Al abrigo de la oscuridad, Khisanth, con Kadagan agarrado a su cuello, se elevó por encima de los acantilados orientales de la bahía conocida con el nombre de Aguas Turbias. Guiada por el nífido, la hembra de dragón estaba aprendiendo los nombres de las tierras que sobrevolaban.
El terreno que se hallaba justo al sur del largo y estrecho bosque del cabo del Confín, no era importante salvo por sus recortadas costas a ambos lados, este y oeste, de la península. Extensiones de tierra llana deforestada, increíblemente largas, se prolongaban hacia el sur hasta donde las cadenas más orientales de las montañas Khalkist se erguían desde la tierra como recortados colmillos, bruscamente y sin estribaciones, ni siquiera bosque.
La tierra llana podía haber proporcionado buena agricultura, si algún humano hubiese querido adentrarse en las lejanas extensiones del norte de Tierra de Ogros para afrontar el aislamiento de la vida más allá de los pueblos habitados de Kernen o de Alianza de Ogros. Era una extraña y silenciosa extensión de tierra rodeada de solitarias cadenas de montañas azotadas por la lluvia.
El nífido y la hembra de dragón compartían un nuevo espíritu, si no de mutuo respeto, al menos con un objetivo común. Khisanth estaba asimilando qhen con mayor rapidez aun de lo que Kadagan había esperado, porque la hembra de dragón era una criatura muy inteligente y estaba aprendiendo, sobre todo, a controlar su siempre exaltado genio. Sus músculos se tonificaron con largos vuelos diarios. Con un poco más de práctica, sería capaz de dominar los rudimentos de la transformación. Con un poco más de disciplina mental, tanto el maestro como la alumna sabían que ésta estaría preparada para cumplir con el final del trato.
A la luz de este hecho, Khisanth había persuadido a Kadagan de que ya estaba lista para comenzar con la transformación. El propio Kadagan le había dicho que tendría que ver a una hembra humana, en vivo, con el fin de adoptar su forma. También sería de ayuda para ella, había razonado Khisanth, ver la ciudad donde retenían a Dela. El joven nífido le había dado una descripción bastante detallada de Estigia, de cuando él y Joad habían viajado hasta allí; pero a Khisanth le costaba bastante imaginarla. Ella nunca había visto las moradas de los humanos.
—Hay algo que me desconcierta poderosamente, Kadagan —dijo Khisanth ahora—. ¿Cómo han llegado estos humanos a gobernar el mundo? Por lo que me cuentas, son de débil constitución hasta el punto de perecer por una simple indigestión. No son mágicos por naturaleza, y sólo tras una vida de estudio pueden, algunos de ellos, llevar a cabo insignificantes conjuros.
»Según dijiste, no pueden hacer casi nada por sí mismos —prosiguió Khisanth—. Usan bestias de carga para arar sus campos y tirar de sus carros. Emplean arcos y flechas para abatir las presas que sean mayores que el más pequeño roedor, y ni siquiera a éstos los matan directamente con sus manos o dientes.
—Todo eso es cierto —dijo Kadagan—. Sin embargo, pueden caminar libremente, mientras que los nífidos y los dragones han de rondar entre las sombras, por miedo al castigo.
La hembra de dragón sacudió vigorosamente la cabeza. Kadagan se agarró al cuello con fuerza para evitar el zarandeo de la súbita turbulencia.
—Dime. ¿Cómo han llegado a dominar a tantas otras especies poderosas? —preguntó Khisanth—. ¿Por qué les iba a temer nadie, de no ser un gusano? Son mucho menos fuertes que los dragones. ¡Ni siquiera pueden volar! ¡Odiaré tener que ser uno de ellos!
La expresión del nífido se suavizó ante la súplica de Khisanth, y añadió con tranquila confianza:
—Entenderás su rudimentario poder después de haber sido uno de ellos. Son emocionalmente complejos. Sus muchas facetas hacen a algunos débiles e insignificantes, pero dan a otros un fuego que inspira a seguidores.
—Yo jamás los seguiré ni temeré —dijo Khisanth frunciendo el ceño—. Como dragón o como humano, sólo me inclinaré ante la Reina Oscura.
Y echó vivamente la cabeza hacia arriba para puntuar el fin de la conversación.
Khisanth recordó las enseñanzas de Kadagan sobre qhen, respecto a vivir el momento, y se concentró en algo más agradable. Contempló el suelo por debajo de sí con vanidoso placer, captando vislumbres de su elegante y amenazadora sombra a la luz de la luna, mientras pasaba de la cara de un acantilado a la oscura bahía y de nuevo a otro acantilado. En toda su extensión, era la criatura más hermosa de su limitada memoria: poderosa, planeando silenciosamente sobre las despreocupadas tierras. Qué mundo debía haber sido aquél cuando los de su especie viajaban ala con ala por los cielos… Pero eso había sido mucho tiempo atrás, antes del destierro conocido como el Sueño.
—Ahí está Estigia —dijo Kadagan de repente al oído de Khisanth.
Ésta siguió la línea imaginaria desde el dedo del nífido hasta una serie de luces que resplandecían tenuemente en el distante suroeste. La ciudad estaba situada en torno a una tranquila bahía, de azul índigo; y, por detrás, se apretaba contra una baja cadena de montañas.
—Acuérdate de mantener la distancia —advirtió Kadagan—. Por el bien de Dela, no podemos arriesgarnos a que nos descubran.
—¿Por qué iban a suponer que un dragón que vuela por encima de ellos anda en busca de una nífida secuestrada?
—Después del alboroto que causamos Joad y yo, sospecharán de cualquier cosa que se salga de lo habitual. Pero tu presencia no es nada comparada con tu naturaleza. No olvides que, para una gran parte del mundo, el retorno de los dragones no es todavía más que un rumor. Los lugareños de Estigia se sorprenderían y alarmarían al ver a uno de tu especie.
—Nadie me verá —dijo Khisanth segura de sí misma.
En cuanto vio la oscura cadena de montañas a espaldas de la ciudad, Khisanth se ladeó y viró hacia el sureste, en paralelo con el opuesto borde nororiental de la urbe.
—Supongo que veré cuanto necesite desde las estribaciones que se elevan por encima de Estigia —explicó.
Cuando alcanzó la cima más al norte, Khisanth aminoró la velocidad, descendió hasta casi justo por encima del linde del bosque y bajó muy ligeramente su ala derecha para virar hacia el oeste.
Entonces detectó un vago resplandor parpadeante en las boscosas estribaciones por debajo de ella. Curiosa, pero cautelosa, Khisanth se detuvo tras un alto y puntiagudo pino y aleteó justo lo suficiente para mantenerse en el aire. Kadagan se agarró con fuerza a su cuello cuando ella lo estiró para mirar hacia abajo, a un pequeño claro que les habría pasado inadvertido de no haber sido por la hoguera que lo iluminaba. Una docena de criaturas, o más, estaban recostadas alrededor de un pequeño fuego de campamento. Las llamas hacían que los anaranjados colmillos que sobresalían de sus carnosas mandíbulas refulgiesen como carbones incandescentes.
—¿Qué son ésos? —susurró Khisanth.
—Ogros.
Khisanth los recordaba vagamente, por el maynus, acechando en el fondo cuando la captura de Dela. En comparación con los nífidos, de apenas tres palmos de altura, los ogros —algunos de más de tres varas— eran enormes, y sus frentes se inclinaban hacia atrás haciéndoles parecer estúpidos. Tenían el pelo verde y su verrugosa carne, amarilla, marrón y morada estaba cubierta con retazos de piel de animal que hedían incluso a gran distancia. A pesar de la pestilencia, Khisanth encontró que el subyacente olor a carne era bastante apetitoso.
Por si el pensar en su sabor no hubiese sido lo bastante tentador, Khisanth vio, cerca de cada criatura, unas espadas con incrustaciones de piedras preciosas que le lanzaban destellos a la luz de la hoguera. Mientras se hurgaban los dientes con los huesos de su reciente cena, los somnolientos ogros no veían la amenaza que se cernía en la oscuridad, más allá de los árboles.
—Estás planeando atacar.
Khisanth tuvo que forzarse a pensar lo bastante para responder.
—El instinto me dice que lo haga, sí.
La baba le inundaba la boca, anticipando el festín. La sangre palpitaba con fuerza en sus sienes, y ardía en sus venas al pensar en el tesoro.
—Es muy imprudente…
El martilleo que había dentro de su cabeza le impidió oír otra cosa que no fuera su propia sed de sangre. Ni siquiera se dio cuenta cuando, suspirando, el nífido extendió sus sedosas alas y revoloteó hacia tierra para ocultarse al amparo de las frondosas ramas, más allá del claro.
Incapaz de contener su hambre un segundo más, Khisanth se lanzó en picado hacia abajo como un negro tornado. Sólo de manera distante oyó los gritos de los ogros cuando la vieron descender circularmente en la penumbra por encima de ellos. Presas del pánico, todos los ogros se levantaron de un salto. Con el solo pensamiento de escapar, chocaron unos contra otros y cayeron todos al suelo en un enmarañado montón. Varios tropezaron y aterrizaron en el fuego, incendiándose al momento su grasiento pelo y sus ropas.
Khisanth frenó su caída a menos de tres metros del suelo y agarró a un ogro del pecho. Los purpúreos ojos de la criatura se abrieron de par en par antes de que los colmillos de Khisanth le atravesaran la carne y abrieran su pecho en canal. La hembra de dragón aterrizó de un brinco, vio dentro de la cavidad torácica el todavía palpitante corazón y suspiró. Esa golosina habría de esperar hasta que hubiese terminado con los demás.
Khisanth giró como un remolino para encontrarse con un segundo ogro que blandía una gruesa rama en sus garras y asestaba golpes al aire, delante de ella. Con una brusca arremetida, la hembra de dragón deshizo de un mordisco el garrote y arrancó el brazo del ogro. Se estremeció ante la inusitada textura del miembro que se deslizaba por su largo gaznate.
En la lucha que siguió, Khisanth sólo fue consciente de su propio sonido y velocidad, y del miedo y la sangre de los ogros. Simplemente actuó y reaccionó. Igual que con el vuelo, Khisanth descubrió que sabía instintivamente qué hacer. Su cuerpo entero era un arma más eficaz de cuanto aquellos ogros pudiesen imaginar. Sus garras cortaban como sables, sus dientes empalaban como lanzas, su cola azotaba y batía con la fuerza de un ariete, y sus alas se agitaban y golpeaban como vendavales. No había escapatoria para los ogros, y volverse para luchar era inútil. Uno tras otro murieron, gritando y cayendo sobre su propia sangre.
El campamento aparecía sembrado de cuerpos desgarrados, regado por la sangre que manaba de los corazones moribundos. La cara de Khisanth, manchada de rojo, se elevó bruscamente de su última presa para mirar hacia arriba y ver que sólo un ogro más se interponía entre ella y el tesoro.
Khisanth se detuvo un momento a examinar a este último ogro. Su taparrabo de piel curtida era de ciervo de alta calidad, no de oso como los demás, y estaba mucho menos apolillado, lo que sugería ciertos cuidados. Este ogro era notablemente más grande que sus camaradas y su frente, polvorienta y sudorosa, era un poco menos inclinada. Algo en su rostro, cubierto de cicatrices, sugería una inteligencia suficiente para que la criatura se diese cuenta de que éste era el día de su muerte. Y, sin embargo, no tenía miedo. Khisanth observó que los ojos del ogro brillaban todavía con una luz salvaje mientras ella se deslizaba sobre los cadáveres, preparándose para atacar.
—¿Eres un dragón?
Khisanth se detuvo a poca distancia de él.
—¿Sabes lo que soy?
—He oído historias.
—¿Qué has oído?
El ogro retrocedió receloso. Un débil y amenazador rugido retumbó a través de sus gastados dientes naranjas, como si la advirtiera de guardar la distancia mientras él pensaba.
—Dime lo que sabes, o te mataré lentamente —rugió Khisanth inclinándose hacia él.
La criatura era el cabecilla de aquella pequeña banda de ogros, y había matado a suficientes enemigos para darse cuenta de que la gracia a cambio de información era más que improbable. Los ojos del ogro iban de un lado a otro, en busca de algo que pudiera ayudarlo. Moviéndose con súbita rapidez, la alta y verrugosa criatura se agachó y agarró una espada que yacía en tierra, cerca suyo. El ataque del jefe fue directo y feroz, sin desperdiciar nada en estrategia. El ogro simplemente se lanzó llevando la punta de su espada hacia el pecho de Khisanth.
Siempre en guardia, la hembra de Dragón Negro hizo un barrido con su garra derecha. La polvorienta espada se desprendió de la mano del ogro y rodó a través del claro hasta desaparecer en la oscuridad, entre los árboles. Los ojos del ogro siguieron indefensamente el arma durante un breve instante. Luego volvieron rápidamente a mirar a Khisanth, llenos de odio.
Ésta echó la cabeza para atrás y abrió sus dentadas mandíbulas en una carcajada ante la rabia impotente de la criatura, mostrando viscosos regueros de baba teñida de rojo.
Las cicatrices de la cara del ogro daban testimonio de incontables roces con la muerte. Manteniendo sus ojos clavados en Khisanth, el ogro estiró los brazos hacia abajo otra vez y agarró el desgarrado cadáver de un camarada caído, sujetándolo de los tobillos. Un viaje de las garras de Khisanth había arrancado los hombros y la cabeza de la criatura justo unos momentos antes. El cabecilla agitó circularmente el horripilante torso por encima de su cabeza, como si fuese una honda, y lo lanzó contra Khisanth antes de que ésta pudiera apartarse. La sangrienta mole se estrelló contra su ojo izquierdo y una costilla rota atravesó su correoso párpado. Su propia sangre manó desde la herida mezclándose con la del cadáver.
Cerrando con fuerza su palpitante ojo, Khisanth pudo ver al desesperado ogro corriendo sobre armas rotas y cuerpos muertos. Si la criatura alcanzaba los bosques, sería imposible seguirla.
Khisanth encorvó hacia atrás sus gruesos labios y comprimió su abdomen. La bilis de Khisanth ascendió y ella sintió el caliente y salado ácido precipitarse por su larga garganta, inundar su lengua carmesí y rugir a través de sus estrechamente abocinados labios. En cuanto entró en contacto con el aire, la humeante bilis explotó formando una hirviente niebla que se precipitó a través del claro como un torrente de destrucción. Las plantas se secaron y disolvieron en el espantoso vapor. Gotas de éste caían sobre los restos de cuerpos que se hallaban en su camino haciéndolos hervir y llenando el aire de una nociva niebla verde y de olor a carne quemada.
En menos de un parpadeo, toda la fuerza de la ráfaga se estrelló contra la espalda del ogro que huía. El corrosivo torrente envolvió los hombros y la cabeza de la bestia, abrasando sus ropas de piel de ciervo y penetrando en su carne. El grito de muerte del cabecilla perforó el aire por un momento antes de convertirse en un gorgoteo estrangulado. Entonces, la desamparada criatura cayó hacia delante sobre los horribles restos de su propio rostro.
El único sonido que se oyó en el tranquilo claro fue el hambriento crepitar del ácido penetrando el hueso y quemándolo. Cuando hubo terminado su festín, el ardiente líquido burbujeó y desapareció, absorbido por la tierra y las cenizas.
Un viento misterioso y susurrante se levantó para llenar el silencio del claro. Khisanth se erguía en medio de la devastación con sus patas traseras temblando levemente. La sed de sangre que la había impulsado se había apagado, dejándola débil y mareada. La ráfaga de ácido le había dejado un sabor amargo en la boca. Inclinó la cabeza para iniciar su festín de cadáveres, aunque sólo fuera por quitarse el sabor amargo de la boca y reponer energías.
Un destello de luz atravesó de repente su camino. El ensangrentado rostro de Khisanth se levantó de golpe para mirar hacia el cielo nocturno. La luna se había abierto paso a través de las nubes y los inclinados rayos de luz iluminaban un sendero para Kadagan. Éste se deslizó a lo largo de la luz lunar y aterrizó, sin el menor ruido, junto a los cuartos traseros de Khisanth.
—¿Has visto la batalla? —preguntó ésta ansiosamente al nífido.
Kadagan asintió con la cabeza.
—Has luchado brillantemente, golpeando con la fuerza y la imprevisibilidad del relámpago.
Las cejas de la hembra de dragón se elevaron ante la halagüeña comparación. Reanudando su banquete, habló sólo entre bocados.
—He empleado la técnica qhen y he luchado sólo guiada por el instinto. Habrías estado orgulloso de cómo, simplemente, me he permitido a mí misma ser un dragón. Nada puede igualarse al poder de un dragón que sabe qhen.
—Tú no sabes nada de qhen —dijo Kadagan con su voz y sus claros ojos azules tan fríos como el hielo.
Khisanth levantó bruscamente la cabeza.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó, respirando entrecortadamente—. Tú has visto cómo he estudiado y practicado.
—No es una técnica que se emplee cuando a uno le conviene —dijo el nífido con una furia silenciosa—. Es una forma de vivir.
—¿Cómo puedes decir en un instante que he estado brillante y al siguiente decir que no sé nada?
—La avaricia te cegó y no te dejó ver tu objetivo. Qhen es enfoque y paciencia, entre otras cosas. ¿Qué has conseguido y qué no?
Riéndose con satisfacción, Khisanth hinchó el pecho.
—¡Sabía que podría vencer a quince ogros y lo demostré!
—¿A quién has demostrado lo que ya sabías?
La hembra de dragón se encrespó.
—También tengo la barriga llena y armas incrustadas de piedras preciosas con las que decorar mi cueva.
—¿Era tu objetivo masacrar a una banda de ogros?
—No, pero…
—¿Has favorecido con ello tu objetivo de conocer Estigia y ver a una hembra humana?
—No, pero…
—¿Podía el ogro con el que has hablado, indudablemente su líder, haber favorecido alguno de los dos objetivos si tú no le hubieses matado por tu cólera y tu gula?
—¡No! —espetó Khisanth defensivamente. Pero, frunciendo el ceño, pensó por un momento y después tuvo que murmurar—. ¿Qué quieres decir?
—Tal vez, viviendo tan cerca de Estigia, sabía algo de la ciudad, o incluso de Dela.
Khisanth pensó en ello durante unos segundos.
—El ogro no me habría dicho nada, de todos modos.
El nífido lanzó una ojeada a la sustancia maloliente que antes había sido el cabecilla.
—Tú te has asegurado de eso con tu inconsciencia.
Khisanth levantó la mirada con ojos de ira.
—Ten cuidado, pequeña criatura —musitó con un tono bajo y amenazador—. Te tolero cuando eres útil. Cuando no lo eres…
El pequeño nífido no se amedrentó.
—Tú no puedes controlarme intencionadamente, si no puedes controlarte a ti misma.
El primer instinto de Khisanth fue arrancarle las alas al nífido pero, de alguna manera, se dio cuenta de que con ello sólo estaría probando que él tenía razón. Entonces se alejó de su maestro llena de frustración. Esperando calmarse, se pasó su larga y húmeda lengua por una raspadura que tenía en su pata delantera izquierda.
Khisanth se detuvo bruscamente. El enojo de Kadagan había disparado tanto su mal genio que hasta el sabor de la sangre resultaba aburrido. Moviéndose torpemente sobre los restos esparcidos por el pequeño claro, Khisanth clavó su garra pensativamente en otro cadáver y lo arrastró hasta el creciente montón de huesos que había delante suyo. La tarea de despojar los cuerpos de su tesoro resultaba tediosa para sus grandes garras, que no estaban acostumbradas a tan minucioso trabajo. No deseaba ni esperaba que Kadagan la ayudase con sus finos dedos. La silenciosa supervisión que éste hacía de su trabajo la hacía arder de indecible rabia. Sin embargo, no la expresó, no le daría la satisfacción de probar que no podía controlar su temperamento.
Kadagan examinó la devastación que llenaba el campamento y luego miró a la luna que viajaba a través del cielo nocturno.
—Es tarde —murmuró—. Regresaremos a tu guarida.
—¿Y qué hay de Estigia? —preguntó Khisanth—. Todavía tenemos tiempo para ver o localizar a una hembra humana.
—Regresaremos a tu guarida —repitió Kadagan con firmeza—. Sólo los perros andan por ahí a estas horas de la noche. Además, después del espectáculo de esta noche, no te permitiría acercarte a Dela —y, antes de que Khisanth pudiera protestar, el nífido emitió una orden—: utiliza tu ácido para destruir la evidencia de tu locura.
Cogió de pasada el taparrabo de un ogro muerto y se apartó a toda prisa.
Sobresaltada por aquel tono que no permitía insolencia alguna, Khisanth obedeció. Cuando hubo terminado, vio que Kadagan había convertido el taparrabo en un cabestrillo que acomodaba las espadas que ella había rateado a los ogros. Su considerado reconocimiento de su deseo de tesoros la enojó más, ya que generó en ella las primeras punzadas de culpabilidad que había experimentado jamás.
—¿Puedes volar? —preguntó Kadagan teniendo en cuenta sus heridas—. No esperaba necesitar los servicios de Joad en este viaje.
Khisanth se puso lentamente en pie y extendió sus alas bien altas. Había cierta rigidez. La luna, en su descenso, brillaba como una mancha algodonosa tras las correosas membranas translúcidas, excepto en unos pocos lugares donde se filtraba a través de pequeños rasgones en la piel. Estaría dolorida durante varios días, pero estaba segura de que podría llevar a cabo el vuelo de regreso.
Dando tres poderosos saltos, se elevó por los aires. Entonces bajó su ala izquierda para virar hacia el norte, hacia su guarida del cabo del Confín.
El verano dio paso al otoño mientras Khisanth se aplicaba afanosamente a sus estudios. Las hojas se volvieron doradas y se desprendieron de los árboles. Caminando bajo la forma de un tejón, con sus rayas blancas, a través de las praderas que ahora estaban secas y marrones, Khisanth contemplaba el andar y la pose que hacían que su forma fuese exclusivamente la de un tejón. Tenía unas garras largas y afiladas como un dragón, pero…
Khisanth levantó bruscamente la cabeza: había oído un ruido entre la hierba seca acercándose hacia ella; en su forma de tejón no llegaba más que hasta media altura de la hierba, así que no podía ver lo que se aproximaba. Enseñando sus dientes contra posibles depredadores, esperó.
Joad apareció a través de las hierbas y le hizo un gesto con la mano.
—Ven —dijo con voz cascada y rasposa por falta de uso.
El cuerpo de tejón de Khisanth casi se cayó de la sorpresa.
—¡Has hablado! —gruñó.
—Por supuesto —dijo simplemente Joad, como si el hecho de que hablara no tuviese nada de particular—. Tu progreso ha renovado mi fuerza. Estoy agradecido.
Su vieja cabeza gris se inclinó en reconocimiento.
Khisanth había pensado ya, últimamente, que el anciano nífido tenía mejor aspecto, menos triste, y que sus ojos, de color azul, parecían menos hundidos. Se sentía extrañamente complacida.
—Y ahora tengo una sorpresa para ti, en el bosque —dijo con su voz áspera—. Ven —y, viendo que los ojos del tejón se concentraban, estiró el brazo hacia él y puso una suave mano en su cabeza—. No cambies… un dragón sería, con mucho, demasiado grande para seguirme a donde te voy a llevar.
Estremecida por el cambio acaecido en Joad e intrigada por el misterio de su sorpresa, Khisanth lo siguió más allá de las vainas que los nífidos tendrían pronto que abandonar, cuando las hierbas muriesen por completo. Nífido y tejón se adentraron en la espesura. Las diminutas botas del uno y las aplastadas garras del otro, al pisar, hacían crujir las hojas marrones caídas y acumuladas en el suelo. A Khisanth el bosque le pareció más espacioso que la primera vez que lo vio, pero no estaba segura de si eso se debía a que los árboles habían perdido sus hojas o a que, en su forma de tejón, se hallaba mucho más lejos de las bóvedas que formaban.
Tras remontar la ladera de un montículo, Joad giró a la izquierda y siguió un estrecho y sinuoso sendero que descendía. Doblando un pronunciado recodo, el camino desembocaba en una minúscula corriente de agua, apenas un arroyuelo dado que sólo le llegaba hasta las zarpas. A cada paso que daba, chapoteando en el agua fresca tras el misterioso nífido, la curiosidad de Khisanth crecía más y más.
Joad se detuvo tan bruscamente que el puntiagudo hocico de Khisanth dio contra sus piernas. El nífido saltó a un lado y le dejó ver con claridad una abrupta caída, donde la pequeña corriente de agua formaba una estrecha cascada. Joad se inclinó hacia adelante y miró hacia abajo, gesticulando con la mano a Khisanth para que hiciese lo mismo.
El tejón se arrastró hacia adelante, con cautela, por la otra orilla y miró por encima del borde. Se quedó pasmado. La caída era corta, tal vez no más de una vez y media la estatura del nífido. Pero no fue eso lo que asombró a Khisanth. En un escenario de unos dos metros cuadrados y como una manta peluda, un exuberante musgo verde cubría cada rama muerta y cada roca allí abajo. De alguna manera, había conservado su rico color esmeralda mucho después de que el monte bajo, a su alrededor, se hubiese vuelto marrón. El bosque parecía estar conteniendo el aliento, y un húmedo olor llenaba el aire.
—Permanece verde durante todo el año —dijo Joad.
—¿Cómo? ¿Por el arroyo?
Joad gesticuló con la cabeza hacia el centro de aquella colección de rocas musgosas.
—Por su energía —dijo misteriosamente—. Mira, saben que estamos aquí.
Entornando los ojos, Khisanth vio miles de luciérnagas de cola amarilla, como las que a menudo volaban cerca de los nífidos por la noche. Los insectos se deslizaban a través de las verdes grietas, entre las rocas. Khisanth pudo oír el tenue zumbido de las diminutas alas, revoloteando.
—¿Por qué están todas reunidas aquí?
—Siempre regresan a este lugar durante las horas diurnas. Cada una de ellas pasa su vida acumulando energía. Luego nos la devuelven iluminando la noche. —Joad hizo una pausa y, después, soltó un alegre suspiro—. Ésa es una vida bien empleada, creo.
Y, dicho esto, el nífido condujo a su compañera de vuelta camino arriba. Khisanth estaba silenciosa, pensando en la gran sabiduría que con toda seguridad acababa de presenciar. Pero, como sucedía con la mayoría de las lecciones de qhen que los nífidos le impartían, no comprendió inmediatamente el mensaje.
La diferencia era que ahora ella estaba contenta de esperar, porque sabía que un día el mensaje de Joad tendría sentido para ella.