Ónice y Led se separaron por fin, y cayeron en un exhausto sueño mientras el cielo nocturno empezaba a clarear. Acurrucada bajo una manta de pieles, Ónice hizo algo que no había hecho desde que se despertara del Sueño: soñó.
Era de nuevo una hembra de dragón, volando; Led iba montado sobre su espalda con una espada en la mano. Juntos dirigían un vasto ejército que aniquilaba a enemigo tras enemigo. Los adversarios no tenían rostro. Dragón y jinete derribaban torres, expulsaban a caballeros de sus castillos y, finalmente, se erguían majestuosamente ante la muchedumbre conquistada. La visión llenaba su mente inconsciente proporcionándole una gran satisfacción. En su sueño, sonriendo Ónice abrazó más estrechamente las mantas y se preparó para un espectáculo agradablemente vívido.
La hembra de dragón transformada casi se sorprendió al despertarse con el olor de cenizas húmedas y el tacto de una roca fría y dura por almohada. Todavía era una mujer, todavía descansaba cerca de la hoguera, ahora extinguida. Todo había sido un sueño. «No todo en realidad», pensó con aire satisfecho, relajando sus rígidos músculos con el recuerdo de su noche con Led. Todavía adormilada, mantuvo los ojos bien cerrados para recuperar la fantasía. Pero ya no volvió a dormirse ni a soñar.
«Es extraño —pensó Ónice— que éste haya sido mi primer sueño desde que desperté del Sueño mágico». Y comenzó a preguntarse si la palabra «sueño» era la correcta para lo que había experimentado. Otro pensamiento le vino también a la mente, una posibilidad tan sobrecogedora como fascinante.
¿Podría haberse tratado de una visión del futuro infundida por Takhisis? Su geetna había predicho que Khisanth haría un gran servicio a la reina. Quizás había sido su destino, y no un accidente, el hecho de que los nífidos la despertaran y la condujeran hasta Led. ¿Era deseo de Takhisis que Ónice y Led luchasen juntos para su gloria? Ahí se detuvo. ¿Dónde estaba Led, por cierto?
Ónice rodó para apoyarse en un codo y la manta de piel se deslizó hacia abajo. Entonces tuvo su primera sensación de pudor al recordar que no estaba vestida. Ciñéndosela bien bajo las axilas, la joven descubrió, con consternación, que sólo ella yacía todavía junto a la hoguera. Oyó varios sonidos que indicaban actividad y se incorporó para investigar.
El agudo oído de Ónice detectó un chapoteo de agua. Siguiendo el ruido a través de las nevadas ramas de los pinos, Ónice vio a Led en la distancia zambulléndose en el frío arroyo de montaña y echándose agua sobre el pecho desnudo. La visión sonrojó sus mejillas e hizo aflorar una sonrisa en sus labios.
Luego, en la dirección opuesta, oyó que alguien daba órdenes y miró hacia Yoshiki Toba. Éste estaba en el otro extremo del claro rectangular, dirigiendo a los ogros en un ejercicio rutinario de combate de cuerpo a cuerpo y con armas. No llevaban armadura, pero muchos tenían unos escudos redondos de madera sujetos a los brazos con correas. Garrotes con púas y lanzas de tosca hechura parecían ser sus armas preferidas.
Si Led estaba bañándose en el arroyo y Toba estaba ocupado en sus prácticas matinales, ¿quién estaba vigilando…?
Los ojos de Ónice se dirigieron hacia la izquierda: la carreta estaba aparcada fuera del camino, bien metida en los árboles, entre la hoguera y el larguirucho teniente. No había guardia alguno a la vista.
Ónice se incorporó de un salto, se puso rápidamente su guata y metió los pies en las botas de cuero. Haciendo un esfuerzo por caminar, rodeó la carreta. La noche anterior, había visto a Toba abandonar la hoguera de los ogros con un plato de comida, y dirigirse hacia la parte trasera de la carreta. Ónice se deslizó rápidamente hasta allí y comprobó el liso panel de madera de arriba abajo con sus manos, pero no encontró cerrojo ni grieta alguna que sugiriese una abertura.
Ónice se mordió el labio, pensativa. Sólo había dos lados que no había examinado. Mirar por la parte superior de la carreta sería arriesgado, ya que allí estaría a la vista. Poniéndose de rodillas, intentó meter la cabeza bajo el armazón. Pero el fondo de la caja era muy bajo y quedaba tan cerca del suelo que tuvo que ponerse de espaldas contra la tierra y arrastrarse debajo. La carreta estaba sostenida por unas gruesas bandas de metal y los dos ejes que unían las ruedas.
Cerca de la parte media había una trampilla cerrada con una cerradura de pestillo. Ónice descorrió con cuidado el cerrojo, y luego sujetó bien la puertecilla de madera antes de que ésta pudiera abrirse y golpear contra la banda de metal.
Todavía de espaldas, Ónice se agarró al borde de la ranura de madera y tiró de sí misma llevando su cabeza y hombros hacia la abertura. Ésta era tan estrecha que su cara se arañó en el borde cuando, por fin, consiguió meter la cabeza. Ónice echó una ojeada en el interior, recurriendo a su vista de dragón en la ausencia de luz. Allí, acurrucado en un rincón, había un pequeño bulto cubierto con una sucia piel.
—¿Dela? —susurró Ónice.
El bulto se movió ligeramente a su llamada y la piel comenzó a deslizarse. Ónice captó un vislumbre de su desordenado cabello rubio. Los latidos de su corazón se aceleraron con la impaciencia.
Algo agarró a Ónice de los pies. Su mandíbula se golpeó contra la tosca abertura mientras las manos que rodeaban sus botas tiraban con fuerza de ella desde fuera de la carreta. Después de tres fuertes tirones, su contusionada cara salió del agujero. Las manos tiraron de nuevo y la parte trasera de su cabeza cayó dolorosamente contra el duro y helado suelo. Arañó y se agarró donde pudo para escapar, pero todo lo que consiguió fue volverse de cara al suelo, de modo que fue arrastrada fuera de la carreta en posición prona. Una bota reforzada de acero le dio una patada en el costado volviendo a ponerla boca arriba. Los ojos de Ónice empezaron a recorrer desde abajo aquellas piernas que formaban una «Y» invertida por encima de ella.
—¿Has perdido algo, Ónice? —El aliento de Yoshiki Toba describió un círculo de vapor blanco en torno a la cabeza de éste—. Si es que ése es tu nombre, siquiera.
El hombre colocó los pies más cerca de sus costados, manteniéndola atrapada.
Sin decir palabra, Ónice levantó la mirada hacia el amarillento rostro de Toba. Había estado a punto de ver a Dela, Toba la había cogido espiando… Todo había sucedido tan rápido que apenas podía pensar qué decir, y cómo explicar su presencia bajo la carreta de un modo satisfactorio. Ella vio la ira en sus ojos y sabía que no habría manera de engañar al vigilante cacique.
—¿No tienes nada que decir? —dijo Toba riéndose—. Desde el primer momento supe que había algo extraño en ti. Led siempre ha tenido una debilidad por las mujeres bonitas. —Agarró a Ónice del brazo izquierdo con tanta fuerza que casi se lo desencajó—. Tal vez recuperes la voz a tiempo para explicar a tu querido lo que estabas haciendo ahí abajo.
¡Led! Él la echaría del grupo con toda seguridad. Y entonces le sería imposible liberar a Dela desde su forma humana. Y, ¿qué había de su sueño? Tenía que silenciar a Toba antes de que se lo dijera a su jefe. Ella no tenía armas, ni llevaba otra cosa encima que la guata y las botas. Rebuscó en su mente a ver si podía encontrar un conjuro que lo matase instantáneamente, sin dejar huella, pero sus habilidades mágicas, sencillamente, no estaban tan desarrolladas todavía. Si fuese un dragón, podría echar mano de su arma de aliento…
Sujetando firmemente el brazo de Ónice con una mano, Toba se agachó y metió la otra bajo la carreta. Palpó hasta que encontró la trampilla. La cerró y pasó el cerrojo. Luego se enderezó y miró a la mujer con ojos siniestros.
—Ponte de pie —ordenó.
Ella se negó a ponerse en pie o a juntar las rodillas y él le propinó una sañuda patada en las piernas.
Ónice empezó a sentir pánico. Entonces, repentinamente, algo la quemó en la piel del cuello y dio un grito. El maynus. Cogió la gargantilla por la enredadera con su mano libre, la sacó y se la puso encima de su túnica morada. El maynus la quemaba incluso a través de la tela. Tenía en su centro brillante el más esplendoroso fuego. Ónice jamás había visto a la fuente de magia de Dela hacer eso con anterioridad. Los rostros que aparecían entre los relámpagos cobraron vida en la mente de Ónice, y oyó la voz de Kadagan: «Le ordenamos que te levantase».
Entonces puso una mano sobre el ardiente maynus.
—Elimínalo, y no dejes huella —susurró, no muy segura de qué podía esperar.
—Eh, ¿qué…?
La pregunta de Toba se interrumpió cuando un blanco rayo incandescente saltó del globo y le rodeó el tronco como un lazo, inmovilizándole los brazos contra los costados. Los ojos de aquel hombre larguirucho se abrieron de par en par, aterrorizados. En el primer momento estaba demasiado sobresaltado para gritar. En el segundo ya no tuvo la oportunidad de hacerlo.
Los prominentes pómulos de Toba se retorcieron y contorsionaron, y su cuerpo entero pareció fundirse hasta convertirse en un remolino de vapor irisado. Chisporroteando, el relámpago lo arrastró hacia su fuente, el globo que yacía sobre la clavícula de Ónice. Con un sonido de succión, el maynus absorbió la masa vaporosa en la que Toba se había convertido.
Atónita, Ónice miró hacia el globo, debajo de su barbilla. Se había enfriado y ahora era de un pálido azul. Los pequeños relámpagos danzaban y rebotaban de nuevo en su interior. Para su gran asombro, le pareció distinguir el vago contorno del rostro de Toba apretado contra el cristal desde su interior. ¿Había matado al humano?, se preguntaba Ónice, ¿o, simplemente, le había atrapado en el globo mágico? Fuera como fuere, ya no podría hablar con Led ahora. Ónice frunció el ceño. Al menos, no creía que éste pudiera comunicarse desde el interior del globo. Sabía tan poco sobre el artefacto de los nífidos…
Un tenue rebullir procedente del interior de la carreta atrajo la atención de Ónice de nuevo hacia Dela. Ahora podría liberar a la nífida. Además, Dela sabría qué hacer con Toba. Ónice se arrodilló otra vez y luego se volvió de espaldas para deslizarse bajo la carreta.
—¡Yoshiki Toba, miserable rufián! ¿Por qué has dejado a los ogros deambulando sin rumbo por el claro como unos zombis? —gritó Led desde el arroyo con una voz rebosante de buen humor—. Será mejor que estés preparando mi desayuno. Ónice, ¿estás ya despierta?
Con medio cuerpo debajo de la carreta, Ónice se quedó paralizada, indecisa. Estaba tan cerca de liberar a Dela. Y sin embargo, si no respondía a Led y éste la encontraba allí, volvería a hallarse en la misma situación en la que se había encontrado con Toba. Sólo que, curiosamente, no quería matar a Led, ni siquiera encerrarlo en el globo. El sueño era demasiado insistente, y la promesa de gloria estaba aún demasiado fresca en su mente.
Ónice se arrastró fuera de la carreta. Sacudiéndose superficialmente sus embarradas ropas, caminó a grandes pasos por el lado derecho del carro y volvió junto la hoguera.
Led salió de entre los árboles por el hollado sendero nevado que conducía al arroyo. Todavía desnudo hasta la cintura y con la piel enrojecida por el frío, iba frotándose su pelo mojado con una tela rugosa. Al ver a Ónice, la saludó con una cálida sonrisa.
—Oh, estás ahí —y dejó la tela caer sobre sus hombros—. Buenos días.
—Igualmente —dijo ella, forzando una lánguida sonrisa en respuesta a la suya.
Él la miró con curiosidad.
—Estás hecha un asco. Y tienes la cara toda arañada. ¿Qué has estado haciendo?
Ónice se subió los pantalones y consiguió dirigir un sonrojado gesto por encima de su hombro hacia los bosques, más allá de la carreta.
—Eeh… estaba, bueno, por desgracia escogí un sitio demasiado embarrado. Había una rama que sobresalía y, ¡ras!, ya sabes…
Led asintió lentamente con la cabeza. Luego frunció el ceño y miró a su alrededor.
—¿Dónde está Toba?
Ónice se encogió de hombros, metiéndose inconscientemente el silencioso y todavía azul maynus bajo el cuello de su túnica. Si Toba estaba allí dentro, no estaba hablando.
Led juró por lo bajo.
—Sabe que tenemos prisa por llegar a Kernen.
—Quizás esté ocupado en lo mismo que yo hace un momento —sugirió Ónice mirando hacia el bosque.
—Tal vez —dijo Led con tono de duda y, tras atizar las cenizas para reavivar las brasas, echó un puñado de ramas encima de éstas—. Si tengo que prepararme yo la comida por su culpa, pagará por ello. Oye, tú eres mujer. ¿No sabes cocinar?
—Eeh… no. Nunca he tenido que hacerlo, en realidad.
—Probablemente haces un conjuro y ya está. —Sentándose en una roca, Led se quitó las botas y sostuvo los dedos de sus pies junto al fuego—. Nada como un baño en un fresco arroyo de montaña. Te deja con los pies fríos, eso sí.
Led metió su húmeda cabeza por el cuello de una túnica. Luego miró con desdén a los ogros, al otro lado del claro.
—Ojalá pudiera hacer que se bañaran de vez en cuando. Creen que enfermarán si lo hacen.
La cabeza del humano se volvió bruscamente hacia el bosque.
—¡Toba! ¿Dónde demonios estás, hombre?
Tras unos momentos de tenso silencio, Ónice se sentó en la roca junto a él y estiró la mano hacia la alforja de Led.
—Me muero de hambre. ¿Tienes algo más de esa cecina?
—Sí, claro —dijo Led y, metiendo la mano en el saco de cuero, sacó una tira de carne ennegrecida, así como un odre de vino, y se los ofreció a la mujer—. No es un desayuno, pero es mejor que nada.
Ónice cogió el pellejo y bebió con ansiedad.
—Está bien —gruñó Led de repente, dándose una fuerte palmada en la rodilla—. Voy a echar una ojeada por ahí, a ver dónde está esa huesuda piel amarilla de Toba.
Cogió la armadura de cuero de su caballo, se la abrochó y añadió unas musleras de cuero rígido a sus piernas. Después, se deslizó cuidadosamente una cota de malla desde la cabeza y se la ajustó hasta la posición correcta. Encima de ésta se colocó un enorme casco de metal que, por detrás, caía hasta los hombros mientras que por delante le llegaba justo hasta las cejas, y entraba desde los lados para cubrir ambas mejillas. Por último, se abrochó el cinturón sobre la cota de malla, en torno a la cintura, y colocó la espada de modo que la empuñadura estuviese bien a mano.
Ónice tragó vino nerviosamente mientras miraba cómo se vestía. Intentó aminorar el ritmo de su respiración para calmarse, a la manera qhen, pero no conseguía concentrarse tan completamente, bajo su forma humana, como lo hacía siendo dragón. Su respiración seguía siendo superficial y su pulso seguía acelerado. Led recorrió el perímetro del claro, voceando el nombre de Toba en dirección a los árboles. El humano se detuvo y habló con un ogro de piel verde que estaba ociosamente sentado con los otros donde Toba los había dejado.
Ónice miró al enfurecido rostro de Led con ojos abiertos de par en par cuando éste regresó a la hoguera.
—¿No ha habido suerte?
—No es propio de Toba desaparecer durante tanto tiempo sin decirme antes qué va a hacer. Los ogros dicen que lo vieron dirigirse hacia aquí. ¿Tú no lo has visto?
—No. Probablemente estaba todavía dormida. Tal vez salió en busca de comida y se alejó más de lo que pensaba.
—Lo dudo. Él sabe que tenemos suficientes provisiones para llegar…
Incapaz de mirar a los ojos de Led, Ónice seguía ociosamente con un dedo el trazo de una costura en su bota.
—¿Podría sencillamente haberse marchado?
Led se rascó la cabeza.
—Me cuesta imaginarlo. Él sabía cuánto vamos a ganar cuando entreguemos la carreta. No, Toba es demasiado avaricioso como para abandonar su parte sin más.
Ónice tomó un largo trago de vino.
—El hecho es que ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo estás dispuesto a esperarle?
—Eso depende —dijo Led frotándose el mentón—. Oye, ¿conoces algún tipo de conjuro que sirva para encontrar a una persona desaparecida?
Ónice se detuvo a medio trago, con el líquido carmesí cayéndole por los labios. Le pasó a él el odre y se limpió la boca con la manga de su guata.
—Sí —mintió—. Aunque no tengo todas las cosas que necesito para lanzar el conjuro. Pero probablemente pueda encontrar las especies apropiadas de raíces y hongos en el bosque. Me adentraré en él y lo intentaré.
Led miró cómo jugueteaba con la extraña gargantilla.
—Como quieras, pero ten cuidado. No sabemos lo que le ha ocurrido, así que mantén los ojos bien abiertos. En realidad, quizá debería ir contigo.
—No —replicó bruscamente Ónice—. Me concentro mejor si estoy sola. Puedo protegerme a mí misma, no te preocupes. Yo sé magia, ¿recuerdas? Además, alguien tiene que vigilar a los ogros.
Led no pudo discutir contra aquellos argumentos, y ayudó a Ónice a ponerse su brigantina. Ella hizo girar a su caballo tirando del bocado. Puso su pie izquierdo en el estribo, pasó la otra pierna por encima y orientó la cabeza del caballo colina abajo.
Led le lanzó el odre de vino. El sol centelleaba en sus brillantes ojos verdes mientras rugía de irritación.
—Con o sin Toba, tenemos que reemprender el camino rápidamente. Vuelve tan pronto como sepas algo.
Asintiendo con la cabeza, ónice se pasó la correa del odre por encima de la cabeza y la acomodó en su hombro. Después clavó los talones en las costillas de su negra yegua. Ambas salieron disparadas, descendiendo el accidentado sendero al galope. Ónice dio rienda suelta al animal y éste se mantuvo en el estrecho sendero que discurría en paralelo al mismo arroyo que había junto al claro.
Estaba agradecida de que la mentira hubiese funcionado. No usaba sustancias para lanzar conjuros, pero estaba desesperada por alejarse de allí y pensar. Parecía incapaz de controlar sus propias acciones como humana, especialmente con los penetrantes ojos de Led encima de ella. ¿Qué había pasado con su adiestramiento en qhen?
Aunque le había ocasionado interminables problemas ahora, no se arrepentía de haber… bueno, de haber hecho lo que fuera que hubiese hecho con Toba. Había sido temerario, decididamente nada qhen, pero hasta Kadagan habría estado de acuerdo en que no había elección.
El problema era qué podía decirle a Led para que abandonase la búsqueda de su teniente. Y lo que era peor, ahora que estaba casi segura de que Dela se hallaba en la carreta, ¿cómo iba a liberar a la nífida cautiva? Después de todo ése era el objeto de toda su aventura como humana. Recientemente, parecía haber perdido de vista ese objetivo así como su aprendizaje de qhen.
Ónice cerró los ojos por un momento y apretó las manos contra sus sienes, como si esta postura pudiera acallar todas las preguntas. Si al menos pudiese razonar ahora tan claramente como lo había hecho cuando era una hembra de dragón. Sus ojos se abrieron de golpe. ¿Por qué no? Ónice sintió un irresistible anhelo de adoptar su forma de dragón. Así podría considerar todo el problema sin las distracciones de las emociones humanas. La calmaría sentirse ella misma otra vez, aunque sólo fuese por un momento. No tener que concentrarse en cada gesto o palabra. Ser ella misma. Cuanto más consideraba la idea, mejor le parecía.
Pero ¿se atrevería?
Ónice lanzó una ojeada hacia atrás, por encima del hombro. Se hallaba a cierta distancia del claro donde Led y los ogros esperaban. Se concentró para ahogar el ruido borboteante del arroyo. Más allá, sólo se oía el trino de los pájaros y otros sonidos del bosque. Nadie la había seguido.
Ónice miró hacia el sendero, delante de ella, y después otra vez por encima del hombro: nada por ningún lado. Sólo para mayor seguridad, obligó a la yegua a continuar cuesta arriba, a medio galope, durante un breve rato, alargando así un poco más la distancia entre ella y la posibilidad de ser descubierta. Tiró de la cabeza de su montura hacia la derecha, hasta llegar justo detrás de una roca alta, desmontó rápidamente y enlazó las riendas de la yegua a la rama de un árbol joven.
Ónice se alejó del animal y se adentró en la envolvente protección de los pinos. Se quitó la armadura y las ropas, y las embutió en la alforja de cuero que había colgado detrás de la silla de montar. De mala gana, desató la enredadera que sostenía las espadas y el maynus; si se la dejaba puesta durante la transformación, la gargantilla podía perfectamente estrangularla antes de que pudiera agrandarla mediante su magia. Al mirar de cerca al maynus, una vez más, se convenció al fin de que Toba, o al menos alguna parte de él, estaba atrapada dentro. Decidió que en ese momento, precisamente, no podía hacer nada, y metió en la alforja la gargantilla entera, también.
Ónice estaba contenta ante la idea de hacer algo tan temerario; cada momento como humana era un ejercicio de autocontención. Los rasgados y leonados ojos de la mujer se cerraron. Cuando los volvió a abrir, era una hembra de Dragón Negro.
Inmediatamente sintió una dolorosa punzada en su interior. Hambre. Puede que la pequeña tira de cecina hubiese llenado su diminuto estómago humano, pero no era ni siquiera un ratón para el de un dragón. No había comido lo bastante, recientemente, como para satisfacer su voraz apetito, y éste le estaba pidiendo algo grande.
Los sentidos de Khisanth se agudizaron. Oyó a la yegua resoplar suavemente, más allá de la fila de pinos que la protegía. La baba manó de su boca. Su pesado cuerpo de hembra de dragón respondió a la llamada. Se sentía como si estuviera viéndose a sí misma avanzar pesadamente a través de los árboles, aplastando arbustos con sus enormes pies. La sangre palpitaba en su cabeza estrechando su campo de visión hasta que todo lo que veía era la yegua negra delante de ella. Los ojos del animal se desorbitaron de terror cuando vieron a la hembra de dragón arrasando a través del monte bajo. Se encabritó y pateó en el aire, tirando de las riendas que lo ataban al árbol.
Los relinchos de la yegua eran agudos y constantes. Temiendo la atención que aquel ruido seguramente podría atraer, Khisanth lanzó un tremendo y letal coletazo dirigido a la cabeza del animal. El golpe partió el cuello de la yegua, silenciando a la bestia en mitad de su relincho. La criatura se desplomó en el suelo, sin vida. Las mandíbulas de Khisanth se abrieron de par en par. Cerró sus afilados dientes en torno a la yegua y la levantó por los aires, sacudiéndola jubilosamente.
De repente Khisanth escupió el destrozado cadáver. Algo en él sabía mal, amargo. Reparó en la silla y las bridas de cuero. Arrancándolos con una garra, arrojó los ofensivos bocados lejos de sí, entre los árboles. Entonces volvió su atención a la goteante carne de caballo. Hambrienta y excitada por la matanza, la hembra de dragón hundió sus puntiagudos dientes en el cadáver. Desgarrando sin freno, sólo se detenía para tragar los grandes pedazos que arrancaba.
Cuando la palpitación en su cabeza comenzó a menguar, poco quedaba de la yegua aparte de los dientes y las pezuñas. También había masticado los huesos, por el jugoso y delicadamente sabroso tuétano.
Tragándose la última articulación, Khisanth se sumió en un estado de saciada languidez, escuchando a su propia mente. Estaba clara y agradecidamente consciente de las emociones que habían confundido sus decisiones como humana. Se sentía poderosa de nuevo, con control. Eso era estupendo; pero, para su sorpresa, también se sentía desagradablemente incómoda: echaba de menos la vivacidad, la libertad que le proporcionaba su forma humana.
Lo que más le pesaba, ahora, eran sus párpados. Nada había ahora que Khisanth deseara tan desesperadamente como una siesta. En su somnoliento cerebro tuvo una visión de su último sueño, y de Led. Se puso instantáneamente alerta. Suspirando, se apremió a sí misma a recordar el propósito de cambiar de nuevo a la forma de dragón: pensar con claridad en una mentira para disimular la desaparición de Toba.
¿Qué podría decirle? ¿Importaba? Led era fascinante pero, aún y todo, simplemente un humano. Y, sin embargo, ella no podía negar que sentía algún tipo de atracción por aquel hombre, que había comenzado a apreciar aspectos de su propia fachada de humanidad a causa de él. Ahora, en su forma de hembra de dragón, encontraba mucho más fácil considerarlo objetivamente.
Una vez que hubo tomado su decisión, Khisanth centró toda su voluntad en volver a la forma de Ónice. Después encontró su alforja en el bosque, recuperó sus ropas y se vistió. La joven entonces visualizó el campamento junto a la charca y el estrecho claro e invocó sus habilidades mágicas. En el tiempo que dura un parpadeo, se hallaba a unos tres pasos de Led. Sobresaltado, el mercenario desenfundó su espada. Sólo se relajó ligeramente cuando reconoció a Ónice.
—¿Dónde está tu yegua?
—Eeh… tropezó en un agujero y me tiró. Entonces se fue corriendo. No pude pararla.
Led la miró de cerca un momento más. Humedeciendo la yema de su dedo pulgar, limpió con él una mancha seca marrón en la comisura de la boca de la muchacha.
—Encontraste algo de comer, ¿eh?
Ónice le apartó la mano para restregarse ella misma en el lugar.
—No he podido encontrar ningún rastro de Toba.
Un músculo vibró con nerviosismo bajo la mejilla izquierda de Led.
—Eso no es propio de Toba. He comprobado la carreta y no hay señal de que haya atendido a su… eeh… contenido, todavía.
Una vez más Led miró atentamente hacia la línea de los árboles hablando consigo mismo.
—No puedo creer que Toba coja y se marche sin más. Lleva tres años conmigo. Hay algo muy raro en todo esto. —Y se pasó los dedos por su cabello con exasperación—. No puedo perder más tiempo buscándolo. Te diré esto, no obstante. Si aparece otra vez, será mejor que tenga una historia condenadamente buena que contar o no volverá a trabajar para mí.
Led tiró de la carreta hasta situarla de nuevo en el camino y comprobó las correas. A una señal suya, un ogro se acercó y se subió a la carreta. El extremo delantero del vehículo cedió y crujió notablemente bajo su enorme corpachón. El ogro jugueteó torpemente con las riendas y Led miró al mastuerzo de soldado con aire de duda.
—No hay nada que podamos hacer, supongo —dijo con frialdad—. Pongámonos en marcha.
Lanzó un agudo silbido entre dos dedos, y Ónice tomó su posición a la derecha de la carreta. Los ogros recogieron sus armas y se alinearon en sus puestos habituales, detrás. Sin el almuerzo de la mañana, excepto vino para él, Led repartió raciones de viaje entre los somnolientos y rezongantes soldados, subió a bordo de su caballo y condujo a sus tropas hacia adelante, hacia el paso de la Aguja.
El mal humor de Led no dio lugar a mucha conversación mientras ascendían sinuosamente las montañas. El rocoso camino, si se podía llamar así al estrecho pasaje que siguieron a través de los árboles, se volvió resbaladizo con la nieve a medida que ganaban altura.
Al mediodía llegaron por fin al paso de la Aguja. Los caballos que tiraban de la carreta mostraban señales de fatiga, especialmente con el peso añadido del ogro conductor. Led ordenó a la partida detenerse, esperando descansar y comer en un paraje justo más allá del desfiladero, un lugar donde el camino se abría hasta alcanzar la anchura de dos carretas. Los ogros se desplegaron y sacaron pedazos de carne y pan duro y enmohecido de las profundidades de sus morrales. Led ofreció de nuevo a Ónice unas pocas tiras de cecina. Ella no tenía hambre y le devolvió su ración.
Salvo los ruidos al masticar y tragar, y los gruñidos de los ogros, la partida comió en silencio. Unas paredes de piedra erosionadas por el viento se elevaban a ambos lados del paso. Ónice examinó los altos acantilados con curiosidad. Si fuese un dragón, aquellos altos salientes de piedra serían un perfecto trampolín desde el que lanzarse sobre un desprevenido enemigo.
Led estiró súbitamente la cabeza hacia un lado.
—¿Has oído algo?
—¿Te refieres a ese tintineo, como de campanas, procedente de atrás, de donde venimos? —preguntó Ónice—. Llevo oyéndolo desde hace algún rato.
Led le lanzó una enojada mirada.
—¿Por qué no has dicho nada? ¿Puedes distinguir lo que es? —añadió antes de que Ónice pudiese responder a la primera pregunta.
—Suena como un grupo de jinetes viniendo hacia aquí, y no hacen ningún esfuerzo por no hacer ruido.
Led dejó su comida sobre una piedra y regresó sobre lo andado, unos cincuenta pasos cuesta arriba, hasta donde el camino alcanzaba la cresta del paso. Allí se detuvo cerca de las paredes rocosas, teniendo cuidado de no proyectar su silueta contra el cielo. Algunos momentos después, trotó de vuelta a donde Ónice y los ogros esperaban.
—Es lo que me imaginaba —dijo—. Un escuadrón de Caballeros de Solamnia, con armaduras completas, cabalgando sendero arriba. Ondean estandartes y llevan campanitas. Sólo falta que envíen un heraldo para anunciar que vienen. —Led sacudió la cabeza y soltó una risita—. Ahí tienes a los caballeros, todo pompa, honor y estupidez disfrazadas de caballerosidad. Ojalá pudiera esconder la carreta, pero ya no hay tiempo. Tendremos que hacerlo como está.
Led escogió a tres ogros y les dijo:
—Quedaos conmigo. El resto de vosotros subid y escondeos en las rocas. Ya sabéis la lección. Estad atentos a mi señal, por si acaso. Rápido. Un caballero va cabalgando por delante… No quiero que vea nada sospechoso.
Doce ogros treparon por los acantilados a ambos lados del camino. Ónice se sorprendió ante la rapidez y eficiencia con que las pesadas criaturas habían desaparecido entre las rocas. Y, para mayor sorpresa todavía, Led reanudó tranquilamente su almuerzo y dio unas palmaditas en la piedra que había a su lado.
—¿Vas a atacarlos? —preguntó Ónice.
—Sí si es necesario. Ahora siéntate.
Recordando de pronto la regla número dos, ella obedeció sin rechistar.
Led había conseguido echar cuatro buenos tragos de vino y ponerse una máscara de inocente sorpresa cuando el tintineo se hizo claramente audible. Un ondeante estandarte azul, blasonado con una rosa roja, apareció por el borde oeste del paso. Lentamente remontó la cima revoloteando en el extremo de una lanza seguida de un casco con cimera y, finalmente, del resto de un caballero a lomos de un caballo engalanado de amarillo. A través de su visor abierto, Ónice pudo ver que era muy joven y que llevaba un fino bigote rubio, casi invisible, sobre su pálido labio superior. El caballero vio a la pareja que, acompañada de tres ogros, almorzaba sobre la roca. Cabalgó directamente hacia ellos sin vacilar, pero se detuvo a una distancia de tres caballos. Allí se quedó sentado en pétreo silencio y esperó, sin mirar a Ónice ni a Led.
El tintineo de las campanas, el claqueteo de las armas y armaduras y el trapaleo de los caballos sobre el suelo helado resonaban entre las paredes de roca. Ónice vio ocho estandartes más agitándose en el gélido viento. Los caballeros montados que iban bajo los estandartes alcanzaron la cima del camino y prosiguieron hacia el jinete de cabeza.
Cuando el grueso del escuadrón se reunió con el caballero destacado, éste hizo retroceder a su caballo hasta colocarse tras el hombre que iba al frente de la procesión. No podía haber duda de quién dirigía el grupo. El caballero que ahora estaba al frente llevaba una capa azul y roja sobre su armadura. El visor de su casco estaba también levantado, y revelaba un rostro profundamente curtido y un tremendo mostacho blanco como la nieve.
Con un brazo levantado, el comandante de los caballeros ordenó a éstos que se detuvieran. Permaneció sentado en su alta silla, examinando al grupo de Led. Con franca repulsión, echó una mirada a los ogros.
Led aprovechó la oportunidad para inclinarse hacia Ónice y susurrar:
—Por fortuna, los Caballeros de Solamnia son completamente previsibles. Toma nota de mí.
El comandante espoleó su caballo y éste dio varios pasos más hacia Led. No había ninguna señal de bienvenida en su rostro.
—Soy sir Harald Stippling. Parte de mi cometido es salvaguardar este paso. ¿Quién eres tú? Dime cuál es tu oficio.
Led arrancó tranquilamente un pedazo de cecina.
—Me llaman Led… simplemente Led. Soy un comerciante, respetuoso con la ley, que transporta un valioso cargamento desde Estigia hasta Kernen —y aparentó alarmarse ante una idea—. Decidme, he oído rumores de que hay bandidos en los caminos. Tal vez podríamos viajar juntos y así podríais proteger mi mercancía. ¿No es ése vuestro trabajo?
Los ojos del caballero se entornaron con incredulidad.
—¿Qué comerciante «respetuoso con la ley» contrataría a estos ogros como guardias?
—Aquí, en las tierras salvajes, estoy a merced de lo que hay disponible. Los ogros abundan y además son fáciles de reemplazar.
—¿Qué es lo que transportas que necesita tanta protección?
—La carreta contiene mercancía de valor para mí.
—Veremos —murmuró sir Harald, e hizo otro ademán con el brazo—. Hugo, Tammerly, inspeccionad la carreta.
Mientras Stippling aún hablaba, dos caballeros espolearon sus monturas hacia adelante, entre un tintineo de campanillas, y se aproximaron a la carreta.
En respuesta, Led levantó su brazo también. Los tres ogros que había en el camino se levantaron rápidamente y se interpusieron entre los caballeros y el carruaje.
Led se apeó de la roca y se apostó allí, de pie, con la mano en la empuñadura de su espada.
—Lo que hay en la carreta sólo es asunto de su propietario, y de nadie más.
Con el corazón saltando de excitación, Ónice se puso en pie y preparó un encantamiento en su mente.
Inclinándose con ira hacia adelante, Stippling espetó:
—Puede que ésta sea la frontera, pero los Caballeros de Solamnia son todavía la ley. Como el caballero de más alto rango entre los aquí presentes, te exijo que abras la carreta.
Con expresión furibunda, Stippling desenfundó su espada y la ondeó describiendo un silbante círculo por encima de su cabeza. Los seis caballeros restantes se desplegaron en dos filas y rodearon a Led, Ónice, los ogros y la carreta. Los dos jinetes llamados Hugo y Tammerly desenvainaron sus espadas en obvio desafío a los ogros.
El aire, en el estrecho paso, vibró con un tenso silencio mientras ambos bandos sopesaban hasta dónde iban a llegar para ganar el enfrentamiento.