Una bochornosa lluvia de verano cayó, como una cortina inclinada, sobre las rocas y las agujas de pino, fuera de la guarida de Khisanth. La húmeda sensación debería haber sido tan tranquilizadora, para su alma ensombrecida, como una comida de sangre caliente. Pero, ese día, había pocas cosas que pudiesen apaciguar su mal humor.
Khisanth estaba considerando seriamente echarse atrás en su trato con Kadagan y Joad. Por lo que a ella respectaba, los nífidos ya habían violado su acuerdo. El amarillo sol había salido y se había puesto ya innumerables veces, y ellos todavía no le habían enseñado nada, ni un solo encantamiento. La habían mantenido tan ocupada haciendo cosas inútiles que ni siquiera había tenido tiempo de practicar para recordar aquellos conjuros menores que había aprendido antes del Sueño.
Mientras contaba los pétalos de una rosa silvestre, comenzó a echar pestes, arrancando los estambres del brote de color fucsia que sostenía en la garra izquierda. ¡Sandeces! Una espina se abrió camino hasta la tierna carne entre dos escamas y ella arrojó lejos de sí, enfadada, la deshojada flor.
Kadagan le había dejado el espinoso montón de flores con instrucciones de contemplar la esencia de una rosa.
—¿Qué demonios significa eso? —había refunfuñado ella.
—Debes descubrir qué es lo que hace a una rosa ser una rosa.
—Eso es obvio. Parece una rosa.
Kadagan había sonreído con indulgencia y había dicho mientras se marchaba:
—Ésa sería la conclusión de alguien que no es qhen.
Al principio, Khisanth se había tragado su irritación para ponerse a la altura del reto que Kadagan le había lanzado. Sus inmensas garras eran torpes herramientas a la hora de arrancar los frágiles pétalos rosa pálido; era un ejercicio tan absurdo como utilizar una espada ancha para encontrar la espoleta de un diminuto gorrión. Y, sin embargo, Khisanth estaba decidida a demostrar a Kadagan que ella tenía tanta paciencia como él, así que se concentró en separar los aterciopelados pétalos con las afiladas puntas de sus garras. Luego se llevó puñados de pétalos hasta las abocinadas ventanillas de su hocico e inhaló hasta que la aromática fragancia le fue tan familiar como la de las ratas o la de la tierra húmeda. Su larga lengua, carmesí, probó tanto los pétalos como los tallos hasta que dejaron de saber amargos. Pero, según iba pasando el tiempo, medido por el número de pétalos que Khisanth había arrancado, su forzada paciencia fue disminuyendo, hasta que se agotó.
Khisanth empezó a pasear de un lado a otro por los confines de la pequeña cueva que Joad había encontrado para ella. Ésta no era lo que la hembra de Dragón Negro habría escogido como guarida. Sus cuernos raspaban el abovedado techo cuando se ponía de pie, en la postura regia y amenazante que más le gustaba. De modo que, cuando no estaba dormida, se veía obligada a agachar su largo cuello o a sentarse sobre sus ancas cual gigantesco perro al acecho. Allí no sería capaz de extender y flexionar las alas cuando los nífidos le quitaran la molesta tablilla que todavía llevaba en su ala derecha.
Murciélagos y pequeños pájaros habían hecho de aquel sitio su hogar antes de que llegara Khisanth, pero ésta ya había consumido a todos aquéllos que no habían huido despavoridos. Un gran charco de agua estancada, en el rincón más apartado de la cueva, era la única fuente de placer para Khisanth en la guarida: después de las comidas, en los calurosos días y noches de verano, le gustaba salpicarse de fétida agua en el cuello con su cola y, después, acostarse en el fresco y oscuro suelo de piedra y tierra.
Al menos estaba oscuro dentro de la cueva. Khisanth pensó en la adoración que los nífidos sentían por la luz. Ellos necesitaban sol; ella buscaba la soledad de la oscuridad. ¿Por qué había accedido a seguir el adiestramiento con unas criaturas tan opuestas a su propia naturaleza y necesidades? Por avaricia, desde luego. La respuesta no la avergonzaba. Por el contrario, respaldaba su decisión de obligarlas a enseñarle lo que habían prometido.
Justo entonces, Khisanth se quedó inmóvil y estiró la cabeza hacia un lado. Alguien o algo se estaba aproximando a su guarida. La cara inferior de su larga cola hizo un suave ruido cuando se colocó a toda prisa a menos de siete metros de la abertura, donde las sombras todavía la ocultarían. Luego apretó su gran mole contra la pared izquierda. El ardiente ácido verde que bullía constantemente en su estómago se quedó quieto, a la espera, en el fondo de su garganta.
Kadagan atravesó la abertura y entró dando saltitos en la cueva. Tras sacudirse las gotas de lluvia de su exuberante cabello, el nífido echó una ojeada a los restos de rosas esparcidos.
—Has estado ocupada —dijo, ajeno a la amenazante postura de Khisanth.
La hembra de dragón avanzó desde las sombras con el peor de los humores y con un ojo semicerrado en un guiño de furia.
—¿No sabes que no se puede acercar uno a la guarida de un dragón sin anunciarse primero? Casi te hiervo en ácido.
El nífido no pareció preocupado ni sorprendido.
—Estaba al tanto de tu presencia. Además, no me da miedo morir.
—No tenerle miedo o salirle al paso como un necio son dos cosas distintas —rugió la enorme criatura.
—Vamos, Khisanth —dijo Kadagan como si ella no hubiese dicho nada, y salió de la cueva—. La lluvia ha cesado.
Todavía rezongando entre dientes, Khisanth siguió al nífido hasta la hilera de árboles que había descendiendo la colina desde su guarida. Allí esperaba Joad, sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
—Veamos lo que has aprendido —prosiguió Kadagan.
—He aprendido que estoy harta y cansada de vuestros juegos —dijo Khisanth agarrando a Kadagan por la parte delantera de su verde túnica y levantándolo hasta unos cuatro metros por encima del suelo—. O me enseñáis a cambiar de forma, como acordamos, justo en este momento, o ya podéis sacar a otra desventurada criatura de las entrañas de la tierra para ponerla a oler flores.
—¿Se parece una rosa a un tejón? —preguntó Kadagan con voz entrecortada, por la presión ejercida sobre su pecho.
Su expresión era desconcertantemente serena. Joad no se había movido.
—¡Por supuesto que no! —resopló Khisanth ante lo absurdo de la pregunta.
—Entonces, no es un tejón. ¿Tiene el sabor de un alce?
—¡No, sabe como una rosa!
—¿Y cómo es eso?
Arrastrada hacia el interminable interrogatorio a pesar suyo, Khisanth volvió a poner al nífido sobre las todavía húmedas agujas de pino.
—El tallo leñoso es acre y el centro es dulce, comparado con el resto.
—¿No describiría eso también a una naranja, o a una manzana?
—No… —Khisanth hizo una pausa y pensó durante un momento—. Sí, lo haría. —Y se quedó frustrada al darse cuenta de ello—. ¿Qué objeto tiene todo esto?
Kadagan la miró cara a cara y dijo:
—Creo que ya lo sabes, aunque todavía no lo entiendas del todo.
Los ojos de Khisanth se entornaron.
—¿Estás tratando de decir que hay algo que es común a todas las cosas y que las diferencias no son sino matices?
Kadagan se mostró impresionado.
—Has aprendido más de lo que suponía. Todo lo que yo esperaba de ti era que reconocieras las diferencias.
Y, volviendo a colocarse bien la túnica, el nífido se sentó sobre un tocón de árbol podrido y se envolvió las rodillas con sus delgados brazos.
—Cualquier criatura mágica puede aprender los rudimentos de la transformación —continuó—. Pero un maestro de la técnica es capaz de traer todas sus demás… «esencias» a su nueva forma y combinarla con un entendimiento completo de la criatura cuya forma vaya a tomar —Kadagan hizo una pausa—. El resultado es una criatura mágica superior a la natural. Cualquier cosa inferior es simplemente un cascarón mágicamente animado, no mejor que un golem —y movió afirmativamente la cabeza—. Tú estás haciéndote qhen, Khisanth.
Khisanth se quedó en silencio. Podía sentir que una transformación casi física tenía lugar en su cuerpo mientras empezaba a comprender. La hembra de dragón se estremeció en medio del calor agobiante del bosque regado por la lluvia.
—Creo que estás preparada para probar tus alas.
Sorprendida, Khisanth miró con ansia hacia atrás, por encima de su hombro. Joad estaba desatando los tallos de enredadera y retirando la tablilla de su miembro dañado.
—¿Está bien, Joad? —preguntó ella y, sin esperar una respuesta, flexionó cautelosamente el ala—. Hace varios días que creo que está curada.
La articulación estaba rígida, pero no herida. Ella la estiró más todavía, abriendo el ala hasta el máximo de su extensión. La blanca perlada y afilada garra en que terminaba atravesó las copas de los árboles.
Khisanth volvió a plegar el ala contra su costado. Su corazón palpitaba enloquecidamente de impaciencia. Irguiéndose sobre sus patas posteriores, extendió ambas alas a la vez, hacia el cielo, plegándolas y desplegándolas con un golpeteo rítmico.
—¿No puedes levantar el vuelo aquí mismo? —dijo la suave y uniforme voz de Kadagan.
Y su mirada viajó hasta lo alto para estudiar el alto dosel de árboles que crecía densamente, a cierta distancia por delante de ellos, y proporcionaba protección a la guarida de Khisanth en la ladera de la colina.
—No… estoy segura —musitó.
Khisanth frunció el ceño y buscó en su mente recuerdos de vuelo. Todo lo que pudo obtener fue la imagen estática de una apretada manada de dragones, extremadamente jóvenes, apenas distinguible entre las nubes de polvo rojo que levantaban mientras avanzaban hacia un precipicio distante. No estaba segura, siquiera, de si ella se hallaba entre aquellos cachorrillos convertidos en dragones o si, simplemente, había oído hablar de ellos.
—Creo que necesito un saliente —murmuró por fin.
—El que está por encima de tu guarida, ¿es lo bastante grande?
Khisanth miró por encima del hombro hacia la cornisa rocosa que formaba una protuberancia sobre la entrada de la cueva. No estaba demasiado alta, pero podría ser suficiente. El saliente rocoso continuaba hacia arriba por la escarpada colina, interrumpido tan sólo por ocasionales matojos. Por debajo de la guarida, la ladera descendía pronunciadamente; la distancia entre la fila de árboles bajo los cuales se encontraban ahora y la cueva era algo superior a la longitud del cuerpo de Khisanth.
—Veremos si es lo bastante alta —dijo por fin la hembra de dragón.
Ansiosa por probar sus alas en vuelo, Khisanth salió de la protección de los árboles a la luz del sol que había ahuyentado las nubes de lluvia. Cómo podían los nífidos disfrutar tanto de la cegadora luz del sol, era algo que ella jamás entendería. Entornando los ojos, remontó pesadamente la guarida y continuó subiendo hasta cierta distancia por encima del saliente.
«Esto debería darme espacio suficiente para tomar carrerilla», razonó Khisanth. Entonces se irguió bien alta y extendió las alas una y otra vez, a modo de prueba. Luego tomó una profunda inhalación para concentrarse, plegó herméticamente las alas contra sus costados y, empezando con la pata derecha, fue alargando los pasos y ganando más y más velocidad a medida que se acercaba al precipicio. El suelo temblaba debajo de ella y numerosas rocas rodaron colina abajo. Los dedos y garras de su pata derecha fueron los primeros en encontrar el borde, tal como había planeado. Entonces, Khisanth se elevó de un empujón con toda su gran fuerza y abrió las alas, llevándolas primero hacia abajo y después hacia arriba.
Cayó en picado como una roca.
Durante cinco latidos de corazón, se debatió y aleteó pero no consiguió nada. Entonces, se encontró con el húmedo suelo y salió rodando.
Respirando pesadamente, Khisanth dejó que su cara quedara cubierta por su ala izquierda tal como había caído. Podía sentir a Joad a su lado, examinando en silencio su ala derecha. No le interrumpió aunque ella sabía que no estaba herida.
—Lo has intentado con demasiado ahínco.
La cabeza de Khisanth salió como impulsada por un resorte de debajo del ala para lanzar una mirada fulminante al joven nífido, que estaba suspendido encima de su omóplato izquierdo, con sus propias alitas revoloteando sin esfuerzo.
—¿Cómo puedo «con demasiado ahínco» intentar hacer algo que no sé?
—No necesitas que te enseñen a utilizar tus alas… volar es algo natural para los dragones. ¿Necesitaste que te enseñaran a caminar antes del Sueño?
En realidad, Khisanth no se acordaba.
—Probablemente dabas pasos tambaleantes, primero. Pero tú asumiste, cuando despertaste, que podías caminar y lo hiciste.
—¿Estás diciendo que debería sencillamente asumir que puedo volar y volaré? —se burló Khisanth.
Entonces se puso en pie y empezó a quitarse las agujas de pino húmedas del pecho y la cola, adoptando una pose de desinterés. Sin embargo, esperó la respuesta del nífido.
—No —dijo Kadagan sacudiendo la cabeza mientras aterrizaba en el suelo—. Aunque la habilidad es natural, el conocimiento no lo es. Necesitas practicar, pero con naturalidad, como una hoja cayendo del árbol. Debes dejar de preocuparte por volar y sencillamente hacerlo. Después de que hayas practicado, se volverá algo completamente natural.
Kadagan se dio cuenta de que ella estaba tratando de absorber sus palabras y, sin embargo, su natural hostilidad había ido frunciendo su ceño.
—Deja de pensar en ser una hembra de dragón y simplemente sé una hembra de dragón.
Los gruesos labios de Khisanth se arrugaron con desprecio. ¡Las agallas del nífido no tenían límite!
—Si hay algo de lo que sé más que tú —aseguró—, ¡es de cómo ser dragón!
Y, dicho esto, dio la vuelta y partió otra vez como un trueno hacia el saliente de la colina.
La indignada hembra de dragón tomó posición como antes y se preparó para correr cuesta abajo hacia el saliente. Pero, en el último momento, tuvo un vislumbre de Kadagan, de pie allá abajo con los brazos cruzados en actitud expectante y la cara inclinada para tomar el sol mientras la observaba. Bien fuese por despecho o por alguna emoción mucho más poderosa, Khisanth invocó de repente una breve imagen mental de sí misma volando sobre la tierra. Dejó de pensar en cada paso que iba a dar, en comenzar con la pata derecha para poder impulsarse también con la misma… Se ordenó a sí misma moverse, correr, y, cuando sus dedos tocaron el borde, no envió ningún mensaje consciente a sus alas.
Había remontado el borde. Sus alas se elevaron de un golpe y luego se desplegaron. La astada cabeza del reptil se proyectó hacia delante y sus cuatro extremidades se estiraron hacia atrás bajo su pecho expandido formando unas líneas rectas, tensas y paralelas al suelo.
Khisanth estaba planeando. Desde lo alto, vio la hilera de árboles aproximarse con rapidez y se puso tensa por un momento; pero, entonces, se acordó de que era, sencillamente, una hembra de dragón. Sus alas se inclinaron ligeramente por sí mismas para elevarse súbitamente sobre el denso follaje verde y adentrarse en el cielo azul que la esperaba. Abandonando finalmente el planeo, sus largas y correosas alas se plegaron y luego se abrieron de golpe otra vez. Las corrientes de viento tiraron de ella, dándole sacudidas mientras subía. Entonces dejó que el viento la llevase a donde quisiera.
Khisanth vio el mundo entero como los dioses lo habían creado —tierras escarpadas, corrientes de agua, aire turbulento— y pensó en la pérdida que habría sido pasarse toda la vida durmiendo debajo de todo aquello. Mirando hacia atrás en el tiempo, se vio a sí misma con un admirable desapego. Las escamas que cubrían sus ondulantes músculos brillaban con la lisa negrura del ónice pulido. «¡Qué criaturas tan perfectas son los dragones!», pensó Khisanth. Sin duda tenían el mismo toque divino de la propia tierra.
«Ah, volar…». El arrebato que inspiraba era semejante al de comer, especialmente cuando el viento de cola contribuía dándole una velocidad increíble. Se obligó a sí misma a proseguir este vuelo inaugural, atravesando el primer dolor de los músculos de sus alas, hasta que las patas que la ayudarían a aterrizar se entumecieron también. Finalmente divisó el límite del bosque que protegía su guarida y dejó que su cuerpo se cuidara de los detalles de volver a la tierra.
O había volado demasiado tiempo o su cuerpo tenía poco conocimiento práctico de aterrizar, porque sus patas se doblaron al tomar contacto con el suelo. Khisanth cayó rodando, perdiendo la cuenta después de la primera voltereta. Por fin su cola dio contra un grueso tronco de árbol y se detuvo, incapaz de distinguir arriba de abajo.
—No está mal —dijo Kadagan, como siempre en su hombro—. Tampoco bien, pero no está mal. La próxima vez ya sabrás volar sólo lo que puedas aguantar.
Khisanth todavía estaba resentida por la reprimenda de Kadagan cuando se despertó, el día siguiente. Hubiera querido estrangularlo cuando adoptaba esa expresión de superioridad durante sus insufribles sermones acerca de qhen. Khisanth había demostrado que podía volar, y el mejor cumplido que él podía ofrecerle era «no está mal». Le había preguntado acerca de esto, lo había desafiado. Pero, con su irritante serenidad, el nífido había respondido:
—Puedes volar. También puede hacerlo un mosquito.
Ella le había lanzado una mirada incendiaria que había hecho que sus ojos dorados parecieran ámbar quemado. Él había permanecido impasible, y, después; la había dejado para pasar la noche. Antes de seguir al joven nífido, Joad le había entregado algunos linimentos a base de hierbas con el mudo sobreentendimiento de que debía aplicárselos en sus entumecidos músculos.
Ahora, mientras se estiraba dolorosamente, Khisanth lamentó mucho no haber usado las pequeñas redomas y haberlas tirado desafiantemente a un rincón de la guarida la noche anterior. Localizó los frasquitos de ungüento rotos, se frotó la bola carnosa que tenía bajo una garra en el charquito, parcialmente seco, que quedaba en suelo y se llevó lo que pudo hasta los músculos más doloridos de sus alas. Para su gran sorpresa, la sustancia le proporcionó un alivio instantáneo, aunque no total. Khisanth estiró la mano para coger más y, con gran consternación, se dio cuenta de que no podía salvar lo bastante para aplicarle a todo su cuerpo. Le enfureció pensar que su ira le había costado la cura de sus males. Dio un rabioso coletazo y los pedazos de cerámica de las redomas saltaron por los aires a través de la abertura de la cueva.
—La cólera te derrotará en la batalla lo mismo que en la vida —dijo Kadagan esquivando tranquilamente los fragmentos voladores mientras entraba revoloteando en la cueva—. Es una vieja máxima nífida.
—¿Hay algo que te enfurezca? ¿No te pone furioso que esos humanos se llevaran a Dela?
—La ira es energía tontamente malgastada.
Khisanth puso los ojos en blanco con exasperación.
—Nunca deja de asombrarme que una especie tan sabia y conocedora de todo haya llegado al borde de la extinción —fue su pulla.
Como de costumbre, Kadagan no mordió el anzuelo.
—Un cruel truco de la naturaleza ha dado a los nífidos la sabiduría sin la fuerza física con que defenderla. Tú tienes la oportunidad de poseer ambas —dijo Kadagan recogiendo el bajo de su túnica para sentarse con las piernas cruzadas en el suelo de tierra—. ¿Estás preparada para la siguiente lección de qhen?
—¿Qhen? —bufó Khisanth—. Hoy tengo intención de volar.
Kadagan observó los movimientos rígidos y nerviosos de la hembra de dragón mientras ésta se paseaba de un lado a otro de la cueva.
—¡Me siento bien! No tendré ningún problema volando —gruñó Khisanth, defensivamente, ante la fría mirada del nífido—. Además —añadió, volviéndose como un remolino hacia la pequeña criatura—, creí que tú y Joad teníais prisa por que yo rescatase a Dela. Sólo estoy tratando de complaceros —y cruzó sus zarpas en actitud desafiante—. Así que saltémonos estas fascinantes conferencias tuyas y pasemos a aprender cómo cambiar de forma.
—Estoy más que ansioso por rescatar a Dela —dijo Kadagan con calma—. Pero tú, sin duda, fracasarás en la tarea si no moderas tu temperamento. ¿Cómo puedes esperar controlar a un enemigo sin ser capaz antes de controlarte a ti misma?
—¿Por eso estás tú siempre tan irritantemente tranquilo? —soltó Khisanth.
Ambos sabían que la pregunta no necesitaba respuesta. De alguna extraña manera, ella estaba empezando a comprender la lógica del nífido. Además, estaba cansada de parecer idiota en contraste con la inalterable calma del nífido.
—¿Cuánto tiempo tardaré en aprender todo lo que tú quieres que sepa?
—Como ya te dije antes, eso depende de ti —dijo el nífido—. No puedo tener prisa y enseñarte paciencia —y, dándose cuenta del rumbo circular que el tema podía tomar, Kadagan observó—: Los machos de mi especie transmiten a sus hijos un cuento que podría ayudarte:
»A una joven nífida le llegó la hora de desarrollar su naturaleza mágica y aprender qhen. Entonces caminó hasta la vaina de su tío y maestro y dijo:
»—Ya es hora de que me convierta en la mejor qhen nífida. ¿Cuánto tiempo debo estudiar?
»—Diez años por lo menos —dijo su tío y maestro.
»—Diez años es mucho tiempo —dijo la joven nífida—. ¿Y si estudiase el doble que todas las demás estudiantes?
»—Veinte años —respondió su maestro.
»—¡Veinte años! ¿Y si practico día y noche con todo mi esfuerzo?
»—Treinta años.
»—¿Cómo es que cada vez que digo que trabajaré más duramente, tú me dices que tardaré tanto más tiempo?
»—La respuesta es clara. Cuando tienes un ojo fijo en tu destino, sólo te queda un ojo con el que ver el camino que te aguarda».
La gruesa y escamosa piel que cubría los superciliares de Khisanth se elevó en un gesto de entendimiento. La hembra de dragón soltó un retumbante suspiro de rendición. Para un dragón de genio vivo, asimilar qhen iba a ser mucho más difícil que aprender a caminar o a volar.