6

Ónice se sentó en el largo pórtico de madera, a la entrada de la posada, con la espalda apoyada en una columna cuadrada. El cielo hacia el este era todavía de color púrpura oscuro, aunque se aproximaba al color de la lavanda. Pocas personas andaban por las calles todavía, cuando la primera luz comenzó a penetrar entre los edificios. Una capa de hielo y nieve invernales cubría toda la ciudad, dando una sensación de paz y quietud.

A pesar del consejo de Bert de evitar al cazador de recompensas, susurrado en torno a un desayuno de pan frito con huevos, la joven mujer de oscuro pelo estaba esperando a Led. Si tenía que liberar a Dela, no tendría más remedio que unirse a su banda.

Para irritación de Ónice, el sol estaba asomando por encima de los tejados cuando vio a Led acercándose a grandes zancadas por la calle. Éste llevaba un peto de brillante cuero pulido y hombreras sobre una túnica de color verde bosque. Sus ceñidas polainas de lana iban metidas dentro de las cañas de unas botas con cordones que llegaban justo hasta las rodillas. Mojado por el baño, su pelo parecía más oscuro que la noche anterior; y la barba y el bigote habían sido cuidadosamente recortados.

Detrás de él venía una pequeña chusma de mugrientos ogros, resoplando y rascándose su gruesa piel verde. La mayoría de ellos llevaba pieles de animales sin curtir, decoradas con plumas y cráneos de pequeños animales, e iban armados con grandes garrotes o toscas lanzas. Uno de ellos llevaba en su amelonada cabeza un caldero de cobre al revés, sujeto con una correa, a modo de casco. Curiosamente, Ónice encontró a los ogros mucho más repulsivos ahora que había pasado algún tiempo entre humanos.

—Hace ya un buen rato que ha amanecido —dijo ella con severidad.

Led hizo una burlona reverencia y se rió.

—Buenos días a ti, también.

—¿Son éstas las criaturas que te preocupaba que pudieran no aceptarme?

—¿Qué esperabas? ¿Caballeros de Solamnia?

—No. Ya sabía, eeh… —balbuceó—, suponía que serían ogros.

Él la miró extrañado y se encogió de hombros.

—Es todo lo que hay. Los ogros son bastante buenos guerreros y obedecen bastante bien, siempre que Toba les arree de vez en cuando.

Led señaló hacia un hombre de mejillas hundidas y ojos extrañamente rasgados Llevaba un abrigo enorme, con el cuello de piel subido. De baja estatura en comparación con los ogros, el delgado pero musculoso hombrecillo rugió mientras apartaba de una patada a un bruto con una bota con la puntera de acero.

—Ése es Toba —informó Led—. Mi teniente. Él mantiene a los ogros en forma para el combate, de un modo u otro. Vivía en Salasia, cerca de Taladas, que está repleto de ogros. Allí es donde aprendió a manejarlos.

Buscando en su memoria, Ónice recordó vagamente haber visto a aquel hombre bien parecido en la visión del globo. La voz de Led la devolvió al presente.

—Me alegro de que hayas decidido unirte a mí.

Sus verdes ojos estaban fijos en los de ella, tanteándola.

La joven de pelo negro no pudo evitar fruncir el ceño.

—He estado a punto de irme. No estoy acostumbrada a esperar a nadie.

Led sonrió con una mezcla de insolencia y disculpa y señaló con el pulgar hacia atrás, por encima de su hombro.

—Cúlpales a ellos. No se mueven muy rápido por la mañana.

Ónice se puso en pie de un salto desde el pórtico y adoptó una actitud desafiante.

—Entonces no digas al amanecer, si lo que quieres decir es a media mañana.

Esta vez fue Led quien frunció el ceño.

—Déjame explicarte las tres reglas de esta partida —dijo llanamente, haciendo un gran esfuerzo por controlar su genio. Sus ojos verdes se entornaron bajo las gruesas y arqueadas cejas—: primero, tú harás lo que yo te diga, cuando yo te lo diga y sin preguntar; segundo, si el cargamento por cuya custodia yo te pago se ve amenazado, lucharás como un condenado sabueso y no pararás hasta que yo diga basta; y, tercero, si hay una batalla, nadie registrará los cuerpos ni recogerá botines hasta que el enemigo esté muerto o haya huido.

Ónice metió los pulgares tras su cinturón de cuerda, despreocupadamente.

—Bien, ¿y qué es ese precioso cargamento que tengo que guardar?

Led se puso tenso.

—Estás violando la regla número uno.

Frunciendo el ceño, Khisanth decidió optar por otra táctica.

—¿Qué consigo yo a cambio de seguir tus reglas?

—Una parte del botín —respondió Led.

—¿Una parte? ¿Y cuántas partes te llevas tú?

Led dio un resoplido.

—Más de una, no seas obtusa.

Ónice elevó una ceja.

—¿De verdad crees que una parte es un pago justo para una maga? ¿La misma parte que uno de esos ogros descerebrados? —dijo Ónice lanzando una mirada sin malicia a la turba que se arremolinaba en el lodo detrás de Led.

El hombre de pelo castaño empezaba a ponerse perceptiblemente nervioso.

—No, más que eso.

—¿Cuánto más?

—Lo que yo decida —dijo Led retorciéndose un extremo de su bigote—. Yo soy el jefe.

Ónice se encogió de hombros bajo su túnica morada. Girando sobre sus talones, empezó a andar hacia la puerta principal de la posada.

—No el mío. Consíguete otra maga… si puedes.

Led la examinó mientras atravesaba el pórtico con fuertes pisadas. Era más hombruna que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Sabía magia, también, y Led nunca había conocido a un mago en todos sus viajes, por no hablar de uno que además estuviera dispuesto a hacer trabajo de mercenario. Soltó una sonora exhalación, despidiendo volutas de vapor en el aire helado.

—Te propongo una cosa, Ónice.

La joven se detuvo donde estaba, con la espalda tan recta como un pilar. No se volvió.

—Hazme una demostración de tus… hmm… habilidades —dijo en voz baja, echando una mirada a los viandantes que pasaban por la helada calle—. Entonces reconsideraré tu paga.

Ónice vaciló y se peguntó hasta dónde podría llevarla esta situación. Su objetivo era ganarse la confianza de Led, hacerse miembro de su partida. Tal vez debía limitarse a aceptar lo que él dijera.

Led tomó nota de su vacilación.

—Por supuesto, si no sabes hacer conjuros, no me serás de mucha utilidad… —soltó como si nada, y se volvió para marcharse.

Las estrechas pupilas reptilianas de Ónice se encendieron por dentro como iris amarillos.

—Ahora, ¿quién está siendo ridículo? Sólo estaba tratando de pensar en un lugar apartado para la demostración —dijo mirándolo con aire de superioridad—. A menos, claro, que quieras que lance una bola de fuego por la calle.

—Baja la voz y ven conmigo, pues.

Dejando atrás a los ogros y a Toba, Led se llevó a Ónice del codo y la empujó hacia la caballeriza que había entre la posada y una casa de adobe y cañas.

Ónice bajó la cabeza para atravesar la puerta del desierto edificio y liberó su brazo de un tirón. Relajando la tensión de sus hombros, se concentró en controlar la respiración. Había alardeado sobre bolas de fuego, lo cual superaba todavía su capacidad. Cerró los ojos y se centró en un simple conjuro, básico para la naturaleza oscura de un Dragón Negro.

—¡Eh! ¿Qué ocurre? —exclamó Led, con su voz quebrada por la sorpresa.

Ónice abrió los ojos. Ella y Led se hallaban en medio de una absoluta oscuridad. Su vista de dragón permitía a Ónice ver a Led en la tiniebla. Estaba tanteando enloquecidamente, incapaz de distinguir arriba de abajo. Se tambaleó como un tallo agitado por el viento de verano y luego cayó al suelo.

Con un movimiento de la mano, Ónice disipó el encantamiento. Mientras la oscuridad se disolvía como una niebla, dando paso a la luz del día, le tendió una mano a Led. Él la retiró de un manotazo.

—Estaba hablando de una demostración de tus habilidades guerreras —dijo él—. No vuelvas a emplear tu magia conmigo. —Aturdido, se colocó la ropa en su sitio bajo la armadura—. Tendrás la misma parte que Toba hasta que demuestres lo que vales en el combate —y cruzó los brazos sobre su pecho—. Lo tomas o lo dejas.

—Lo tomo —dijo Ónice, balanceándose hacia atrás sobre sus talones.

Led hizo un gesto brusco con la cabeza para indicarle que pasara adelante para regresar con Toba y los ogros. No era sólo su orgullo herido lo que hacía al hombre preguntarse si actuaba con sensatez al aceptar en su banda a alguien más poderoso que él. Led era un hombre para el que el poder lo era todo. Sin embargo, razonó, robarlo era mucho menos duro que ganárselo.

Algo más tarde, Ónice se hallaba vestida con una brigantina que la pellizcaba incómodamente. Esperaba a que un mozo de cuadra trajese otro caballo para que Led lo aprobara.

Led había escogido aquella armadura «ligera» de su colección personal porque, según dijo: «Es el mejor traje de calidad que el berzotas que se hace pasar por armero del pueblo puede adaptar a tu talla sin echarlo a perder».

La armadura se componía de una capa de pequeñas placas de metal remachadas a una primera capa de cuero blando. Sobre ésta iba una capa de guata de algodón acolchado para ahogar el ruido. Si la armadura no hubiese sido tan incómoda, Ónice habría encontrado bastante graciosa la ironía de proteger su carne humana con una parodia de su forma de dragón. Al menos la mantenía más caliente que su túnica y su chaqueta de cuero.

Después de algunos recortes y pliegues en la armería, Led seleccionó una espada corta entre su arsenal y se la abrochó a Ónice alrededor de la cintura.

—Aunque no la uses nunca, el llevarla encima hará que la gente se lo piense dos veces —dijo.

Ahora Ónice, armada como un guerrero, vio al mozo que traía una yegua negra para ella y le entregaba las riendas. Ónice cogió las tiras de cuero con bastante torpeza.

Asintiendo con satisfacción, Led dio unas palmadas en los flancos del animal y dijo al mozo:

—Dile a tu amo que nos la llevamos —y, sacando unas monedas de su escarcela, contó y dejó caer diez en la mano del muchacho—. Ni una pieza más.

El chico se alejó corriendo entre montones de sucio heno amarillo.

—Descontaré su precio de tu primera paga —dijo Led a Ónice y, ajustando una correa, entrelazó sus dedos y los colocó palmas arriba para ayudarle a montar en el caballo—. Es un bonito animal. Y su color hace juego contigo, además.

Ónice colocó su pie izquierdo en las manos de Led y pasó la pierna derecha por encima del caballo con gran dificultad: no estaba acostumbrada a maniobrar con la incómoda armadura.

Led observó con sorpresa su torpe manejo de la bestia.

—Sin duda no habrás viajado sólo a pie toda tu vida…

—No, a pie no —dijo Ónice.

El brillo misterioso de sus ojos sugería sus habilidades mágicas. Led pareció apropiadamente impresionado.

—Tengo que comprobar un encargo especial que el carretero me ha prometido —dijo a Ónice tras observar sus primeros y torpes intentos de montar la yegua.

Con la promesa de regresar en breve, la dejó luchando con su montura.

Ónice se sintió aliviada al verlo caminar a grandes pasos en dirección opuesta, ya que así podía practicar sin tener sus ojos encima. Acostumbrada a ser ella misma montura para los ligeros nífidos, no le gustó nada la sensación de sentarse encima de un caballo. La monta era algo muy ajetreado, no era suave como volar. Más inquietante para Ónice era, sin embargo, la idea de dejar que un animal ni la mitad de inteligente que ella fuera el que tomara el control.

Lentamente, aprendió a controlar a la yegua y a no permitir lo contrario. Le dolían los hombros del esfuerzo por dirigir al animal, así como por el peso de la armadura. El sol había rebasado ya el mediodía y la yegua había removido todo el suelo hasta dejar una capa de barro que llegaba al tobillo cuando Led, ahora cubierto con un casco, regresó a lomos de su propio caballo.

Para sorpresa de la joven, iba acompañado por toda su banda de ogros y flanqueado por Toba, que iba sentado, riendas en mano, en el pescante de una pequeña carreta cerrada que más parecía una caja. Ónice saltó del lomo de su yegua y condujo a la criatura por la brida a través de la puerta del corral.

—Yoshiki Toba, Ónice —dijo simplemente Led a modo de presentación—. Ella es nuestra nueva ayudante.

El teniente de Led miró con ojos escépticos su figura esbelta y musculosa, pero no dijo una palabra. Obviamente, el hecho de añadir una mujer guerrera a sus filas no era nada nuevo. Ónice se preguntó cuáles serían las razones de Led para no haber hablado a Toba de sus habilidades mágicas, pero sabía que ya había agotado la tolerancia de Led para las preguntas.

—Ya se te da mejor, la monta —observó Led—. Justo a tiempo, además.

—¿Nos vamos ya? —preguntó Ónice recorriendo con la mirada desde las últimas filas de ogros hasta la pequeña carreta que conducía Toba.

Led se echó para atrás la visera del casco que se había puesto después de dejarla por última vez.

—¿Algún problema?

—¡No! —dijo ella rápidamente mientras se preguntaba: «¿Cómo voy a decirles a Kadagan y Joad que me marcho? ¡Ni siquiera sé adonde voy!»—. Me ha cogido de sorpresa, eso es todo.

—A mí también —dijo Led—. Ese idiota de carretero me ha estado dando largas y más largas. Ha tardado un mes en construir esta pequeña carreta, si puedes creerlo.

—¿Qué clase de cargamento requiere una carreta especialmente construida para él? —preguntó ella como si nada.

—Algo que me va a hacer rico, una vez se lo entregue a su nuevo dueño en Kernen —dijo él con una sonrisa misteriosa, y luego agitó su dedo hacia ella—. Has vuelto a olvidar la regla número uno, Ónice —y dejó caer la visera del casco de nuevo sobre su cara—. Ponte en el flanco derecho y asegúrate de recordar las reglas dos y tres.

Dicho esto, Led lanzó un penetrante silbido y describió un círculo con el brazo sobre su cabeza.

El grupo partió hacia la puerta sureste. Ónice tuvo que espolear a su caballo y ponerlo al trote para tomar su posición, a la derecha de la carreta, enfrente de Led.

Una vez fuera de la ciudad, la pequeña caravana giró hacia las montañas. Bosques poco densos bordeaban la carretera, espesándose a medida que el camino se alejaba de la población. Aparte de un ocasional estornudo o una maldición de alguno de los ogros, el grupo avanzaba en silencio. Ónice se preguntaba si Kadagan y Joad estarían observando desde alguna parte. Si Dela estaba en la extraña carreta que conducía Toba, Joad sin duda lo sabría. Si no estaba… «Ya me ocuparé de ello si resulta que es así», pensó.

Establecieron un paso regular, atravesando las estribaciones, hacia un lugar que Led llamó el paso de la Aguja, el único lugar transitable a través de las montañas Khalkist en un radio de cien millas. Las nubes grises habían desaparecido de la vista, arrastradas por un viento fuerte y helado. Ónice se balanceaba en su silla a cada paso de su yegua mientras ascendían la empinada y rocosa pendiente. Repetidamente intentó escuchar, a ver si detectaba algún sonido procedente de la carreta, pero su agudo oído no le reveló nada.

Después de un rato de marcha, a Ónice le dolía todo el cuerpo.

Se concentró en la crin del caballo, dejando que su color y textura absorbieran todos sus pensamientos. Poco a poco, el dolor de sus piernas fue disminuyendo. El peso de la armadura ya no hacía presión en su espalda ni doblaba su columna.

Unos halcones chillaban mientras volaban en círculo sobre la lenta caravana. Las ruedas de la carreta traqueteaban al rodar sobre el suelo helado, haciendo crujir ocasionalmente una piedra o rompiendo un charco helado. El caballo de Led se mantenía perfectamente a la altura de los dos que tiraban de la carreta bajo la dirección de Toba. El rostro del humano era impasible: sus ojos siempre escrutaban lo que había delante, y su postura sobre la silla era tiesa como una vara.

Horas después, cuando el sol se hundía por el horizonte, Led escogió un sitio para acampar. El lugar se hallaba cerca de una charca que constantemente recibía agua fresca de un arroyo de montaña que corría con rapidez. Led dio un agudo silbido. La carreta se detuvo al lado de Ónice, con los ogros tras ella. Toba saltó del pescante y comenzó a dar órdenes. Los ogros montaron un improvisado campamento en el estrecho claro, cavando hoyos para el fuego con sus garras, mientras el teniente de Led desenganchaba los caballos de la carreta y se apostaba para hacer guardia junto al precioso cargamento. Mientras Toba estuviese por allí, no habría posibilidad de examinar el carro para ver si Dela estaba dentro.

Led saltó de su silla y caminó alrededor de la carreta para ayudar a Ónice a bajar del caballo. Depositó a la mujer sobre una gran roca y luego rebuscó en su alforja de cuero.

—¿Cecina?

Sacó una tira arrugada de color marrón rojizo que parecía piel de animal despojada de pelo y dejada demasiado tiempo al sol. Ella dudó, no sabiendo qué hacer.

—Mejor será que comas mientras puedas —dijo él, sosteniéndola más cerca de ella. Led arrancó un pedazo de la cecina y la masticó vigorosamente—. Toba tardará aún un buen rato en encender un fuego y preparar comida cocinada.

Él se dio cuenta de que la mujer estaba mirando a los ogros, que se elevaban como torres por encima de Toba, que seguía gritando órdenes.

—Puede que no te parezcan nada del otro mundo, pero no me creerías si te digo cómo empezamos con ellos. No teníamos ninguna organización en absoluto, ninguno de ellos sabía siquiera blandir un garrote con la menor puntería. Sólo sabían aplastar a sus oponentes hasta matarlos —Led miró apreciativamente los cuerpos enormes de aquellos brutos—, aunque tampoco es una mala técnica cuando piensas en ello.

—¿Por qué trabajan para ti? —preguntó Ónice.

Vio cómo el enjuto Toba golpeaba a un ogro de piel morada con un bastón: la criatura cavó un poquito más rápido, y un rencoroso rugido surgió a través de sus verdes dientes puntiagudos.

—Yo maté a su cabecilla —dijo Led, y bebió un largo trago de un odre de vino que colgaba de una cuerda deshilachada que llevaba en su hombro derecho—. Ellos lo odiaban —prosiguió, limpiándose la boca con el dorso de su manga—. Blogrut era aún más avaricioso que la mayoría de los ogros. Les hacía trabajar duramente, les alimentaba muy poco, y no les daba casi nada de los exiguos botines que conseguían encontrar.

»Nosotros nos aseguramos de que estén bien alimentados y de que cada uno de ellos tenga un poco de los tesoros de vez en cuando, aunque no sea más que un botón brillante. —Agachó la cabeza para sacarse la cuerda del odre y se lo pasó a Ónice—. Son tan leales como cualquier tropa de hombres, así que Toba y yo dormimos por turnos.

Mientras conversaban los ogros habían escarbado cuatro agujeros, amontonado leña y encendido varios fuegos: unos grandes para poder calentarse y otro más pequeño para cocinar.

Led sacó algunas mantas gruesas de su alforja y le tiró una a Ónice.

—A menos que puedas dormir con los ronquidos de un ogro, será mejor que te acuestes por aquí, junto a mi fuego.

Dejó caer su manta enrollada y se tumbó en el suelo, recostándose sobre ella. Mientras Ónice hacía lo mismo, Toba se acercó hasta ellos con tres platos humeantes de carne guisada.

Comieron del mismo modo que viajaban: en silencio. Ónice sonrió ante la ironía de compartir pan y carne con aquellas personas a las que podía ser que pronto tuviera que matar.

—¿De qué te ríes? —preguntó Led, rebañando los últimos restos de su plato con un pedazo de pan duro.

—De nada —mintió Ónice—. Me alegro de estar fuera de la ciudad.

—¿Prefieres los espacios abiertos? Yo también —respondió Led.

Ónice se sintió de pronto habladora, aunque no sabía por qué razón.

—No son los edificios los que me molestan —explicó—. Es la gente. Me siento incómoda rodeada de extraños. Tengo que vigilar lo que hago y digo todo el tiempo. Me gusta tener más libertad.

Obviamente aburrido con este parloteo, Toba recogió los platos y regresó al fuego de cocinar. Viéndolo marchar, Ónice se preguntó si los nífidos estarían también observando. Deseó haber sabido lo suficiente del maynus para poder usarlo y ponerse en contacto con ellos. Por lo menos, sospechaba ella, Joad podría confirmar si Dela estaba en la carreta.

Led se deslizó hasta ponerse junto a Ónice, con su codo tocando el de ella. La muchacha echó una ojeada a su perfil: llevaba una hierba marrón sujeta entre sus dientes blancos y uniformes. Ella nunca había estado tan cerca de otra criatura sin matarla. Led exudaba un olor desconocido pero invitador que la hacía desear inclinarse y oler su piel. El impulso llevó su nariz cerca del cuello del hombre antes de que sus nuevos sentidos humanos la hicieran echarse bruscamente para atrás. Led la miró con curiosidad. Entonces, para sorpresa de la mujer, él estiró una mano enguantada y retiró un mechón de pelo de su frente.

Led se quitó la hierba de los labios.

—¿Qué es eso que tienes en la mano? —preguntó, mirando a las dos piedras a las que ella estaba dando vueltas con los dedos.

—¿Éstas? —dijo ella mirando hacia abajo—. Las he encontrado por el camino y pensé que parecían interesantes.

—Déjame ver. —Cogiendo las piedras de su oscura mano, Led las volvió hacia la luz de la hoguera. Una tenía un fondo negro puro con franjas alternas de tonalidades ligeramente más claras—. Hmm —dijo—. Esta grande ovalada es ónice.

—¿De veras?

Ella estiró la mano con ansia para recuperar la piedra; pero Led apartó su mano y sonrió.

—Creo que me la guardaré, si no te importa. Para que me recuerde a ti.

Ónice lo miró atentamente a la cara. Detrás de su sonrisa, el humano hablaba completamente en serio. El corazón le latió descontroladamente. Se creó un violento silencio y ambos miraron hacia el fuego, escuchando los sonidos de la noche.

—En realidad, aún no hemos hablado de lo que necesito de ti —murmuró él sin mirarla.

Ónice dio un salto.

—¿De qué estás hablando?

—Necesito toda la protección que tus conjuros nos puedan proporcionar. —Sus verdes ojos centellearon, divertidos—. ¿De qué creías que estaba hablando?

—Yo… no te había oído —murmuró ella. Led vio su cara ruborizada, y sonrió—. ¿Es tu meta ser cazador de recompensas toda tu vida? —preguntó, con la esperanza de cambiar de tema.

Led se rió.

—En realidad, soy hombre de muchos oficios. Mi primera «meta», si quieres, es despertarme todos los días con todas mis partes intactas. —Se puso súbitamente serio—. La segunda es hacerme asquerosamente rico. El paquete que llevo en la carreta me asegurará eso.

—Debe de ser muy valioso.

Led resopló.

—No creerías lo que hay en… —y miró, por encima de su hombro, hacia la otra hoguera, donde Toba vigilaba a los durmientes—. Olvídalo.

Escupió la hierba de sus dientes.

—He estado pensando en lo que voy a hacer después. Antes has mencionado a los dragones. —Led volvió a encender su pipa y la miró con los ojos entornados a través de la irritante columna de humo—. ¿Has oído algo de los ejércitos que se están congregando en el sur?

Ónice inclinó la cabeza hacia adelante.

—¿Ejércitos?

—Yo he oído, como tú, que los dragones han regresado al mundo. Si es verdad, y nadie parece saberlo de cierto, algunas personas dicen que va a haber una guerra. Una gran guerra, con los dragones de un lado y vete a saber qué en el otro, probablemente los Caballeros de Solamnia… yo qué sé. En una guerra como ésa, hay montones de oportunidades para alguien con cerebro. Y, si los dragones son todo lo que las historias cuentan que son, yo sé en qué lado me gustaría estar.

—¿Por qué no te has unido ya a ellos, pues?

—Antes yo fui un soldadito de a pie, como ellos —dijo, sacudiendo el pulgar hacia los ogros—. Jamás volveré a serlo. Además, todo puede cambiar ahora que te he conocido.

—No entiendo.

Led la miró de cerca.

—Con mi experiencia y destreza por un lado, y tu magia por otro, podríamos dirigir cualquier ejército.

—Cuéntame más sobre los dragones —dijo ella, con la espalda rígida pese a sus esfuerzos por aparentar indiferencia.

—Dicen los rumores que el corazón de este ejército y su gran fuerza son los generales humanos que van a la batalla montados en dragones.

—¿Estás diciendo que esos dragones no sólo permiten a los humanos sentarse en sus espaldas, sino que además siguen todas las instrucciones de tan obviamente inferiores criaturas?

Sorprendido por el comentario, Led soltó una carcajada.

—Ésa es una extraña forma de expresarlo. Puede que los dragones sean inteligentes para ser animales pero, con todo, Ónice, no son más que bestias. No son civilizados, no tienen cultura ni sociedad, como los humanos: viven en la tierras salvajes como animales.

—¿Cómo sabes tú eso? ¿Has visto alguna vez un dragón? —preguntó ella en un tono cortante.

Led se dejó caer de espaldas sobre la manta enrollada con un resoplido.

—No es necesario. Si fueran la mitad de inteligentes que los humanos, ¿por qué iban a haber aceptado desaparecer durante miles de años?

—Esos dragones que fueron desterrados no tuvieron otra elección que irse a dormir bajo la tierra… se lo ordenó su diosa, Takhisis —dijo ella con cierto aire defensivo.

—Una diosa —se rió él, y se inclinó de nuevo hacia adelante con interés—. Ese nombre me suena vagamente familiar. ¿No era ella uno de los Dioses del Mal de que hablan los Buscadores?

—¿Buscadores?

—Vaya, ¿dónde has estado? —exclamó él—. Los Buscadores son los clérigos de la religión que ha surgido, después del Cataclismo, para sustituir a los antiguos dioses falsos que causaron aquella catástrofe. Como esa Takhisis.

Ahora era el turno de Ónice de soltar una amarga carcajada.

—Déjame que te diga que Takhisis no es una diosa falsa —dijo y, cruzando los brazos alrededor de sus rodillas, se dio cuenta de cuántas cosas deseaba revelar a Led—. Esos «clérigos Buscadores», ¿poseen las habilidades mágicas que sólo un dios puede otorgar?

—No creo… —respondió él—. Por eso ya nadie cree en la magia… —y su voz se cortó.

Pero Ónice podía hacer magia. En el tenso silencio, ambos consideraron las implicaciones de tan extraña conversación.

—Entonces, ¿te interesa? —preguntó finalmente Led—. ¿Unirte al ejército conmigo, quiero decir? —añadió rápidamente con una alegre sonrisa de suficiencia.

Ónice no le hizo caso.

—Sólo con mis propias condiciones. No me interesa un sistema que subordina un dragón a un jinete humano —dijo con firmeza.

Ambos se sentaron en silencio durante unos momentos. Algo que Led había dicho antes confundía a Ónice.

—¿Qué significa esa palabra… «Mal»?

Él la miró sorprendido, medio sonriendo, esperando que ella sonriese también.

—Estás de broma.

Los ojos leonados de la mujer estaban abiertos de par en par, con toda inocencia.

Led no estaba nada seguro de que ella no le estuviese tomando el pelo y se sintió un poco idiota cuando, en cualquier caso, intentó darle una definición.

—Es una palabra que los cobardes utilizan para explicar cosas que los asustan, como el asesinato o el robo. Por mi parte, yo no creo que exista el Mal.

Ónice reflexionó sobre estos conceptos.

—¿Así que la gente cree que este «Mal» es algo negativo?

—Los cobardes lo creen, sí. Pero yo pienso que es muy natural que los fuertes eliminen a los débiles.

Ella sacudió la cabeza vigorosamente.

—Me desconcierta que los humanos controlen Krynn.

—No te entiendo muy bien —dijo Led sacudiendo ahora él la cabeza en respuesta al comentario de Ónice—. Primero pareces dar a entender que yo sería tonto si no me uniese a ese ejército; y, sin embargo, condenas su sistema. Luego defiendes a la diosa que desterró a sus dragones. Eres una verdadera contradicción, Ónice. —Los verdes ojos de Led brillaron cuando estiró inesperadamente la mano para acariciar su morena mejilla—. Me alegro de que seas mi aliada, y no mi enemiga.

Ónice se dio cuenta, vagamente, de que en realidad la había insultado, pero las sensaciones que su tacto evocaron en ella disiparon este pensamiento. Él golpeó su pipa contra una roca para vaciarla. Luego, se inclinó hacia adelante y puso suavemente sus labios donde sus dedos acababan de dejar un cálido rastro. Sus encallecidas manos la cogieron por los hombros, y sus dedos se deslizaron a lo largo de los brazos, quedándose unos momentos en las muñecas. Luego continuó hacia abajo, y frotó con sus toscas manos los delgados dedos de la mujer.

Ónice se quedó helada. Por primera vez en su vida, ningún instinto que pudiera entender le dijo cómo reaccionar. Como dragón, sus pensamientos se reducían casi exclusivamente a lo básico: satisfacer el hambre, buscar cobijo y adquirir tesoros. La monotonía de estas tareas sólo se rompía con el gratificante disfrute obtenido con el vuelo o nadando.

Pero, como humana, notaba una gama de sensaciones mucho mayor. La textura de la ropa o la sensación del aire fresco sobre la piel desnuda, los distintos sabores de la comida cocinada, el modo en que su pulso se aceleraba por una mirada de admiración. Las únicas que había recibido como dragón eran de miedo o envidia; ambas la complacían enormemente, pero de un modo diferente.

—Eres un hermoso enigma, Ónice —dijo de nuevo Led en voz baja y con su bigote cosquilleándole en la mejilla. Su caliente aliento olía agradablemente a una mezcla de vino dulce y humo de tabaco picante—. Me gusta resolver un buen misterio.

Ónice tomó tímidamente otro trago de vino, consciente de que los árboles que había más allá de la hoguera se balanceaban ya en su acuosa visión. Luchó contra los efectos del vino, justo cuando sintió los dedos del hombre recorrer su espina dorsal y deslizarse a través de la fina tela de su túnica. La joven sintió un estremecimiento que no tenía nada que ver con el frío.

Led apretó muy suavemente sus labios sobre el puente de su nariz.

—Mataría a cualquier hombre que intentase hacerte daño —dijo con voz ronca, moviéndose para hundir los dientes en el lóbulo de su oreja izquierda de una manera aun más inquietante que su inesperada posesividad.

Una voz desde su interior advirtió a Ónice de que no se fiara. Pero, mareada por el vino, no veía cómo encajaba la confianza en aquellos sentimientos que él despertaba. Ella sólo confiaba en sí misma, de todos modos. Tenía el control y podía detener aquello en cualquier momento. Además, se dijo a sí misma, si había de aprender al modo qhen lo que era ser un humano, debía experimentar todo lo que pudiese como humana: vivir el momento.

Ónice cedió al vino y a Led, y renunció a su autocontrol. Un instinto muy diferente del que había experimentado como dragón llevó su oscura y delgada mano hasta la parte trasera del cuello de Led y atrajo su barbado rostro hacia el suyo.

Bajo un cielo negro, sin estrellas, los sentidos de Ónice subieron, girando hasta unas alturas que sólo había alcanzado en su vuelo de dragón.