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Sigue cayendo la llovizna de mayo, pero el tráfico, sorprendentemente, es fluido. A lo mejor hemos pillado el intermedio: el embotellamiento matutino ya ha terminado y todavía no ha empezado el del mediodía. O quizá es que la Troika [1] nos ha sometido a tal tratamiento de continencia que la mayoría no tiene dinero para sacar el coche a pasear. Podría charlar con Kula para amenizar el trayecto de regreso, pero, cuando has sufrido un shock, ni te entra un bocado en el estómago ni te sale una palabra por la boca.

En la avenida del Pireo el tráfico es más denso y, a partir de las oficinas de la Seguridad Social, avanzamos a paso de tortuga. En la calle Menandro el colapso es total. Sin embargo, y es la primera vez, no se oyen pitidos ni insultos, nadie saca obscenamente el dedo por la ventanilla. Los conductores esperan con paciencia recorrer los tres metros que les separan del siguiente parón.

—¿Por qué están tan tranquilos hoy? —pregunto a Kula.

—La gente ha tirado la toalla y ha caído en el fatalismo, señor comisario. Si nada tira adelante, piensan, ¿por qué habrían de hacerlo los coches?

Su razonamiento se revela erróneo cuando llegamos a la plaza de Omonia. Las avenidas Stadíu y Panepistimíu están cerradas al tráfico desde la calle Eolu hasta la avenida Patisíon. Hasta nuestros oídos llegan gritos de protesta y consignas coreadas.

—¿Qué pasa, compañero? —pregunta Kula a una de las víctimas uniformadas que están de servicio detrás del precinto rojo.

—Es una manifestación organizada por los sindicatos —contesta el agente con aspereza.

—¿La avenida Alexandras está abierta al tráfico?

—No, pero no vayáis por la calle Marni, no se sabe qué podéis encontraros entre la Politécnica y la sede de la Confederación General de Trabajadores. Mejor tomad por Evelpidon.

—Como ves, no todo el mundo ha tirado la toalla —comento.

—Hay quienes agachan la cabeza y hay quienes abren cabezas ajenas. Lo que queda por ver es cuándo nos daremos todos cabezadas contra la pared —contesta Kula con frialdad.

Sigo el consejo del agente, pero tomo por Guisi para llegar a la avenida Alexandras. Sólo tardamos cinco minutos en llegar a Jefatura. Kula sube a su despacho mientras yo paso por la cantina para recoger mi café.

«El ocio es la madre de todos los vicios», como diría Adrianí. Desde hace un mes, el único caso que nos ha surgido en la brigada de Homicidios es el suicidio de estas cuatro mujeres. En cambio, los demás departamentos no dan abasto. Entre las manifestaciones y los agitadores, y las batallas campales que han estallado entre los emigrantes en San Pantaleón y los grupos de indignados que se concentran ante las residencias privadas de los políticos para abuchearles, no tienen ni un minuto de respiro. Los asesinatos han sido aparcados: han cambiado las prioridades.

En casa impera la misma calma. Katerina, que ya ha terminado las prácticas, lleva casos relacionados con la regularización de emigrantes ilegales. No da precisamente saltos de alegría, porque conceden las naturalizaciones con cuentagotas y también porque su trabajo raras veces implica ir a juzgados y se parece más a la labor de los viejos oficiales de reclamaciones que plantaban sus mesas junto a la entrada del ayuntamiento. El resto de la familia, con Fanis a la cabeza, le suministramos las habituales píldoras de ánimo, del estilo: «Es una manera de empezar, hija mía», «Menos da una piedra», pero a Katerina no se la ve muy convencida.

Visto todo lo anterior, decidí recurrir al remedio de Adrianí, que sostiene que para matar el aburrimiento no hay nada como dedicarse a la limpieza. Dicho y hecho. Dije a mis ayudantes que era una buena oportunidad para poner orden en el departamento. Para deshacernos de lo innecesario y mandar al archivo central todos los casos resueltos. No se emocionaron mucho, la verdad, y yo tampoco, pues me siento como si me hubieran asignado funciones de jefe de contabilidad.

Hoy es el tercer día de limpieza. Entro en el despacho de mis ayudantes y los veo trastabillar, arremangados, bajo el peso de los expedientes. La única que está feliz es Kula. Le pedí que se encargara de la limpieza de los archivos informáticos y se ha lanzado de cabeza a la tarea. Basta con sentarla delante de un teclado y un monitor para que esté como unas castañuelas. A juzgar por su sonrisa, ya ha archivado el expediente de las cuatro suicidas. El teclado es su tranquilizante más eficaz.

—¡Un asesinato, por favor, señor comisario! —suplica Dermitzakis desesperado.

—Tantos focos de conflicto en Atenas —añade Vlasópulos—: emigrantes que se enzarzan todas las noches con los de Amanecer Dorado[2], gente que acosa a los políticos para agredirles, pancartas que arremeten contra la prensa… ¡y ni un triste crimen que nos libre de la limpieza! ¡Esto es el fin!

Dermitzakis pilla a Kula sonriendo disimuladamente con la mirada fija en su pantalla.

—Claro, tú te ríes porque te has librado y te pasas el día delante del ordenador. Pero ojo, que como te vea jugando a un solitario, se te cae el pelo. —Se vuelve hacia mí—: En cuanto te das la vuelta, se pone con uno de esos solitarios.

—Lo hago para despejar la mente —se justifica Kula.

—Ánimo, chicos. Esto no puede durar mucho más —les digo para consolarles y porque también yo estoy un poco harto de esta Operación Limpieza.

—¿Se acuerda de aquella vieja consigna electoral, señor comisario? ¿«Para un futuro mejor»? Ahora le hemos dado la vuelta: «Para un futuro aún peor» —dice Vlasópulos, y yo me vuelvo a mi despacho con el corazón en un puño.

Apenas he tenido tiempo de tomar un sorbo de café cuando suena el teléfono.

—Quiere verle —me anuncia secamente Stela, la sustituta de Kula.

En cuanto a belleza, está a la misma altura que Kula, pero en lo que se refiere a gracia e inteligencia, digamos que Stela entra en la categoría zopenquil.

—Le espera en su despacho —me suelta sin alzar la cabeza cuando paso por delante de su escritorio, confirmando mi diagnóstico.

Guikas está sentado tras su escritorio, mirando la pantalla de su ordenador. Desde que solicitó un ordenador, se pasa el día contemplando embobado la pantalla. Al principio hizo algún esfuerzo por usar el teclado, pero con resultados tan desastrosos que tuvo que llamar a Kula para que arreglara el lío que había montado. Ella deshizo el entuerto, le instaló un bonito paisaje como fondo de escritorio y desde entonces Guikas se ha convertido en amante de la naturaleza. Yo no soy menos inútil que él, lo confieso, pero al menos no he solicitado un ordenador ni me dedico a admirar panoramas.

—¿En qué ha quedado la historia de esas cuatro mujeres? —inquiere.

—Un suicidio colectivo, sin lugar a dudas —respondo y procedo a darle detalles del caso.

Tras unos segundos de silencio, comenta:

—No me malinterpretes, pero ojalá la cosa se quede en esas cuatro ancianas.

—¿Por qué lo dice?

—Porque, a este paso, pronto empezarán a suicidarse también los jóvenes —sentencia.

De hecho, no hace más que corroborar el pronóstico de Vlasópulos de que vendrán días peores. Como ya no puedo soportar tanto pesimismo, me levanto, dispuesto a abandonar el despacho.

—No te vayas —me detiene—. Quería decirte algo más.

Mientras vuelvo a sentarme, me pregunto de qué puede tratarse, con esta calma chicha que reina en Jefatura. Imagino que quiere encargarme algún trabajillo, algo personal, pero sus palabras hacen saltar mi suposición por los aires.

—Se acercan las promociones —anuncia—. He pensado proponerte como subdirector de Seguridad. —Y añade—: Creo que puedo colarlo.

Cuando mi sorpresa inicial se disipa, lo cual sucede rápidamente, no se me ocurre nada que decir. ¿Qué contesta uno en estos casos? ¿«Gracias por haber pensado en mí», «Su confianza me honra»? Dado que las frases como ésas me parecen vacuas, opto por dejar que mi incomodidad hable por mí. Por lo menos, así soy sincero.

—En teoría, no debería decirte nada —continúa—. Pero lo hago por dos razones. En primer lugar, porque creo que lo mereces, tienes las aptitudes necesarias para ello. Eres un policía experimentado y has demostrado tu capacidad en situaciones difíciles.

—Muchas gracias —mascullo entre dientes.

—Aunque no sé si lo mereces por… tu carácter.

—¿Qué quiere decir? —Una de cal y otra de arena, Guikas nunca cambiará.

—Siempre haces lo que te da la gana, sin pensar en quién pagará los platos rotos. Kostas, los que suben en el escalafón son felinos, y tú, en cambio, eres como un elefante en una cristalería. Y ahora, definitivamente, se han acabado las bromas. No sólo está en juego tu prestigio, sino también el de otros. Debes mostrar un comportamiento ejemplar hasta que terminen las evaluaciones. Así que, ya sabes, ni una jugarreta. A la mínima, tú perderás esta gran oportunidad y yo quedaré en evidencia. ¿Lo has entendido bien?

—Lo he entendido y se lo agradezco.

—Si quieres mostrarme agradecimiento, haz lo que te digo.

Lo primero que me pregunto es si me gustará sentarme en un despacho lidiando con informes y documentos. Porque, ¿para qué nos vamos a engañar?, el nuevo puesto, si lo consigo, es de oficina. Pero después pienso en el aumento de sueldo que conllevaría y aparto mentalmente mis reticencias ante la burocracia. Al menos me resarciría de los recortes del año pasado. Mientras la gente renuncie a matar, es imposible que haga de las mías, como dice Guikas. Y cuando ya entro en el ascensor, camino de mi despacho, me digo que, mira por dónde, la desdicha de no tener casos de los que ocuparme podría trocarse en dicha.