos están más acostumbrados a estas situaciones. Los alemanes se asustan enseguida. Creen que nos los comeremos vivos. No saben que los griegos no nos comemos a los extranjeros: nos devoramos entre nosotros.
El chico es listo, sabe cómo maniobrar y aprovecharse de la sirena. Enfilamos la avenida del Pireo y aparcamos frente a la iglesia de la Santa Trinidad. Mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, están esperándome en la entrada.
—Venga, venga —me apremia Dermitzakis con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Desde cuándo sois adictos al trabajo? —les pregunto, irritado.
—El trabajo es alegría —dice Vlasópulos, aunque su comentario no pega nada con la situación.
El cadáver se encuentra a unos cien metros, a los pies de una estela funeraria que representa a una mujer sentada y a una joven de pie que le ofrece algo. No está exactamente a los pies de la estela, sino un poco más a la izquierda, en un pequeño espacio despejado. Al fondo, unos cipreses se mecen al viento.
Tengo delante a un varón de entre cincuenta y sesenta años de edad, ataviado con un traje oscuro y de muy buen corte, camisa blanca y corbata de rayas. Lleva gafas de montura muy fina y luce una espesa barba canosa.
Lo que llama la atención, sin embargo, es su postura. Está boca arriba, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Como si alguien lo hubiera preparado para el entierro. Sólo faltan el féretro y la tumba abierta.
—¿Quién lo ha encontrado? —pregunto a Vlasópulos.
—Uno de los guardas del recinto, por pura casualidad. Anoche, cuando volvió a casa, se dio cuenta de que no llevaba el móvil. Pensó que se le habría caído dentro del recinto arqueológico. Hoy, a primera hora de la mañana, ha venido a buscarlo y se ha topado con el cadáver.
—¿Sabemos quién es?
Vlasópulos se encoge de hombros.
—No puedo registrarle los bolsillos, para eso tendría que moverlo. He preferido esperar a que lleguen el forense y los de la Científica.
—Podría tratarse de un suicidio —deduce Dermitzakis.
—¿Qué crees, que vino hasta aquí vestido como un pincel, se echó delante de la estela, cruzó las manos y se quitó la vida? —le suelto.
—Pero ¿tú has visto alguna vez un suicidio así? —tercia también Vlasópulos.
—Pues sí, con veneno —contesta Dermitzakis, molesto porque le hemos atacado los dos.
—Si ha sido un suicidio, la Científica encontrará cerca, o encima de él, algún vial u otra prueba pertinente —respondo.
Aunque me parezca muy cogido por los pelos que un día se suiciden cuatro mujeres con somníferos y, al día siguiente, un hombre con veneno, no puedo descartarlo del todo. Sin embargo, no es eso lo que me preocupa. Si ha sido un asesinato, no lo han matado en el cementerio. Lo asesinaron en otro lugar y luego lo trasladaron aquí.
Veo acercarse a Stavrópulos, con los de la Científica pisándole los talones. En la parte alta del recinto arqueológico, junto a la antigua sinagoga, se ha formado un corrillo de curiosos.
Stavrópulos me da los buenos días con su sempiterno malhumor:
—¿No podrías decirles a tus víctimas que no se mueran en zonas a las que no se puede llegar por culpa de los cortes de tráfico de la policía? Nos las hemos visto moradas para llegar hasta aquí.
—¿Te crees que yo he venido en helicóptero? —le replico.
Stavrópulos echa un vistazo a la víctima, desde arriba, sin molestarse en agacharse, y pregunta:
—¿Esperas que dictamine que ha sido un asesinato?
—Espero que lo examines. Lo demás, lo veremos sobre la marcha.
Lo dejo y voy en busca del guarda. Está sentado un poco más allá, debajo de un ciprés. Es un treintañero con cazadora, vaqueros y botas. Al ver que me acerco con Dermitzakis, se pone de pie.
—¿A qué hora lo has encontrado? —inquiero.
El joven reflexiona.
—Pues serían cerca de las ocho de la mañana. Anoche, antes de acostarme, vi que había perdido el móvil. Hice lo que hace todo el mundo: lo llamé desde el fijo. Nadie contestó, lo que significa que nadie se lo había encontrado. Puesto que no lo oí sonar dentro de casa, pensé que se me habría caído aquí y esta mañana he venido a buscarlo. Y me he encontrado con ése.
—¿Su cara te resulta familiar? ¿Lo habías visto antes?
—No. Es la primera vez que lo veo —contesta sin titubear—. Aunque eso no quiere decir nada, porque sólo hace dos semanas que trabajo aquí.
—¿Te trasladaron desde otro servicio? —pregunta Dermitzakis.
—De la Compañía de Ferrocarriles de Grecia. Soy uno de aquellos a los que la compañía quería quitarse de encima. Al final, me enviaron aquí. Si sabe vigilar trenes, pensaron, también sabrá vigilar antigüedades. Al fin y al cabo, todo es vigilar.
Como veo que no tiene nada más que decirme, me dispongo a marcharme cuando se me acerca un cincuentón rechoncho y con perilla.
—Merenditis, responsable del recinto arqueológico, señor comisario —se presenta—. Disculpe mi retraso, pero, como ya sabrá, el centro de la ciudad está cerrado al tráfico. He tenido que dar un buen rodeo.
Al verle, el guarda asume una posición muy cercana a la de firmes. Estoy convencido de que no se comportaría de la misma manera delante de un jefazo de la Compañía de Ferrocarriles, pero aquí se encuentra como un pez fuera del agua y prefiere no arriesgarse.
—¿Ha visto ya a la víctima? —pregunto a Merenditis.
—No, he venido directamente a hablar con usted.
—Vamos a que le eche un vistazo.
No espero ningún resultado extraordinario y los hechos me dan la razón. Merenditis mira brevemente a la víctima y niega con la cabeza.
—No lo he visto en mi vida.
—Gracias. No le entretengo más.
Merenditis, sin embargo, no parece dispuesto a irse. Observa al muerto y la estela que hay detrás de él.
—Puede que el lugar simbolice algo —dice al final.
—¿Como qué?
—Mire, es la estela funeraria de una mujer llamada Hegeso, obra atribuida a Calimaco, el escultor. Claro que ésta es una reproducción. El original se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional. —Hace una pausa y continúa—: Tal vez guarde alguna relación, pero es posible que me equivoque.
Me da un apretón de manos, se despide de los demás con un ademán de la cabeza y se va. Stavrópulos ha concluido su examen preliminar, pero aún no se ha quitado los guantes. Las manos de la víctima descansan ahora a sus costados mientras Vlasópulos le desabrocha la chaqueta y le registra los bolsillos. En el bolsillo interior derecho encuentra la cartera de la víctima y me la da.
—Los demás bolsillos están vacíos.
Registro la cartera rápidamente. Hay doscientos ochenta euros en efectivo, dos tarjetas de débito y dos de crédito. Ahora, al menos, sabemos con certeza que no lo mataron para robarle. Por último, saco su carné de identidad. Se trata de un tal Azanasios Korasidis, nacido el 13 de agosto de 1957. El carné fue expedido en la comisaría de Pangrati.
—Es extraño que no lleve encima el teléfono móvil, ¿no? —observa Vlasópulos.
—Tal vez lo encontremos en su casa. Si vino aquí para suicidarse, no debió de parecerle imprescindible llevar el móvil. —Salvo que haya sido asesinado y se lo quedara el asesino. Entrego el carné a Vlasópulos—. Llama a Kula y dile que lo investigue.
Vlasópulos saca su móvil mientras yo me vuelvo hacia Stavrópulos.
—¿Tienes algo ya, o es demasiado pronto?
—Sí y no —contesta—. A primera vista, no hay nada sospechoso. En la autopsia quizá descubra que murió de un paro cardiaco o que tomó algún veneno. Desde luego, no se cortó las venas. Aunque hay algo que me llama la atención. —Da la vuelta al cadáver y señala la nuca—. ¿Lo ves?
Me agacho y veo un pequeño bulto.
—Es una especie de hinchazón, como si le hubiera picado un mosquito.
—Míralo bien.
Se inclina y saca una lupa de su maletín. Vuelvo a agacharme. En el centro del pequeño bulto hay como una picadura rodeada de un leve enrojecimiento.
—¿Qué crees que es?
Stavrópulos se encoge de hombros.
—Quizá la picadura de un mosquito, como acabas de decir. Pero también podría tratarse del pinchazo de una aguja.
—¿De una aguja?
—Una inyección. Alguien pudo pincharle en la nuca. Aunque sólo lo sabré después de la autopsia.
Intento ordenar mis pensamientos, pero Vlasópulos me interrumpe:
—Kula quiere hablar con usted, señor comisario.
—Señor comisario —me informa Kula—, Azanasios Korasidis era cirujano y tenía su consulta en la calle Karneadu número 12, en Kolonaki. Todavía no he encontrado datos sobre su estado civil.
Una consulta en el barrio de Kolonaki apunta a un médico de prestigio. Lo mismo que su traje caro. De acuerdo, si Korasidis se suicidó, ¿por qué no lo hizo en su consulta? Por otra parte, nadie pudo traerlo aquí para ponerle una inyección letal en la nuca. Lo asesinaron en otro lugar. Pero ¿dónde? ¿Y por qué abandonarlo en el recinto arqueológico del Cerámico? ¿No será que Merenditis tiene razón con eso del simbolismo?