Khisanth se erguía entre los cuerpos quemados y rotos, con su garra alzada y extendida en forma de puño, hacia un cielo cubierto de humo. De repente, la hembra de dragón sintió cómo sus huesos se contraían y expandían simultáneamente, como si estuvieran siendo aplastados y estirados. El dolor fue, por un instante, insoportable. Khisanth se preguntó si no habría sufrido más daño del que pensaba en la batalla. Estirando el cuello hacia atrás, miró a lo largo de su espina dorsal, pero no vio nada que pudiera ser causante de semejante tormento.
«¿Es así como uno se siente al morir? ¿Tiene que ser el alma desgarrada en incomprensibles pedazos o comprimida hasta la nada, para no dejar ningún rastro?».
Khisanth no dio ni un paso, ni siquiera movió un músculo, pero el mundo se agitó y reverberó a su alrededor como el calor del verano sobre el agua de una charca. Mientras miraba a través de la bruma, el paisaje que la rodeaba cambió dramáticamente. Las almenas, e incluso las montañas, habían desaparecido, y la tierra se extendía infinitamente, vacía y llana, contra un cielo rojo misteriosamente refulgente. El cielo mismo parecía fundirse con el suelo arenoso sin dejar horizonte alguno, y estaba desprovisto de estrellas, lunas o sol. Y sin embargo, a pesar de aquel rojo radiante, el área parecía tan oscura como una sombra.
Por lo menos, a diferencia de lo que ocurría en el plano del relámpago, aquí había suelo. Khisanth se puso a cuatro patas y caminó con cautela, medio sospechando que el suelo pudiera hundirse bajo sus pies, como arenas movedizas. El movimiento era lento, pero no había ningún sitio a donde caminar, ningún punto de referencia hacia el que dirigirse. Khisanth escrutó toda el área con la mirada, pero siguió sin ver nada.
Hasta que volvió a mirar hacia adelante, entonces unos vapores nebulosos se alzaron desde la arena, delante de ella, y se unieron para adoptar unas formas vagamente humanas. Algo parecido a la carne, borroso y semilíquido corría, más que descansaba, en sus amorfos contornos. Parecían como una angustiada figura de cera retorcida, móvil y derretida. Sólo el ocasional atisbo de un rostro era perceptible.
—¿Qué… quiénes sois? ¿Dónde estoy? —preguntó ella.
Silencio.
De pronto, como una ola imparable y silenciosa, una fila de horribles criaturas se precipitó hacia adelante. Levantaron unas garras líquidas desde las profundidades de sus difusas formas y arañaron el aire delante de Khisanth.
Ella retrocedió rápidamente… para topar con otra hilera, igualmente densa, de aquellas criaturas silenciosas y extrañas que tenía detrás. Sintió, más que vio, garras clavándose en sus escamas. Cada una de ellas hacía muy poco daño pero, juntas, las indescriptibles criaturas estaban empezando a provocarle sangre y dolor.
Como una hoz a través de la alta hierba, Khisanth dio un silbante latigazo con la cola, de lado a lado, enviando a las criaturas rodando por el arenoso paisaje. Algunas se partieron en dos, como cera fría y desmenuzable para, después, yacer inmóviles; pero otras surgieron rápidamente de la arena, detrás de ella, para reemplazarlas. Las que estaban delante lanzaban sus garras hacia su pecho, patas delanteras o cualquier lugar donde pudieran hundirlas. Khisanth pateó, coleó y corcoveó enloquecidamente, intentando apartarlas de sí. Entonces observó que las que se habían partido en dos se habían regenerado, como los gusanos, en dos nuevas y tenaces criaturas.
Desesperada, recurrió al ácido que bullía en su estómago. Éste subió por su garganta y salió disparado entre sus mandíbulas como un torrente verde y caliente. Khisanth giró en redondo y, dirigiendo su ácido hacia abajo, empezó a sacudirse las horribles criaturas de encima arrojándolas en el corrosivo fluido. Los rostros de las criaturas se retorcían todavía con mayor angustia mientras se disolvían. La esperanza palpitó en el pecho de Khisanth. Se agitó y vomitó con furia, hasta que el último de aquellos seres quedó reducido a humeantes restos de color gris.
Pero se quedó estupefacta cuando vio que los pedazos que no habían sido corroídos por el ácido habían comenzado a regenerarse formando muchísimas más criaturas, que parecían silenciosamente furiosas. De repente, las grotescas figuras se apartaron bruscamente de ella. Entonces Khisanth vio la razón.
Emergiendo tras la última fila de criaturas y contorneados contra el fulgurante cielo rojo, había unos seres alados mucho más altos. Éstos eran, tal vez, la mitad de altos que Khisanth, delgados y con unos músculos fuertes y prietos. Los seres se aproximaron, retirando a patadas los temblorosos restos de su camino. Estas nuevas criaturas parecían reptiles, con largas colas prensiles. Aunque de unos dos metros y medio de altura, le recordaron claramente a Khisanth las gárgolas de piedra, mucho más pequeñas, que sobresalían de las esquinas y torreras del castillo de Shalimsha, puestas por sus constructores con el fin de ahuyentar a los malos espíritus. Estas criaturas de ahora no estaban hechas de piedra, sino de carne correosa, como su propio vientre. Seis de ellas eran negras como la noche y dos eran de un verde vivo.
—¿Quiénes sois? —preguntó Khisanth, repitiendo sus últimas palabras a los recién llegados. Y después señaló a los palpitantes restos de las criaturas que tan duramente habían intentado arrancarle la carne de los huesos—. ¿Y qué son ésos?
Lemures, espíritus sin mente. Ellos no pueden responder.
Khisanth miró a su alrededor, sobresaltada. La voz había hablado dentro de su cabeza. Entonces advirtió que una de las criaturas con aspecto de reptil, de color rojo, la miraba fijamente y decidió que era ella la que le había respondido telepáticamente.
—Somos abishai, centinelas del plano abisal —dijo la criatura con un tono muy grave y lento, como habría sonado la piedra si pudiera hablar.
—¿El Abismo? —chilló Khisanth con un sonido que nunca había oído salir de su propia garganta.
Sin responder, las criaturas se colocaron de golpe en formación cuadrada, encerrando a Khisanth en medio con dos abishai a cada lado excepto al frente. Ella comenzó a caminar hacia adelante, sintiendo que algo atraía, extrañamente, sus pensamientos. Vagamente se dio cuenta de que debía de hallarse bajo el efecto de algún conjuro, para no ofrecer la menor queja ni resistencia. Sólo después de que el conjuro se hubo desvanecido fue capaz de resistirse.
Khisanth se plantó, negándose a dar un paso más. Las criaturas negras y verdes se detuvieron en seco. Ni siquiera ocho criaturas grandes podían esperar mover a un dragón que se resistía.
El abishai rojo extendió su cola hacia ella revelando el pequeño aguijón en su punta.
—Veneno —dijo.
La criatura miró ansiosamente a su alrededor, como si temiera que algo fuese a surgir y matarla por comunicarse con el dragón. Pera nada sucedió.
La advertencia fue suficiente para Khisanth, por ahora. Prosiguieron su camino.
Al cabo de un rato, los centinelas dejaron bruscamente de caminar, aunque su destino no parecía en absoluto distinto de su punto de partida: el mismo cielo luminoso, rojo oscuro, como un fuego del tamaño del mundo ardiendo en la distancia. La arena en movimiento hacía difícil distinguir qué era arriba y qué era abajo.
—Espera.
El pequeño batallón de abishai desapareció en el cielo rojo oscuro tan misteriosamente como había llegado.
Khisanth detestaba el misterio de la índole que fuere. ¿Adónde habían ido? ¿Significaba su marcha que los lémures volverían? La idea de aquellas criaturas sin cerebro, lanzando incesantemente sus garras hacia ella, la hacía sentirse más atrapada de cuanto se había sentido con la escolta de abishai. Cada nervio de su cuerpo cosquilleó de ansiedad bajo sus escamas.
Pero los lemures no regresaron. Ni tampoco nadie ni nada más. Ella esperó. Y esperó. Khisanth creyó casi posible que hubiese transcurrido todo un ciclo de estaciones mientras esperaba… ¿qué? Eso no lo sabía.
Entonces, para completo asombro de Khisanth, un muro de fuego brotó de la arena como un geiser. A través de él caminó una criatura que Khisanth habría tomado por otro abishai si el ser no la hubiese corregido.
—Los cornugons somos los baatezu mayores del Abismo —dijo con tono sepulcral—. Las diferencias entre nosotros y los baatezu menores, como los abishai, son obvias.
Mirando con más detenimiento, Khisanth comenzó a notar sutiles diferencias: los cuernos cubiertos de carne, la cara ligeramente más humanoide, ojos muy rasgados y colmillos prominentes en lugar de filas de dientes igualmente recortados, como los abishai. Además, la criatura sujetaba un gran látigo con púas entre sus garras; los abishai sólo estaban armados con zarpas.
—Tengo instrucciones de llevarte hasta tu encuentro.
El cornugon gesticuló con su astada cabeza hacia el muro de llamas.
—¿Encuentro? ¿Con quién? ¿Por qué he sido traída al Abismo?
El cornugon simplemente permaneció allí, de pie, mirando hacia el muro ardiente.
Khisanth sintió que algo empezaba a socavar su confianza, hasta que notó una sensación nada familiar: el miedo. Lo más extraño era que estaba empezando a sentir un miedo irracional por el hecho de quedarse en ese lugar. No es que un viaje al Abismo debiera inspirar terror, se dijo a sí misma. Sin embargo, el miedo era algo totalmente ajeno a la naturaleza de Khisanth. No veía por qué tenía que experimentarlo en aquel momento.
A menos que fuese una sensación mágicamente inspirada. Los dragones eran resistentes a la magia por naturaleza. La magia del cornugon debía ser poderosa, sin duda, para que un conjuro de miedo la afectara de aquel modo. La hembra de dragón sintió otro estremecimiento de miedo.
Antes de que Khisanth pudiera avanzar, el muro de fuego fue hasta ella. Sitió las cosquilleantes llamas rozar su costado, pero el fuego no la quemaba, ni siquiera era muy caliente. Las llamas blancas y anaranjadas se deslizaron por su espalda y sobre su cola y la dejaron de pie en un lugar que parecía exactamente el mismo. El cielo y la arena relucían tan rojos como antes.
Y, sin embargo, la sensación allí era diferente. El cornugon había desaparecido, pero Khisanth tenía la clara y persistente impresión de que no estaba sola. Entonces vio la larga y espinosa espalda de un dragón interrumpiendo el monótono perfil del árido paisaje. Enorme y muy cercano, pero muy vago.
—¿Quién eres? —preguntó Khisanth.
Pero el momentáneo alivio que había sentido a la vista de algo familiar se le cortó de golpe junto con la respiración. El área parecía hacerse más oscura, aunque era más una oscuridad de la mente, dado que el tenue rojo del cielo no había cambiado. Mientras se esforzaba por respirar, Khisanth vio cómo el largo e inusitadamente grueso cuello del dragón comenzaba a volverse hacia la izquierda.
Como un tenso muelle, el cuello se desenrolló y cinco cabezas completaron el giro, serpenteando, retorciéndose y silbando suavemente. Khisanth se dejó caer de rodillas en actitud de reverencia y respeto. Allí estaba, encogida, ante uno de los tres creadores del mundo.
El nombre de «La de las Muchas Caras» parecía de lo más apropiado para la Reina Oscura en su presente forma. Cada cabeza representaba un tipo de Dragón del Mal: Blanco, Negro, Verde, Azul y Rojo. Los colores recorrían la longitud de cada cuello y algo de la parte anterior del cuerpo del dragón. Sobre la espalda y los cuartos traseros, se mezclaban para formar tres franjas de gris, azulverdoso y morado, y finalmente se fundían en una cola de color pardo.
La cabeza negra de Takhisis, siseando suavemente, se deslizó hasta situarse más cerca de la temblorosa hembra de Dragón Negro.
Me has disgustado profundamente, Khisanth.
Los labios de Takhisis no se movieron, pero Khisanth oyó la voz serena, casi sensual de la reina directamente en su cabeza.
—Entonces puedo darme por muerta —dijo Khisanth.
Todavía no. Cinco pares de ojos de dragón se clavaron en los suyos con un inconfundible mensaje.
Es mi creencia que todavía eres útil para mí, especialmente ahora que has matado a tres de los únicos cinco Dragones Negros dignos de estar a mi servicio.
—¡Dignos! —exclamó Khisanth—. Pero ¿es que no entien…?
¡Silencio!, interrumpió bruscamente la voz de la Reina Oscura. Eres lo bastante inteligente para saber que todo sucede con mi conocimiento, si bien no con mi consentimiento.
Por una vez, Khisanth se quedó sin habla.
Por supuesto que conocía su traición con los caballeros. Los Dragones Negros son los más avariciosos y solitarios de todos los Dragones del Mal y deben ser vigilados consecuentemente.
La lengua de la cabeza negra de Takhisis salió disparada, como en reconocimiento y aceptación de la evaluación de sus hermanos.
—Ellos te traicionaron y expusieron a toda tu Ala Negra a la aniquilación. ¿Por qué no los mataste de un golpe?
Eran mucho más útiles para mi vivos. Habría apelado a su avaricia, les habría ofrecido más que los caballeros —sus propias vidas— y habría utilizado su traición en mi beneficio. Ellos habrían temido mi eterna ira el resto de sus vidas.
Takhisis hizo una pausa. Su cabeza azul siseó sin hablar.
Con tu acción, los has ayudado a destruir el Ala.
Khisanth encontró su propia voz.
—¡Yo he salvado el Ala!
Sólo la vanidad te haría ver la devastación de Shalimsha como una victoria, la misma vanidad que te ha hecho negarte a tomar a un jinete…
—Pero, tú no entien… —Khisanth se detuvo.
Ya conozco las traiciones que han forjado tu personalidad… y tu orgullo. Has aprendido menos de ellas de lo que deberías.
Las cinco cabezas se balanceaban con una cadencia inaudible.
Sólo tienes que considerar este ejemplo: Si hubieses tomado a un jinete tras tu llegada al Ala, te habrías asegurado la merecida posición de segundo dragón. Al no hacerlo diste a dragones inferiores, como Khoal, poder sobre ti. Si tú hubieses sido su superior, ellos no me habrían podido traicionar.
—¡Maldeev podría haberme hecho segundo dragón sin tomar a un jinete!
Él no había dictado esa norma y no podía romperla —cortó rápidamente la voz con severidad—. Yo determiné la política referente a los jinetes. Maldeev es simplemente un servidor cuya función es poner en vigor mis edictos. De nuevo, sólo la vanidad podía hacerte creer merecedora de que él se arriesgase al castigo de un dios.
Tienes razón en una cosa, sin embargo, —dijo la voz en un tono ligeramente conciliador— los humanos son una raza inferior. Ése es el meollo de toda esta guerra en ciernes. Ellos controlan actualmente todo Krynn. Hasta que yo pueda regresar en forma física —y es para conseguir esto para lo que los estoy utilizando— seguirán siendo unas molestias necesarias. Como los lémures.
Este último comentario, dicho con una cierta intención graciosa, sugirió tranquilizadoramente a Khisanth que no se hallaba más allá de toda redención.
—Yo creía que estaba honrando a mi reina. ¿Debo tomar a un jinete?
Sólo si no deseas repetir tus errores y arriesgarte a probar mi ira por segunda vez.
—Los humanos se dejan llevar tan fácilmente por las emociones… ¿Cómo podré encontrar uno que sea a la vez digno y fiel?
Tú vivirás para hacer muchas grandes gestas en mi nombre, Khisanth, pero no te fíes de nadie. Lo que necesitas es un humano digno de tu talento. Busca en lugares insospechados. Lo reconocerás cuando llegue el momento.
Las cinco cabezas de la Reina Oscura comenzaron a alejarse.
Hay mucho trabajo y poco tiempo para reconstruir el Ala Negra. Graba bien mis palabras en tu memoria, Khisanth, porque me temo que en un segundo encuentro no te iría tan bien como te ha ido ahora.
—Gracias… —fue todo lo que la humillada hembra de Dragón Negro pudo pronunciar antes de que la magnificencia de la Reina de la Oscuridad se desvaneciese súbitamente en el yermo paisaje.
Exactamente con la misma brusquedad y con apenas una bocanada de humo, Khisanth abandonó el Abismo para aterrizar en un escenario casi tan inhóspito como los reinos infernales. A su alrededor, a la escasa luz del anochecer, soldados con las caras ennegrecidas por la batalla rebuscaban entre los calcinados restos de la Torre de Shalimsha.