5

El otoño había dado paso a un invierno temprano e inusitadamente frío en las montañas Khalkist, que llevó la nieve a aquellas elevaciones más altas a las que Khisanth se aproximaba ahora, volando. Como una sombra contorneada contra el cielo nocturno, la hembra de Dragón Negro se deslizaba firme y silenciosamente a través de los blancos copos.

Khisanth apenas podía recordar su primeros y accidentados intentos de vuelo, sólo unos meses atrás. Volar formaba ahora en gran medida parte de su espíritu, y era tan importante para su vitalidad como comer. Allí donde antes se concentraba en contrarrestar los efectos de las más pequeñas corrientes de aire, ahora su cuerpo las utilizaba sin un pensamiento consciente. Khisanth recordaba haber oído, antes del Sueño, historias de dragones que habían quedado permanentemente varados en tierra por daños en sus alas. Ella sabía que antes se haría el keptu —el suicidio ritual de los dragones— que pasar el resto de su vida sin volar.

Solinari, la luna blanca, había dado dos vueltas completas alrededor de Krynn desde la última vez que Khisanth había volado por esta ruta hacia Estigia. Desde su encuentro con la banda de ogros, sus días habían estado llenos de silencioso estudio, privación para fomentar la paciencia y respiración profunda para aumentar la concentración y la fuerza. Cada día se hallaba más cerca de alcanzar el elevado estado de conciencia, de qhen, que Kadagan le enseñaba a su manera misteriosa y a veces absurda. Khisanth sufría ocasionales sentimientos de estupidez y humillación porque había visto el efecto positivo de cada uno de los ejercicios, por odioso que pareciese. Se sentía menos como una niña ignorante y más como una admirada estudiante. Y, lo mejor de todo, cada vez que era capaz de demostrar verdadera paciencia o hacía observaciones agudas, Kadagan la recompensaba con tiempo para desarrollar sus capacidades naturales para la elaboración de conjuros.

Khisanth sabía, por el paso que llevaban —nunca por la calma de Kadagan—, que los nífidos estaban cada vez más ansiosos por completar su adiestramiento. Cada vez que preguntaba por la salud de Dela, Kadagan le recomendaba serenamente que se centrase en su aprendizaje.

Hasta esa mañana. Mientras esperaba la llegada de Kadagan para las lecciones diarias, Khisanth había permanecido sentada sobre sus ancas en su diminuta cueva, jugueteando con los efectos de un sencillo encantamiento. Podía crear y mantener una saludable chispa en la punta de su uña, pero tenía dificultad en convertirla en llama. Haciendo acopio de su energía y desterrando cualquier otro pensamiento la había canalizado hacia su zarpa derecha y la había concentrado en la uña de su dedo índice. Una minúscula y titilante llama amarilla había cobrado vida. Los labios de Khisanth se plegaron hacia atrás en una sonrisa de triunfo.

De pronto, el ágil nífido, habitualmente sereno, entró como un vendaval en la guarida. Sobresaltada, la concentración de Khisanth vaciló y la llama se extinguió. La hembra de dragón lanzó una mirada fulminante a Kadagan a través de una delgada columna de humo.

—Es la hora —dijo el nífido casi sin aliento. Su brillante pelo estaba desordenado, su verde túnica estaba torcida y su suave piel enrojecida—. Prepárate para partir antes de que el sol alcance su cénit.

Khisanth se puso en pie, golpeándose los cuernos contra el techo.

—¿Qué ha ocurrido?

—La señal enviada por Dela a Joad ha estado debilitándose —explicó el nífido apresuradamente—. Se ha vuelto irregular. Joad cree que se la están llevando a otra parte, o algo peor. —La expresión de Kadagan se volvió triste como jamás había visto Khisanth en él—. Yo esperaba haber podido contar con más tiempo para prepararte, pero no nos atrevemos a esperar ni un momento más. Podríamos perderla si lo hacemos.

«De un modo o de otro», había pensado Khisanth para sus adentros.

—Estoy lista —fue la respuesta que dio.

—Quizás —dijo el nífido antes de partir otra vez para hacer sus propios preparativos.

Khisanth sólo tenía una cosa que preparar: la manera de transportar su pequeño tesoro. Estaba decidida a no regresar a la minúscula cueva, fuera cual fuere el resultado en Estigia. El hatillo que Kadagan había fabricado había sido de utilidad en su día, pero era demasiado incómodo para llevarlo bajo forma humana. Necesitaba algo que le dejase las manos libres y no estorbase, si eso era posible con una docena de espadas. Así que se había puesto a la tarea de ensartar las empuñaduras de sus armas en un tallo de enredadera y atarse la inusitada gargantilla alrededor del cuello. Más tarde, podría usar un conjuro para encoger la gargantilla.

Ahora, en el cielo crepuscular, muchas horas después de abandonar su guarida, el dedo de Kadagan apuntaba hacia adelante, en dirección al vago resplandor que se elevaba desde la ciudad iluminada por antorchas.

—Ahí está —dijo desde detrás de su cabeza.

Ambos nífidos, llevando chalecos afelpados sobre sus habituales túnicas, montaban entre las alas y el cuello de Khisanth. Joad iba sentado detrás de Kadagan, agarrado a su joven compañero. Colgada en bandolera, el anciano nífido llevaba una bolsa con hierbas curativas secas.

El estado de ánimo de Joad había mejorado considerablemente durante el último mes, a medida que la habilidad qhen de Khisanth aumentaba. El anciano había empezado a creer que la hembra de dragón podría ser capaz de rescatar a su hija. Después del paseo hasta el jardín de musgo, cuando él había hablado por primera vez, ella se había esforzado más aún, buscando el elogio del silencioso sabio.

Sin embargo, mientras miraba hacia la ciudad donde su hija estaba retenida, la preocupación llenó sus ojos. Sólo él conocía la profundidad de la desesperación de Dela, y el poco tiempo que quedaba.

Khisanth habría reconocido la ciudad sin la ayuda del nífido. Ahora, debajo de ella, las onduladas tierras agrícolas del lado norte de Estigia, cosechadas desde su viaje anterior, estaban aradas y moteadas de almiares cubiertos de nieve. Justo delante de ella se elevaban columnas de humo desde las chimeneas que asomaban sobre los techos de paja de los edificios congregados en torno a la bahía de Aguas Turbias. Una calle seguía la curva de la bahía, con su tierra convertida en fango por la nieve. Unas sendas de guijarros, increíblemente angostas, pasaban a intervalos regulares entre los amontonados edificios como los radios de media rueda.

Sin perder un instante, Khisanth ladeó sus alas y descendió en espiral. Bajó sus cuartos traseros, que durante el vuelo llevaba pegados a la panza, y aterrizó con elegancia sobre un sendero nevado. Kadagan y Joad se apearon, deslizándose de su espalda, y sus botas cayeron silenciosamente en la helada nieve. Allí estaban los tres, donde los árboles se encontraban con las montañas, justo más allá de la luz de las antorchas cubiertas colocadas en las paredes de la ciudad.

—¿Sabes qué hacer? —preguntó Kadagan.

Con los brazos cruzados sobre su pecho, comenzó a pasear de un lado a otro, sacudiéndose con el pie la algodonosa nieve que le llegaba hasta la parte superior de las botas.

—Encontrar y liberar a Dela —dijo Khisanth con un tono uniforme, como si se tratara de un mantra.

—Localiza al humano que viste en el globo y hallarás a Dela. Acuérdate de mantenerla cubierta en presencia de los humanos. Vuelve a tu forma de dragón sólo si es necesario para que ambas quedéis libres.

La hembra de dragón dio unas palmaditas en el hombro del preocupado nífido.

—Me acordaré de todo, Kadagan —dijo en voz baja—. Seré tan rápida como pueda, pero no sé cuánto tardaré —advirtió.

El rostro de Kadagan estaba pálido.

—Nosotros aguardaremos en el bosque el tiempo que sea preciso.

Joad asintió con la cabeza y luego se metió la mano en la acampanada manga de su verde túnica; el globo reluciente apenas cabía en su anciana mano.

—Llévate el maynus —dijo extendiendo el brazo—. Dela lo necesitará cuando la rescates.

Khisanth vaciló.

—¿No lo necesitaréis vosotros?

Joad levantó el globo por encima de su cabeza y lo empujó con insistencia hacia la mandíbula de Khisanth.

—Yo sabré si la has encontrado. Quizá, con tu naturaleza mágica, te ayude a ti también.

—Ensártalo en tu gargantilla —sugirió Kadagan.

Humildemente, Khisanth desató la enredadera que llevaba en torno a su cuello y la pasó por el centro de la esfera luminosa. Para su sorpresa, la pequeña bola quedó sujeta a la gruesa cuerda y continuó brillando tenuemente entre las espadas. Volvió a atarse la enredadera a su escamoso cuello y la ajustó de tal manera que el maynus colgase justo por encima de su esternón.

—¡Alguien viene! —susurró Kadagan.

Khisanth levantó la mirada de su gargantilla y vio una forma envuelta en un manto que salía por las puertas de Estigia, que no tenían vigilancia. Su cabeza se inclinaba para protegerse de la temprana nieve y del viento, inusitadamente frío para esos días del año.

Khisanth se agachó para camuflar su gran tamaño contra la negrura del bosque. Entonces entornó los ojos y enfocó su aguda vista de dragón en la criatura.

La persona levantó los ojos de pronto, como si sintiera que alguien la observaba, y miró hacia la oscuridad que se extendía más allá de la luz de su antorcha; pero su limitada vista humana no detectó nada.

Los ojos de Khisanth obtuvieron una clara visión. Profusamente envuelta contra los elementos, la forma carecía de definición. Sus facciones, ocultas tras una andrajosa bufanda azul, eran semejantes a las de un ogro, pero más suaves, más agradables a la vista. Una estrecha franja de suave pelo marrón describía un arco sobre cada uno de sus ojos. Su forma se asemejaba más a los de Kadagan que a los de un dragón, pero no eran tan increíblemente claros como los del nífido. Tenía unas mejillas rellenitas y rosadas que hacían una curva hacia fuera y luego se hundían bruscamente. La boca que había entre ellas era demasiado pequeña para poder desgarrar comida con ella, pensó Khisanth desdeñosamente.

—Es una mujer humana —dijo Kadagan—. Parece nerviosa por el mal tiempo.

Aggis Mickflori estaba, en efecto, preocupada. Su viaje hasta Estigia en busca de las muy necesarias provisiones la había ocupado más tiempo que de costumbre. Ahora tenía un miedo terrible de volver a su pequeña cabaña durante una tormenta de nieve y en una noche sin luna; pero sus hijos eran pequeños y su inválido marido estaba tan indefenso como ellos. Ciertamente, con los recientes rumores acerca de ogros en las colinas, aún tenía más miedo de lo que podría encontrarse en su cabaña si no se daba prisa, con tormenta o sin ella.

Khisanth y los nífidos vieron cómo la mujer se ajustaba la bufanda sobre su resuelto rostro, abrazaba sus paquetes fuertemente contra su pecho y emprendía el camino. Con la cabeza agachada contra la tormenta, era completamente ajena a la presencia de la negra bestia que acechaba en la oscuridad, justo delante de ella.

Contrariada por el hecho de que la mujer fuera a tomar el sendero donde ella se escondía, el primer instinto de Khisanth fue preparar su arma de aliento. Distraídamente, se preguntó a qué sabría la carne humana.

—¡No! —susurró muy bajito Kadagan, intuyendo sus pensamientos.

Khisanth descartó el impulso de atacar.

—Me acuerdo de los ogros —susurró.

Se concentró en su respiración y visualizó el continuo sube y baja de su propio pecho para tranquilizar el fuerte latir de su sangre. Pronto, ésta comenzó a correr tranquilamente por sus venas. La mujer se hallaba ya lo bastante cerca como para ver a Khisanth, si levantara la cabeza.

—Ahora ya has visto a un humano. Cambia de forma, antes de que nos descubra —apremió Kadagan.

La hembra de dragón cerró los ojos y se concentró en la imagen de la mujer: pelo bajo la bufanda, mejillas redondeadas, mandíbula suavemente curvada, brazos hasta la estrecha cintura; la longitud de sus pasos, que era como la mitad de su estatura… Se aferró con fuerza a su visión mental, aislándose de todas las demás sensaciones.

De repente el hocico de Khisanth comenzó a cosquillear, y una ráfaga de calor le atravesó el cuerpo hasta la mismísima punta de la cola. Toda su estructura se convulsionó mientras sus huesos se estrechaban, y pudo oír unos extraños ruidos y crujidos. Después, sólo escuchó el misterioso silbido del viento que acompaña a una tormenta de nieve.

Khisanth casi se tambaleó bajo el enorme peso que de repente tiraba de su cuello, poniéndola de rodillas. Miró hacia abajo y vio que la gargantilla de espadas que antes había parecido tan ceñida colgaba ahora hasta el suelo. El maynus proyectaba un vago resplandor amarillo desde el interior de la nieve que rápidamente lo estaba cubriendo. Khisanth cerró de nuevo los ojos y se formó una imagen mental de la gargantilla reducida hasta más o menos el tamaño del cuello de la mujer. Tintineando suavemente entre sí como campanillas al viento, las espadas y el globo se encogieron hasta que la enredadera se ajustó cómodamente y las sintió inesperadamente frías contra la piel de su nuevo cuello.

—Dios mío, pequeña, ¿qué estás haciendo aquí fuera, en medio de la tormenta, y tan desnuda como el día en que naciste? ¿Creías que esa fea gargantilla te mantendría caliente?

Los ojos de Khisanth se abrieron de golpe ante el insulto a su tesoro. Miró directamente a los ojos, de color marrón claro, de la mujer. La mente de la joven hembra de dragón era un caos de sensaciones contradictorias; su nueva y desagradable vulnerabilidad a los elementos no era la menos importante de ellas. Lanzó una mirada furtiva a su alrededor en busca de Joad y Kadagan, pero los nífidos habían desaparecido.

—¡Mira esa carne de gallina! ¡Debes estar helándote! —exclamó la mujer, dejando caer sus paquetes en la nieve.

Se quitó su chal y envolvió con él los desnudos y morenos hombros de Khisanth.

«De modo que así se siente uno cuando tiene frío», pensó la hembra de dragón convertida en mujer joven. Y bajó la mirada hacia su nueva y temblorosa forma, apenas cubierta por el chal. Los blandos copos de nieve se posaban sobre su oscura piel marrón y se deshacían formando riachuelos.

La mujer rasgó su raída bufanda azul en dos, y dio ambas mitades a Khisanth.

—Envuelve tus pies en esto hasta que lleguemos a mi casa y pueda conseguirte unos zapatos de verdad.

Se acomodó los paquetes bajo un brazo y puso el otro en torno a la delgada pero musculosa cintura de Khisanth para sostenerla.

—¿Te han robado? —preguntó la mujer volviéndose hacia las puertas de la ciudad—. ¿O algo peor? —Su tono descendió para convertirse en horrorizado susurro—. ¿Alguien ha… —tropezó con la repugnante palabra—, abusado de ti, querida?

Khisanth no sabía cómo responder, así que no dijo nada.

—¿Estás conmocionada, querida, o simplemente eres muda?

Las palabras no le eran nada familiares a Khisanth pero, de alguna manera, ella estaba segura de que la habían llamado estúpida. Estaba ya pensando en una respuesta vehemente cuando su adiestramiento en paciencia le vino a la mente sin ser invitado.

—Puedo hablar —consiguió gimotear Khisanth. Su voz humana sonó bastante extraña a sus propios oídos; era sorprendentemente suave y agradable—. Me han robado…, fueron unos ogros —añadió.

—Oh, pobre criatura —dijo arrulladoramente la mujer—. Estigia ya no es lo que era, ahora que los mercenarios y sus sucias bandas de ogros nos han encontrado ya nadie se siente seguro. —Dio un chasquido con la lengua—. Qué extraño que se llevaran tu ropa y dejaran esta gargantilla —dijo.

Con las manos hinchadas y las puntas de los dedos enrojecidas, tocó las diminutas espadas que yacían sobre la lisa piel del cuello humano de Khisanth. La hembra de dragón disfrazada retiró de un tirón su tesoro de las manos de la humana.

La mujer, de mayor edad que ella, se mostró sorprendida pero compasiva.

—No te preocupes, querida. Estás a salvo con Aggis. Yo te ayudaré a volver a casa.

—Yo… yo no vivo en Estigia —dijo Khisanth—. Sólo pasaba por aquí.

—¡Si así es como la ciudad trata a sus visitantes, me alegro de vivir en las colinas! —espetó. Aggis dio unas palmaditas en la mano a Khisanth y ésta tuvo que forzarse para no retirarla—. No te preocupes. Conozco a un posadero en las afueras de la ciudad que te ayudará. Entraremos por la parte trasera, a través de la cocina, para ahorrarte la vergüenza ante los ojos curiosos.

Sin disimular su envidia, miró otra vez a la escasamente cubierta figura de Khisanth. Su propia figura no había sido tan femenina ni siquiera antes de tener hijos, pensó con añoranza.

Mientras caminaban hacia las puertas de la ciudad y se adentraban en ella, Khisanth sólo escuchaba lo suficiente para responder cuando era necesario. Se hallaba atrapada en sus propios pensamientos y carecía del concepto de vergüenza humano, especialmente en cuanto a la desnudez, ya que nunca había llevado ropa.

Rodeando con un brazo los hombros de Khisanth y con el otro manteniéndola por el codo, Aggis condujo a la transformada hembra de dragón por los estrechos callejones. En algunos sitios, los techos de paja de los edificios se inclinaban tan cerca el uno del otro que la nieve que caía apenas alcanzaba el suelo. La luz amarilla de las velas se filtraba a través de las ventanas de pergamino engrasado, alejando de las calles la oscuridad de la noche. Un muchacho de fuerte cuello se cruzó en su camino, transportando con esfuerzo dos cubos en un yugo. Los perros corrían y ladraban entre las piernas de los lugareños que se dirigían presurosos a sus casas. Algunas mujeres se asomaban desde las ventanas de los pisos altos y llamaban a sus hijos para la cena.

Por fin, Aggis dio unos golpes en una castigada puerta de madera que estaba casi escondida entre montones de cajas de embalaje y pequeños barriles. Un hombre gordo y medio calvo, con las mejillas caídas, abrió la puerta, permitiendo que una ola de calor escapase y rodease a las dos mujeres. El posadero se quedó boquiabierto de sorpresa al ver el cuerpo desnudo de Khisanth, pero recobró sus sentidos cuando oyó a su ayudante de cocina silbar apreciativamente detrás de él.

—Corta y prepara unas patatas guisadas y ocúpate de tus propios asuntos —rugió.

Rápidamente ayudó a Aggis a empujar a Khisanth por una estrecha escalera que subía justo desde la cocina. Con un gesto de su mano, el posadero les hizo entrar en una habitación sin calentar e iluminada tan sólo por la luz que se colaba desde el pasillo. El inclinado techo de paja de la posada formaba dos de las paredes. Un tosco enyesado cubría las otras dos. La habitación tenía un baúl, una estrecha cama de cuerda y una silla con el respaldo de caña. Unos juncos secos en el suelo crujieron suavemente bajo los pies de las mujeres. La nieve se había amontonado contra el exterior del cristal de la ventana, en la pared trasera. A través de la puerta abierta se veía otra habitación similar al otro lado del pasillo.

Aggis y el posadero hablaron en susurros durante unos momentos. Finalmente la mujer asintió con la cabeza y el hombre salió, no sin antes lanzar una última mirada de sonrojada admiración a Khisanth, y descendió pesadamente la escalera.

Después de usar sus dientes para quitarse los mitones que cubrían sus manos, Aggis se volvió hacia el baúl y comenzó a rebuscar entre las ropas.

—Bert dice que lo disculpemos, pero que sólo tiene ropa de hombre. No pasan muchas damas por aquí, dejando atrás vestidos con volantes.

Sacó una túnica de color morado oscuro ceñida con un cordón y se la dio a Khisanth.

—Toma, esto servirá de momento. —Poniéndose las manos en las caderas, Aggis retrocedió para mirar a Khisanth—. Tienes el pelo más negro que he visto jamás, tan negro y liso como el ónice pulido —y, viendo que Khisanth no respondía, cambió de táctica—. ¿Cómo te llamas, hija?

Khisanth estuvo a punto de responder con sinceridad, pero algo dentro de sí la advirtió de que ocultase su nombre de dragón.

—Lo has adivinado —dijo—: Ónice, por mi pelo.

—Qué bonito.

Aggis le dio unas polainas, unos pantalones y unas botas de caña alta y tacones gruesos. Khisanth miró la colección de ropas, desconcertada, insegura de dónde y cómo debía ponerse cada una de ellas. Afortunadamente, Aggis atribuyó su confusión al hecho de tratarse de ropa masculina.

—Debes estar acostumbrada a los vestidos. Toma, Ónice —dijo, poniéndose de puntillas para sostener la túnica por encima de la muchacha—. Mete por aquí la cabeza. Dios mío, eres una muchacha muy alta. Me recuerdas a un roble negro, con ese pelo y esa piel oscura —murmuró.

Al ver las oscuras manos de Khisanth revolviendo con torpeza en los pantalones, Aggis le quitó la bermeja prenda de cuero de los pies y le dio la vuelta para que la muchacha pudiera ponérsela.

—Por supuesto, sabrás como se usan los pantalones… debes tener los dedos rígidos de frío. Mete dentro la túnica, así.

Metió el borde de la purpúrea prenda dentro de la cintura y se fue hacia atrás para examinar a su protegida. La túnica le quedaba holgada, pero las perneras se ajustaban a la musculosa figura de la joven como una segunda piel.

—Tendrás que ceñirte lo de arriba con alguna cuerda.

Después de que Ónice metiera sus pies en las botas, Aggis levantó una última prenda. Entrando de espaldas en ella, Khisanth deslizó sus brazos dentro de las mangas.

—Esta chaqueta de piel de ciervo te guardará del frío —dijo Aggis.

—Gr… gracias, Aggis —dijo la joven tropezando en tan poco familiares palabras.

Aggis sacudió la cabeza y su cansado y preocupado rostro se ensanchó con una sonrisa.

—De nada —dijo y, mirando hacia la pequeña ventana de cristal, donde el hielo trepaba con rapidez, vio que había dejado de nevar—. Debemos desearnos buena suerte la una a la otra. Tú estás a salvo y seca, ahora, y yo no tendré que viajar con una tormenta de nieve.

Aggis se acercó hasta la ventana y cerró las contraventanas a la inclemencia del tiempo.

—Así se calentará un poco la habitación —declaró, poniéndose otra vez los guantes. Y, volviéndose, cogió las heladas manos de Ónice y frunció el ceño—. Debes de tener la sangre fría.

Ónice se rió por dentro ante la verdad de la observación.

—Pronto entrarás en calor —añadió la mujer—. Me gustaría quedarme, pero debo llegar a casa ¡o mi hombre me echará un rapapolvo!

Y, riéndose, se deslizó con sus pesadas faldas hacia la luz del pasillo.

No sabiendo qué otra cosa hacer, Ónice se fue tras ella.

Al llegar a la puerta, Aggis se volvió, con su mano enguantada en el pomo de cobre.

—Bert dice que deberías quedarte aquí esta noche, después de tu penosa experiencia. En cualquier caso, no te vayas sin dejar que te dé una comida caliente y unas pocas monedas de acero para que puedas reanudar tu camino. Es un buen hombre, Bert —y agitó su dedo índice hacia Ónice—. No lo olvides, de ahora en adelante ten más cuidado. Una mujer joven, tan hermosa como tú, no debería viajar sola. Si tienes ansias de conocer mundo deberías buscarte a un hombre que te proteja.

Apretó sus labios contra la morena mejilla de Ónice, cogió su mano una vez más y se marchó, cerrando la puerta tras ella.

Ónice se quedó un buen rato mirando fijamente a la puerta, sin saber qué hacer. Parpadeando, se hizo consciente de su entorno y se volvió para caminar sobre los juncos. Luego se sentó en el suelo e intentó enroscarse en la postura que más cómoda era para ella como dragón, pero su espina dorsal no pudo doblarse lo suficiente. Viendo la silla con respaldo de caña, sentó su delgada figura en ella con un suspiro: mucho mejor.

En la silenciosa oscuridad de la habitación, Ónice podía notar el calor del maynus contra su cuello. Se desató la enredadera y sacó la gargantilla de debajo de su túnica. La alcoba se vio de pronto inundada por la luz del globo que se reflejaba en las astilladas contraventanas verdes. Recordó la explicación de Kadagan sobre el origen del globo mágico:

«Pasado de madre a hija desde que los dioses crearan a los nífidos, el maynus es una fuente de gran magia. Recibe su energía del plano elemental del relámpago. Dela cree que fue creado allí».

«Kadagan podría muy bien haber estado hablando otra lengua», pensó Ónice mirando dentro de su único recuerdo material de los nífidos. Instantáneamente, pequeños hilos de relámpago se agitaron dentro del cristal. Entonces vio algo que hizo que acercase más su cara al globo. ¿Había allí ojos amarillos y bocas sobre las centelleantes ondulaciones de energía? ¿Serían los genios eléctricos la fuente de la magia de Dela? Volviendo a atarse la gargantilla de espadas al cuello, decidió preguntar a Kadagan acerca de ello la próxima vez que lo viera, cuando sus pensamientos se hubiesen aclarado, después de su cambio de forma.

Ónice estaba experimentando la misma sensación misteriosa que sentía cada vez que se transformaba: hiena o humano, después del cambio sentía como si estuviese fuera de su cuerpo, viéndose a sí misma, controlando desde la distancia. En las anteriores transformaciones, la fusión con la forma adoptada la había ocupado sólo unos momentos, dado que la más obvia diferencia entre un dragón y un tejón era el tamaño. Pero la forma humana era muy diferente de la suya y de cualquier otra que hubiese experimentado. El cuerpo era tanto más complejo… Ahora estaba claro que adoptar esta forma, por más que ella la considerase inferior a la de un dragón, plantearía siempre un reto a su capacidad.

Para acelerar la fusión de mente y cuerpo, Khisanth meditó sobre las diferencias entre humanos y dragones. Por supuesto había perdido el mero poder que le daba su peso como dragón, pero había otros beneficios también.

—Me siento más ligera, más libre —dijo en voz alta poniéndose de pie y desperezándose voluptuosamente—, y, bueno, más delgada.

Ésa era una palabra que jamás habría utilizado para describir su forma de dragón.

Sin embargo, por cada beneficio había limitaciones. Sin sus escamas protectoras, se sentía tan vulnerable como se había sentido cuando estaba desnuda en la nieve. Su vista no era tan aguda como la de un dragón y sus ojos, tan juntos, estrechaban su visión periférica. Sin embargo, podía volver la cabeza o el cuerpo con más facilidad para ver detrás de ella. Algo de su fino oído de dragón permanecía, porque podía detectar pequeñas criaturas correteando a lo largo de las paredes pero, en su nueva forma, no estaba particularmente interesada en devorarlas.

A Ónice, de repente, le rugieron las tripas.

—Me pregunto qué comen los humanos.

Entonces captó el olor de carne asada que subía, flotando, desde la cocina. Sin pensarlo, se encaminó hacia la fuente del aroma.

De pie en el frío pasillo, en lo alto de la escalera, Ónice estaba a punto de descender a la cocina cuando oyó el crepitar de las llamas y una mezcla de voces procedente de otra escalera al final del pasillo. Intrigada por aquellos extraños sonidos y olores, Ónice avanzó lentamente hacia el ruido, con sus botas de grueso tacón golpeando el suelo de tablas.

Llegó al final del pasillo, y éste conducía a una escalera abierta por uno de sus lados. A través de los labrados barrotes de la barandilla, Ónice vio que los peldaños descendían hasta el centro de un gran bodegón lleno de gente y hasta la puerta principal de la posada. Cuando llegó al final de la escalera se encontró de cara a la entrada y de espaldas a la estancia. Pero, antes de que pudiera siquiera terminar de volverse, la sala se había quedado en silencio. Todos los ojos estaban puestos en ella. Los hombres estaban sentados, sosteniendo jarras de espumeante cerveza ante sus bigotudos labios.

«Deben de estar mirándome porque soy forastera», pensó. Pero, analizando sus atrevidas miradas y boquiabiertas expresiones, se dio cuenta de que estaba equivocada: la miraban porque era una mujer.

Al parecer, su figura resultaba atractiva a los humanos del sexo opuesto. Este descubrimiento la divirtió. Localizando a Bert detrás de un mostrador de madera, le sonrió con agradecimiento. El rostro del hombre enrojeció. Ella dio un paso hacia él, y el aún silencioso grupo de hombres se fue echando hacia atrás como una ola, para dejarla pasar.

—¡Vamos, chicos! ¡Todos hemos visto a una mujer que pesa menos de cinco arrobas alguna vez!

Ónice miró por encima de su hombro y localizó a la persona que había hablado: era una mujer obesa y con la cara llena de granos cuya larga y oscura falda se estiraba hasta el límite de sus fruncidos. La mujer depositó de golpe unas grandes jarras de cerveza sobre una mesa, con la espuma salpicándole su sucio delantal.

—A mí me parece un pellejo —murmuró.

La sala estalló en risas ante la desdeñosa observación. Un hombre sentado ante la malhumorada camarera dio a ésta un tranquilizador apretón en su ancha cintura y luego dijo algo que Ónice no pudo entender. La mujer levantó la mirada con una sonrisa triunfante y frunció el ceño a aquella hermosa forastera de negros cabellos. Ónice se limitó a sonreírle también. El gesto de autosuficiencia de la otra mujer se convirtió en desconcierto.

—No vemos demasiadas mujeres jóvenes aquí, en Estigia —explicó amablemente una voz detrás de ella. Ónice se volvió para ver el sudoroso rostro de Bert. La expresión del posadero mientras contemplaba su atavío era más paternal que las otras que percibía—. Me alegro de que pudieses encontrar algo que te fuera bien.

Bert la cogió por el codo, la condujo hasta el largo y brillante mostrador de madera y la acomodó en un taburete. Luego sostuvo una jarra bajo un barril, esperó a que la dorada cerveza saliera y la empujó sobre el mostrador hasta Ónice.

—Probablemente te venga bien un trago, después de la noche que has tenido. ¿Perdiste mucho?

—¿Perder mucho?

Bert pareció confuso.

—Aggis me ha dicho que unos ogros te robaron.

—Oh sí… eeh, no —balbuceó Ónice recordando la historia que había contado a la mujer—. Quiero decir… no se llevaron mucho. Sólo mis ropas.

—Sucias criaturas, ésas —espetó Bert—. Aquí no las dejamos entrar —y frunció el ceño de repente—. Qué extraño que los ogros quisieran tus ropas. ¿No llevabas nada de acero encima?

—¿Acero?

—Monedas —apuntó el posadero—, dinero.

Ónice vio a un hombre al final de la barra tragarse el contenido de su jarra y deslizar una pieza redonda de acero a través de la superficie de madera.

—Ah, dinero… No tenía mucho —dijo Ónice—. Estaba sólo de paso por la ciudad —añadió por si se le ocurría preguntar también por su familia.

—¿A qué te dedicas?

—¿Dedicarme?

«Es tan simple como dice Aggis», pensó Bert.

—¿Cómo te ganas tu dinero? —preguntó lentamente, pronunciando con cuidado.

—So… soy una buena luchadora y cazadora.

—Así que eres una mercenaria, ¿eh?

El hombre miró poco convencido su delgada figura. Tal vez las apariencias engañaban.

—Soy bastante buena con mis… eh… manos —dijo Ónice al posadero con un astuto guiño.

Se bebió la amarga cerveza de varios tragos largos y se limpió la espuma de los labios con su brazo cubierto de piel de ciervo, como lo habría hecho con sus escamas de dragón. El líquido ámbar tenía un sabor extrañamente refrescante.

Bert no estaba seguro de qué pensar de aquel comentario ni de su decidida disposición con la bebida. Algo en aquella hermosa extranjera lo hacía sentirse incómodo. Casi agradecido de tener otros clientes a que atender, empujó un pequeño montón de piezas redondas de acero hacia ella.

—Toma. Coge esto para recuperarte —dijo—. Si tienes hambre, diré a un chico que te traiga comida.

—Gracias —dijo ella poniéndose las monedas en el bolsillo de su pantalón—. Me muero de hambre.

La cerveza había calentado agradablemente su estómago. Vio cómo Bert hacía una señal a un muchacho pálido y con el pelo lleno de trasquilones. El chico desapareció tras una puerta giratoria, sólo para reaparecer unos momentos después llevando una tabla cuadrada, toscamente labrada, llena de humeante comida. Desviando nerviosamente los ojos de la bella mujer, depositó la fuente en el mostrador delante de ella.

Ónice frunció el ceño ante una ración tan ridículamente pequeña.

—Necesitaré más —ordenó.

Entonces, con las manos en el mostrador, se inclinó hacia delante para hundir sus perfectamente blancos dientes en el jugoso muslo de un pequeño pájaro. Algún instinto la detuvo. Sin apenas levantar su cara de la fuente, la hembra de dragón convertida en mujer miró rápidamente de izquierda a derecha. Los demás comensales, en la barra, la observaban perplejos. Algunos sostenían sus comidas con extraños objetos puntiagudos de metal.

Ónice se enderezó lentamente, con timidez, e intentó emular las acciones de los humanos que había en torno a ella. Si bien encontró esta práctica lenta y pesada, por fin consiguió empalar un pedazo de patata en la punta del palo de metal y metérsela dentro de su impaciente boca. ¡Estaba caliente! Su lengua saltó hacia el fondo de su garganta y ella escupió la ofensiva patata en el plato. ¡Más tonterías!: ¡Los humanos calentaban su comida!

Ónice esperó ansiosamente a que se enfriase la patata y volvió a llevársela a la boca. Había sido condimentada, y tuvo que admitir que sabía mejor de lo que ella habría podido esperar de una raíz.

Después aguardó a que se disipara el vapor del muslo antes de hincarle el diente. Éste había sido también profusamente condimentado y era muy superior a la carne cruda y fría que había constituido su dieta diaria. Ónice dejó el plato limpio de comida. Luego, tomando nota de sus compañeros comensales, rebañó la fuente con la lengua. Se sorprendió al apreciar una familiar sensación de plenitud en su estómago. De hecho, se sentía tan llena como si se hubiese comido un alce.

Con un gruñido, apartó de sí su tabla vacía así como la otra llena que el desconcertado muchacho había colocado ante ella. Había comido… ¿y ahora qué? Tal vez alguien allí tuviese información sobre Dela, o incluso conociese al hombre del maynus. Con este pensamiento en su mente, Ónice se volvió en redondo, en su asiento, y observó a los ocupantes de la estancia por encima del borde de su segunda jarra de cerveza.

Muchos de los clientes seguían lanzando todavía frecuentes miradas a la hermosa joven, pero la mayoría de ellos había regresado a sus conversaciones. Ónice miró hacia la chimenea que se hallaba en una corta pared a la derecha de la puerta del bodegón. Sentados ante una gran mesa redonda, delante del crepitante fuego, había un grupo de hombres desdentados y barrigudos que después de deslizar monedas hacia el centro de la mesa, echaban a rodar unos cubos blancos, pulidos, con puntos negros en sus caras. Cada poco rato, uno de ellos saltaba hacia atrás gritando victoriosamente —como si acabara de matar a alguna presa— y luego recogía las monedas.

En otra mesa, larga y estrecha, un grupo de hombres sostenían pequeños pedazos de papel grueso, adornado con imágenes y palabras, que ocasionalmente arrojaban al centro. Después de que unos cuantos de estos papeles se hubiesen acumulado sobre la mesa, alguien recogía el dinero mientras los otros miraban con cara sombría.

¿Era así como los humanos «ganaban su dinero»?

—¿Te gusta hacer rodar los huesos? —dijo una melosa voz a su lado.

Ónice se volvió para mirar a su interlocutor, y entonces se mordió los labios con una exclamación ahogada. Unos oscuros mechones de pelo brillante se encrespaban en torno a su cara y caían sobre sus anchos hombros. Debajo de sus ojos esmeralda las mejillas eran altas y arqueadas, y su lisa piel estaba bien curtida. Sus carnosos y casi purpúreos labios, que asomaban entre una pequeña y recortada barba y un bigote, se abrieron en una sonrisa que dibujó una serie de pliegues alrededor de sus ojos.

Algo en él le resultaba extrañamente familiar. Los ojos verdes… Ónice volvió a ahogar otra exclamación. «¡El hombre del globo!».

—Normalmente mato a cualquiera que me mire durante tanto tiempo —dijo—, especialmente si lo hace con unos ojos tan penetrantes. Me recuerdas a Vil, una serpiente que tuve una vez como mascota —y añadió casi con coquetería—. ¿Eres tan astuta como una serpiente?

—¿Eh?

Ónice se echó el pelo de la cara para atrás y la habitación se inclinó peligrosamente. Manteniendo una mano en la jarra, se agarró con la otra al taburete para detener el remolino de su cabeza. ¿Qué ocurría? Quizá la comida estaba rancia…

Sonriendo, el hombre cogió la jarra de cerveza de sus manos y la envió deslizando a lo largo del pulido mostrador.

—También es mi política animar a las mujeres a beber hasta que están más que mareadas pero, por alguna razón, tú me inspiras caballerosidad.

¿La cerveza la había mareado? Qué mala suerte, tenía buen sabor.

—Mi nombre es Led.

Ónice lo miró con los ojos entornados y la expresión ausente.

—Es costumbre responder con tu nombre —dijo el hombre dirigiéndole una penetrante mirada—. A menos que no quieras que lo sepa por alguna razón.

—¡No! —dijo ella casi con demasiada rapidez, y se tocó la cabeza—. La cerveza me ha dejado un poquito atontada, eso es todo —consiguió decir, y añadió—: mi nombre es Ónice.

—Qué apropiado.

Con un rápido giro de su dedo, Led rizó los bordes de pelo, negro azulado, que caían sobre el cuello de la joven. Ella retrocedió ligeramente, sobresaltada por su osadía.

Impasible, el dedo de Led siguió jugueteando con el mechón de pelo antes de retirarse con naturalidad. Casi parecía disfrutar con la inquietud que había provocado.

—¿De dónde eres?

—Del norte —dijo ella con vaguedad—. ¿Y tú?

—Los caminos son mi hogar. —Sus ojos centellearon—. He oído decir a Bert que eres una mercenaria, ¿es cierto?

—Ésa ha sido su palabra. Yo he dicho que soy buena luchadora y cazadora.

La sonrisa del hombre tuvo un aire de superioridad mientras miraba con escepticismo a la ligera y femenina figura.

—¿De veras?

Ónice manoseó la gargantilla que colgaba de su cuello.

—¿Cuál es tu oficio?

Led echó la cabeza para atrás y se rió.

—¡Por fin la pequeña serpiente enseña sus colmillos!

—Jamás me vuelvas a llamar así —rugió Ónice.

—Lo siento. Sólo era un nombre cariñoso.

—Yo no soy tu mascota.

Led se recostó sobre el mostrador, sonriendo.

—Pero ¿eres una buena luchadora?

Ónice se echó atrás ante el interrogatorio, molesta por el encuentro. Hizo varias respiraciones a la manera qhen, esforzándose por contener —o incluso entender— la maraña de emociones humanas. Por alguna extraña razón, su forma humana estaba respondiendo ante este hombre. Tal vez era porque la había cogido por sorpresa, la había desequilibrado de golpe al encontrarla inesperadamente. Lo único que sabía con seguridad era que, si no conseguía controlar su cerebro y su lengua, perdería la que podría ser su única oportunidad de descubrir el paradero de Dela.

—Sé luchar —dijo llanamente.

—Eso es interesante. —Led jugueteaba con dos monedas entre los dedos de una mano, observándola mientras hablaba—. Verás, yo soy una especie de cazador, también. Un cazador de recompensas. De hecho, estaba conduciendo a un infractor de la ley hasta aquí para cobrar la recompensa, unos meses atrás cuando perdí dos guerreros en un extraño accidente. Fueron alcanzados por un relámpago. No he podido encontrar sustitutos adecuados, y necesito guardias para ayudarme a entregar un valioso cargamento a un futuro comprador en Kernen, mañana. —La mirada apreciativa de Led recorrió a la mujer de arriba abajo—. Personalmente, estoy impresionado por lo que veo —y se encogió de hombros con intención—, pero me va a costar lo mío persuadir al resto de mi partida de que eres más fuerte de lo que pareces.

—¿Me estás ofreciendo un trabajo? —preguntó ella intentando sin éxito disimular la sorpresa.

—Tal vez —dijo él mientras miraba sus piernas con los ceñidos pantalones bermejos.

—Si tú eres su líder, ¿por qué tienes que persuadir a nadie? —desafió ella.

Los ojos verdes de Led se abrieron de golpe.

—No tengo que hacerlo —y ahora se cerraron hasta formar dos rendijas—. Pero no puedo permitirme perder tiempo zanjando peleas si no puedes defenderte por ti misma.

Ónice apoyó sus codos en el mostrador y colocó la barbilla sobre su mano ahuecada.

—Debes saber que la fuerza no lo es todo en un buen guerrero —dijo en voz baja—. La cautela y la astucia son probablemente más importantes —e hizo una pausa—. Y la magia no viene mal, tampoco.

—¿Puedes hacer magia? —susurró él con voz ronca. Sus ojos se entornaron y miró a su alrededor rápidamente—. Será mejor que bajes la voz si haces afirmaciones como ésa. Nadie confía en la magia ni en los magos; no en esta parte del mundo, al menos.

—Hasta hace bien poco, los humanos pensaban que los dragones no eran más que cuentos, también —dijo ella, observando su reacción.

Led se estremeció.

—Yo he oído esos rumores, también. Pero ¿por qué habría de creer que eres una maga?

Ella sabía que él la estaba probando.

—¿Por qué habría de importarme lo que tú creas?

Led sacó una larga pipa de madera de su bolsillo y embutió tabaco en la cazoleta mientras consideraba su desafiante respuesta con aire divertido. Cuando estiró el brazo para coger una vela de la barra, sintió que algo tocaba la pipa sujeta entre sus labios. Los ojos de Led siguieron su propia nariz y vieron el dedo índice de Ónice en la cazoleta de la pipa. Una pequeña llama saltó de la punta de su dedo y encendió el tabaco. Ella retiró el dedo y sopló para disipar una delgada columna de humo.

—De nada —murmuró ella.

Led estaba demasiado atónito para hablar, demasiado impresionado para preocuparse de si alguien más había visto la exhibición.

—Es costumbre responder con un «gracias», creo —susurró ella.

Led prefirió asentir con la cabeza, pero había manifiesta admiración en sus ojos esmeralda. Se apartó del mostrador empujándolo con la mano.

—Los hombres se reunirán aquí justo después del amanecer… si te interesa.

—¿En qué consiste el trabajo?

—Eso no es de tu incumbencia —dijo él sacando tres monedas de una escarcela y dejándolas en la barra—. Estoy cansado, así que tendremos que hablar de tu paga mañana.

Ónice se ahorró una respuesta aguda. Led, al igual que ella, no aguantaría la insolencia y ella estaba peligrosamente cerca de cruzar la frontera entre ser misteriosa o irritante. Además, pronto averiguaría si el trabajo involucraba a Dela.

Justo entonces, la tosca mano de Led tocó su mejilla, arrebolada por la proximidad del rugiente fuego, o acaso por el resultado del encuentro.

—¿Vas a venir, pequeña Ónice?

—Tendrás que esperar hasta mañana para saberlo —dijo ella astutamente.

Se levantó del taburete y subió los escalones, seguida durante todo el trayecto por el sonido de la risa de Led.