9

El frío aire devolvió a Ónice a la consciencia. No se oía ningún sonido a su alrededor, salvo el viento susurrando a través de los árboles. Su brazo y su cara palpitaban de dolor. Hasta los ojos le dolían. Levantó su mejilla de las hojas mojadas y abrió con esfuerzo sus hinchados párpados. ¿Qué estaba haciendo en el bosque? ¿Dónde estaban todos? ¿Y qué le pasaba en la cara?

Ónice se llevó un dedo a la nariz e hizo una mueca de dolor. Toda su cara estaba inflamada, dolorida y cubierta de sangre. El último golpe del caballero le vino a la mente con gran vividez. No había rastro de él ahora. Tampoco tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí, a la intemperie. La luz que penetraba a través de los árboles era más tenue de lo que recordaba. Led estaría buscándola.

Se levantó con dificultad y siguió penosamente el rastro de sangre del caballero para volver al paso. Antes, había corrido a través del bosque como un ciervo; ahora, el simple hecho de caminar lentamente le dolía. Al llegar a la cresta del camino, donde había tenido lugar la emboscada, parpadeó con incredulidad.

Los cuerpos de los caballeros muertos y de sus caballos yacían en el paso, completamente despojados de todos sus enseres y, algunos, medio comidos por los ogros. La destrozada carreta continuaba en su sitio. El área donde había caído la lluvia de carámbanos provocada por Ónice estaba todavía cubierta de fragmentos de hielo. Pero Led, los ogros y sus dos caballos se habían ido.

Sólo un ciego habría sido incapaz de seguir el rastro dejado por el caballero y ella. Led podría haberlo seguido, hasta dar con ella, con toda facilidad: le habría bastado con que hubiese mirado. Eso únicamente podía significar que no se había molestado en hacerlo.

El humano la había abandonado con más indiferencia aun que a su teniente. Bien es cierto que la misteriosa desaparición de Toba, añadida a la de ella, podría haber asustado al hombre: tal vez pensara que había algo siniestro rondando los bosques, acechando a su pequeño grupo. Eso no era del todo imposible, especialmente desde el momento en que él estaba, o había estado, transportando una mágica criatura secuestrada.

Con todo, la idea de que él la hubiese abandonado tan fácilmente la enojaba y humillaba al mismo tiempo; pero, antes de que pudiera decidir qué hacer respecto a ambas emociones, sintió —más que verla— una presencia cercana y se volvió con rapidez.

—¿Quién es…? ¡Kadagan!

Como una pluma, el nífido descendió flotando por la pared del acantilado. Su pelo marrón había perdido algo de su lustre; sus ojos también estaban apagados. Nuevas arrugas se habían formado en torno a su boca y sus ojos, dando a sus normalmente meditabundas facciones un aire de amarga tristeza. Su pequeño cuerpo estaba ahora tan demacrado que, bajo el chaleco afelpado, su verde túnica colgaba de sus hombros como un saco sucio.

—¡Kadagan! —exclamó ella corriendo hasta él. Nunca había estado tan contenta de ver a nadie—. Esperaba que nos estuvieseis siguiendo. —La sonrisa de Ónice desapareció—. Ya sabes lo que le ha ocurrido a Dela.

—Sí.

Ónice echó una ojeada alrededor del nífido.

—¿Dónde está Joad? Me vendrían bien algunas de sus hierbas en este momento. He tenido algún problema, como puedes ver. ¿Está por aquí?

—Está muerto.

A Ónice le dio un salto el corazón.

—¿Cómo? —soltó por fin—. ¿Lo han capturado otros humanos? ¿¡No habrá sido Led!?

—No, no ha sido nada de eso —respondió Kadagan llanamente—. Ver morir a Dela fue demasiado para él.

Ónice inclinó la cabeza y se llevó las manos a su hinchada cara con un suspiro.

—Lo siento, Kadagan. Hice lo que pude para salvarla.

—¿De veras? Parece que has encontrado tu forma humana menos desagradable de lo que pensabas.

Tanto la pregunta como el comentario la desconcertaron y, al instante, se puso a la defensiva.

—He aprendido a tolerarla, si es eso lo que quieres decir. ¿Qué tiene eso que ver con lo ocurrido?

—Sólo tú sabes la respuesta a eso.

Los ojos de Ónice se entornaron, coléricos, ante la típicamente enigmática respuesta del nífido.

—¿Cómo iba yo a saber que un ogro estúpido iba a destrozar la carreta antes de que yo pudiese rescatar a Dela? Yo ordené al maynus que le diese energía, pero ya era demasiado tarde. Si el maynus no podía salvarla, ¿qué otra cosa podía hacer yo? ¿Qué esperabas que hiciese?

—Esperaba que rescatases a Dela. —Kadagan cerró sus ojos azules con cansancio—. Nada de eso importa ya. El tiempo de los nífidos en Krynn se ha terminado. He venido para decirte adiós.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó ella en voz baja.

—Devolveré la energía que he almacenado a lo largo de mi vida para iluminar a otros.

—¿Vas a buscar más estudiantes de qhen? ¿Vas a…? ¡Eh! ¿Qué estás haciendo?

El nífido estaba allí, de pie, con los ojos cerrados, balanceándose suavemente como un arbolito en la brisa. Su rostro se tornó más gris todavía. Ónice le sacudió los hombros y lo llamó por su nombre, pero él no respondió.

De pronto, las comisuras de la boca del nífido esbozaron una sonrisa misteriosa. Sus párpados, finos como el papel, se abrieron con un revoloteo y adoptaron aquella misma mirada de despedida que Dela tenía justo antes de morir.

—¡Detente, Kadagan! —dijo bruscamente Ónice—. ¡No puedes dejar…!

Los delicados hombros del nífido se arrugaron como una hoja entre las manos de Ónice.

—¡No! —gritó ella hacia el cielo.

¡Kadagan no podía haber desaparecido! Tenía aún tanto que aprender… cosas que sólo él le podría enseñar.

Algo aterrizó en el labio superior de Ónice. Ella se lo quitó de un manotazo, enfadada. Era una luciérnaga… la tercera que había visto en aquel frío día de invierno. Entonces Ónice recordó su viaje con Joad a la hermosa gruta cubierta de musgo. Era la primera vez que el anciano nífido le había hablado. Con una voz enronquecida por su largo silencio, le había dicho que la gruta permanecía verde y cubierta de luciérnagas durante todo el año.

«Cada una de ellas pasa su vida acumulando energía. Luego nos la devuelven iluminando la noche. Ésa es una vida bien empleada».

Entonces Ónice comprendió por qué Joad había roto su silencio y la había llevado a la gruta. Comprendió, también, por qué había aparecido una pareja de luciérnagas por encima de la carreta tras la muerte de Dela. Y se preguntó si Joad y Dela esperaban a Kadagan, si esperaban que los siguiera tan pronto.

Ónice se sentó lentamente sobre una roca. Se sentía mareada por todo lo que había sucedido, y apenas podía respirar a través de su rota e hinchada nariz.

Mientras estaba allí sentada, Ónice vislumbró algo brillante y negro tirado en la tierra. Levantándose de la roca, se agachó y recogió el objeto. Un nudo de cólera se formó en su estómago mientras sus dedos se cerraban en torno a una gran piedra de ónice ovalada. La joven la apretó fuertemente en su mano, como si todavía pudiera sentir en ella el calor de la mano de Led. En su forma de dragón, la habría aplastado y convertido en polvo negro.

Acurrucada en el frío suelo del paso, la mente de Ónice repasó todo lo que había sucedido aquel nefasto día. Cuanto más pensaba en ello, más rabiosa se ponía. Todo había ido mal: ella había fracasado en su misión de rescatar a Dela; todos los nífidos estaban muertos; el caballero le había roto la nariz y había huido, y Led la había dejado morir.

Cuantas más vueltas le daba, más se enfocaba su ira en Led. Él había raptado a Dela y provocado la lucha con los caballeros. Él había provocado su curiosidad con su forma humana y luego la había seducido.

Seducido como humana, se recordó a sí misma Ónice. Aquel cuerpo tenía la culpa de que hubiese sucumbido a toda la palabrería de Led. Sus mejillas se sonrojaron cuando pensó en cuán completamente había sido engañada. Su cuerpo la había traicionado tanto como lo había hecho Led. Ónice no podía hacer nada por arreglar las cosas en lo que respectaba a los nífidos, pero sí podía vengarse.

En el tiempo que le llevó cerrar los ojos, Ónice sintió su forma humana expandirse sin dolor hasta que de sus largos brazos salieron unas garras, sus alas brotaron y su cola tomó forma. «Hasta nunca», pensó. Impulsándose hacia el cielo con sus patas traseras, la hembra de Dragón Negro extendió sus alas, cogió una ráfaga de viento y se dejó llevar.

Una partida como la de Led dejaba unas huellas muy notables. El rastro hacia el oeste era fácil de seguir. Prácticamente coincidía con el camino.

Ónice localizó al grupo hacia el anochecer. Led estaba sentado con la espalda apoyada en una roca. Como en la noche anterior, los ogros dormían detrás de él. Adoptando la forma de un búho, Khisanth descendió justo hasta encima de las copas de los árboles para tenerlos a la vista mientras elaboraba su plan con exactitud.

Hecho esto, se elevó hacia el oscurecido cielo, fuera del alcance de la luz de las hogueras. En el ápice de su ascenso, asumió de nuevo su forma de dragón. Entonces descendió en picado hacia los ogros dormidos, mientras provocaba la subida del ácido hacia su garganta. Su aliento envolvió a los durmientes en una corrosiva niebla mortal. Éstos se despertaron gritando con sorpresa y angustia, pero sus gritos se extinguieron tan rápidamente como ellos.

Led se levantó de un salto y retrocedió aterrado ante la horripilante escena. No encontraba ninguna explicación para lo que había sucedido a los ogros, ya que Khisanth se hallaba ya más allá del alcance de su limitada vista humana. Creyó haber visto una forma oscura con alas, pero no era nada que él pudiese identificar. Su mente empezó a recorrer rápidamente las distintas posibilidades. Él no conocía ave alguna de semejante tamaño, desde luego ninguna que fuese capaz de matar ogros disolviéndolos. Permaneció allí, de pie, con la espada en la mano, agitándola nerviosamente de un lado a otro y mirando hacia el cielo.

Un ogro que dormía en el borde de su grupo no había recibido la letal aspersión de Khisanth con toda su fuerza. Ésta había consumido su mano izquierda y gran parte de su piel, pero estaba vivo y casi loco de pánico. Imprudentemente, se puso en pie con dificultad y empezó a correr, con una espada solámnica colgando inútilmente en su costado.

Al ver a la criatura, Khisanth descendió de nuevo sobre el campamento, abrió sus mandíbulas de par en par y soltó un delgado chorro de vaporoso ácido que alcanzó al ogro fugitivo en la pierna derecha. Éste cayó de rodillas chillando y llorando. Él ogro desenfundó su espada, giró sobre sus rodillas y su puso a dar tajos al aire en un patético intento de autodefensa. Sus ojos amarillos se dirigieron a Led en busca de ayuda, pero el humano había desaparecido.

Una enorme forma oscura descendió lentamente hasta hallarse al alcance de la luz del fuego, y después aterrizó en una roca.

Escondido entre los árboles, Led se quedó helado de horror. ¡Un dragón! Al cazador de recompensas se le cortó la respiración y sus manos se le quedaron instantáneamente frías. Había oído hablar de tales criaturas, pero nunca había creído que existieran. De pronto se sintió terriblemente vulnerable y le dio pánico moverse. Tan sigilosamente como pudo, retrocedió para ocultarse detrás de un árbol.

Khisanth dio un brinco y se acercó al ogro herido. Temblando de miedo, la criatura continuó agitando su espada patéticamente hacia ella desde su postura arrodillada.

—He cambiado de parecer justo después de soltar ese ácido —dijo suavemente Khisanth.

Él miedo del ogro se intensificó ante el sonido de su voz. Dejó caer la espada.

—Él ácido es doloroso, pero es una forma rápida de morir. Prefiero que tu jefe y yo podamos saborear tus gritos.

Khisanth hincó los dientes en el brazo derecho del ogro a la altura del hombro, separando hueso y músculo con un fuerte crujido. Los horrendos alaridos de la criatura cortaron el aire. Khisanth saboreó los gritos a medida que iba arrancando los miembros del ogro uno a uno, y después dejó caer el torso en un ventisquero. Por fin, inconsciente, el cuerpo del ogro sufrió una convulsión, su sangre formó un charco que derritió la nieve, y luego desapareció.

Khisanth volvió sus leonados ojos hacia Led, que estaba parcialmente escondido tras un árbol. Con lentitud, ella se deslizó hasta el borde del claro, encontrándose cara a cara con el cazador de recompensas. Éste, simplemente, la veía acercarse; el miedo lo mantenía quieto en el sitio.

La hembra de dragón estiró una garra y arañó ligeramente la mejilla derecha de Led.

Temblando, él se llevó una mano a la mejilla y vio sangre en sus dedos.

—¿Qué… qué vas a hacer conmigo? —consiguió articular con la respiración entrecortada.

—Todavía no lo he decidido —dijo ella lacónicamente.

El hombre levantó la mirada hacia Khisanth mientras gruesas gotas de sudor rodaban por su frente.

—He oído que a los dragones les gustan los tesoros —dijo—. Toma cuanto veas que sea de valor.

Khisanth soltó una ronca y áspera risotada.

—¿Acaso crees, humano, que necesito tu permiso para hacer lo que se me antoje?

—No… no —tartamudeó él.

—Yo estoy al mando ahora —dijo Khisanth meneando una afilada garra hacia él—. Sal a la luz, donde pueda ver tus ojos mejor. ¿Te he dicho alguna vez, Led, que pensaba que parecían relucientes esmeraldas?

Incapaz de negarse, Led salió de nuevo al claro. La pregunta del monstruo lo desconcertó. Éste conocía su nombre y hablaba como si se conociesen de antes. Había algo vagamente familiar en su voz, pero… sin duda un hombre se acordaría si alguna vez hubiese conocido a un dragón.

—Lo que pueden cambiar las cosas en un día, Led —dijo Khisanth con tono perezoso—. Justo ayer estabas diciendo que los dragones no son tan inteligentes como los humanos. Y aquí estás hoy, a merced de uno. Supongo que eso significa que tú eres un humano estúpido.

Led parpadeó. Las palabras del dragón tenían un tono familiar; cerró los ojos y buscó febrilmente en su memoria el significado de aquello. Cuando los abrió, sin embargo, todos los pensamientos acerca de aquel misterio se desvanecieron. De pie ante él estaba Ónice, con los brazos cruzados y sin ninguna vergüenza de su desnudez. Tenía la nariz rota y moratones oscuros rodeaban sus ojos como un antifaz.

La mujer miró a Led a los ojos y vio cómo la confusión se volvía lentamente comprensión.

—Me abandonaste a mi suerte.

Él la miró con los ojos desorbitados.

—No pude encontrarte.

Los ojos de Ónice parecían dos finas rendijas.

—Obviamente no lo intentaste mucho. Había un rastro bien visible hasta mí.

—Miré —dijo rápidamente Led con un tono suplicante—, pero no quería seguir rondando por el escenario de la batalla por miedo a que nos descubriesen. Creí que habías desaparecido como lo hizo Toba.

—Pues no —dijo fríamente Ónice, y entonces su voz se volvió más tensa—. Hablando de tu teniente, ¿te gustaría verlo?

—¿Sabes dónde está Toba?

La mujer elevó una ceja y sonrió maliciosamente.

—Tengo alguna idea. —Sus dedos cogieron la enredadera que sostenía el maynus y las espadas—. Libérale —dijo al globo.

Como aparecido de la nada, el chamuscado y ensangrentado cuerpo de Yoshiki Toba cayó a los pies de Led. Retrocediendo de un salto, el mercenario no pudo contener un grito.

—Bien, supongo que con eso casi quedamos en paz… a ese respecto, claro. Yo maté a tu amigo. Tú causaste la muerte de la mía —dijo Ónice y, viendo la confusa mirada de Led, añadió—. La criatura de la carreta, la que tú secuestraste. Ella era la última hembra de su especie. Tú la mataste. Mataste a su padre y también a su prometido. A mis amigos.

Led parecía más confuso todavía. «Tal vez el miedo esté embotando su cerebro», pensó Khisanth.

—Por los dioses, eres duro de mollera. —Ónice le dirigió una mirada de lástima—. ¿Tan grande es tu ego que crees de verdad que tú me convenciste para que me uniera a vuestra pequeña banda? —Ella echó la cabeza para atrás y se rió—. Lo tenía planeado de antemano. Yo te engañé. Iba a rescatar a la nífida que habías raptado. Te la habría robado ante tus narices si no hubieses manejado tan mal la situación con los caballeros.

Ónice se dio unos golpecitos con el dedo en la barbilla.

—Ahora que pienso en ello, no estamos en paz en absoluto. Pero —dijo suavemente—, no he hecho más que empezar.

Y comenzó a pasear en torno al aterrorizado humano.

—Supongo que también piensas que disfruté de nuestro pequeño encuentro de anoche. No te sobreestimes. Todo era parte de mi plan.

Ónice no pudo evitar sonrojarse ante el recuerdo de su unión. Se frotó la sien como si le doliera.

Led pareció de pronto recobrar el uso de sus sentidos. La vieja y osada sonrisa volvió a sus labios. Estiró una mano temblorosa hacia la de ella.

—Hablabas como en acertijos anoche, con tu charla acerca de dragones y de ejércitos congregándose. Yo descarté la idea porque no quería ser un simple soldadito de a pie. No sabía que… bueno, que tú eras un dragón. Llegaríamos a lo más alto, tú y yo. ¿No te he dicho que hacíamos un gran equipo?

Ónice dejó descansar su fría mano en la de él mientras consideraba sus angustiadas palabras.

—Tienes que creerme, Ónice. Creí que eras tú quien me abandonaba. —Led inclinó su cabeza hacia la de Ónice y rozó los fríos labios de ésta con los suyos. Luego se estrechó contra su cuerpo desnudo—. Estábamos tan bien juntos. Debí haberlo pensado mejor.

—Sí, debiste —murmuró la joven asintiendo y acercando sus labios a los de él.

Ónice pudo sentir cómo Led se relajaba contra ella, con los ojos cerrados. En un instante, la hembra de dragón reemplazó a Ónice. Levantó bruscamente a Led del suelo y lo sostuvo en el aire como un niño examinando un insecto. Antes de que el mercenario pudiera gritar, su bien parecido rostro desapareció entre las mandíbulas de Khisanth. Después fue demasiado tarde: no tenía ya con qué gritar.