La habitación del clérigo oscuro, en el sótano de la Torre de Shalimsha, era pequeña, apretada y oscura: exactamente como a Andor le gustaba. Como clérigo personal del propio gran señor Maldeev, él merecía un espacio mucho mayor, incluso una estancia en los más aireados pisos superiores del castillo. Pero eso no habría encajado con los gustos de Andor, desarrollados cuando era joven, en un hogar excavado en la base de un árbol. Andor era un elfo qualinesti.
Un elfo oscuro ahora, Andor se recordó a sí mismo amargamente. Rechazado por su propia gente después de que su estudio de la magia tomara un giro maligno, Andor había sido declarado elfo oscuro y se le había prohibido llamarse a sí mismo qualinesti hasta que sus acciones reflejasen de nuevo la bondad natural de su gente. Por desgracia, la amargura inspirada por su destierro sólo había servido para cimentar la afiliación de Andor al Mal. El clérigo siempre escondía sus delicadas y puntiagudas orejas bajo una oscura capucha de tosca hilatura que mantenía también su élfico y barbilampiño rostro en la sombra perpetua. Él prefería que la gente lo temiese por sus habilidades a que lo despreciasen o, peor aún, sintiesen lástima de él por su condición de marginado.
Andor estaba ahora de rodillas ante el altar de Takhisis en el templo de Shalimsha, preparándose para la ceremonia de unión que iba a celebrar más tarde, aquel mismo día, entre Maldeev y Khisanth. Su labor era servir de canal entre la reina y sus sirvientes mortales, de modo que su mente enlazaría con la Reina Oscura durante la ceremonia. La idea infundía miedo en el corazón del clérigo.
«Ella verá mi culpa —pensó Andor con certeza—. Conocerá la razón de la vergüenza que he sufrido desde el ataque». Tenía que explicarse, primero. Andor inició sus fervientes oraciones.
—Reina de los Dragones —comenzó el clérigo oscuro utilizando el nombre por el cual se conocía a Takhisis entre los elfos—, debo humildemente suplicar tu perdón. Yo no tenía intención de emplear mis conocimientos contra uno de tus sirvientes. Yo no conocía el propósito, ni tampoco pregunté. No estaba en posición de preguntar…
La voz del elfo oscuro se fue apagando, consciente de que sonaba débil de voluntad y muy culpable. Andor tuvo una idea repentina.
—Sé que puedes leer mis pensamientos si lo deseas, pero debes darte cuenta de la profundidad de mi arrepentimiento por mi participación inconsciente en la traición. Para demostrar que mi lealtad a ti es tan inquebrantable como siempre, revelaré el nombre de aquél que nos ha traicionado a los dos.
El elfo oscuro se inclinó hacia adelante sin necesidad y susurró:
—Su nombre es…
La voz de Andor se vio súbitamente silenciada.
Llevando una antorcha en la mano, Khisanth, bajo la forma de Ónice, la mujer de cabello negro, descendió a toda prisa la estrecha y retorcida escalera. No es que le gustase la forma humana, pero ésta tenía su utilidad: jamás podría haber llegado a los sótanos de la torre bajo su enorme forma de dragón.
El clérigo oscuro Andor sabría, de saberlo alguien en Shalimsha, qué clase de conjuro podría haber causado la horrible transformación de Jahet. Khisanth no podía borrar de su memoria la visión del dragón de cristal haciéndose añicos.
La joven mujer tenía que apresurarse ahora. La ceremonia de unión con Maldeev iba a tener lugar durante la puesta de sol y había mucho que hacer antes de eso. Khisanth descendió los dos últimos escalones de un salto y avanzó a toda prisa por el pasillo, que tenía justo el ancho de dos humanos uno al lado del otro, aunque era muy alto. Un joven soldado le había dicho que la puerta del clérigo oscuro era la segunda a la derecha. Pasando la primera, se detuvo ante una sólida puerta de roble, pálida por la falta de exposición a la luz del sol y con la parte superior en forma de medio óvalo. Para su sorpresa, la puerta estaba entornada y podía ver la luz mortecina de una vela titilando a través de la abertura.
Ónice llamó con unos golpes sonoros. No se oyó nada. Asomándose al interior, empujó lentamente la pesada puerta hacia dentro.
—¿Andor? —La joven entró tímidamente y miró a su alrededor. El clérigo oscuro de Maldeev estaba en la penumbra, arrodillado ante el altar de Takhisis—. Soy Khis… quiero decir Ónice —dijo, sosteniendo en alto su antorcha mientras se aproximaba—. He venido a pedirte consejo sobre un conjuro mágico.
A Ónice se le hizo un nudo en su garganta humana.
Andor, el clérigo oscuro del Señor del Dragón, tenía la cara apoyada en el altar y le salía sangre de la boca. Un cuchillo con diamantes incrustados sobresalía de su espalda sin vida.
—Un asesinato dentro de los altos rangos del ala, y en el día de nuestra unión —murmuró Maldeev misteriosamente—. Espero que no sea un mal augurio… Pero es un condenado inconveniente, dado que Andor iba a celebrar la ceremonia.
El gran señor recogió las mangas de su traje y arrojó un leño al fuego, levantando una lluvia de chispas.
—Siento haber tenido que ser la portadora de semejantes noticias en el día de hoy —dijo Khisanth.
—¿Qué estabas tú haciendo en el sótano, por cierto? —preguntó el gran señor sin volverse.
—Yo… quería hacerle a Andor algunas preguntas sobre la ceremonia —mintió Khisanth, recordando las palabras que había pronunciado Jahet sobre la desconfianza de Maldeev por la magia.
—Podías habérmelo preguntado a mí —dijo Maldeev.
—No quería molestarte con detalles menores —dijo rápidamente—. Tendremos que abrir una investigación sobre la muerte de Andor…
—Sí, por supuesto. Mañana —dijo Maldeev—. En este momento tengo que disponer que ese otro clérigo… ¿cómo se llama, Wiib?… lleve a cabo la ceremonia. Espérame aquí. Tengo algo que hablar contigo cuando haya terminado —ordenó, y luego salió por la puerta que conducía al interior de la torre.
Khisanth recostó la cabeza en sus garras, con los labios encogidos en una mueca de fastidio. ¿Acaso creía que ella no tenía otra cosa que hacer ese día que esperarlo a él? Confiaba en poder darse un rápido festín y una siesta antes de las festividades. La hembra de dragón no entendía el reloj de agua de Maldeev, pero la luz solar que entraba desde el patio le dijo que quedaba menos de un cuarto de día hasta la puesta del sol.
Podía ocuparse de una de esas tareas allí mismo, pensó. Acomodándose para echar una siesta, la cabeza de Khisanth se levantó sobresaltada cuando alguien golpeó en la pequeña puerta por la que Maldeev acababa de salir.
—Adelante —dijo ella.
La negra envoltura que cubría la cabeza de Salah Khan asomó por la abertura. Vio que Khisanth estaba sola delante del fuego.
—Discúlpame, número uno. Me han dicho que el gran señor estaba aquí —explicó—. Hay un problema entre los draconianos baazs y kapaks que requiere su inmediata atención, y…
La voz embozada del humano se cortó bruscamente.
Khisanth había notado un marcado frío en el aire durante todos sus encuentros con Salah Khan desde la batalla de Lamesh. Ambos sabían que, de no haber sido por la muerte de Jahet, Khisanth estaría intercambiando el juramento ahora con el lugarteniente de Maldeev y no con el gran señor.
—El gran señor Maldeev ha dicho que volvería dentro de poco. Entra y espera —invitó ella, indicándole con la cabeza un lugar cerca de la chimenea.
El comandante humano se detuvo un momento a pensar.
—Gracias —dijo por fin, y rodeó la puerta.
Una vez dentro, se quedó de pie ante el fuego, con los brazos rígidamente cogidos por detrás de su espalda.
Dragón y humano esperaron juntos en incómodo silencio. Khisanth fingió dormir; Salah Khan miraba fijamente hacia adelante. Finalmente, el humano rompió el silencio.
—Deseo que te vaya bien en tu inminente unión, Khisanth —dijo—. El Ala se beneficiará de la combinación de vuestros impresionantes talentos.
—Gracias, Khan —dijo Khisanth.
El humano pareció relajarse un poco e incluso se volvió para mirar a la hembra de dragón.
—El gran señor Maldeev debe gozar del favor de los dioses para haber merecido la unión con dos dragones tan impresionantes en una sola vida.
Khisanth se limitó a asentir con la cabeza, sintiendo un cosquilleo en su espina dorsal al recordar la valoración que el propio Maldeev había hecho de su unión.
Salah Khan volvió a cogerse las manos y levantó su enmascarado rostro hacia el techo.
—Sólo doy gracias a Takhisis porque nuestro bravo gran señor tuviera la previsión de llevar un anillo mágico a la batalla que mató a la fiel y poderosa Jahet. —Khan observaba estrechamente a Khisanth por el rabillo del ojo—. Imagínate, si no hubiese vencido su desconfianza de la magia, simplemente para tranquilizar a Andor y Jahet, vaya, ¡podría estar muerto él también! —dijo el humano con un estremecimiento. Khan sacudió su envuelta cabeza—. Pero, no deberíamos entretenernos hoy en tan sombríos pensamientos sobre lo que podría haber ocurrido. Éste es un día glorioso para toda el Ala Negra —concluyó alegremente.
Khisanth apenas podía oír al humano por encima de la avalancha de pensamientos que las ingenuas palabras de Khan habían provocado en su cerebro.
—¿Crees que el gran señor Maldeev tardará aún mucho en venir? —estaba preguntando Salah Khan mientras miraba con ansiedad hacia la puerta—. Realmente, debo volver para ocuparme del problema entre los draconianos…
Khisanth se puso en pie con esfuerzo.
—Di al gran señor que no pude esperarlo más tiempo —instruyó al humano con un tono brusco y distante—. Dile que tengo algo que atender, que lo veré en el templo al anochecer.
Y dicho esto, la hembra de Dragón Negro salió como una exhalación por el gran acceso que conducía al patio.
Viéndola marchar con tanta premura, Salan Khan sonrió bajo su máscara.
¿Por qué no había pensado en ello? Khisanth echaba humo por dentro. Transformada en roedor, echó a correr por los corredores del castillo apretada, contra los oscuros ángulos donde el suelo se encuentra con la pared.
Sólo había tres cosas mágicas próximas a Jahet en la batalla que había acabado con su vida. La propia Jahet, Khisanth y el anillo de Maldeev.
«Ponte esa maldita cosa, Maldeev. ¿Qué daño te va a hacer? Puede que te venga bien».
La propia Jahet había persuadido a Maldeev para que llevara la creación de Andor.
Andor y su anillo eran la clave del rompecabezas. El clérigo oscuro era un elemento central, si no el instigador, de una conspiración contra Jahet. Su misterioso asesinato apoyaba la idea de que él no había actuado solo. A Khisanth no se le ocurría ninguna razón por la que el clérigo deseara la muerte de Jahet. Y ahora estaba muerto, también. Alguien lo había silenciado.
Aquello sólo dejaba el anillo como evidencia. Khisanth no podía sugerir a Maldeev, y hoy menos que nunca, que podría haber desempeñado inconscientemente un papel en la muerte de Jahet. El gran señor se pondría furioso y se negaría a dejarla inspeccionar el anillo. Sencillamente, tendría que encontrar y examinar el anillo sin que él lo supiera.
Ésa era la razón por la cual Khisanth se hallaba ahora corriendo hacia los aposentos de Maldeev en forma de ratón. No tenía mucho tiempo antes de que él volviera a cambiarse para la ceremonia. Para confirmar su pensamiento, una joven sirvienta con gorrito de muselina y delantal pasó por delante del ratón salpicando agua hirviendo de dos pesados pozales de madera de pino gris. Dejando los pozales en el suelo ante la puerta del gran señor, la muchacha golpeó mecánicamente en la hoja de madera, sabiendo que el gran señor todavía no estaba presente. Giró la manilla y abrió la puerta de un puntapié. La muchacha no vio al ratoncito marrón que se deslizó al interior detrás de ella antes de que cerrase de nuevo la puerta con un golpe de su talón.
La primera ojeada de Khisanth a los aposentos de Maldeev la sorprendió. La decoración era austera para un hombre de su rango. La estancia principal era lo bastante espaciosa para contener a un dragón, si hubiese podido entrar hasta allí. La pared del fondo consistía casi por completo en ventanales que conducían a un parapeto que daba al patio por el lado sur. Desde allí le había dirigido Maldeev a ella sus primeras palabras, recordó.
Las ventanas estaban divididas entre sí por una sección de pared de más de tres metros de anchura que proporcionaba el telón de fondo para la cama de Maldeev. Los ojos de Khisanth se abrieron de par en par ante la vista del único artículo de lujo que había en la habitación. Tres escalones conducían a la enorme cama con dosel; de éste colgaba una red mosquitera y montones de blandas almohadas cubrían el lecho.
Khisanth miró a su alrededor en busca de algo que pudiera albergar un anillo y localizó un armario ropero de madera en la pared del lado este. Desde aquella distancia y aquel ángulo, justo podía distinguir un cofre en la parte superior. Después de mirar a la criada, que estaba vertiendo el agua en una bañera de cobre, el ratón Khisanth se pegó a la pared y se encaminó hacia el armario.
«¿Y ahora qué?», se preguntó a sí misma. ¿Cómo iba a llegar a la cima del altísimo armario de madera? Pero entonces vio el tapiz que colgaba detrás de él y encontró la respuesta. Extendiendo sus delicadas uñas de marfil e impulsándose con sus patas posteriores, Khisanth dio un brinco y se enganchó con sus pequeñas garras en el tejido. Entonces tiró y se aupó hacia arriba, escalando el tapiz. Al llegar justo a la altura del techo del armario, Khisanth se arrojó de un salto sobre la lisa y pulida superficie y resbaló hasta casi caerse por el otro lado. Pero logró detener su deslizamiento agarrándose a una tela bordada que había debajo del cofre y que tenía dos veces su altura y tres veces su longitud.
El pequeño corazón de Khisanth martilleaba contra sus costillas tras el frustrado accidente. Haciendo una pausa momentánea para calmar su respiración, jugueteó con el sencillo cierre del cofre hasta que éste saltó con un suave chasquido. Entonces se levantó sobre sus patas posteriores, empujó la tapa del cofre hacia arriba, por encima de su cabeza, y echó una ojeada en su interior, forrado de terciopelo.
Khisanth empujó a un lado varios rollos de pergamino, atados con una cinta y sellados con cera, y un recargado aro de plata que jamás había visto llevar al gran señor. Entonces divisó una serie de anillos en las oscuras profundidades de la caja y trepó con sus cuartos traseros hasta el borde para poder mirar más de cerca. «Para alguien que nunca lleva anillos, Maldeev desde luego parece tener una buena colección —refunfuñó para sus adentros intentando evocar su breve recuerdo del anillo que había llevado en Lamesh—. Aquél era liso y negro, como cristal ahumado recordó, y con la banda de oro». Sus ojos se posaron en él, y su pulso se aceleró con la excitación. Pasando sus zarpas por la piedra lisa y llana, y luego por los bordes, su garra derecha se encontró con un seguro.
—¡Gran señor! —oyó de repente gritar a la criada.
La cabeza de ratón de Khisanth asomó de la caja como impulsada por un resorte. Maldeev estaba entrando en sus aposentos. Silbando una melodía por lo bajo, dio una palmada a la sirvienta en el trasero con un gesto obviamente familiar.
—Ojalá tuviésemos tiempo ahora, querida mía —dijo con tono compungido mientras comenzaba a quitarse las vestiduras—. Eso tendrá que esperar hasta después de las festividades de esta noche.
Con el pecho desnudo, Maldeev cruzó la habitación hacia el armario. Khisanth se sumergió en el cofre.
—Ciertos asuntos desagradables me han hecho demorarme, y ni siquiera estoy seguro de tener tiempo para un baño ahora.
¡Maldeev vería, sin duda, que la tapa de su cofre estaba abierta y entonces miraría en su interior y la encontraría! ¿Cómo diablos iba a poder explicarle aquello? ¡Y estaba tan cerca! Khisanth miró el anillo que había junto a ella en la caja. ¿Qué había dicho el caballero Tate? «Vive para luchar otro día», o algo parecido. Aquellas palabras cobraban más sentido para ella ahora, en su diminuta forma de ratón.
Khisanth saltó fuera de la caja y cruzó a toda prisa el techo del armario, haciendo un leve ruidito contra la madera. Maldeev se hallaba sólo a unos pasos de él, con la cabeza inclinada, concentrado en la tarea de abrocharse las bocamangas. Con el corazón desbocado, Khisanth se lanzó hasta el tapiz y clavó las uñas en él. Se detuvo un frenético momento para recobrar el aliento y luego descendió, paso a paso y se dejó caer sin el menor ruido en el suelo. Pegándose a las tablas, emprendió el regreso hacia la puerta.
—Alguien ha estado hurgando en mi cofre —oyó decir a Maldeev enojado cuando éste alcanzó el armario—. ¿Qué sabes tú de ello, muchacha?
La voz de la joven sirvienta tembló.
—No… no sé nada, señor. Yo he entrado con el agua hace sólo unos momentos. No había nadie aquí. Le juro que sólo he caminado de la puerta a la bañera, señor.
—¿Dónde está el anillo? —aulló él, rebuscando frenéticamente entre los objetos del cofre. Entonces suspiró aliviado—. Ah, bien, aquí está. No parece que falte nada.
Khisanth no necesitaba ver las manos de Maldeev para saber qué anillo había estado buscando con tanto frenesí. No se sorprendió de verle retroceder y sostener el anillo de oro con la gema negra en alto para mirarla a la luz de las antorchas. Bajo la luz amarilla, el rostro del gran señor resplandeció con una sonrisa de malévola satisfacción.
Mientras el sol se ponía tras las montañas por el oeste, dos tupidas filas de trompetas, en la escalinata del templo, anunciaron la llegada de Khisanth. Antes de cruzar la arcada, la hembra de Dragón Negro se llevó una garra a su gargantilla de espadas y cráneos para asegurarse de que estaba apropiadamente centrada alrededor de su cuello.
Khisanth se sentía un poco mareada, y sólo en parte se debía a que no había tenido tiempo para comer. Tenía la misma sensación de desorientación que sentía cuando se transformaba, como si estuviera allí, fuera de sí misma, viéndose aproximarse con las piernas rígidas. ¿Tendría la fuerza suficiente para hacer lo que debía?
Khisanth era sólo vagamente consciente de que la multitud de soldados humanos, congregados en el templo para la ceremonia de unión, estaba vitoreando su nombre. Parpadeó para librar sus ojos del humo que procedía de los numerosos incensarios ardiendo y siguió adelante. Maldeev estaba allí, de pie, esperando en la parte delantera del templo ante el altar de Takhisis.
El templo había sido una de las primeras estructuras que Maldeev había diseñado en la renovación de Shalimsha, y reflejaba sus gustos: era frío, de líneas nítidas y bordes lisos; con espacios abiertos, se arqueaba hacia la parte delantera para terminar en un sencillo altar. El santuario a Takhisis no era, en realidad, más que una losa pulida de negro mármol sostenida por dos columnas atípicamente recargadas. Cada una de estas columnas era una imagen tallada de un dragón con cinco cabezas de dragón entrelazadas.
Dos cálices de plata esperaban a Khisanth y Maldeev sobre la negra losa de mármol.
Las trompetas volvieron a sonar, recordando a Khisanth que debía reunirse con el gran señor en el altar. La hembra de dragón avanzó mecánicamente, pasando por delante de la alborozada soldadesca y por delante del lugarteniente de Maldeev, en la fila delantera. La expresión de Salah Khan era tan indescifrable como siempre tras la negra envoltura de su cabeza. Estaba allí, sin vitorear, aunque levantó la mirada y saludó con la cabeza cuando la hembra de dragón pasó por delante de él.
Khisanth avanzó hasta situarse al lado del Señor del Dragón del Ala Negra, resplandeciente con su capa de terciopelo rojo forrada de piel, su máscara de gran señor con cuernos, su daga ceremonial… y su anillo negro.
Wiib, el clérigo bajo y calvo que ocupaba el lugar de Andor, salió de las sombras, detrás del altar, columpiando un incensario colgado de unas cadenas. Depositó el incensario en el suelo de piedra, sacó un rollo de pergamino de las profundidades de su tosco hábito y lo desenrolló. Wiib se aclaró la garganta.
—Maldeev y Khisanth. A la sangre estáis comprometidos y por sangre uniréis vuestros lazos a la todopoderosa Reina de la Oscuridad. Juntos lucharéis por su gloria y su causa. —El hombrecillo levantó un cáliz en cada mano y los tendió a humano y hembra de dragón. Khisanth tuvo que agacharse para recibirlo—. Bebed la esencia de Takhisis.
«No lo es, en realidad», se recordó a sí misma Khisanth pero, habiendo conocido a la Reina de los Dragones, no pudo evitar un escalofrío involuntario. La hembra de dragón tomó el pequeño cáliz de oscuro vino con su garra derecha y lo volcó en su gaznate. Maldeev, a su lado, hizo lo mismo.
Khisanth puso el cáliz sobre el altar y se volvió bruscamente hacia la multitud, aclarándose la garganta.
—Hemos completado la parte de la ceremonia del gran señor. Ahora, propongo un ritual tradicional de mi raza para expresar y asegurar una confianza imperecedera.
Maldeev levantó la mirada hacia ella, claramente sorprendido, aun con la máscara cubriéndole la cara.
—Mezclaremos nuestra sangre.
Khisanth extendió su brazo izquierdo y, con una uña de su garra derecha, se practicó un pequeño corte en la dura piel, haciendo brotar una buena gota de sangre roja a la superficie. Después gesticuló con la cabeza a Maldeev para que hiciese lo mismo.
El gran señor vaciló por un momento, con sus ojos yendo de un lado al otro. Cuando vio que no podía encontrar razón alguna para rehusar, Maldeev retiró la capa de su brazo izquierdo y desenvainó su daga. Los ojos de Khisanth se posaron sobre los diamantes que centelleaban en su empuñadura y, luego, parpadearon para volver a la tarea que tenían entre manos. Mordiéndose el labio inferior, el gran señor hundió la punta de su arma justo lo suficiente para dibujar una delgada línea de sangre en su blanca piel.
El pulso de Khisanth martilleaba en sus sienes mientras tendía su enorme antebrazo para juntarlo con el pequeño y blanco de Maldeev. Sus sangres se encontraron. La hembra de dragón se sintió casi físicamente empujada hacia atrás por el brutal asalto a sus sentidos provocado por la revelación de los verdaderos sentimientos y la verdadera mente de Maldeev.
Vio en ella odio por todas las criaturas, deseo de matar cualquier cosa que fuese más poderosa que él, venganza, avaricia, ambición desnuda y ni una pizca de afinidad con nada…
Ahora no había duda, en la mente de Khisanth, de quién había matado a Jahet. Y asesinado a Andor. Retiró bruscamente su brazo para terminar la insoportable asociación.
El primer impulso de Khisanth fue abrir a Maldeev en canal y devorarlo delante de sus hombres. Pero, de alguna manera, las enseñanzas de Kadagan penetraron en su aturdido cerebro y la instaron a calmarse, a pensar. Khisanth despreciaba profundamente al gran señor, no le quedaba ni una pizca de respeto por el humano. Había tenido en mayor consideración al caballero Tate que a este lamentable humano que se erguía al lado de ella, y había matado a Tate. Tenía gracia que, habiendo sido siempre tan reacia a tomar un jinete, estuviese ahora uniéndose al humano más despreciable que jamás había conocido.
Las palabras de la Reina Oscura le vinieron a la mente sin haberlas llamado. «No te fíes de nadie. Lo que necesitas es un humano digno de tu talento. Busca en lugares insospechados. Lo reconocerás cuando llegue el momento».
Khisanth cerró los ojos. Había malinterpretado los signos, seleccionado a su jinete en el más obvio de los lugares. Pensó en Tate y recordó su propia comparación entre él y Maldeev después de matar al caballero. La hembra de dragón no volvería a ser tan tonta como para malinterpretar las palabras de la reina otra vez.
Khisanth cayó de pronto en la cuenta de que Maldeev la estaba observando con una mirada extraña y expectante. La hembra de dragón tomó su decisión.
—Maldeev y Khisanth no traicionarán —dijo, murmurando las palabras tradicionales, sabiendo mientras lo hacía que Jahet las había pronunciado antes que ella.
La diferencia era que Khisanth sabía algo que no sabía Jahet: la promesa era una mentira. Tal conocimiento le confería un inmenso poder sobre el gran señor Maldeev.
Khisanth dejó que la ceremonia llegara a su fin. Toda aquella pompa y circunstancia era puro simbolismo para el entretenimiento de los humanos, en cualquier caso.
Después de todo, ella era Khisanth, tocada por la propia Reina Oscura. Astinus recogería los grandes hechos llevados a cabo por la magnífica hembra de Dragón Negro en el nombre de Takhisis.
Sólo tenía que esperar, y vigilar sus espaldas.