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—El sol te vigorizará, Joad —dijo Kadagan amablemente.

Retiró el plateado cabello de los hombros de su compañero mayor para dar paso a los preciados rayos del sol, que atravesaban el dosel de árboles que había más allá de la boca del pozo. A decir verdad, Kadagan dudaba de que nada sino el regreso de Dela pudiese restaurar la vitalidad de Joad.

El bienestar de Joad, sin embargo, no era más que una de las incontables razones por las que Khisanth tenía que ayudarlos a rescatar a Dela. El tiempo se agotaba y Kadagan sabía que la hembra de dragón era su última esperanza. Secretamente, el nífido albergaba serias dudas de que la malhumorada hembra de dragón accediese jamás a cooperar con ellos.

Kadagan y Joad se quedaron mirando cómo las bandas de relámpago, blanco azulado, iluminaban la oscuridad del pozo y levantaban al inconsciente monstruo como una gigantesca eslinga. Un poco más y la criatura estaría sobre la tierra.

En previsión de su llegada, los nífidos habían abierto el túnel de roca y tierra unos días antes, cuando habían dejado al terco dragón, abajo, a punto de iniciar su escalada. La abertura era poco más que un agujero cuando Joad había detectado por primera vez la mágica y potente fuerza vital allá lejos, bajo la tierra. Ante la insistencia de Joad, habían ensanchado un poco la abandonada madriguera para poder pasar ellos. Pero ahora era un cráter lo bastante grande para permitir el paso de la enorme criatura. Kadagan y Joad saltaron hacia atrás cuando, entre siseos y zumbidos, las bandas de energía eléctrica que transportaban a la hembra de dragón la elevaron sobre la boca del pozo, manteniéndola suspendida a un lado. Agitando un afilado dedo, Kadagan ordenó a la fuerza eléctrica que los siguiera, a él y a Joad, mientras echaban a andar hacia el sombrío bosque. El camino no era lo bastante ancho para permitir el paso de un dragón, pero la incandescente energía que transportaba a la comatosa Khisanth abrió una chamuscada franja a través de la vegetación. Grandes árboles cayeron a izquierda y derecha, cortados a nivel de sus ahora ardientes tocones.

A media legua del pozo, los nífidos atravesaron con su carga el último denso círculo de pinos del oscuro bosque. El sol caía sin piedad sobre un campo de hierba que se extendía hasta donde la vista podía alcanzar. Alguna ceiba ocasional sobresalía hacia el cielo, y los purpúreos cardos y las plantas de zanahoria silvestre se mecían con la brisa, por encima de la alta hierba. Saltamontes y alondras de pecho amarillo, saltaban y revoloteaban. Bien entrados ya en la pradera, Joad y Kadagan se detuvieron. El relámpago que transportaba a Khisanth se quedó momentáneamente en suspenso. Después, descendió, depositando suavemente el cuerpo entre la hierba del verano tardío. De repente, las bandas eléctricas desaparecieron para reintegrarse en el globo maynus que, imperceptible bajo la luz del día, colgaba al lado de Joad.

—Está gravemente herida —observó Kadagan abriendo un camino entre las altas hierbas, que llegaban hasta su cabeza, y alrededor de la encogida figura de la bestia.

Rastros de sangre, de color carmesí, surcaban el polvo que cubría las negras escamas de Khisanth. La rosada carne de una de las ventanas de su nariz aparecía partida, de arriba abajo, hasta sus gruesos labios, que se encorvaban hacia atrás en una mueca que dejaba ver un incisivo roto entre el resto de sus afilados dientes. Muchas de las uñas de las garras de Khisanth habían sido arrancadas desde la raíz. Y, lo peor de todo, su ala derecha tenía una torcedura hacia atrás: obviamente estaba rota.

—¿Vivirá? —preguntó Kadagan a Joad.

El anciano se inclinó sobre el dragón, apretando contra sus heridas hojas frescas de alquimila. Los jugos astringentes de las redondas hojas verdeazuladas ayudaron a contener el flujo de sangre. Kadagan sabía que, si el anciano nífido estaba tratando de salvar al reptil con sus conocimientos herbales, era porque había todavía esperanza.

Cuando Joad hubo terminado, los pequeños nítidos se esforzaron por enderezar el ala fracturada de Khisanth. Kadagan se alegró de que la criatura permaneciese inconsciente y, con ello, insensible a lo que debía de ser un dolor insoportable.

De pronto, Kadagan sintió que algo se apretaba en torno a su pecho y lo elevaba del suelo. Con las piernas colgando y la boca abierta, luchando por respirar contra la garra negra que lo estrangulaba y hacía que su toscamente hilada túnica le abrasara la piel, miró por encima de su hombro y vio los ojos dorados de la hembra de dragón mirándolo acusadoramente.

Khisanth se hizo entonces consciente de un dolor sordo, que se hacía cada vez más agudo, en la garra que sujetaba al nífido. Entonces dejó caer a aquella criatura como si quemara.

—¿Estáis tratando de matarme, duendes?

Mientras luchaba por mantener la cabeza en alto, Khisanth miró hacia el nífido de pelo gris. Éste estaba muy ocupado tratando de atar una rama recta y gruesa a su ala con un largo tallo de enredadera. Aunque lanzaba frecuentemente preocupadas miradas por encima de su hombro, Joad no interrumpió sus cuidados. Khisanth arrugaba la cara por el punzante dolor que sentía bajo las manos de Joad, pero no intentaba detener a la criatura.

—Estamos tratando de… arreglar tu ala —jadeó Kadagan—. Debe de haberse roto mientras intentabas trepar a la superficie.

—La superficie —repitió Khisanth llena de asombro. De repente su expresión se volvió furiosa, cuando se dio cuenta de que no había llegado hasta allí por sus propios medios. Su último recuerdo era estar cayendo, de cabeza, desde el saliente. Había visto una luz, como un relámpago… Había creído que era Takhisis que la llamaba—. ¿Cómo me habéis subido? —preguntó.

Kadagan gesticuló con la cabeza hacia la bola luminosa que colgaba suspendida junto al hombro de Joad.

—No estamos seguros de cómo funciona, simplemente le dijimos al globo maynus que te cogiera y…

—Deberíais haberle ordenado que me dejase en la oscuridad —interrumpió con aspereza Khisanth, en absoluto impresionada.

Los sensibles ojos de la hembra de dragón, acostumbrados durante tanto tiempo a la oscuridad de su sueño subterráneo, se entornaron para mirar hacia la luz del sol que resplandecía en el campo.

—La luz del sol es curativa. Las sombras fomentan las infecciones —declaró el nífido enfáticamente, y su compañero hizo un gesto de asentimiento.

El tono confiado de la criatura recordó a Khisanth su conversación bajo tierra. Sus ojos se estrecharon.

—Supongo que pensáis que ahora estoy en deuda con vosotros, y que me sentiré obligada a rescatar a vuestra amiga, ¿no?

—Precisamente, nosotros…

—Yo no pedí vuestra ayuda, ni que atendieseis mis heridas —gruñó la hembra de dragón—. Y, sobre todo, no os pedí que me despertaseis antes de tiempo. Puede que hayáis echado a perder mis oportunidades de ayudar a mi reina. Sólo por eso debería mataros. —Sus correosos párpados se abrieron de par en par en una expresión de tolerancia burlona—. Sin embargo, aceptaría vuestra ayuda, aunque no buscada ni justificada, y os dejaré vivir.

Esperando una muestra de gratitud, o al menos de miedo, Khisanth se sorprendió al ver que Joad continuaba envolviéndole el ala mientras el nífido de pelo castaño observaba, silenciosamente, con los brazos cruzados y una expresión despreocupada.

Irritada, Khisanth agitó dolorosamente ambas alas hacia los lados, enviando al anciano nífido por los aires. Después trató de ponerse en pie. Apretando los músculos de sus poderosas mandíbulas, la hembra de dragón intentó reunir cuanta fuerza le quedaba: más determinación que poder, en realidad. Consiguió levantar la cabeza y el pecho del suelo con sus zarpas, y también su costado, hasta enderezarse. Luego descansó sólo un momento y plantó sus zarpas traseras bajo la ancha barriga. Estirando las patas y dejándolas fijas en la posición, la criatura consiguió ponerse en pie brevemente. Sus labios se encorvaron hacia atrás en una sonrisa burlona. Luego tiritó, se tambaleó y volvió a desplomarse de golpe sobre su pecho, haciendo vibrar el suelo.

Khisanth inhaló, temblorosamente, a través de su hocico aplastado contra la tierra calentada por el sol. Cuando abrió, de mala gana, sus dorados ojos, vio piedad en los rostros de los nífidos.

—¡Alejaos de mí! —bramó, y después arañó débilmente la hierba para espantar a sus acompañantes.

—Has conseguido sangrar otra vez —le reprendió Kadagan.

Khisanth no protestó cuando el nífido mayor comenzó, en silencio, a aplicar más hojas sobre sus heridas. En lugar de eso, cerró los ojos e intentó escuchar los ruidos circundantes: el zumbido de las chicharras, el canto de los pájaros y el susurro del viento a través de las hojas. Los sonidos no le resultaban familiares ni tampoco extraños. Recordaba, vagamente, haber oído aquella combinación de ruidos cuando era muy joven; pero nunca le había prestado mucha atención. Ahora se concentró en ella, utilizándola para ahogar todo lo demás en su confuso y hambriento cerebro. Tal vez, si mantenía los ojos cerrados el tiempo suficiente, todo —los nífidos, los elementos que conspiraban para atraparla y debilitarla— desaparecería, y ella no se sentiría tan… indefensa. Este pensamiento la hizo desear empezar a dar coletazos otra vez, pero no tenía energía suficiente.

—La comida restablecerá tu fuerza —dijo Kadagan sacando unos gusanos del humus, bajo sus pies, y poniéndolos orgullosamente ante la hambrienta Khisanth—. Toma, te he encontrado algo que comer.

Cuando sintió el olor en las ventanillas de su nariz, la roja y ahorquillada lengua de Khisanth salió disparada entre sus afilados dientes. Cogió a lazo los dos diminutos gusanos, se los metió entre las mandíbulas y los dejó caer, deslizándolos por su garganta sin masticarlos. Luego abrió los ojos y miró avariciosamente en torno a sí a ver si había más.

—¿No han sido suficientes los gusanos? —preguntó Kadagan sorprendido.

—No soy un pájaro —refunfuñó Khisanth, con sus sentidos excitados por el insignificante bocado—. ¡Necesito carne! —y se detuvo para mirar recelosamente a la criatura—. Pero no necesito endeudarme con vosotros por ninguna cosa más. Puedo cazar yo sólita.

Khisanth intentó volver a ponerse en pie, pero ni siquiera pudo sentarse sobre sus ancas.

Kadagan vio el agotamiento dibujado en la caída cabeza de la hembra de dragón.

—Podemos hablar de los detalles después de que te hayas saciado —sugirió el nífido—. ¿Qué requieres?

Khisanth suspiró para sus adentros. Puesto que era obvio que ella no era capaz de cazar por sí misma, al menos podía poner a prueba las habilidades de los otros.

—Un alce u otra criatura de gran tamaño me vendría bastante bien —dijo con naturalidad, reprimiendo una sonrisa de suficiencia mientras los centelleantes ojos azules del joven nífido se volvían tan grandes como puños.

¿Cómo se las arreglarían aquellas minúsculas criaturas para dar muerte a un alce, tantas veces más grande que ellas? Eso no era de su incumbencia. La ridícula visión que imaginó le proporcionó la primera diversión que había tenido desde que se despertó. «No deberían hacer promesas que no pueden cumplir», se dijo a sí misma.

Kadagan se hallaba, sin duda, en un apuro. Los nífidos obtenían la mayor parte de su energía de la luz solar, pero necesitaban agua y comían frutas y hortalizas porque sabían bien, y porque también necesitaban la luz del sol para crecer.

Pero ¿un alce?

Joad tocó a Kadagan en el hombro y sugirió la solución evidente. Guardándose el globo maynus en el cuello de su túnica, el anciano levantó un diminuto saco tejido con telas de araña y, acompañado de su amigo, se fue a la caza del alce. Al no verse ya entorpecidos por la lenta eslinga de relámpago, los nífidos se movieron con rapidez sobre el sombreado suelo del bosque, dirigiéndose hacia el sudoeste, hacia más altas elevaciones. Treparon rápidamente a los árboles y se deslizaron entre rayos de sol. Pronto el bosque dio paso a unas estribaciones cubiertas de pinos, y los pies descalzos de los nífidos hicieron saltar las agujas secas que alfombraban el suelo. Pasadas las estribaciones, entre matorrales y pinos medio secos, vieron tejones y cabras montesas. Sin embargo, dejaron en paz a esos animales, considerando que eran demasiado pequeños para satisfacer las necesidades de Khisanth.

Por fin los nífidos localizaron a su presa, holgazaneando y con ojos adormecidos, sobre un montículo bajo los últimos rayos del día. Poniéndose un dedo en los labios para mantener a Kadagan silencioso, Joad se metió la mano bajo el bulto que tenía en su túnica y sacó el gran globo, dejándolo en suspensión por encima del hombro. El maynus no hacía ningún sonido y proyectaba un vago resplandor amarillo; los pequeños relámpagos que se agitaban dentro habían desaparecido. El nífido anciano metió la mano en su bolsa de tela de araña y sacó un puñado de hierbas aromáticas desmenuzadas. Entonces roció con ellas la parte superior del globo. El alce permaneció distraído cuando Joad ordenó al maynus que flotase hasta colocarse por encima de sus velludas astas con forma de hojas de roble. El globo alcanzó su destino y, rotando lentamente, derramó las hierbas poquito a poco. Casi invisible, el polvo descendió suavemente hasta posarse en la cabeza y los hombros del animal.

Las propiedades sedantes de la ortiga roja, las hojas de manzanilla, los pétalos de primavera y la raíz de valeriana sumieron en el sueño al ya adormecido alce. A una orden silenciosa de Joad, las bandas de relámpago se formaron dentro del maynus y, después, envolvieron al animal. La criatura resopló y dio un tirón involuntario por el movimiento, pero no se despertó. El relámpago fue benevolente y no quemó los pelos del alce más de cuanto había chamuscado las escamas de Khisanth.

Llevando a remolque su captura, los dos nífidos se encaminaron, de vuelta colina abajo, hacia su campamento y el hambriento reptil que los esperaba entre las altas hierbas.

La oscuridad descendió, y Khisanth estaba durmiendo espasmódicamente cuando Kadagan y Joad regresaron. Las bandas luminosas depositaron el alce ante ella. En cuanto el olor penetró en sus sueños de comida, los ojos de Khisanth se abrieron de golpe con incredulidad.

Khisanth oyó vagamente un sonido —una voz— pero estaba más allá de querer oír nada, más allá de ninguna consideración. Sus mandíbulas se abrieron de par en par y sus dientes, como dagas, se clavaron en las costillas de la criatura. El alce se despertó, mugiendo por la sorpresa, el dolor y la rabia, y trató de librarse del dragón. La sangre brotó como un surtidor y chorreó por el suelo. El alce se debatió hasta que Khisanth, fortalecida con cada horrible mordisco, lanzó un violento latigazo con su poderosa cola arrancándole la cabeza y silenciando sus mugidos.

Kadagan y Joad observaban, a la vez asqueados y fascinados. Los sonidos de la noche en el bosque se vieron ahogados por el estrépito del crujir de huesos y los sorbetones. En apenas el tiempo que habían tardado las hierbas de Joad en dormir al alce, la famélica hembra de dragón lo había consumido todo, escupiendo tan sólo las pezuñas con un gesto de aversión.

Enmudecido, Kadagan se quedó mirando los sangrientos restos del animal.

—Las pezuñas son demasiado amargas y duras —explicó Khisanth—. No son jugosas por dentro, como los huesos.

Y, dicho esto, un gran eructo arrugó los labios de la criatura, todavía moteados de sangre. Luego suspiró alegre y profundamente, y se puso a limpiar uno de sus perlados dientes con la punta de una afiladísima uña.

—Más.

Sin poder salir de su asombro, los nífidos tuvieron que traer dos castores, una cabra y cuatro liebres de largas orejas antes de que la glotonería de Khisanth se viera aplacada por aquella noche.

—¿Te encuentras ya lo bastante en forma para hablar? —preguntó Kadagan al cabo de un rato.

Y se sentó con las piernas cruzadas en el centro de una vaina de semillas inusitadamente grande —casi un metro de ancha—, lo bastante cerca del suelo para quedar oculto por las altas hierbas circundantes. Las blandas y cerosas secciones de la vaina se abrían como un abanico en torno a él. También Joad estaba posado en el abierto centro de otra de aquellas plantas de color verde pálido. Khisanth estaba enroscada ante el fuego que Joad había encendido para ella. El resplandor amarillo de las luciérnagas parpadeaba por aquí y por allá a lo largo y ancho del campo, y un pequeño y benigno enjambre incluso se congregó en torno al campamento.

—Me siento generosa —dijo Khisanth recostándose perezosamente hacia atrás sobre un codo y hurgándose todavía los dientes—. Adelante. Decid cuál es el precio por vuestra indeseada ayuda y lo consideraré.

Kadagan se mostró ligeramente sorprendido por la actitud de ésta.

—Los nífidos no aceptamos el concepto de «endeudamiento» —dijo—. Te hemos ayudado porque era mutuamente beneficioso.

Interés propio. Ahí había, por fin, un concepto que Khisanth podía entender.

—Tenemos intención de pagarte por tus servicios.

Las cejas de Khisanth se elevaron con sorpresa. No podía imaginarse con qué podrían pagarle que fuese de algún valor para ella… piedras preciosas tal vez; pero, a juzgar por la ausencia de adornos en ambos nífidos, las joyas parecían improbables.

—¿Estás interesada? —apremió Kadagan.

—No perdéis el tiempo, ¿verdad? —dijo Khisanth.

—No tenemos tiempo que perder —respondió Kadagan adoptando de pronto una expresión sombría—. Dela se está muriendo.

Khisanth se incorporó.

—Te escucho.

—Primero, observa el maynus —dijo Kadagan y, luego, gesticuló con la cabeza a Joad.

El nífido de pelo gris se situó delante de Khisanth y formó una cavidad redonda con sus delgadas manos. El globo luminoso se deslizó hasta colocarse entre ellas. Mientras Khisanth observaba, una escena en movimiento comenzó a tomar forma donde antes danzaban los pequeños relámpagos.

Apareció la imagen, obviamente femenina, de una nífida con una túnica blanca y el pelo ondulado y dorado, con la misma luminosidad de fondo que se apreciaba en los otros. Había algo etéreo en ella que instantáneamente impulsó a Khisanth a tocar el globo. Después miró a Kadagan.

—Dela —informó el nífido de pelo oscuro—. Mi prometida. Observa de cerca —le ordenó con un insistente ademán hacia el globo.

Dela estaba arrodillada en la orilla de un riachuelo que parecía atravesar una herbosa llanura. Tumbado de costado, en una de sus diminutas manos, se veía a un colibrí. Éste bajaba la cabeza con esfuerzo para beber el agua que Dela había recogido en la palma de su otra mano. Con el maynus —un vago resplandor apenas visible a la luz del día— flotando encima de su hombro, Dela tocó con el dedo el diminuto pecho iridiscente del pajarito. Volaron chispas. Khisanth creyó que Dela había matado a la criatura. Pero ésta, más mariposa que ave, dio un respingo y sus alas comenzaron a batir con tanta rapidez que se veían borrosas.

—Dela cura a los animales. Ése es su don, así como el de Joad son las hierbas —explicó Kadagan.

Los ojos de Khisanth permanecían fijos en el maynus. En el globo, una sonriente Dela lanzaba al rejuvenecido colibrí hacia el cielo y éste se alejaba volando. La nífida, que iba descalza, se puso en pie y se alejó del arroyo.

Cuatro criaturas se elevaban por encima de ella a lomos de sendos caballos.

—Humanos —informó Kadagan, notando la desconcertada mirada de Khisanth.

Khisanth había visto todas las formas de animales cuando aún era joven, antes del Sueño, pero nunca había visto a un humano. Tampoco se sintió especialmente impresionada.

Los hombres estaban evidentemente fascinados con Dela, pero sus miradas eran codiciosas. Dela palideció y se quedó sin habla ante la inesperada e indeseada presencia; unas diáfanas alas brotaron entre sus omóplatos. Había remontado la hierba de la orilla cuando una fina red cayó sobre ella. El peso arrojó a la nífida al suelo de nuevo. Dos de los hombres bajaron de sus caballos y estiraron sus manos hacia ella, para asegurar la red y, simplemente, para tocarla. Los dos que seguían montados se situaron a ambos lados y esperaron. Las manos de los hombres cayeron sobre la pequeña nífida, de poco más de media vara, que se acurrucaba bajo la red. La boca de Dela se abrió para soltar un grito que no se oyó porque la imagen en el maynus era silenciosa. Dos rayos de bordes azulados salieron disparados del cuerpo de Dela e impactaron en el pecho de los hombres que la habían tocado, abriéndoles un enorme agujero ribeteado de negro y arrojándolos por los aires a una gran altura.

Sus camaradas montados miraron atónitos, pero sin miedo. Uno de ellos tenía los ojos de color verde claro y el cabello, marrón, largo hasta los hombros. Sujeto trasversalmente a la grupa de su caballo, había otro humano con las manos y pies atados. El otro jinete era pequeño y de constitución delgada pero fuerte y tenía los ojos rasgados. Ambos tiraron ligeramente de sus caballos hacia atrás. El de los ojos verdes agitó el brazo y señaló hacia Dela. De repente, una serie de criaturas de extraño color, mucho más altas que los humanos, aparecieron por primera vez en el campo de visión del maynus y se precipitaron sobre la nífida.

—Ogros —dijo Kadagan.

—¿Por qué razón no se pone en pie y usa los rayos otra vez? —preguntó Khisanth mientras Dela se desplomaba bajo la red.

—Dela no lo hizo intencionadamente la primera vez. El rayo eléctrico es nuestra respuesta involuntaria al contacto con humanos y otros seres parecidos. Tú no eres como ellos, y por eso vinimos a buscarte. Los humanos no pueden resistir la tentación de tocar a los nífidos cuando los ven, y nosotros no podemos evitar hacerles daño cuando lo hacen. El contacto con ellos agotó de tal modo la energía de Dela que cayó inconsciente.

Khisanth recordó el cosquilleo que había notado cuando los nífidos la habían tocado. Estremeciéndose, volvió la mirada hacia el interior del maynus, donde los recién aparecidos estaban haciendo descender sobre Dela un gran saco de tosco tejido y cierre corredizo. Hecho esto, el humano de ojos verdes se metió dos dedos en la boca, silbó y el séquito partió hacia el sur, con los jinetes a la cabeza. Uno de los ogros llevaba el saco colgando de la mano, al final de su brazo extendido. Entonces, la imagen del globo se desvaneció para dar paso a la habitual luminosidad amarilla.

El hecho de volver a presenciar el secuestro de su hija en el globo maynus de ésta había dejado profundas arrugas de preocupación en el rostro del anciano nífido, y una fría determinación en los ojos de Kadagan.

—Nosotros habíamos oído que los humanos, los ogros e incluso los dragones rojos estaban aumentando en la región, pero no sabíamos que se habían adentrado tanto en nuestros bosques —dijo Kadagan suspirando entrecortadamente—. De haberlo sabido, no habríamos dejado sola a Dela, ni siquiera durante los escasos momentos que nos llevó coger bayas y agua para la comida de la mañana.

—No lo entiendo —dijo Khisanth—. ¿Por qué se ha detenido la imagen?

Kadagan se encogió de hombros.

—El maynus no tiene sensibilidad. Dela estaba inconsciente y él se había quedado sin dirección. Y nosotros también. Joad y yo buscamos a Dela durante todo el día. Finalmente, cuando cayó la noche, divisamos su maynus reluciendo al otro lado del campo donde había sido secuestrada. No nos dimos cuenta de que había grabado su captura hasta varios días más tarde.

Kadagan se daba cuenta de que, si bien Khisanth encontraba fascinante la capacidad del globo de proyectar imágenes, todavía no estaba persuadida de ayudarlos.

—No te pedimos que rescates a Dela simplemente porque es la hija de Joad y mi prometida —dijo Kadagan e hizo una pausa, como si él también acabara de comprender plenamente el impacto de lo que estaba a punto de decir—. Nosotros somos los últimos de nuestra especie. Sin Dela, los nífidos desaparecerán por completo.

—¿Por qué no utilizas el maynus para averiguar dónde está y rescatarla tú mismo?

El rostro de Joad se ruborizó notablemente al oír la pregunta, pero permaneció en silencio, como siempre.

—Sabemos dónde está. —Kadagan se esforzó por encontrar las palabras para poderlo explicar—. Dela envía… sensaciones a Joad. Estas sensaciones nos condujeron a una ciudad en el sur. —Su entrecejo se arrugó—. Cuando yo estaba durmiendo, él entró sigilosamente en la ciudad para liberarla.

—¿Qué ocurrió entonces?

Consciente de que el tema era doloroso para Joad, Kadagan buscó las palabras adecuadas.

—En su desesperación por liberar a su hija, Joad se adentró en el asentamiento humano sin ningún disfraz. Después de ver la captura de Dela, podrás imaginar el impacto que la presencia de Joad tuvo en los humanos de allí. Cuando yo me di cuenta de adonde había ido, me cubrí con ropas que cogí prestadas y conseguí encontrarlo; pero no antes de que él hubiese sido también rodeado y dejado inconsciente. Esa pérdida de energía, así como su tristeza por la captura de Dela, han ocasionado su mudez.

Kadagan vio la decepción de la hembra de dragón ante el fallido intento de rescate.

—Nosotros no somos ni guerreros ni magos, y tampoco somos físicamente fuertes. Tú eres todas esas cosas.

Khisanth se puso en pie y desperezó todos sus músculos. Luego volvió a colocarse en una posición cómoda, en la que parecía una enorme pelota negra con una cabeza.

—Supongamos que estoy interesada en rescatar a Dela —reflexionó. Su largo hocico estaba posado en sus zarpas mientras miraba a los nífidos con ojos adormilados y preguntaba—. ¿Qué podríais poseer vosotros que yo pudiera valorar como pago por mis servicios?

—Podemos darte algo que te otorgará una fuerza y sabiduría sin igual.

Los cuernos de la cabeza de Khisanth se movieron mientras sus cejas se elevaban con manifiesto interés. Kadagan debía de estar hablando de un artefacto muy poderoso. ¿El globo maynus, quizás? Sus poderes eran, desde luego, lo bastante impresionantes para convertirse en el primer artículo del futuro tesoro de la hembra de dragón. Las glándulas salivares, en los rosados pliegues de carne que se hallaban junto a su segunda fila de dientes, entraron en acción ante la sola idea.

—Podemos enseñarte la disciplina de qhen.

Khisanth parpadeó con incredulidad y sus ilusiones de un tesoro se desvanecieron.

—¿Creéis que una minúscula criatura, al borde de la extinción por culpa de los humanos —dijo, escupiendo la palabra con desprecio—, puede tener algo que enseñar a un miembro de la raza más poderosa que jamás haya existido en Krynn?

—Es verdad que los nífidos se hallan al borde de la extinción a causa de los humanos. Ellos nos matan o nos exhiben como posesiones porque todo cuanto no entienden los asusta e intriga. Y, sin embargo, ésas son las razones por las que los dragones casi han perecido también.

Khisanth se incorporó hasta sentarse sobre sus ancas, y dio a Kadagan un indignado codazo en el pecho que la envió rodando por el suelo.

—¡No hemos «casi perecido»! Se nos ordenó quedarnos bajo tierra y dormir hasta…

La voz de Khisanth se fue apagando hasta callarse, y se sintió como una imbécil cuando se dio cuenta de lo tenue que era la línea divisoria entre la extinción y el eterno letargo en que su sueño se habría convertido si los nífidos no la hubiesen despertado. La sola idea la hacía sentirse estúpida, y a los Dragones Negros no les gusta sentirse estúpidos.

A través de sus enojadas reflexiones, Khisanth se fue haciendo consciente de la mirada inocente y expectante de los nífidos; ésta no contribuía en nada a pacificarla.

—¿Qué tiene eso que ver con el pago por rescatar a vuestra hembra perdida? —soltó Khisanth malhumoradamente.

Mientras miraba maliciosamente desde arriba a la pequeña criatura, disfrutaba de la sensación de poder que, sin más, le otorgaba su tamaño.

Kadagan, sin embargo, no se dejó intimidar.

—Nada… y todo, cuando uno es verdaderamente qhen. —Pero el nífido se dio cuenta de que estaba perdiendo la atención de Khisanth, que iba degenerando en orgullo herido y creciente frustración—. Podrías utilizar qhen para asumir distintas formas corporales.

Esta vez los cuernos de Khisanth se movieron con cínica curiosidad. Ella había estado aprendiendo sus primeros conjuros, aquéllos que extinguen la luz y crean espesas nieblas, antes de que la geetna la hiciera dormir. Pero, cambiar de forma, ésa era una habilidad difícil y poco común.

Khisanth adoptó un aire de indiferencia, pero el hecho de que se sentara delataba su interés.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que yo no sé cómo cambiar de forma?

Los pequeños hombros de Kadagan se encogieron.

—Lo habrías hecho para escapar del pozo.

Khisanth maldijo para sus adentros la impecable lógica del nífido. Sin embargo, lanzó una mirada escéptica a la joven criatura.

—Dame alguna prueba de tu propia habilidad para cambiar de forma —lo desafió—. Transfórmate en un… —y, mirando el campo a su alrededor, localizó, sobre una ceiba distante, una criatura aún más pequeña que los nífidos—. Transfórmate en un gorrión.

—No puedo —dijo sencillamente Kadagan.

—¿De modo que te propones instruirme en algo que tú mismo no conoces? —dijo Khisanth volviendo a ponerse de pie y mirando a su alrededor en busca de la mejor dirección en la que partir—. Obviamente, me habéis hecho perder el tiempo, así que me mar…

—Los nífidos varones son los profesores de la raza. No somos seres mágicos, como tú —interrumpió Kadagan con una voz todavía sosegada—. Sólo las hembras de nuestra especie son mágicas. Sólo Dela.

Khisanth no llegó a dar un paso, pero continuó mirando hacia el bosque que se erguía al otro lado del campo.

—Pero ¿y qué hay del maynus? Vosotros lo usáis.

—Sólo a un nivel rudimentario —admitió Kadagan—. Es como tener una espada capaz de matar a todo un clan de gigantes de fuego de un solo golpe y, sin embargo, tener sólo la fuerza suficiente para pelar manzanas.

A Khisanth le satisfizo la explicación. Si el nífido decía la verdad y podía enseñarle la habilidad de cambiar de forma, su poder no tendría igual. Además, razonó, si las lecciones resultaban ser un aburrimiento, o un engaño, podría marcharse en cualquier momento.

Sin embargo, tenía preguntas que hacer. Dando todavía la espalda a Kadagan, preguntó:

—Si Dela es tan mágica y vosotros la habéis enseñado a cambiar de forma, ¿por qué no lo hace y se libera ella sola?

Joad dejó caer la cabeza con tristeza. Los labios de Kadagan se apretaron hasta formar una pálida y delgada línea.

—Ella no puede emplear sus habilidades para escapar porque el maynus es la fuente de su magia, y ella no lo tiene. Me temo que, aunque lo tuviese, ya no posee la energía física o espiritual suficiente para utilizarlo. Sus captores la han mantenido cubierta para evitar la tentación de tocarla. Dela lleva demasiado tiempo sin sentir la luz del sol. Está deprimida…

—Eso de qhen —murmuró Khisanth, volviéndose por fin hacia su interlocutor—, ¿llevará mucho tiempo aprenderlo?

Kadagan y Joad intercambiaron miradas de esperanza.

—Eso depende por completo de la capacidad que tengas de aprender.

Khisanth sonrió con suficiencia.

—Si eso es cierto —dijo—, estaremos de camino antes de que se levanten dos lunas.

Y, dicho esto, dio dos vueltas alrededor del fuego y se acostó para disfrutar de un sueño nocturno bajo las titilantes estrellas, el primero desde hacía siglos.

Los nífidos se encerraron herméticamente en sus verdes vainas para protegerse de los depredadores. En sus silenciosas literas, desprovistas de luz de luna, ellos también anhelaban un buen sueño nocturno, el primero desde la desaparición de Dela.