PRÓLOGO

Como hojas de navaja abriéndose de golpe, una a una, las nacaradas garras de la hembra de Dragón Negro se encorvaron. Las uñas delanteras de Khisanth permanecieron fijas en la labrada encuadernación del libro de conjuros que había encontrado en las ruinas de lo que había sido Xak Tsaroth. Suspirando, la hembra de dragón cerró el tomo de un golpe; no podía soportar tener que memorizar otro conjuro en ese mismo día. Depositó el libro junto a sus pinchudos pies y descendió de un brinco del altar de piedra. Sus alas de dragón se extendieron con un sonido sordo, como unas sábanas de cuero inflándose en el viento.

Hacía tiempo que los ojos de Khisanth se habían adaptado a los oscuros confines de la ciudad hundida, pasando de un amarillo leonado a un rojo colérico. Sus órdenes eran guardar un báculo que ella no podía ver ni tocar; pero, sin que el Gran Señor Verminaard lo supiese, Khisanth había visto el báculo. Movida por algo más que una pequeña curiosidad, la hembra de dragón se había transformado una vez en ratón y había cogido el extraño ascensor de los enanos gully para subir al nivel superior de las ruinas. Ningún draconiano informaría a Verminaard de que un ratón se había deslizado, a través de las puertas doradas, hasta la Cámara de los Antepasados. Dentro de ésta, Khisanth había encontrado una estatua de mujer cuyos brazos de mármol sostenían un báculo de madera sencilla y corriente. Un sexto sentido había hecho que la mano de Khisanth se abstuviera de tocarlo. De todos modos, no quería añadir un báculo a su tesoro.

—Qué pérdida de tiempo y talento es este cometido —bufó malhumorada.

Khisanth había dirigido una vez a la infame Ala Negra, pero sus días en el ejército de la Reina Oscura eran ahora un recuerdo lejano, de antes de que fuese destinada a este agujero. De hecho, aquellos sucesos habían sido la razón de que ahora estuviese aquí. Su degradación había sido otra indignidad más en una vida que merecía grandeza pero que no le había reportado más que traición y engaño.

Khisanth estaba lo bastante aburrida para considerar la idea de caminar desde la enorme estancia abovedada, que constituía su guarida subterránea, e ir a entablar conversación con uno de sus subalternos draconianos; pero, en la penumbra, divisó a un sucio enano gully. La estúpida criatura, con sus zapatos de trapo, se estaba acercando peligrosamente a los brillantes montones de piedras preciosas y otros tesoros. Khisanth le lanzó un golpe con su garra, y atrapó a la atónita criatura antes de que ésta supiera siquiera que el dragón estaba cerca. Luego se echó el bocado en las fauces y cerró lánguidamente los ojos mientras saboreaba la crujiente textura de aquellos huesos húmedos.

La hembra de dragón escupió los zapatos. Debajo de tierra sólo había zapatos. Ninguna pezuña de bestias salvajes. Ninguna asta de alce. El eternamente hambriento estómago de Khisanth rugió, como si él también se acordase de cuando su propietaria cazaba libremente por los bosques del cabo del Confín. Toda la cadena de montañas Khalkist había sido su despensa. Entonces, con un golpe de la más poderosa mano, su rango, su libertad, todo, le había sido arrebatado.

La mente de Khisanth vagaba con frecuencia hasta las personas y acontecimientos que la habían conducido hasta tan baja condición. La consolaba pensar que había dado muerte a casi todos aquéllos que alguna vez la habían frustrado. Tenía grandes esperanzas de poder vengarse de aquellos que, en años recientes, habían conseguido eludir sus garras. La vida de un dragón era larga y estaba segura de que, algún día, conseguiría también salir de esta situación.

En otro tiempo, Khisanth sólo había llegado a conocer los más íntimos pensamientos de tres seres: los de un dragón y dos pequeñas y extrañas criaturas cuyas vidas habían sido de valor para ella. Y los de otro más, enmendó la hembra de dragón: los de un caballero humano llamado Tate. A él también lo había matado. Todos ellos estaban muertos ahora…

Curiosamente, sus muertes estaban vinculadas al destino que la propia diosa Takhisis había asignado a Khisanth, un destino que todavía estaba por realizarse.

«Y que nunca se realizará —se dijo a sí misma con resentimiento—. Aquí estoy, confinada en Xak Tsaroth, mientras la guerra está justo comenzando a extenderse furiosamente por todo el mundo. Nada interesante tendrá lugar jamás aquí».

Khisanth apartó de sí estos amargos pensamientos. Ya había estado atrapada bajo tierra en otra ocasión. También entonces pensó que no volvería a ver la luz del día. Eso había sido hacía mucho tiempo, antes incluso de que Takhisis hubiese decidido su destino…