21

Luchando contra unas irresistibles ganas de dormir, Khisanth hurgaba distraídamente, con una afilada uña, un pedazo de carroña alojado entre un incisivo puntiagudo como un cuchillo y unas encías moteadas de negro. La recién ascendida a dragón de segundo rango del Ala Negra se refugiaba bajo la exigua sombra de media tarde de un roble solitario, sobre la cresta de un risco en las montañas que se elevaban al suroeste de su punto de destino: el castillo de Lamesh. Ni siquiera durante todos aquellos años de interminables prácticas y preparación para la batalla, se había dado cuenta Khisanth de lo verdaderamente tediosa que podía ser la guerra.

«No es una guerra, todavía», se recordó a sí misma la hembra de dragón. El Ala Negra se estaba preparando para lanzar una ofensiva aislada contra los Caballeros de Solamnia quienes, sólo unos meses atrás, habían puesto de rodillas a la entonces incipiente Ala. Durante casi cuatro días, Khisanth había estado volando en patrulla de reconocimiento para el ejército que se hallaba de camino hacia el norte.

Su misión había resultado ser un aburrido ejercicio: volar en dirección norte durante media hora, esperar medio día a que los lentos y pesados draconianos avanzasen desde retaguardia, volar otra media hora, y así. Lo que frustraba a Khisanth era saber que, de haberse encontrado libre de las restricciones de su cometido con el ejército, podría haber cubierto la distancia entre Shalimsha y Lamesh en menos de tres horas.

El dragón de segundo rango del Ala Negra sabía exactamente lo lejos que estaba Lamesh, porque ella había estado haciendo vuelos de reconocimiento a aquel lugar un día sí y otro no desde la muerte de Khoal. Su capacidad para cambiar de forma ya no era un secreto tras el combate con el anciano dragón, de modo que Khisanth la utilizaba libremente en sus misiones para el Ala. La forma elegida para esta misión era la de un gran cuervo negro, lo que le permitía volar directamente hasta el mismo recinto solámnico y estudiar de cerca la reconstrucción de sus fuerzas.

La decisión de contraatacar a los caballeros de Lamesh se había tomado meses atrás, después de que Khisanth hubiera informado de que los caballeros no habían llegado a reagruparse en una medida realmente significativa. Al parecer, habían reemplazado a muy pocos de los guerreros patricios y contratado, como máximo, setenta y cinco mercenarios. Esta cifra tan baja era consecuente con las dificultades que el Ala Negra tenía para reclutar combatientes a sueldo nuevos en aquella región tan aislada y escasamente poblada.

Todo esto le parecía bien a Khisanth. Significaba que habría menos cuerpos con los que perder el tiempo cuando llegara la hora de su venganza. El caballero que le había roto la nariz en el paso de la Aguja y se había vuelto a escurrir de sus garras en Shalimsha no escaparía otra vez. La hembra de dragón esperaba con ansia el día en que la espada y el cráneo de aquel humano acabasen tintineando en su gargantilla junto al resto de sus trofeos.

Mirando hacia el sur con los párpados entrecerrados, Khisanth se dio cuenta de que el Ala había avanzado en las últimas horas más de lo que esperaba. Habían acelerado el paso significativamente tras rodear la Mano de Caos, una escarpada estribación hacia el sur de aquella aislada sección de las montañas Khalkist. La columna se hallaba tal vez a un cuarto de legua de allí, aproximándose al pie de la vertiente sur del risco sobre el que descansaba Khisanth. Jahet volaba justo por encima del suelo, a la cabeza de aquella impresionante fila de tropas. Tras ella, espoleando a las tropas hacia adelante, volaban dos Dragones Negros recién reclutados.

Había tres dragones bajo el mando de Jahet ahora, gracias al activo reclutamiento que la primera en el escalafón había llevado a cabo en las Grandes Marismas. Khisanth había sugerido que todo Dragón Negro sin compromiso se dirigiese hacia aquel pantano al despertarse del Sueño, como ella misma había hecho. Los dos nuevos dragones jóvenes, un macho llamado Lhode y una hembra conocida como Sombra, suponían un cambio refrescante con respecto a sus predecesores. Lhode y Sombra admiraban a los otros dragones, más mayores y experimentados; la relación se aproximaba tanto al parentesco como era posible entre Dragones Negros. Por desgracia, ellos sencillamente no eran tan diestros volando y combatiendo enemigos como aquéllos a quienes habían reemplazado. Eso llegaría con el tiempo y la experiencia.

La batalla contra los Caballeros de Solamnia había traído consigo otro importante cambio: los dragones ya no constituían una división autónoma. La reorganización tenía mucho sentido: todo el mundo sabía que Maldeev había dividido a los dragones para impedir la concentración de poder que había hecho posible la traición de Khoal, Dnestr y Neetra, con sus devastadores efectos.

Cada dragón estaba ahora destinado a una unidad de combate específica para proporcionar una adecuada protección aérea a las tropas de tierra. No era una casualidad que el líder de cada unidad fuera, a la vez, el alma gemela del dragón. Como montura de Maldeev, el gran señor de los Dragones Negros, Jahet se encargaba de supervisar todo el ejército. Lhode controlaba a los ogros con su jinete ogro, Volg. Sombra y su jinete y alma gemela, Horak, estaban al mando de los draconianos.

En cuanto a Khisanth, su ascenso había tenido un precio. Había prometido a Maldeev tomar a su lugarteniente como jinete a cambio de que se le permitiese librar esta batalla concreta exenta de toda traba. Si bien no había llegado a hacerse todavía a la idea de la muy lógica unión entre homólogos de rango, sí había aceptado su inevitabilidad. Una vez que hubiese terminado su misión de reconocimiento, Khisanth había de coordinar sus esfuerzos con Salah Khan y las filas de humanos.

La vanguardia del Ala se hallaba ahora lo bastante cerca para que pudiera ver claramente a Maldeev en su brillante armadura, y su caballo, así como los de los otros oficiales, engalanado con faldones de color negro y blanco. Khisanth sólo podía captar vislumbres del gran señor tras los ondeantes pliegues del estandarte del Ala Negra, que él había insistido en llevar en la punta de su propia pica. La primera ofensiva del Ala era obviamente un momento que el gran señor Maldeev llevaba mucho tiempo esperando.

Cabalgando cerca de su flanco izquierdo iba, con una máscara negra, Salah Khan, recién ascendido a Señor del Dragón y lugarteniente del propio Maldeev. Él había sido ayudante de Wakar y había ascendido tras la muerte del viejo lugarteniente. Khan, un estratega frío y eficiente, era bien conocido por su fuerte genio que solía estallar fácilmente con sus subordinados. Casi todo el mundo se sentía ya intimidado por la envoltura negra que Khan llevaba y que le cubría permanentemente la cabeza y la cara. Se rumoreaba que la tela ocultaba un rostro sin facciones, destruido hacía mucho tiempo en un duelo con un hechicero. Salah Khan era un humano introspectivo cuyos largos y meditabundos silencios a menudo parecían poner nervioso incluso al gran señor Maldeev.

Detrás de los líderes, la hembra de Dragón Negro podía ver el pequeño número de hombres a caballo que constituían la caballería, que sólo era utilizada como último recurso para evitar la derrota. Maldeev había dejado claro que no haría prisioneros. Detrás de ellos marchaban el resto de los mercenarios humanos, arqueros y espadachines. A continuación, Volg apremiaba a sus tropas de ogros desde atrás mientras Lhode los animaba a avanzar desde el aire. Marchando a la cola, iba la fuerza de Horak. Éste conducía a las tropas draconianas a caballo, utilizando el estandarte del Ala Negra que Maldeev le había dado como punto de referencia para las torpes criaturas, con Sombra vigilando en vuelo por encima de ellos.

La fecha exacta para el ataque se había fijado tras la llegada de las fuerzas draconianas. Los refuerzos de monstruos habían aumentado visiblemente la moral del Ala, al menos de aquéllos a quienes no se había mandado a vivir con las abominaciones.

Si bien éstas eran una molestia y un insulto para los dragones, eran las tropas de ogros las que más sufrían por aquellas máquinas de matar draconianas, casi desprovistas de mente. Desde luego, nadie sentía el menor amor o simpatía por los brutales ogros. Irónicamente, sin embargo, los draconianos habían venido a reemplazar a los ogros como las más desagradables formas de vida de todo el ejército de la Reina Oscura. Volg, el comandante de campaña de los ogros, a menudo se quejaba, con su titubeante acento de ogro, al comandante de dragones, Horak; pero éste parecía fomentar la competición entre las dos unidades; tampoco recibía Volg ninguna ayuda de su inmediato superior, el comandante Salah Khan.

Los ejercicios se habían hecho más frecuentes, específicos e intensos para la totalidad del ejército. Humanos, ogros y draconianos trepaban juntos escalas, preparándose para un asalto; se hacían flechas y se limpiaban y afilaban las armas. Los ogros protestaban ruidosamente sobre esto último, ya que ellos no veían el sentido en gastar energía en algo que no les hacía luchar mejor.

Esperando ahora a que la vanguardia de oficiales terminase de llegar, Khisanth se puso a mordisquear una hoja de hierba, mucho más verde aquí que en la región que rodeaba a Lamesh, agostada por la sequía. Unas nubes tormentosas, bordeadas de negro, estaban empezando a formarse en el cielo occidental anunciando lluvia. La calurosa tarde se había vuelto ya bochornosa.

Por el rabillo del ojo, Khisanth vio a Jahet volando hacia ella. Plegando sus alas, el dragón del gran señor aterrizó con elegancia sobre sus cuartos traseros sin apenas un pequeño salto.

—Maldeev está considerando lanzar un ataque inmediato.

Khisanth miró al cielo, cada vez más oscuro, y arqueó una ceja.

—¿Crees que es prudente?

—Salah Khan y Volg están tratando de disuadirlo. —Con un suspiro, Jahet se sentó en la sombra al lado de Khisanth—. Se está bastante cómodo aquí. Mientras Lhode, Sombra y yo hemos estado asegurando Shalimsha con sólo un puñado de inútiles soldados, tú lo has tenido bastante fácil estos últimos días —dijo con una especie de envidia burlona.

—¿Fácil? Querrás decir aburrido —rugió Khisanth luchando por ponerse en pie—. Vámonos.

Levantándose de mala gana, Jahet emprendió el vuelo unos segundos después que Khisanth. Las dos ofrecían una vista impresionante, planeando sin esfuerzo como enormes sombras casi rozando la tierra que tenían debajo. El gran señor había detenido la columna en el pequeño desfiladero de un risco cercano. Aterrizaron a una distancia de Maldeev no superior a un largo de sus cuerpos.

—Atacaremos inmediatamente, mientras todavía podamos aprovecharnos del factor sorpresa —estaba diciendo el gran señor.

—Hay quienes piensan que ésa es la mejor estrategia, gran señor —dijo diplomáticamente Salah Khan. Su voz sonaba ahogada por la negra envoltura de su cabeza—. Pero hay también quienes creen que sorprender al enemigo a cualquier coste es imprudente, especialmente en una batalla de esta importancia, en la que superamos en número al enemigo. Si se tratase sólo de una pequeña emboscada, quizás…

—Ogros agotados —interrumpió Volg groseramente.

Se había abierto camino a grandes zancadas hasta la vanguardia en cuanto la columna se había detenido.

También Horak había cabalgado hasta allí desde su posición al frente de los draconianos. Gotas de sudor brillaban en la frente del más reciente de los oficiales de Maldeev, encrespando su pelo cobrizo en apretados rizos. Él había oído el comentario de Volg y se estaba retorciendo su rojo bigote con el dedo mientras decía:

—Mis draconianos están preparados para seguirte al instante, gran señor. A diferencia de los otros… eeh… soldados —titubeó, apuntando con la mirada a Volg—, ellos necesitan poco sueño y comida.

Volg frunció el ceño.

—¡Llega oscuridad! —y señaló con un verrugoso dedo hacia el este antes de añadir astutamente—. Ogros ver bien, pero humanos no.

—Hay otro problema muy real, señor —interrumpió Khan mientras conseguía su primera buena vista, pendiente abajo, de la ciudadela conocida como Lamesh—. Nadie mencionó un foso. —Sus ojos, lo único visible tras su máscara de tela, se entornaron de repente con sorpresa y preocupación—. Y también parece que el foso se alimenta de una cascada que cae por un acantilado. Será mucho más difícil de penetrar de lo que nuestros planes preveían.

Maldeev miró con irritación a su dragón número dos, la única entre todos ellos que había visto Lamesh.

—¿Y bien, Khisanth? ¿Tú no habías reparado en todas estas cosas?

—Sí —dijo ella sin asomo de culpabilidad—. Ya informé de que estaban cavando una trinchera, hace por lo menos dos quincenas. Una trinchera, en sí, no tiene por qué cambiar el método de ataque. Sin embargo, el agua es un elemento nuevo. —Lanzó a Maldeev una mirada sarcástica—. Tal vez esperan nuestra llegada.

—¡Aguardaremos hasta que se haga de día! —espetó el Señor del Dragón.

Espoleando su caballo, Maldeev se alejó a medio galope y se detuvo a una corta distancia para ordenar sus ideas en soledad.

Los consejeros de Maldeev se habrían sorprendido al saber que su gran señor había decidido retrasar el ataque precisamente tras la adulación de Horak. No es que el gran señor fuese inmune a la lisonja. De hecho, era uno de sus privilegios favoritos de su rango.

El problema era Horak. El muy capaz comandante humano no sabía que él era el oficial en quien menos confiaba Maldeev, y que, en su orden de preferencia, estaba incluso por detrás del vulgar ogro, Volg; y sólo porque él había estado bajo el mando del comandante Ariakas.

Alimentado por el propio Horak en su primer día en Shalimsha, el odio de Maldeev hacia el comandante del Ala Roja había aumentado, hundiéndose tan profunda y silenciosamente dentro de él como las raíces de un árbol en rápido crecimiento, tanto que ni siquiera Jahet podía adivinar su verdadera magnitud. Maldeev cogería esos desechos de Ariakas y los convertiría en oro para la mayor gloria de sí mismo.

Él era el elegido de Takhisis.

Maldeev aprovechaba cualquier oportunidad para colocarse a sí mismo más cerca de la Reina de la Oscuridad.

—¿Órdenes, gran señor? —preguntó Khan, interrumpiendo sus pensamientos.

Maldeev descartó esos pensamientos y llamó a Jahet con un silbido.

—Di a tus dragones que se abstengan de volar y de adentrarse en el bosque con dirección oeste. El resto del Ala continuará avanzando.

Jahet asintió con la cabeza y luego se alejó para cumplir la orden de su señor. Llevándose a Khisanth tras ella con una mirada, fue hacia Lhode y Sombra que esperaban en la retaguardia.

Volviéndose hacia los otros comandantes, Maldeev continuó:

—Mi mayor preocupación, en esta batalla, es impedir que ninguno de los caballeros, ni sus hombres ni su gente puedan escapar. Desde luego, mañana por la mañana habremos perdido toda posibilidad de sorpresa. Para prevenir todo intento de huida durante la noche, quiero destacamentos dispuestos en puntos desde donde se domine bien la fortaleza y la ciudad. Los humanos vigilarán, mientras aún es de día, para ser reemplazados por ogros y draconianos en cuanto se haga oscuro.

Con el asunto decidido, Maldeev levantó su pica y dirigió su caballo risco abajo, hacia el oeste, siguiendo a los dragones.

Tate bajó el catalejo por el que había estado observando. Sabía que el Ala Negra vendría al castillo de Lamesh. El caballero no se había sorprendido por la noticia del centinela. Sólo había esperado que no lo hiciese tan pronto: los refuerzos que Tate estaba esperando desde Solamnia todavía no habían llegado. Pronto no tendrían necesidad de hacerlo, pensó Tate sombríamente, sintiéndose invadido por un inusitado derrotismo. La lluvia no ayudaría a mejorar las cosas, tampoco.

De pie en las almenas del lado sur, el Caballero de la Corona volvió a llevarse el catalejo hasta su ojo derecho. Retiró una gota de la borrosa lente. Las cosas, a través de ella, no se veían mucho más cerca que mirando a simple vista. Tate empleaba el catalejo porque había sido de Wolter.

No veía ningún dragón. Debería ser capaz de avistar las enormes criaturas negras, incluso sin el catalejo. Hasta el momento, Tate sólo podía identificar oficiales, un vasto número de humanos y ogros, y después, unas extrañas criaturas que le resultaban desconocidas. No parecía que el ataque fuese algo inminente, dado que el ejército negro estaba acampando.

Sin embargo, no tendría mucho tiempo para organizar una defensa. Tate deslizó el cilindro de latón por una presilla en su cinturón y después se volvió para marcharse. Entonces se detuvo de golpe, no sabiendo bien a dónde ir primero. Sir Wolter lo habría sabido. Tate se frotó la cara con aire cansado, alegrándose de que sus hombres estuviesen demasiado ocupados reuniendo armas y equipamiento para notar su indecisión.

Nada había sido igual para Tate desde que sir Wolter Heding, su protector y amigo —su padre, a todos los efectos reales— muriese en el desafortunado ataque de Shalimsha. El caballero señor del castillo de Lamesh parecía haber tenido sólo dos estados de ánimo en estos meses pasados: ira y vergüenza. Tate había estado tan seguro de que Kiri-Jolith aprobaba su plan… Wolter le había aconsejado en contra. Era la única vez que Tate había desoído los consejos de sir Wolter.

Ésa era la mayor parte de su vergüenza, que Tate habría confesado únicamente a Wolter. El joven caballero sabía que morían hombres en las batallas. Él había sido testigo de las espantosas muertes del grupo de sir Stippling. Al caballero, sencillamente, nunca se le había ocurrido que alguien pudiera morir directamente a causa de él. No Wolter, en cualquier caso. En virtud de su sabiduría, Wolter siempre parecía estar por encima de tales preocupaciones terrenas. El anciano habría estado ahora contando cuentos al calor del hogar, en Solamnia, de no ser por Tate.

La ira del joven caballero siempre se centraba en el Dragón Negro cuyo último golpe, dirigido a él, había terminado con la vida de Wolter. Algo en aquel monstruo le había resultado inquietantemente familiar. Su extraña gargantilla había despertado un recuerdo en su memoria que el caballero era todavía incapaz de identificar.

Librándose de esa obsesionante reflexión, el señor del castillo lanzó una mirada al nuevo foso con un brillo de satisfacción en los ojos. En previsión de un contraataque, había tenido la precaución de cavar una zanja y llenarla de agua, pese a las silenciosas protestas de los trabajadores. Tate había dedicado un gran porcentaje de su mano de obra para terminarla rápidamente; ahora, demasiado pronto en su opinión, iba a tener ocasión de probar su eficacia ante un ataque por tierra. Por desgracia, no serviría para detener a los dragones que estaba seguro de que se hallaban, a la espera, en alguna parte. El hecho de que no pudiese verlos sólo le hacía sentirse más aprensivo acerca de lo que podrían estar tramando. Únicamente le producía un ligero alivio recordar que, cuando los dragones entrasen en la batalla, él al menos estaría preparado para combatirlos, ahora a su propio nivel. El caballero anotó mentalmente que debía acordarse de alimentar a sus propias criaturas aladas; las que él había tenido buen cuidado de mantener ocultas a las miradas de los espías que el Ala Negra pudiese haber enviado al norte.

Tate se inclinó sobre el borde del muro interior y gritó hacia el patio:

—¡Albrecht, haz sonar la alarma en el pueblo! Coge un puñado de hombres para reunir a la gente y ponerla a salvo dentro del castillo. Tenemos bastante poco sitio en el vestíbulo interior, así que diles que traigan sólo a sus hijos, las ropas que lleven puestas y tal vez armas, si están en buen uso. Di a los guardianes de las puertas que vigilen a los posibles contrabandistas. —Hizo un pequeño movimiento con la cabeza—. Hazlo ya y con rapidez.

Asintiendo con un gesto a la orden de su superior, Albrecht se alejó a toda prisa hacia la puerta este, reuniendo un pequeño pelotón de caballeros a su paso.

Tate consideró la idea de volver a llamar a Albrecht para ordenar que prendieran fuego al poblado con el fin de que sus almacenes no beneficiasen al enemigo, pero optó por no hacerlo. Necesitarían todas las manos posibles en la batalla; quemar el pueblo, por estratégico que pudiera parecer, le haría perder todo el apoyo de los lugareños. Mejor sería dejar al enemigo ese sucio trabajo.

Después, Tate corrió a cada uno de los bastiones, empezando por los de las esquinas sureste y suroeste, que miraban al ejército acampado del Ala Negra. Tate ordenó a los centinelas vigilar muy atentamente: primero, y sobre todo, en busca de señales de ataque inminente; segundo, intentando localizar a los dragones y, finalmente, controlando cualquier partida que pudieran ver separarse del grueso del ejército. Después dijo a los guardias de las torres nordeste y noroeste que lo avisaran inmediatamente si avistaban bien fuese dragones o bien la aparición de manteletes de madera cerca de las puertas este y norte, destinados a impedir la escapatoria.

Aquello recordó a Tate la necesidad de enviar fuera a sus propios espías rápidamente, antes de que el enemigo pudiera dejarlos sitiados en el castillo. Al ver a Wallens coordinando los trabajos de acopio de piedras y flechas en las almenas del lado sur, puso al caballero al cargo de seleccionar, y enviarlos en distintas direcciones, agentes para evaluar con más exactitud la fuerza e intenciones del enemigo.

Tate vio a Abel, el panadero, corriendo de aquí para allá. La harina de su delantal se convertía en pasta con la ligera lluvia que caía. El robusto hombre estaba mandando, a caballeros y jóvenes por igual, llenar cacharros y jarras de agua. Los recipientes eran entonces colocados en las almenas para verterlos sobre los soldados enemigos cuando escalasen las murallas. La llovizna estaba haciendo difícil encender los fuegos para hervir los cacharros de agua. El herrero prestó su fuelle para la tarea y no tardaron en conseguir que las llamas prendieran y permanecieran. A lo largo de las murallas se distribuyeron unos palos largos y ahorquillados para derribar las escalas de asalto. Detrás de las almenas se depositaron haces de flechas envueltos en piel engrasada, para protegerlos de la lluvia. Los arqueros comprobaron las cuerdas de sus arcos, cuidadosamente guardadas dentro de sus jubones o de su armadura acolchada, para asegurarse de que estaban secas. Los ballesteros sacudían las gotas de agua que se formaban sobre sus armas, protegidas con gruesas capas de grasa.

Al cabo de poco tiempo, los asustados lugareños, rezongando por la lluvia, comenzaron a afluir por la puerta este, abarrotando el patio. Albrecht los puso a trabajar enseguida preparando vendajes, trayendo y llevando suministros para los soldados y reuniendo el ganado que corría suelto por el recinto.

Después de que todo el mundo hubiese sido alimentado con un ligero estofado preparado en los enormes calderos que pronto contendrían agua hirviendo para la defensa, Tate convocó una reunión de emergencia de su consejo de caballeros compuesto por cuatro hombres. Puesto que el gran salón estaba lleno de lugareños refugiados, Albrecht, Wallens y Auston se reunieron con él en su cuartel, a la luz de un cirio solitario. Tate sentía su guata mojada y pegajosa contra la piel.

—Todos habéis visto, o al menos habéis oído, que han instalado barricadas móviles más allá de las puertas —comenzó Tate—. Ahora estamos encerrados, a menos que optemos por intentar abrirnos camino luchando.

»Parece, sin embargo, que nos superan enormemente en número. El enemigo posee un ejército considerable de humanos, ogros y otra especie de criaturas que nadie aquí sabe identificar. La prudencia exige que contemos con que tienen dragones también, aunque nadie ha visto ninguno todavía. —Las cabezas se movieron en silencioso asentimiento alrededor de la mesa—. Considerando la seriedad de la situación, quiero enviar un emisario ahí fuera para hablar con su comandante.

La sorpresa reemplazó al asentimiento.

—Sin duda no pretenderás negociar una rendición —dijo casi preguntando Albrecht.

—No —respondió Tate—. Pero tenemos una enorme cantidad de mujeres, niños y ancianos aquí en la fortaleza. Debemos al menos tratar de concertar un salvoconducto para poder enviarlos lejos de la batalla.

Auston se aclaró la garganta.

—Señor, yo me sentiría honrado de servir como mensajero. Tengo alguna experiencia diplomática, mediando en disputas étnicas con los bárbaros en la región de Estwilde, en Solamnia.

Tate dio una palmada en el hombro al joven acaballero.

—Tú eres el hombre más indicado para esta tarea pues, Auston.

Poco tiempo después, los caballeros volvían a estar reunidos en la puerta sur. Las antorchas, ardiendo suavemente bajo la leve lluvia, proyectaban su débil luz a través de la escena. Auston se sentaba orgulloso, aunque algo nervioso también, sobre su caballo. Tate estrechó con firmeza la mano del joven caballero.

—Vuelve rápido y a salvo.

Asintiendo con la cabeza, Auston se tocó el casco en un saludo y cruzó la puerta al exterior. Dos guardias se apresuraron a cerrarla y atrancarla tras él.

En lugar de esperar ansiosamente en el cuartel, los caballeros se separaron para llevar a cabo una segunda comprobación de las defensas del castillo. Tate fue a los establos, debajo del cuartel, y alimentó a los grifos. Los caballos habían sido trasladados a la superficie para acomodar a aquellas criaturas aladas, amantes de la carne de caballo, que él había comprado a alto coste a un comerciante.

Una hora más tarde se oyó un grito procedente de la muralla. Un guardia, nervioso, miró al exterior y vio un caballo blanco que regresaba solo, a la pálida luz de la luna. Tate corrió desde los establos hasta la muralla para ver qué había causado aquella alarma. Junto a los centinelas y caballeros congregados allí, vio al caballo corriendo a medio galope hacia la puerta sur. Los guardias echaron atrás los pesados portones de madera y azuzaron al caballo hacia el interior. Resoplando y con los ojos desorbitados de miedo, el blanco corcel dio una vuelta alrededor del patio y la multitud apiñada en él y se detuvo delante de Tate, que había bajado a toda prisa de la almena. En el patio se hizo un extraño silencio, como si todo el mundo estuviese conteniendo el aliento.

El señor del castillo, temiéndose lo peor, comenzó a registrar al animal en busca de alguna nota o mensaje de alguna clase concerniente a lo sucedido con Auston. El propio caballo dio la respuesta. Sus velludos belfos se plegaron y una voz muy similar a la de Tate dijo a través de la boca del animal:

—No podéis actuar como rufianes y esperar que se os trate como a damas.

Tate palideció visiblemente.

—¿Qué significa esto, sir Tate? —preguntó Albrecht viendo la expresión de entendimiento crecer en el rostro de su superior—. ¿Y qué han hecho con Auston?

—Significa que no hay trato —dijo Tate abrumado—. Y que Auston está muerto.

—¡Esos bastardos sin principios! —gruñó el habitualmente modoso Wallens—. ¿Qué vamos a hacer ahora, señor?

Tate se frotó los ojos para quitarse el cansancio.

—Echad una última ojeada a vuestros puestos, por esta noche, y después descansad algo mientras podáis —dijo el señor del castillo—. Mañana promete ser un largo y duro día.

Tate se alejaba ya de los desconcertados Albrecht y Wallens, con sus pensamientos viajando hasta un día lejano. Tres de sus dedos recorrieron las cicatrices que tenía en la mejilla, bajo la prolongación de su bigote. Ahora sabía por qué el dragón de Shalimsha le había resultado tan familiar. La hechicera de la emboscada… Tate no entendía lo bastante de magia para explicarse cómo era posible, pero estaba seguro de que aquella humana era ahora un vengativo Dragón Negro. Era obvio, por el mensaje, que ella no había olvidado su encuentro tampoco.

Un músculo dio un tirón en la mojada mejilla de Tate. La meta del dragón no era nada comparada con la del caballero: vengar a su amigo Wolter. Ella era un adversario digno como dragón, pensó, recordando la batalla de Shalimsha.

De pronto le encontró todo muy curioso, cómo sus caminos se habían cruzado y vuelto a cruzar. Él no era un hombre que creyese en profecías, pero si había de creer en alguna…

El Caballero de la Corona sintió un repentino e irresistible deseo de rezar a su dios, Kiri-Jolith. Había pasado poco tiempo en el templo desde la batalla de Shalimsha. Tate se justificó a sí mismo diciéndose que había estado demasiado ocupado en reorganizar las tropas y levantar su moral para dedicar uno de cada siete días a la oración.

La verdad era que, sin el anciano caballero allí para fortalecer su decisión, el interés de sir Tate por ascender en la Orden de la Rosa había disminuido. En algún secreto rincón de su alma, Tate se había atrevido incluso a preguntarse si Kiri-Jolith no le había abandonado a él primero.

Mientras se abría paso de puntillas por entre los cuerpos dormidos que ocupaban el patio, el señor del castillo no pudo evitar pensar que muchos de ellos estaban disfrutando de su último descanso en este mundo. Este pensamiento empujó a Tate con mayor rapidez hacia su largamente demorada charla con la divinidad.