22

Maldeev se sentía seguro de sí mismo. El gran señor se sentó aparte de sus cuatro dragones, que esperaban impacientes el amanecer sobre un acantilado rocoso al oeste de Lamesh. Él sabía que, cuando el sol coronase el horizonte por el este, Salah Khan daría la orden a las tropas de tierra de avanzar hacia la muralla sur de Lamesh. En el momento en que viese la atención de los caballeros centrada allí, Maldeev conduciría a sus dragones al ataque sobre la muralla oeste. El gran señor estaba seguro de la infalibilidad de su plan.

El ritmo de los preparativos del asalto había pasado de ser aburrido a vertiginoso, en una larga noche. Los draconianos, bajo la mirada vigilante de Horak, habían talado árboles que los ogros convirtieron en improvisados puentes para vadear el foso, y en escalas para trepar las almenadas murallas.

Maldeev había volado hasta su posición estratégica con los dragones a avanzadas horas de la noche. La persistente lluvia, si bien era un incómodo fastidio para el gran señor, parecía actuar como un bálsamo mental para los dragones. Éstos se habían quedado dormidos después de buscarse la cena en las montañas, hacia el oeste de donde se encontraban.

Tan tenso como un muelle a punto de saltar, el gran señor había sido el primero en despertarse, aunque no había tardado en despertar a los otros y en trazar en el suelo un rudimentario esquema de la batalla. El plan había cambiado poco con respecto al que se había acordado en un consejo de oficiales y dragones celebrado el día antes de marchar hacia el norte. La única alteración, en realidad, era el papel de los dragones, y eso era tan obvio y simple como el polvo sobre el que Maldeev lo había trazado.

—Quienquiera que construyese Lamesh, claramente no tuvo en consideración un ataque aéreo —dijo el gran señor—. Debió de haber sido construido durante el tiempo en que vuestra especie estuvo desterrada de Krynn.

—Técnicamente, todavía lo estamos —interpuso suavemente Khisanth—. El retorno de la Reina Oscura a Krynn es el objeto de la guerra, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

Las cejas de Maldeev se elevaron con desagrado al osar dirigirse directamente a él un dragón que no era Jahet. Tal vez Khisanth había presumido demasiado de la buena disposición del gran señor al dejarla responder al emisario del caballero la tarde anterior. Maldeev había ordenado a Jahet matar al instante al caballero. El gran señor tenía intención de dejar que el caballo sin jinete fuese su respuesta a la petición de dejar que las mujeres, niños y ancianos marchasen en paz. Pero Khisanth había insistido en que ella había luchado con el líder de los caballeros y sabía exactamente qué respuesta lo impresionaría más. No viendo ningún daño en ello, Maldeev se lo había permitido.

Ahora éste se puso en pie, se estiró, y volvió a mirar al cielo, que estaba comenzando a mostrar signos de amanecer entre las hinchadas nubes de lluvia.

—Preparaos. Se acerca el momento.

A lomos de Jahet, Maldeev iba a capitanear a los dragones. Volg y Horak llevarían sus tropas de ogros y draconianos hacia adelante en la carga inicial contra el lado sur, y Lhode y Sombra los recogerían en el campo de batalla una vez que los dragones se uniesen a la refriega.

Khisanth, que aún no tenía jinete, esperó por allí, casi ociosa, viendo a Maldeev ponerse las últimas piezas de su indumentaria de guerra: un par de apretados guanteletes de cuero que se ensanchaban hacia las muñecas. Luego sacó algo de una pequeña bolsa atada a su cintura y lo sostuvo a la luz. Era un sencillo anillo de oro coronado por un círculo liso y plano de ónice. Finalmente, Maldeev se colocó el anillo en el enguantado dedo índice de su mano derecha.

—¿Anillo nuevo, Maldeev? —preguntó Jahet ociosamente mientras se encogía de hombros para ajustarse la elaborada silla de montar que él le echó encima, entre sus alas.

—Sí —dijo rápidamente el Señor del Dragón, retirando el anillo casi con vergüenza—. Andor insistió en que llevase conmigo un anillo protector. —Vio cómo crecía el interés de Jahet—. Él es mi clérigo oscuro, después de todo; es su trabajo pensar en estas cosas. Sólo lo cogí para seguirle la corriente. Ya sabes cómo odio la magia: ni siquiera quise a Andor cerca de esta batalla.

Encogiéndose de hombros, Maldeev se quitó el anillo de su enguantado dedo.

Jahet sacudió lentamente la cabeza.

—Ya sabes cuán errónea creo que es su ausencia. Ponte esa maldita cosa, Maldeev —lo apremió—. ¿Qué daño te va a hacer? Puede que te venga bien.

Furioso, Maldeev volvió a meterse el anillo, hasta dentro, en su dedo índice. Jahet lo miró satisfecha, aunque se preguntó por esta nueva faceta aquiescente de su alma gemela.

—Jahet —llamó Maldeev a su dragón, ladeando su cabeza para indicarle que volviera su oído hacia él.

El gran señor susurró brevemente y el rostro de Jahet se iluminó.

—Le preguntaré —dijo ella al gran señor. La líder de los dragones se volvió hacia Khisanth—. Maldeev ha sugerido, y yo estoy de acuerdo, que vueles junto a nosotros como nuestro dragón escolta —y miró atentamente a su amiga—. Es un ofrecimiento para honrar tu valor en solitario, Khisanth. No es una orden.

La otra hembra de Dragón Negro, más joven que ella, sintió su pecho hincharse de orgullo.

—Será un honor para mí —dijo.

Maldeev asintió con la cabeza una vez y se alejó, a grandes pasos, para prepararse mentalmente para la batalla.

—Permanece cerca de nosotros, Khisanth —susurró Jahet de repente a su amiga, tan pronto como el gran señor ya no podía oírla—. Veo a Maldeev más temerario que nunca, como si creyera que no puede perder…

Khisanth asintió con la cabeza. Entonces oyó un ruido distante y estiró una sensible oreja hacia el oeste. Una trompeta… Los caballeros habían hecho sonar la alarma.

—¡A volar! —gritó Maldeev.

Jahet dejó caer su hombro izquierdo hasta el suelo. Usándolo como escalón, el gran señor montó en su silla y ondeó su sable tres veces por encima de su cabeza. Jahet saltó al aire desde el saliente, cubrió la corta distancia que había hasta la quebrada, debajo del acantilado, y descendió describiendo un arco, con Khisanth siguiéndola de cerca por su lado izquierdo. Deteniéndose en seco, justo por encima del embalse que se alimentaba de la gorgoteante cascada, al fondo de la quebrada, Jahet se preparó para el ascenso.

Ni siquiera el deseo de comida habría excitado los sentidos de Khisanth tanto como el pensamiento de lo que estaban a punto de hacer. Sintió en sus venas aquella vieja y familiar sed de sangre. La hembra de dragón echó mano de aquella energía para aumentar su velocidad, hizo acopio de cada gota que había hasta en las más remotas profundidades de su cuerpo para propulsarse hacia el cielo en dirección contraria a la cascada que se precipitaba con fuerza hacia la tierra.

Khisanth remontó la cara del acantilado al lado de Jahet. Un centenar de caballeros esperaban en los adarves de las murallas, entre la doble fila de almenas, con los arcos preparados. Estaban colocados de perfil con respecto a los dragones mientras disparaban sus flechas hacia abajo, a los atacantes que se acercaban por el sur. Khisanth abrió sus mandíbulas para soltar un grito salvaje que resonó en el aire húmedo de la mañana. Los caballeros se giraron a la vez hacia los enloquecedores chillidos de cuatro dragones sedientos de sangre. La mayoría de ellos se quedaron petrificados; a algunos se les cayó el arco de las manos ante la visión. ¡Cómo le gustaba a Khisanth la mirada de pánico que causaba en los ojos de los hombres! Sonrió con suficiencia al ver a los humanos, con sus galas de caballeros, temblando bajo su sombra.

Khisanth mantenía un constante control visual de Jahet por el rabillo de su ojo derecho. La líder de los dragones se ladeó ligeramente hacia la izquierda para dirigirse a las limitadas fuerzas que había sobre la muralla del acantilado, obligando a Khisanth a virar también. Mientras Maldeev rebanaba cabezas y Jahet exhalaba ácido, Khisanth se inclinó hacia la esquina suroeste. Bajando su hombro, muy ligeramente, hizo una barrida a lo largo de casi veinte metros de muralla, dejando el trecho limpio de aterrorizados caballeros con el borde del ala. Mientras giraba para alejarse, atrapó al último hombre de la hilera con sus garras y lo dejó caer gritando por el acantilado al barranco de abajo. A un gesto de cabeza de Jahet, ambas ascendieron rápidamente para prevenir ataques contra sus panzas, y de nuevo cayeron en picado sobre la frenética multitud, dispersando a los hombres como si fueran pollos asustados.

Sobre la muralla opuesta, Lhode y Sombra llevaban a cabo una maniobra similar. Ninguno de los dos dragones había luchado en una batalla jamás, pero habían practicado este tipo de ataque coordinado muchas veces sobre el campo de ejercicios y las murallas de Shalimsha. Pero aquellos ejercicios habían sido contra muñecos, nunca contra un enemigo determinado. Y los caballeros de Tate, si bien no estaban tan preparados para esta batalla como pudieran haberlo estado, habían pasado meses lamiéndose las heridas de su derrota en Shalimsha e ideando formas de combatir contra los dragones.

Ninguno de los dos inexpertos dragones esperaba nada parecido a lo que les aguardaba en la muralla norte. Después de volar directamente hasta la cima del acantilado y soltar una descarga de ácido a lo largo de dicha muralla norte, viraron en redondo y formaron una línea, Lhode por delante de Sombra. Entonces volaron a ras de la muralla, quitando de en medio a los supervivientes heridos con sus garras, alas y colas. Al final de la muralla había un bastión que tenían que evitar con un viraje.

Lhode se aproximó al bastión y giró bruscamente hacia un lado. Sombra siguió tras él, con los ojos fijos en cuanto hacía Lhode. Pero, al pasar por encima de la torre de piedra, ocho hombres con gruesos garfios de hierro salieron corriendo desde la entrada y se los arrojaron a la bestia. La mayoría de los garfios fallaron, pero dos de ellos se engancharon en el borde frontal del ala izquierda del dragón, mientras un tercero se le clavaba en una pata. Unas pesadas cadenas anclaban los garfios a las murallas del castillo y la bestia se vio lanzada bruscamente hacia abajo, de cabeza. Las cadenas saltaron bajo el terrible impacto, pero la hembra de dragón cayó por el borde de la muralla hacia el exterior, estrellándose contra una multitud de hombres de Maldeev que estaban cruzando el foso al pie de la muralla este.

Inmediatamente, los arqueros que habían huido de las murallas ante la aparición de los dragones, volvieron a toda prisa y empezaron a disparar flechas al monstruo que se debatía violentamente por debajo de ellos. Una lluvia de rocas cayó y rebotó sobre la escamosa piel del dragón. En su frenesí por recobrar el uso de sus alas, Sombra aplastó a docenas de hombres aterrorizados del Ala Negra, tiró sus escalas de la muralla y destruyó los puentes improvisados que habían tendido a través del foso.

Aprovechando la oportunidad, un grupo de caballeros y soldados bajaron un portillo de escape en la muralla este y salieron a la carga. Los atacantes, en aquel lado, se hallaban ya en un profundo desorden y aquel súbito contraataque los dispersó y los hizo retroceder hacia el poblado. Veinte caballeros y sargentos armados con lanzas de gran longitud se precipitaron hacia la hembra de dragón que se debatía, mientras otros mantenían a raya a los soldados enemigos.

Aun con estas armas tan largas, los caballeros tuvieron que ponerse al alcance de las alas del reptil para ser efectivos. Una docena o más de ellos fueron aplastados o desmembrados por las batidas de alas y los coletazos de Sombra. Pero la hembra Negra se veía impedida por el foso y era presa de ataque de pánico por la lluvia de piedras y flechas que le arrojaban desde arriba.

Aventurándose dentro del alcance de su batiente ala, un caballero hincó su lanza en el cuello de la bestia. Sombra chilló y escupió ácido para disolver el asta de la lanza. Pero, antes de que pudiera librarse de ella, otros dos hombres se precipitaron hacia adelante y hundieron sus picas en el corazón de la gran bestia.

Un tremendo clamor se elevó de la multitud de soldados que había sobre la muralla cuando el cuerpo de Sombra se desplomó inerte en el suelo. Sus verdugos simplemente soltaron las armas y se reunieron con el resto de la partida de salida para protegerse de nuevo en el interior del castillo.

Jahet y Khisanth se estaban alejando en círculo de la fortaleza cuando Sombra cayó en la trampa de sus defensores. El primer indicio de que algo andaba mal vino cuando Khisanth divisó a Lhode volando solo, tratando frenéticamente de alcanzar a los otros dos dragones y al gran señor.

—Vamos hasta la muralla este para ver cómo le va a Salah Khan —ordenó Maldeev, ajeno a los acontecimientos que estaban teniendo lugar allí.

Los dragones ascendieron brevemente para superar el alcance de los arqueros del castillo y para poder estudiar mejor el campo de batalla. Maldeev montó en cólera cuando vio el magullado cuerpo de Sombra yaciendo en el foso a lo largo de la pared oriental, entre los restos del ataque.

Tras la muerte de Sombra, los defensores del castillo controlaban firmemente las almenas. Señalando con su maza, Maldeev asignó una sección de muralla a cada dragón y les dio la orden de atacar. Lhode fue al norte, Khisanth al este y Jahet, con Maldeev, al sur.

Virando juntos, los dragones describieron un círculo por encima del castillo antes de arremeter de nuevo contra los alentados defensores. Parecía que, por dondequiera que pasaran sus sombras, los hombres sentían miedo de la muerte corrosiva: cuando los gritos de los dragones reverberaron en las murallas, aquellos guerreros de corazones débiles soltaron sus armas y corrieron en busca de refugio. Los que se mantuvieron en su sitio fueron barridos sin piedad, y otros, que se ampararon tras las almenas, fueron quemados y sofocados por el ácido.

Escalas rotas, montones de ogros muertos y draconianos petrificados, bajo la muralla sur, daban fe de lo desastroso de la escalada. Khan había expresado su preocupación de que los draconianos fuesen los que encabezaran la carga. Si llegaban hasta arriba y los mataban, los baaz se convertirían en piedra y aplastarían a quienquiera que estuviese trepando por la escalera. Un kapak muerto, igualmente, consumiría a sus compañeros de tropa con su ácido.

Pero, ahora que los dragones habían limpiado las almenas, las fuerzas de ogros y draconianos treparon y remontaron libremente las murallas. Flechas incendiarias volaban en arco por encima de ellos y caían en el patio, sin discriminar amigo de enemigo, aunque no es que hicieran mucho daño a los brutos ogros y las tropas draconianas.

Un grito angustiado y solitario atravesó de pronto el fragor de la batalla que rugía en el patio interior. Khisanth levantó la mirada. Sus ojos se entornaron cuando localizó al caballero al que había estado esperando. El visor de su casco estaba abierto, mostrando claramente su rostro.

Tate no mostraba signos de miedo, sólo de rabia. El caballero agitó su puño hacia el cielo y, luego, se volvió inesperadamente y cruzó corriendo la arqueada entrada a la torre del homenaje de la ciudadela.

Sorprendida, el primer instinto de Khisanth fue correr tras él y borrarlo de la faz de Krynn de una vez por todas. Pero algo no estaba como debía, sintió, y entonces se dio cuenta de lo que era: había perdido de vista a Jahet. Casi demasiado tarde, localizó a su congénere con el gran señor, cerca de allí, enzarzados en estrecha contienda con un puñado de caballeros que, blandiendo sus espadas, se protegían las espaldas contra el muro de la torre suroeste, luchando ahora desesperadamente. Jahet no corría ningún peligro real, pero no podía lanzarse sobre uno de los caballeros sin que los otros la atacasen.

Ni dragón ni gran señor parecieron reparar en los tres arqueros que se agachaban a la sombra de Jahet, con sus puntas de púas orientadas con determinación hacia su vientre.

Khisanth sabía que no podía rodear a Jahet ni utilizar su arma de aliento a tiempo para detener los disparos. La hembra de dragón hizo lo único que, en la urgencia del momento, se le pudo ocurrir: se precipitó violentamente contra su superiora en rango. Jahet perdió el equilibrio con el golpe, casi tirando a Maldeev de su silla, pero también se libró del peligro que la acechaba. El gran señor se agarró a la perilla de la silla y se enderezó. Entonces lanzó una mirada asesina a Khisanth, justo a tiempo para verla recibir una flecha en el bajo abdomen, una flecha destinada a Jahet.

Khisanth aterrizó brevemente en la almena y miró hacia abajo, al pequeño palito con plumas en el extremo que sobresalía de su vientre. Estirando una garra con una indiferencia casi total, partió la flecha en la base y la arrojó lejos de sí. Sus ojos se volvieron entonces hacia los estupefactos arqueros que todavía se agachaban debajo de ella. Uno saltó y empezó a correr. Jahet estiró su garra trasera y lo levantó del suelo. Batiendo sus alas con rapidez, voló hacia arriba y luego abrió su garra, dejándolo caer en el patio. Los camaradas del arquero tuvieron un instante para contemplar el cadáver: Khisanth liberó una corriente de ácido verde que los redujo a todos a charcos, primero crepitantes y después silenciosos, de carne y huesos corroídos.

Los tres dragones que quedaban estaban juntos ahora en la parte superior de la muralla este. Maldeev estaba diseñando un plan para ellos cuando su montura exclamó:

—¡Grifos!

La cabeza de Khisanth, que estaba aún mirando los borboteantes restos de un caballero, se levantó con un respingo.

Dos puertas de madera, largas como dos veces la estatura de un hombre, se habían abierto de golpe y varias de aquellas criaturas aladas con cuerpo de león y cabeza y patas anteriores de águila estaban tomando posición para emprender el vuelo. A lomos del primer grifo iba Tate.

Khisanth no había visto jamás a aquellas criaturas, famosas por su obsesión por la carne de caballo. Aunque más bajas a la altura de los hombros que el humano medio, los peludos muslos amarillos de las criaturas parecían fuertes y bien musculados. Unas plumas doradas adornaban su mitad delantera, desde las puntas de las alas hasta sus picos afilados como cuchillas. El grifo de Tate salió de los confines del umbral y extendió sus alas que alcanzaban la increíble envergadura de ocho metros y medio, casi la longitud de un dragón. Emitiendo el cortante chillido de un águila, la montura de Tate se elevó por los aires, seguida de cerca por otros cuatro grifos con sus respectivos caballeros.

—No pueden esperar sobrevivir a una batalla en el aire contra nosotros —se burló Maldeev.

—No tendrán que hacerlo —observó Khisanth, con un gesto de cabeza hacia los grifos, que habían comenzado a derribar a los torpes draconianos y ogros de las almenas de Lamesh—, si siguen a ese ritmo.

Maldeev gruñó y luego clavó los talones en los costados de su dragón. Jahet y Khisanth se lanzaron ferozmente tras los grifos. Para asombro e irritación de los dragones, los grifos, más pequeños que ellos, salieron volando como moscas asustadas, dejando atrás en seguida a los pesados dragones.

—¡Cogedlos! —gritó Maldeev mientras Jahet intentaba desesperadamente cumplir sus órdenes.

Riéndose bien alto de su frustración, Tate tiró de su grifo y éste inclinó un ala y viró bruscamente a la izquierda. Entonces hincó los talones en los costados de su montura y ésta se alejó a toda velocidad de Lamesh en dirección suroeste, entre los árboles y las nubes. Los otros cuatro grifos se habían dispersado hacia todos los puntos cardinales también. Lhode se volvió hacia ellos, con intención de ir en su persecución, cuando Maldeev espetó:

—Lhode, regresa con Volg y protege tu unidad. Cubre la unidad de Sombra, también. Jahet, Khisanth y yo iremos a la caza de su líder.

Khisanth se sintió extrañamente torpe y pesada al ver los ágiles movimientos del grifo, por delante de ellos. Los dragones, más poderosos, redujeron rápidamente la distancia. Tate los vio aproximarse al mirar hacia atrás. A través de los agujeros de su casco, Khisanth pudo ver la mirada sin miedo en sus oscuros ojos marrones. La mano de Tate estaba en la empuñadura de su espada cuando su grifo lanzó un chillido y viró en redondo para enfrentarse a sus perseguidores.

—Da la cara y lucha, bravo caballero —se mofó Maldeev, maniobrando a Jahet para enfrentarse a él.

Tate no parecía haber oído el insulto del Señor del Dragón, ni siquiera haber visto al humano. De hecho, su mirada estaba puesta en Khisanth con patente interés.

—No descubrí quién eras —le dijo a ella—, hasta que oí hablar al caballo.

—Tú y yo no volveremos a encontrarnos —dijo Khisanth—. Me pregunto si tu marca de caballero te será de alguna utilidad a las puertas del reino de tu dios.

Los ojos de Tate se entornaron ante el anuncio de su muerte.

—Los principios del Bien son los únicos por los que merece la pena vivir… o morir.

—¡Maldita sea, Khisanth —gruñó de repente Maldeev—, haz tu trabajo y mata a ese bastardo!

Khisanth perdió la calma. Invocó su ácido y lo lanzó como una aspersión desde sus fauces al mismo tiempo que Jahet estiraba el ala derecha hacia delante para asestar un aletazo. Ninguno de los dos dio en el blanco, ya que el grifo que llevaba a Tate salió a toda velocidad hacia arriba, adentrándose en una espesa nube. Khisanth vio y oyó su ácido crepitar inútilmente a través de las ramas de un árbol, por debajo de ella. Jahet y Maldeev perdieron ligeramente el equilibrio antes de recuperarse del golpe fallido.

—¡Síguelo! —bramó Maldeev, atizando los flancos de Jahet con sus talones.

—No podemos perseguirlo a través las nubes —resopló Jahet—. Podríamos chocar contra él y salir mal parados nosotros. Estás dejando que tu rabia te controle, Maldeev. —Miró tras de sí, a la batalla de Lamesh—. ¿No es evidente que está tratando de mantenernos alejados de la batalla?

—Si hubieses estado haciendo tu trabajo —dijo Maldeev—, él estaría muerto ahora y nosotros de vuelta en la refriega. Ahora, ¡idea alguna manera de encontrarlo en esas condenadas nubes!

Su tono de voz dejaba claro que no lo iban a convencer.

—Tengo una idea para sacarlos de ahí —interpuso Khisanth, y habló rápidamente a Jahet.

El dragón de primer rango asintió con la cabeza.

—Será mejor que lo lances tú. Mis conjuros ya no son lo que eran. —Jahet podía sentir a su jinete meneándose en la silla con una impaciencia creciente—. ¡Hazlo!

Khisanth tomó la idea de uno de los trucos favoritos de Pteros. El viejo dragón solía engatusar a sus comidas para que fueran hasta él. Rápidamente, Khisanth invocó el olor a carne de caballo cruda de su recuerdo de cuando ella se comiera su propia montura. Concentrándose con atención, visualizó el fuerte aroma de carne rezumando de los confines de su cráneo y siendo transportado por el viento.

—¿Qué es ese espantoso olor? —preguntó Maldeev, estremeciéndose.

Ninguno de los dos dragones, cuyas glándulas salivares se hallaban trabajando furiosamente, pudo responder. En respuesta al ilusorio olor de su obsesión —carne de caballo— el grifo chilló como un águila y abandonó la protección de la nube, volando directamente hacia los expectantes dragones. Tate tiraba con furia de su bocado, pero no podía competir con el imperioso apetito del grifo.

Maldeev captó al fin la naturaleza del conjuro que Khisanth había lanzado.

—¡Brillante! —gritó a la hembra de dragón.

Con las alas plenamente extendidas, el grifo se precipitó automáticamente hacia el olor, poniendo a Tate al alcance de la agresión enemiga.

Luchando por recobrar el control de su montura, el caballero sacó un mangual de su silla y lo ondeó circularmente por encima de su cabeza. La bola con púas que colgaba de la cadena giró cada vez más cerca de la cabeza del gran señor. Jahet se inclinó ligeramente y encajó el golpe ella misma. El mangual rebotó inofensivamente en sus escamas.

Maldeev hizo una señal a Jahet dándole dos palmadas en el lomo y apretó las piernas contra los costados de la hembra de dragón. Jahet se volvió, bruscamente hacia un lado, para quitarse de encima a su oponente. Completada la rotación, se enderezó de nuevo y se quedó atónita al ver que ni había desconcertado a Tate ni había aumentado la distancia entre ellos. De hecho, el caballero se había acercado más y había empuñado su espada, blandiéndola hacia el dragón y su importante jinete, como desafiándolos a atacar. Ella no podía siquiera liberar ácido a tan corta distancia porque inevitablemente salpicaría, alcanzando también a Maldeev. Así que decidió girar en redondo y golpear al caballero con la cola.

Khisanth no podía ver lo cerca que estaban. La maniobra de la voltereta había situado a Jahet entre Khisanth y Tate. La compañera de vuelo de Jahet se movió para volar a toda velocidad en torno a la cabeza de ésta cuando el sol cortó la cubierta de nubes. Khisanth se vio casi cegada por un destello de luz brillante que refractó en algo que Maldeev tenía en sus manos.

Jahet levantó su ala izquierda para asestar un revés a Tate pero, de repente, se encabritó y atragantó incontrolablemente. Sus ojos rojos se desorbitaron. Los sonidos de asfixia cesaron en cuestión de segundos. Jahet comenzó inexplicablemente a caer del cielo como una roca, con Maldeev agarrándose a su espalda.

Khisanth se quedó muda, estupefacta, olvidándose del caballero y su grifo. ¿Qué le había ocurrido a Jahet?

—¡Khisanth! —oyó gritar al gran señor.

La llamada sacó a la bestia de su estupor. Ésta parpadeó y vio a su exánime compañera y al humano, que se debatía, precipitarse por separado hacia tierra.

Khisanth cogió impulso y se lanzó en picado con su hocico en punta. Calculando la velocidad de Maldeev, enfocó la vista en un punto determinado entre la figura de éste y las copas de los árboles. Entonces se zambulló y, describiendo un arco, se situó en la posición exacta, debajo de él. Con un golpe sordo, el gran señor cayó, despatarrado, sobre su espina dorsal. Maldeev estiró las manos desesperadamente hacia el lugar donde debía haber estado la silla.

El gran señor estaba hablándole a Khisanth al oído, pero ésta apenas lo oía mientras veía el cuerpo de su amiga estrellarse aparatosamente contra las copas de los árboles, por debajo de ella.

—¡Debe de haberla matado él! —oyó decir Maldeev, por fin. Éste se agarraba como podía a las escamas de su cuello—. Es una suerte increíble que tú volaras junto a nosotros, o habría encontrado mi muerte allá abajo también.

Debajo de ellos, en el suelo, las ramas rotas se amontonaron en torno al cuerpo inerte y retorcido de Jahet.

La mirada de Khisanth se elevó hacia el cielo, hacia donde había visto a Tate por última vez. El caballero había desaparecido. Entonces, sus enfebrecidos ojos localizaron la armadura plateada del caballero, que relucía contra el cielo gris. Estaba espoleando sin descanso a su grifo hacia Lamesh.

Khisanth puso en acción toda la velocidad que Jahet tanto había envidiado en ella y rápidamente salvó la distancia que los separaba. Cuando estaba ladeándose para asestar al enemigo un potente coletazo, la voz de Maldeev, chillona por la agitación, penetró en su palpitante cabeza.

—¿Qué crees que estás haciendo? ¡Estoy sin silla aquí atrás. Abandona inmediatamente!

—Entonces será mejor que esperes —dijo ella fríamente.

Maldeev se agarró a las escamas con toda su fuerza. Como un látigo, la cola de Khisanth se estrelló violentamente contra los leoninos cuartos traseros del grifo. La criatura salió disparada hacia adelante mientras su cabeza sufría una fuerte sacudida hacia atrás. Caballero y montura comenzaron a caer a tierra. Khisanth se precipitó hacia adelante para batirlos una y otra vez entre sus alas, como hace un gato con un ratón entre sus zarpas. El desorientado grifo, con las alas rotas en muchos lugares, comenzó a caer en espiral, sin control.

Khisanth agarró al caballero de su espinazo y dejó que la criatura se desplomara. Ni siquiera siguió su descenso, concentrándose tan sólo en su propio aterrizaje. Apenas sintió a Maldeev apearse a todo correr de su espalda, Khisanth apretó fuertemente las uñas de su garra derecha en torno a Tate, inmovilizando sus brazos y comprimiendo el metal de su armadura. Luego lo sostuvo en alto ante sus ojos, echó hacia atrás su visor y lo inspeccionó como un niño habría hecho con un insecto. Casi con ternura, la hembra de dragón pasó una uña por las cicatrices que ella le había dejado en la cara.

—Qué pena. Estabas en el ejército equivocado —dijo.

Aunque jadeando en busca de aire por la presión de su garra, el corazón de Tate latía con lentitud y firmeza. No parecía tener miedo mientras miraba directamente a los leonados ojos de la hembra Negra. Bien al contrario, el caballero se volvió tranquilamente para mirar al cielo gris.

—Los bárbaros dicen que es mejor morir un buen día que vivir mil días malos. Creo que quizá tienen razón.

—Lo averiguarás antes que yo.

Khisanth abrió una larga uña y atravesó el cerebro de sir Tate Sekforde. El Caballero de la Corona no gritó. Recogiendo su uña, Khisanth contempló cómo la luz se extinguía de los ojos marrones del caballero mientras su sangre caía a borbotones sobre la garra que lo sostenía.

—Ahora estamos en paz —dijo ella por fin.

Pero, cuando el último destello de vida abandonó a Tate, la bestia se sorprendió al descubrir que no sentía la gran satisfacción que había vaticinado. Por el contrario, se sintió extrañamente vacía.

Khisanth dejó caer al suelo el cuerpo de Tate. Éste rodó hasta detenerse a los pies del gran señor. La hembra de dragón miró al caballero muerto, luego a Maldeev y de nuevo a Tate, extrañamente intranquilizada por el pensamiento fugaz de que había matado al hombre equivocado.