El chillido de un halcón girando en el cielo gris, por encima de ellos, interrumpió el tenso silencio. Ni los caballeros ni la partida de Led se movieron. Hasta los ogros parecieron sentir la tirantez en el ambiente, y permanecieron allí, tan quietos como sus grandes cuerpos, cargados de hombros, les permitían.
Por fin, Stippling rompió el silencio.
—Te lo advertiré por última vez. Abre la carreta.
Led se limpió la suciedad de una uña con un pequeño puñal.
—¿O qué?
La indiferencia de Led enfureció al altivo caballero. En respuesta, Stippling cerró de un golpe el visor de su casco y apretó los dedos en torno a la empuñadura de su espada.
—O afronta las consecuencias. Yo dejaría a la mujer al margen, si fuese tú.
Led pudo sentir cómo Ónice se ponía rígida de indignación.
—Afortunadamente para mi tropa y mi cargamento, tú no eres yo —intervino antes de que a ella se le ocurriese alguna respuesta feroz—. Ella se queda.
A decir verdad, Ónice estaba esperando con ansia una batalla que, por una vez, no hubiese provocado ella. Le daría la oportunidad de comparar hasta dónde llegaban los reflejos humanos comparados con los de un dragón. Los músculos de su forma humana daban la sensación de tener una textura más apretada que los de su cuerpo de dragón. La sangre no latía ensordecedoramente en sus sienes como era habitual. No había ácido con el que escaldar la carne de un enemigo, ni cola para asestar un golpe mortal. Ónice sintió el frío del puñal que llevaba en su bota derecha, contra su pantorrilla: era un paupérrimo sustituto de sus garras de dragón. Tendría que recurrir, en buena medida, a su magia.
Stippling también parecía arder en deseos de luchar. Obviamente, no tenía idea de a qué se enfrentaba cuando espoleó su caballo hacia adelante. Con las espadas y mazas en ristre, los caballeros siguieron su ejemplo. Cuatro de ellos cabalgaron, dejando atrás la carreta, hasta el extremo descendente de aquel tramo de carretera, bloqueando la salida. Otros cuatro, incluyendo a los dos a quienes Stippling había ordenado registrar la carreta, estaban todavía en el extremo ascendente, ligeramente desplegados por delante de su comandante. Sintiendo lo que se avecinaba, los caballos agitaban sus cabezas con inquietud. Stippling niveló su espada con el pecho del cazador de recompensas.
Led aún no había desenvainado su arma. «¿Se propone dejar que los caballeros abran la carreta, después de todo?», se preguntó Ónice. Ella nunca lo había visto luchar, pero sus tácticas no eran las que ella habría empleado. Entonces se acordó de los ogros. Sin mover la cabeza, los ojos de Ónice se movieron hacia las rocosas paredes donde éstos esperaban. Hasta podía vagamente distinguir sus sucias cabezas espiando desde las rocas.
Por supuesto, Led no tenía ninguna intención de dejar que los caballeros viesen su trofeo. Terminando con calma su manicura, volvió a poner el cuchillo en su sitio.
—No hagas nada y quédate quieta —susurró levemente a Ónice.
Entonces, con increíble velocidad, saltó hacia adelante y a la derecha, rodeando como un rayo la parte delantera del caballo de Stippling. Trató de agarrar la brida del caballo, pero falló. El animal se levantó y pataleó con sus miembros delanteros. Uno de ellos rozó la pernera de protección que cubría la pierna izquierda de Led. El cazador de recompensas giró y cayó al suelo por el impacto. Rápidamente, se alejó gateando antes de que el encabritado caballo pudiera pisotearlo.
Pese al poco efecto que había tenido en Stippling, la maniobra de Led concentró la atención de los caballeros sobre él, y éstos se abalanzaron. Sólo tres se quedaron a hacer frente a los ogros. El resto se cerró sobre el hombre de la armadura de cuero, todavía agachado defensivamente cerca de los cascos de los caballos.
Un aullido sobrecogedor atronó la escena. Al oír el extraño sonido procedente de las rocas, por encima de ellos, los caballeros miraron hacia arriba justo a tiempo para ver varios peñascos de gran tamaño —empujados por la magia de Ónice— precipitándose hacia ellos desde los acantilados. Era demasiado tarde para moverse. Las rocas cayeron, ligeramente desviadas de sus objetivos, y casi rozaron los flancos de los atónitos caballeros. Uno de ellos fue derribado de su silla. El resto levantó sus escudos dirigiendo rápidamente sus relinchantes monturas hacia atrás; no estaban retirándose, simplemente estaban tratando de evaluar si el mayor peligro estaba en el suelo o en los acantilados.
La respuesta llegó cuando los ocultos ogros salieron de sus escondrijos y comenzaron a arrojar sobre la carretera una lluvia de piedras del tamaño de un cráneo. Al principio, las piedras acertaron en los blancos, estrellándose contra sus pesadas mallas con ruidosos claqueteos. Los caballeros se recuperaron rápidamente. Sosteniendo en alto sus escudos coronados con una rosa rechazaron sin dificultad las piedras.
—¡A ellos! ¡No hagáis ningún prisionero!
El cazador de recompensas apremió a sus fuerzas hacia adelante con un movimiento de su brazo. Los tres gigantescos ogros cargaron contra los apiñados y confusos caballeros, cuyas miradas estaban todavía vueltas hacia lo alto. Los ogros atizaban indiscriminadamente con sus garrotes y clavaban sus toscas lanzas lo mismo en caballos que en caballeros.
Pero aún no se había hecho saltar la trampa por completo.
Con la atención de los jinetes dirigida hacia la acción que se desarrollaba a su alrededor, los ogros de arriba comenzaron a lanzarse desde la cara del acantilado como lemmings. La lluvia de ogros llevaba mucha más fuerza y puntería que la de piedras. Tres caballeros más resultaron seriamente heridos por los pisotones de sus propios caballos. Los animales sufrían tantos impactos de lanza como sus jinetes. Muchos de los corceles estaban en el suelo, de rodillas, con sus colgaduras cubiertas de sangre.
Todo estaba saliendo según el plan de Led.
Los caballeros habían caído con más facilidad de la que Led esperaba. Con tanta facilidad, de hecho, que no había habido necesidad de que él hiciera nada salvo recostarse contra una roca y disfrutar del espectáculo. Había sujetado a Ónice, obligándola a mantenerse al margen de la escaramuza, diciéndole que era demasiado valiosa para que se arriesgase en una reyerta tan desigual. Su tono era protector cuando le dijo que estuviera preparada con sus conjuros, por si acaso cambiaban las tornas.
Ónice observaba a los ogros en plena diversión y se sentía engañada. Aquello le recordó la parábola de la espada que le había contado Kadagan: Ónice era como una poderosa espada utilizada tan sólo para mondar manzanas. «Pronto los ogros terminarán con el último caballero —reflexionó con envidia—, y yo no habré tenido nada de diversión».
Entonces sucedió lo imprevisto.
Un ogro solitario saltaba ansiosamente de un pie a otro, sobre el acantilado, para unirse a la refriega. Aquella criatura excepcionalmente estúpida, se agarró las piernas por las rodillas y arrojó al vacío su descomunal cuerpo verde oliva, sin la menor idea de adónde lo dirigía. El bruto aterrizó, con fuerza y de plano sobre el techo de la pequeña carreta. La masa corporal del monstruo abrió la parte superior y un lado del compartimento. Un segundo lado se hizo astillas mientras él caía al suelo, aterrizando en un montón de tablas rotas y astillas.
—¡No! —aulló Led—. ¡Mi fortuna!
Echó a correr hacia el desastre y entonces se detuvo, paralizado. Un audible respingo se oyó en medio de la devastación. Todas las cabezas se volvieron hacia el demolido carruaje… y la criatura acurrucada entre sus restos.
Ónice sabía que el patético ser, temblando dentro de una túnica sucia y andrajosa, tenía que ser Dela. Pero aquella piel gris y arrugada, aquellos ojos hundidos y aquellas articulaciones hinchadas no guardaban ninguna semejanza con la perfectamente formada nífida que había visto en el maynus. La túnica de Dela parecía albergar un manojo de huesos. Su cabello, ahora de un amarillo apagado, enmarañado y salpicado de paja, apenas era reconocible.
Ónice gritó en silencio a la nífida que corriera; pero, rodeada de gente, Dela estaba, obviamente demasiado aterrorizada y débil para moverse. Su boca se abría y cerraba profiriendo gritos mudos. No había dónde esconderse en la destrozada carreta. La nífida se echó sus marchitos brazos a la cara y se desplomó sobre la paja.
«¡Haz algo! —se dijo a sí misma Ónice—. Pero ¿qué?». No podía simplemente coger a la nífida y echar a correr. Tenía que idear alguna manera para que Dela se ayudase a sí misma, a menos que quisiera revelar su verdadera razón para unirse al grupo de Led. Un conjuro. Trató de pensar en uno, pero se había concentrado tanto en encantamientos que pudiesen ayudar en la batalla que ninguno nuevo penetraba la niebla de sus confusos pensamientos.
Ónice volvió a sentir la ardiente sensación en torno a su cuello: el maynus de Dela… La nífida estaba, sin duda, demasiado débil para utilizarlo ella. Ónice se sacó la gargantilla de debajo de su túnica y la dejó descansar sobre su armadura. Entonces colocó su mano sobre el globo para ocultarlo de las miradas y le ordenó silenciosamente que infundiese energía a Dela.
El maynus se puso más caliente todavía, y el resplandor que se escapaba entre los dedos de Ónice pasó de blanco a azul. Una fina aspersión de luz emanó entre las rendijas y bañó a aquel ser amante del sol con una cálida energía. La luz que rodeaba a Dela era tan suave y difusa que cualquiera que la mirase pensaría que simplemente se trataba de un solitario destello de sol que se abría camino a través de la capa de nubes y caía sobre ella.
Pero, en lugar de vigorizar a Dela, la luz hacía que la encogida criatura gimiese y retrocediese, como si el rayo fuese un chorro de agua hirviendo. Un diminuto sonido se elevó de su garganta. Cuanto más buscaba la luz a Dela, más agudo parecía hacerse su dolor. Al cabo de unos pocos instantes, ya no era soportable oír su sufrimiento.
Ónice sintió entonces que, de alguna manera, a través de su larga privación, Dela había perdido la capacidad de absorber o atraer energía de la luz. Ordenó detenerse al maynus, y los agudos chillidos de la nífida cesaron, afortunadamente, tan pronto como la luz hubo desaparecido.
Miembros de ambos bandos, enemigos entre sí, estaban allí de pie hombro con hombro entre los cuerpos de caballeros y caballos caídos. La batalla quedó en segundo plano, momentáneamente, mientras los hombres miraban absortos, inmovilizados por la desgraciada figura que se retorcía entre los restos de la carreta. Aunque medio muerta, y mermada hasta parecer poco más que un esqueleto, la nífida todavía era capaz de despertar el deseo de tocarla. El propio Stippling, con su costado bañado en sangre, llevó a su caballo hacia adelante. Inclinándose desde su silla, intentó cogerla entre sus brazos. Hubo un súbito resplandor azul pálido y dos gritos. Stippling salió despedido hacia atrás, con su caballo tambaleándose por seguir debajo de él. El caballero estaba aturdido y su armadura chamuscada, pero él aún estaba vivo. Si la nífida hubiese estado sana, la sacudida lo habría matado.
Los gritos de Dela sonaron largos y fuertes, y los aterrados aullidos penetraron de tal modo los oídos de los presentes que éstos se taparon las orejas con las palmas de sus manos. El diminuto cuerpo de Dela se convulsionó, apenas quedándole ninguna energía, pero la descarga defensiva había sido demasiado para ella. Los quejidos cesaron. Su rostro, grotescamente hundido, se suavizó hasta esbozar una sonrisa de despedida, como si la torturada nífida tuviese acceso exclusivo a alguna visión divina. Su cabello dorado recobró, por breves instantes, esa luz de fondo que una vez había poseído. Entonces, de forma repentina, el marchito cuerpo de Dela se desplomó hacia adelante, mostrando las alas sobre su espalda. Como una hoja de bosque moribunda, su cuerpo inmóvil se consumió hasta que no quedó nada más que su ajada túnica.
Ónice se la quedó mirando durante algunos segundos sin poder creerlo: Había visto a una especie extinguirse.
Al cabo de un rato, algo llamó la atención de Ónice y ésta parpadeó. Le pareció haber divisado un diminuto insecto luminoso contra el cielo gris, revoloteando sobre los restos de la carreta de Led. ¿Una luciérnaga en invierno? Parpadeó otra vez. Ahora había dos, con sus pequeñas colas amarillas titilando vagamente a la luz del día. Una fría brisa de invierno se levantó rápidamente, cogió a los diminutos insectos y se los llevó hasta perderse de vista.
—Bien, ahí va mi fortuna —murmuró Led a Ónice, borrando a la nífida muerta de sus cuentas como si no fuese más que otra apuesta de dados.
El cazador de recompensas se limpió el polvo de las manos mientras se volvía para evaluar la distancia hasta sus caballos. Puesto que ya no había cargamento preciado por el que luchar, mejor sería escapar. La voz de Stippling lo detuvo en seco y determinó su curso de acción.
—Como sospechaba, eres el peor de los canallas —arremetió el caballero—. Te veré ante la justicia por la muerte de esta pobre criatura, además de la de mis camaradas cai…
Led desenvainó su espada por fin y se volvió hacia él como un torbellino.
—¡Entonces tendré que dejarlo en ocho caballeros, número par! —gritó—. Ahora es tu oportunidad —dijo a Ónice antes de cargar hacia el tumulto.
La lucha se reanudó con mayor intensidad. A pie o a caballo, los siete caballeros supervivientes, atropellando y cortando, se abrieron camino a través de los frenéticos ogros en un esfuerzo por unirse en una formación defensiva. Los caballeros tenían una pequeña ventaja mientras se aferraran a sus caballos, pero Yoshiki Toba había entrenado bien a los ogros para el combate.
Toba había enseñado incansablemente a aquellos monstruos verrugosos a aproximarse a los jinetes por el lado derecho. Los caballeros montados encontraban arduo e incómodo llevar sus escudos al otro lado de sus caballos, y así sus flancos derechos quedaban descubiertos. Los ogros se precipitaron hacia adelante con sus toscas lanzas extendidas, o con sus enormes garrotes dando vueltas en el aire. Se oyó un rugido infrahumano y un tremendo golpe. Después del ataque, un ogro se erguía sobre el aplastado cuerpo de un caballero.
Los ogros eran sañudamente eficientes, especialmente comparados con aquellos con los que Ónice había luchado como dragón. La batalla siguió adelante y dos ogros atacaron a la vez a un caballero. El soldado desvió diestramente un garrote con un golpe de escudo mientras una lanza se estrellaba contra su pecho. La punta se hizo pedazos contra el pesado peto del caballero, pero la fuerza del impacto lo derribó de su montura. El caballo comenzó a lanzar coces y mordiscos, furiosamente, y un tercer ogro estampó su garrote contra su frente. El animal tropezó. Un segundo golpe lo hizo desplomarse pesadamente en el helado suelo.
Un ogro inmovilizó al caballero caído contra el suelo y otro se esforzó por arrancarle el casco de la cabeza. El brazo izquierdo del hombre, sujeto con correas al pesado escudo, estaba inutilizado, pero él todavía seguía asestando golpes, desesperadamente, con su espada, cortando a varios de los ogros que se le venían encima. Su casco salió por fin. El humano rugió su desafío antes de que un garrote con púas aplastara su cráneo.
Cerca de los restos de la carreta luchaba Led, saltando y culebreando para lanzar un golpe de espada al todavía montado Stippling. Ónice vio a otro caballero abalanzarse hacia la espalda del cazador de recompensas. Preocupado por alcanzar su objetivo, el caballero no la vio a ella avanzar sobre un guerrero muerto para llevar sus manos, ardiendo como antorchas de tela empapada, hasta su túnica. El caballero se volvió como un remolino, y no pudo asestarle el golpe a Led. Ónice reconoció su joven rostro: él había conducido la procesión a través del paso. El muchacho la miró, confuso al principio. Después sintió el fuego en el dobladillo de su túnica, propagándose rápidamente bajo su armadura. Con un grito, echó a correr, como si eso pudiera permitirle escapar de las llamas que amenazaban con abrasarlo.
Led hizo una pausa, por un instante, para ver al caballero que avivaba los ruegos de su propia muerte con su carrera. Sonriendo, Led saludó con su espada a Ónice y después reanudó su carga contra Stippling.
Con gran sufrimiento, el caballero de alto rango se las arregló por fin para librarse de Led. Él y los tres caballeros restantes se detuvieron en la cresta del camino de cara hacia abajo, donde los ogros continuaban aporreando y coceando los cuerpos de los muertos que yacían en el suelo. De pronto, un hombre cargó desde el grupo, empujando a los sorprendidos ogros hacia atrás, a lo largo del camino. Su larga espada daba grandes tajos silbantes al aire y su caballo coceaba y se encabritaba hacia los lerdos monstruos. Varios ogros corrieron para ponerse a cubierto mientras el caballero se precipitaba de cabeza contra sus espaldas. Con un firme tajo vertical, su espada cercenó el hombro de uno de ellos, hundiéndose en sus costillas. El cuerpo cayó hacia adelante, arrancando la espada de la mano del caballero. Sin una pausa, éste sacó una pesada maza que llevaba en su silla y la estrelló contra la cabeza de un segundo ogro, que se desplomó sobre el camino, sin vida, a unos pasos más allá de su camarada.
Ónice recurrió a su magia. Al instante, el casco del caballero se vio envuelto en un torbellino de luces y colores, demasiado denso para ver a través de él. Un ogro saltó hacia adelante y le perforó la espalda con el mango de una lanza rota. El caballero se puso a lanzar tajos a ciegas hacia atrás, pero su hoja no encontró ningún blanco. Otro ogro estiró el brazo y, agarrando al hombre por el tobillo, tiró con fuerza de él. El jinete cayó de su silla, dando alaridos por la pierna que acababa de rompérsele, y luego desapareció bajo un tumulto de ogros.
Led se fue hacia los tres caballeros, que ahora avanzaban al trote colina abajo. Ónice pudo ver en sus ojos que no le gustaba la idea de luchar con estos guerreros. Cabalgando rodilla con rodilla, era obvio que estaban mejor entrenados que sus sentenciados compañeros. Los ogros eran terribles en el caótico tumulto, pero no estaban preparados para afrontar caballos de guerra a la carga y dirigidos por expertos jinetes.
Ónice se agachó hasta el suelo y comenzó a escarbar con su daga. Por fortuna, los solámnicos no le hicieron caso y se concentraron en otros adversarios aparentemente más peligrosos.
Los caballeros arremetieron directamente a través de los ogros, que se dispersaron en todas direcciones. Los jinetes viraron y cabalgaron de nuevo hacia atrás, esta vez desplazándose a la derecha para cargar contra el grupo más pequeño de ogros. Mientras embestían hacia los brutos, Ónice se puso en pie con un puñado de tierra, escupió en ella, y cerró las dos manos, una sobre otra, para formar una punta de barro. Luego lanzó la punta al aire por encima de los caballeros. Tirando de un sobresaltado Led y llevándoselo tras ella, corrió a ponerse a salvo detrás la roca en la que habían almorzado.
El cielo pareció abrirse en dos. Unos enormes carámbanos puntiagudos, brillando a la luz del sol, se materializaron en medio del aire y cayeron, clavándose tanto en jinetes como en ogros. La mayoría de los solámnicos encontraron protección bajo sus escudos, pero el hielo acribilló a sus caballos sin piedad. Atónitos y sangrando, los animales se tambalearon y finalmente cayeron al suelo, pataleando débilmente.
Gritando y aullando de pánico, los ogros sufrieron tanto como los caballos. La tormenta de hielo los convirtió en tiras ensangrentadas antes de que pudieran arrastrarse hasta un lugar a cubierto.
Acurrucados bajo sus castigados y abollados escudos, los caballeros se alejaron, palmo a palmo, cuesta abajo. Una vez fuera del vórtice, los guerreros se pusieron de pie con dificultad. Sacudieron sus cabezas para aclarar el espantoso retumbar de sus oídos, y cortaron las correas de sus ahora inservibles escudos.
Pero Led no estaba dispuesto a dejarlos reagruparse. Con los pocos ogros que quedaban a su espalda, dirigió otra carga. Sin sus caballos ni escudos, vapuleados y aturdidos por el granizo, los caballeros cayeron antes del asalto. Led se tomó con gran orgullo el privilegio de rebanar la pomposa cabeza de Stippling.
Cuando la batalla hubo terminado, los rotos y desmembrados cuerpos de los caballeros y sus caballos yacían sobre la estrecha carretera, entremezclados con los voluminosos cadáveres de los ogros caídos. Un desgraciado superviviente de la vorágine gimoteaba lastimeramente a través de sus colmillos mientras veía, horrorizado, cómo la sangre manaba imparablemente de su muslo mutilado, formando un tremendo charco en el suelo. Led caminó hasta situarse detrás de la sentenciada criatura y le cortó la garganta para poner fin a su sufrimiento. Ocupados en agarrarse con fuerza sus propios cortes sangrantes y en lamer sus heridas, como animales, los ogros que quedaban no pusieron ninguna objeción.
Mirando desde el borde, Ónice captó un movimiento por el rabillo de su ojo derecho. Volvió la cabeza. A cierta distancia, camino abajo, un caballero luchaba por ponerse de rodillas. Su armadura estaba chamuscada, negra, el casco había desaparecido y casi todo su pelo había sido consumido por las llamas. Era el joven caballero al que ella había prendido fuego. Dando por hecho que moriría, se había olvidado de él en el calor de la batalla. La sangre corría libremente por las abolladas placas de su malla, en uno de sus hombros. Su torcida pierna mostraba también los signos del aporreamiento. El joven caballero se tambaleó torpemente, camino abajo, hacia los espesos bosques que se extendían en el lado este del paso.
—¡Eh! —gritó ella—. ¡Uno de ellos se está alejando!
Ónice miró frenéticamente hacia la escena del combate. Los ogros estaban despojando los cadáveres, repartiéndose las posesiones de los hombres muertos. Led contemplaba la carreta destrozada, sacudiendo tristemente la cabeza. Ónice volvió a llamar, pero nadie parecía oírla.
Jurando por lo bajo, Ónice tocó el cuchillo que llevaba en la caña de su bota y se fue a todo correr tras el caballero herido. Tras rodear una roca, entró en el bosque y avanzó sigilosamente a través de la maleza en busca de algún rastro del guerrero. De pronto se detuvo y contuvo el aliento para escuchar. En la distancia, oyó el claqueteo de una pesada armadura.
Ónice vio un rastro de sangre, en hojas y nieve, que conducía hacia el ruido, y lo siguió. Podía oír ya la penosa y entrecortada respiración del caballero en su esfuerzo por correr. Con los ojos fijos hacia adelante, la mujer casi tropezó en el escudo que él había dejado caer en su huida. Por fin lo divisó: iba medio corriendo, medio arrastrándose, con una pierna colgando.
Él miró frenéticamente hacia atrás por encima de su hombro, con sus ojos abiertos de par en par por el miedo. Al ver la rapidez con la que la mujer acortaba distancias, el caballero intentó reunir sus fuerzas para correr más rápido. En su premura, perdió el control de su pierna herida. El pie se le torció lateralmente y tropezó en una raíz. El hombre cayó de bruces al suelo y, maldiciendo, se dio la vuelta luchando por ponerse de nuevo en pie. Ónice se lanzó hacia él de un salto y lo golpeó, devolviéndolo al frío suelo.
A caballo encima de su estómago, Ónice lo miró a la cara. Los ojos del caballero eran del marrón más intenso que jamás había visto. Sus mejillas, manchadas de hollín, estaban rojas por las quemaduras. Su bigote solámnico se había chamuscado hasta quedar reducido a una pelusilla sobre sus suaves labios. Para frustración de Ónice, él no mostraba miedo alguno y estaba, de hecho, evaluándola también a ella.
—¿Cómo has apagado el fuego?
—Me he tirado al suelo y he rodado. Te olvidaste de mí.
Ónice frunció el ceño y estiró la mano hacia atrás. Sacó el cuchillo de su bota y, describiendo un arco, lo bajó hacia su cara. El caballero apartó la cabeza hacia un lado y la golpeó en el brazo. La hoja rebotó contra la malla, en la manga del joven, y se soltó de la mano de Ónice para aterrizar entre la maleza a varios metros de ellos.
—Vas a morir, ¿sabes? —dijo ella fríamente, estirando los brazos para estrangularlo con las manos desnudas.
—Pero no ahora —dijo él, y se la quitó fácilmente de su estómago tirándola al suelo.
Apretando los dientes por el dolor de su pierna, el caballero se dio la vuelta, se puso de rodillas y giró para ponerse de cara a ella. Ahora él tenía su propio cuchillo en la mano, y lo agitó ante sí amenazadoramente.
—Huye, por favor —le invitó el caballero con un tono protector—. Hoy no deseo agravar mis pecados matando a una mujer.
—¿Pecados? —repitió ella, aunque sabía, por lo poco que Led le había contado acerca de los solámnicos, que los caballeros valoraban el honor por encima de todo—. ¿Te refieres a salir huyendo de una batalla y dejar que tus amigos muertos sean mutilados por los ogros? —preguntó maliciosamente.
Los ojos del guerrero se entornaron con enojo.
—Mis camaradas eran todos hombres buenos y fieles, pero mi muerte no les ayudará ahora.
—Eso no suena muy caballeroso —dijo ella—. ¿No arderás en el Abismo por tu cobardía?
El caballero hizo una perceptible mueca ante aquellas palabras.
—Creo que el honor y la caballerosidad deben estar atemperados por la sabiduría y la discreción. En la otra vida seré recompensado por el resultado de mis buenas acciones. —El joven se encogió de hombros y esbozó una compungida sonrisa que le hizo tensarse de dolor—. Pero ¿quién sabe realmente cómo se nos evaluará cuando llegue el día del juicio? Hoy yo he elegido posponer ese día para poder vivir y vengar a mis amigos.
—Oh, ¿de veras?
Ónice le lanzó un golpe con sus uñas y le arañó la cara, trazando tres delgadas líneas rojas de sangre en su mejilla izquierda.
Furioso, el caballero se abalanzó hacia Ónice blandiendo el cuchillo. La fría hoja mordió el hombro de la mujer, poniendo un involuntario grito de dolor en sus labios. Ella miró el rostro del joven con furiosa incredulidad.
El caballero sacudió la cabeza casi con tristeza.
—No puedes actuar como un rufián y esperar que se te trate como a una dama. Limítate a tus conjuros, hechicera. No eres muy buena en la lucha cuerpo a cuerpo.
La humillación hizo hervir la sangre de Ónice como metal fundido en sus venas. Sus dedos dieron con una piedra del tamaño de un puño. Sin apenas mover un músculo, como un gato acercándose sigilosamente a un ratón de campo, cerró su mano en torno a la fría piedra. Ónice se tragó una sonrisa malvada, saboreando la venganza.
De pronto, el joven caballero levantó su antebrazo y su puño salió disparado, sin esfuerzo, asestando un rápido y contundente puñetazo, al puente de la nariz de Ónice. La piedra cayó de sus dedos.
—Decididamente, no eres muy buena —oyó ella decir al caballero, como de lejos.
Mientras la luz del día daba paso a la oscuridad, su última visión fue el rostro del joven. Jamás olvidaría, ni perdonaría, aquella compasión en sus ojos marrones.