—Mire, señor, están huyendo.
Tate siguió con la vista el dedo del joven caballero que apuntaba hacia el cielo. Allí vio dos formas negras batiendo sus alas arriba y abajo, como monstruosos murciélagos. Un grito general de asombro estalló entre los caballeros mientras veían a las criaturas emprender el vuelo y alejarse a toda velocidad por encima de las montañas.
Un rayo de esperanza se abrió paso en el corazón de Tate. Dos dragones: eso dejaba a tres, de los que aún no se sabía nada. Sin embargo, tres era mejor que cinco. Tate observó aquellas formas unos segundos más, hasta que se perdieron de vista tras la distante cordillera. Satisfecho de ver que no volvían, se dispuso a zambullirse en el tumulto que hervía justo en el lado interior de la brecha. El fragor de la batalla continuaba más allá de las murallas, aunque Tate creía que las posibilidades de victoria habían aumentado tremendamente con la partida de los dragones.
Pero de nuevo Tate se detuvo cuando sir Albrecht surgió al galope de la nube de polvo y tiró de las riendas de su caballo justo delante de él. Iba cubierto de una capa de suciedad tan espesa que parecía como si él y su sudoroso caballo hubiesen rodado por el barro. Cuando el caballero alzó su visor, hasta sus ojos aparecieron cercados de mugre que se había filtrado a través de las rendijas para la visión.
Tate agarró el brazo de Albrecht para sostener al jadeante caballero en su silla.
—¿Qué es lo que sucede, Albrecht? —gritó Tate—. ¿Qué has visto?
—Traigo una mala noticia, me temo. —Albrecht tomó una larga bocanada de aire y se pasó la reseca lengua por los labios—. Teníamos la batalla en nuestras manos. Pero, entonces, han aparecido los dragones.
Los dedos de Tate apretaron con más fuerza el brazo del caballero.
—Hemos visto marcharse a dos de ellos. ¿Nos están atacando los otros, o ellos?
—Ninguno de ellos, al principio —jadeó Albrecht—. Dos han emprendido el vuelo y, luego, otros dos se han peleado entre sí. Ambos luchaban como criaturas poseídas. Finalmente, uno de los dos ha logrado derribar al otro y casi lo ha devorado. —Albrecht se estremeció—. Ha sido increíble… y espantoso.
Tate se sacó un pesado guante de su mano izquierda y lo sacudió contra su túnica, allí donde ésta colgaba de su muslo, levantando nubéculas de polvo.
Para entonces, ya era imposible ignorar el fragor procedente del patio, que había pasado espectacularmente de los sonidos de la batalla activa al caos de una desbandada general. Grupos de imprecisas figuras aparecieron a través de las nubes del polvo para cruzar a todo correr la brecha en dirección a Tate. «Soldados», concluyó. Ningún Caballero de Solamnia huiría de un modo tan cobarde.
—Seguidme —ordenó el señor de Lamesh, espoleando a su caballo hacia el tumulto.
Pronto los caballeros se vieron rodeados de soldados que retrocedían en busca de terreno más elevado. Tate observó que al menos todavía llevaban sus armas, de modo que la posición aún no se había desmoronado por completo. Él y su séquito se pusieron inmediatamente a conducir a los reacios soldados de vuelta hacia la brecha y el patio del castillo. Primero lo intentaron con aguerridas palabras de aliento. Cuando éstas fallaron, recurrieron, desesperados, a lanzar amenazas de castigo si los soldados no reanudaban la lucha. Tate jamás había visto hombres tan asustados en su vida.
Entonces consiguió agarrar a un sargento que estaba, a su vez, arrastrando a un soldado hacia el frente.
—Sargento, estos hombres han luchado en muchas batallas. ¿Qué ha ocurrido para que estén tan aterrorizados?
El sargento envió dando tumbos a su subordinado con un puntapié en el trasero.
—Hay un dragón suelto entre los hombres, señor. Este condenado polvo, que oculta a la criatura de nuestra vista, es lo único que impide que todos y cada uno de nuestros soldados salgan corriendo como ratones en desbandada.
Tate escrutó en dirección a la primera línea de batalla, pero sólo vio contornos y sombras.
—¿Dónde está?
—Que me cuelguen si lo sé —respondió el sargento y, apuntando hacia adelante, añadió—. Ahí dentro, en alguna parte.
—¿Sólo hay uno? ¿No sabes nada de un segundo que hay todavía vivo?
—¡No, y espero no saberlo jamás! —gritó el sargento.
Entonces se volvió y se zambulló de nuevo en la multitud, empujando a los hombres hacia adelante y levantando sin contemplaciones a aquéllos que tropezaban y caían. Tate lo perdió de vista enseguida.
El comandante se volvió hacia Albrecht.
—Tengo que cabalgar hacia el frente y ver cómo está la situación con mis propios ojos.
—No puedes —objetó Albrecht—. Es demasiado peligroso.
—El verdadero peligro está en no hacerlo —gritó Tate hacia atrás—. Recorre la línea y reúne a tantos caballeros como puedas; luego los traes de nuevo aquí. Ve y actúa con rapidez.
Albrecht se dio la vuelta, sin esperar una señal, y se alejó al galope. Tate condujo a su caballo hacia adelante, adentrándose en la masa de soldados que parecían sumidos en una actividad febril pero sin luchar contra nadie. Su caballo se abrió camino con dificultad a través de las piedras caídas y los cuerpos amontonados junto a la brecha, y apareció en medio del fragor y el polvo del patio interior.
Aun a través de las aberturas nasales de su casco cubiertas de polvo endurecido, Tate detectó el olor a sangre y carne quemada. Él se esperaba el primero; lo había olido ya muchas veces en los campos de batalla; pero el segundo lo sorprendió.
A través del ruido de la batalla, Tate oyó la retumbante voz de Wolter lanzando gritos de aliento a sus soldados en la segunda brecha, al otro lado del patio. Con los caballeros dentro de las murallas, en dos lugares distintos, él sabía que los defensores no podrían resistir en terreno abierto mucho más tiempo. Si conseguían cortarles la retirada a los edificios interiores, la batalla estaría ganada. Sin embargo, estaban los dragones…
Un bramido claramente inhumano hizo vibrar el aire. El caballo de Tate se asustó y se encabritó, casi tirando a su jinete al suelo. Sólo con gran insistencia consiguió éste hacerle avanzar de nuevo. Los ollares del aterrorizado caballo se abrieron y sus ojos se desorbitaron y se pusieron en blanco. De repente, una enorme forma oscura se elevó ante ellos. El horrible olor a sangre y carne quemada se mezclaba ahora con algo aun más monstruoso e hizo sentir náuseas a Tate. Su caballo volvió a encabritarse y retrocedió espantado.
El suelo estaba lleno de cuerpos y armas, y la tierra, oscurecida, iba absorbiendo pequeños charcos borboteantes de algún líquido atroz y nocivo. Tate vio los chamuscados miembros y otros fragmentos de cuerpos que el ácido no había devorado.
En el centro de la devastación se erguía la gigantesca silueta, haciéndose cada vez más definida a medida que Tate avanzaba sobre los cadáveres. Era claramente un dragón, salpicado de sangre y abriéndose camino a bocados a través de los restos de los nombres que había matado. A Tate casi le dio otro vuelco el estómago cuando oyó los crujidos de metal y hueso masticados juntos.
A veinte pasos de la bestia, el caballo de Tate se negó a seguir adelante. De mala gana, Tate desmontó. Casi no había puesto aún los pies en el suelo cuando una enorme garra negra se estampó contra el suelo al lado de él, abriendo al caballo en dos. El noble animal gritó por un corto instante y enmudeció. Tate apenas podía creer la rapidez con que el dragón lo había atacado. De pronto se encontró a sí mismo mirando fijamente a sus relucientes ojos naranjas.
Sir Tate Sekforde blandió su espada y aceptó su destino como él imaginaba que lo habría hecho Huma.
Khisanth sintió el calor del caballo mientras lo exprimía entre sus garras. No era más que otra muerte, sólo una entre tantas aquel día. Cada una de ellas le confería ese sentido de poder y satisfacción que sólo obtenía cuando mataba. El barniz de educación y racionalidad en el que se envolvía la mayoría de las veces era fácilmente anulado por la violencia, siendo entonces reemplazado por el instinto bestial y la furia. Sólo quedaban sensaciones desprovistas de pensamiento. Khisanth sólo veía vida que necesitaba convertir en muerte: quería sentir la vida abandonando a sus víctimas, exprimiéndolas, quemándolas o desgarrándolas hasta que sólo quedaba algo repulsivo.
Ahora, este hombre se erguía delante de ella sosteniendo una espada larga y un escudo valientemente encarados hacia ella. Había visto a otros con ese valor aquel día, y había matado a muchos de ellos. A algunos, el valor les había fallado. Éstos eran especialmente deliciosos; Khisanth podía literalmente saborear el pánico liberado en sus cuerpos por su presencia.
Khisanth examinó más de cerca a aquel caballero. Había algo curioso en él, su actitud quizás. No podía ver su cara tras el visor de su casco; pero el emblema, cubierto de polvo endurecido, que lucía en su túnica evocaba algo en su memoria. La hembra de dragón hundió sus garras en el cadáver del caballo para sentir el deleitoso crujido de sus huesos. La sensación encendió la chispa del recuerdo. Había caballos cerca la última vez que había visto a aquel hombre. Ella se había comido un caballo, no hacía mucho de eso. Él era un caballero, un hombre de Solamnia. Sus ojos se abrieron de par en par cuando por fin cayó en la cuenta.
La emboscada. El suceso de años atrás acudió con claridad a su mente. Una vez más vio a los caballeros desplomándose contra el suelo desde sus caballos, y a los sanguinarios ogros pululando como abejas encima de ellos. Vio al joven caballero que, presa de las llamas, había huido levantándose del suelo y adentrándose, a pie, en el bosque. Recordó el dolor de su nariz rota y la humillación por haberlo dejado escapar; la cólera ante la traición de Led. Su garra exprimió inconscientemente al caballo hasta convertirlo en una pulpa irreconocible.
Cuando la luz del reconocimiento destelló en los ojos de Khisanth, el caballero retrocedió visiblemente, casi como si compartiera su recuerdo. ¿Podría él reconocerla como dragón, habiéndola visto únicamente como mujer? La hembra de dragón lo dudaba. Led no la había reconocido. Todos estos pensamientos pasaron por la mente de Khisanth a toda velocidad, durante tan sólo unos instantes. Quería con toda su alma matar a aquel hombre, vengarse de él. De pronto, el resto de la batalla no importaba en absoluto; los otros humanos, caballeros y caballos apenas entraban en su percepción. Aquel Caballero de Solamnia pareció crecer hasta ocupar todo su campo visual, y sus pullas de años atrás resonaron en sus oídos.
La garra de Khisanth lanzó un zarpazo y arañó el escudo de Tate. El Caballero de la Corona se tambaleó hacia atrás y tropezó con los cuerpos que había en el suelo. Al caer, su mano se hundió en un charco de ácido. El caballero se apartó, rodando, de la maldita baba y profirió un grito ahogado mientras con su mano derecha se quitaba el guante. Éste salió hecho jirones, dejando al descubierto zonas de piel humeante.
El dragón dirigió otro golpe a Tate. El caballero se agachó hacia un lado y recogió rápidamente su espada caída. Habiendo fallado el primer golpe, Khisanth volvió a lanzar su garra.
El caballero estaba aprendiendo con rapidez y esperaba el ataque. En lugar de embestir contra su cuerpo, la garra del reptil topó contra el filo de su espada. El acero penetró las escamas de la bestia y cortó la carne debajo de ellas, no profundamente, pero sí lo suficiente para hacer que el dragón soltase un rabioso bramido. Tate retrocedió, agachándose, como si el encogerse fuese a disminuir aquel ruido atronador en sus oídos.
Khisanth no reaccionó al dolor como un humano. No se retiró para examinar su herida ni se paró a pensar si estaba en condiciones de continuar la lucha. La enorme criatura negra se abalanzó hacia adelante con la increíble velocidad de los de su especie, lanzando otro embate con la garra herida.
Esta vez el golpe alcanzó el escudo de Tate en el borde. Una uña atravesó la gruesa madera justo por encima de su antebrazo. El caballero se vio levantado violentamente del suelo mientras el escudo le era arrancado del brazo; sintió como si también le hubieran separado el brazo del hombro, pero las correas de cuero del escudo se partieron como dos latigazos en el aire.
Tate cayó al suelo a unos pasos de donde se erguía antes. Milagrosamente, todavía sostenía su espada, pero sabía que el brazo con el que había sostenido el escudo estaba dislocado por el hombro y roto en la muñeca. Su mano estaba ya poniéndose negra y azul en torno a las quemaduras. Más ácido se coló por la armadura, a la altura de sus piernas, devorando correas de cuero y guata de algodón y penetrando en la carne de su pantorrilla.
La bestia se irguió sobre él, sonriendo maliciosamente con sus ojos naranja que denotaban una malignidad que estaba más allá del entendimiento humano. Sin embargo, resultaban inquietantemente familiares. Una gargantilla inusualmente primitiva, hecha de espadas y cráneos de animales, colgaba alrededor de su cuello fuertemente musculado. La pestilente boca de la cintura se abrió para mostrar unos dientes como puntas de lanza, sucios y con restos de carne humana. Tate blandió desfallecidamente su espada hacia el dragón.
En lugar de la dolorosa muerte que esperaba, el caballero oyó el bramido inhumano del dragón y sintió el suelo temblar mientras la bestia se debatía dando zarpazos y coletazos. Tate abrió los ojos y vio al monstruo rascándose a lo largo de su costado, partiendo más de una docena de astas de flecha que sobresalían de dicha parte de su cuerpo.
El caballero sintió que unas manos se deslizaban bajo sus hombros y lo levantaban. Al instante se encontró mirando a un rostro humano de nuevo, el rostro de un soldado a quien no conocía. Entonces oyó la potente voz de Wolter gritando órdenes a los arqueros, seguida por la contundente vibración de las cuerdas al disparar y el golpe sordo de las flechas alojándose en su blanco.
Tate se puso en pie con la ayuda del arquero.
—Traedme mi espada —jadeó.
Antes de que nadie pudiera obedecer, Wolter se irguió por encima de Tate, con sus ojos paternales brillando en medio de una mugrienta cara. La sangre y la suciedad oscurecían su desgarrada túnica y recubrían a su caballo. Tate estiró la mano hacia el caballero.
—Tenemos que matar al dragón. Dame tu espada, Wolter.
El anciano agarró su brazo extendido.
—Ya lo sé, muchacho. Has luchado con valentía, pero no tienes la fuerza necesaria. Lleva a todos los supervivientes atrás, al otro lado de la brecha y a una distancia prudencial, donde podamos reagruparnos. Yo me reuniré contigo allí —dijo Wolter, y después se volvió y murmuró a Albrecht—: Llévatelo de aquí y ponlo a salvo.
A Tate no le gustó el tono de voz ni la mirada en los ojos del anciano caballero.
—Wolter —llamó—, no te arriesgues.
Pero su voz era tan débil que Wolter pareció no oírle.
El anciano Caballero de la Rosa se apeó de su asustadizo caballo y se dirigió a los arqueros.
—Soltad una andanada a mi orden y después retiraos… ¡Ahora!
Docenas de cuerdas de arco percutieron al unísono. El dragón chilló a cada impacto, más de cólera que de dolor. Los proyectiles eran poco más que agujas contra la gruesa piel y las escamas que recubrían sus costados, pero le habían robado a su preciado caballero.
Con la espada levantada, Wolter se lanzó hacia el monstruo que le esperaba.
Una vez más, Khisanth impulsó el ácido hacia su garganta y lo soltó en forma de vapor hacia el caballero que se abalanzaba con su larga y brillante espada, y hacia la fila de hombres con arcos. Muchos cayeron gritando mientras la sustancia ardía o penetraba a través de las aberturas de su ligeras armaduras. Aquéllos que pudieron, huyeron en medio del dolor y el pánico.
Tropezando y maldiciendo, Wolter se rasgó rápidamente la túnica, empapada de ácido, y se quitó su gran casco, que estaba todo picado y siseando. Debajo de él aparecían agujeros fundidos en la cota de malla, y su cara estaba quemada y ennegrecida. Se sacudió del brazo izquierdo su escudo, que estaba disolviéndose con rapidez, y agarrando su espada larga con ambas manos ahora, y con el nombre de Kiri-Jolith en sus labios, se lanzó a la carga.
La garra descendente del reptil se encontró con la hoja del caballero en plena embestida. La espada atravesó las óseas escamas y ensartó completamente la carne. Unas ensangrentadas uñas rasgaron, atravesando capas de metal. El cuerpo de Wolter salió despedido para terminar aterrizando, cuán largo era, en el suelo. Débilmente, se llevó la mano hacia la daga que llevaba en su cinturón, pero el dragón saltó sobre él con las mandíbulas abiertas. Una nube de polvo se elevó a su alrededor, oscureciendo la escena pero no el sonido.
—¡Wolter! —gritó Tate, contemplando impotente el fatal fin de su amigo.
Inclinándose desde su silla, Albrecht agarró del cinturón a su horrorizado superior y tiró de él, mientras se resistía, hasta colocarlo como un fardo a través de su montura. Después, espoleó a su caballo para ponerlo al galope e hizo un ademán con el brazo a los supervivientes de Lamesh para que lo siguieran a través de la brecha. Dejando atrás la horripilante escena de monstruos y destrucción, los dos Caballeros de la Corona, uno de ellos inconsciente, el otro conmocionado por la impresión, se alejaron a toda prisa hacia las estribaciones.
En el campamento del Ala Negra, Khisanth se lamía con suavidad su garra lacerada. En torno a ella, varios ogros y mercenarios se entregaban gozosamente a la tarea de rematar a los heridos y saquear los cadáveres. Minutos después, Jahet descendió por encima de sus cabezas y aterrizó cerca de ella. Maldeev, sobre su espalda, sostenía una maza ensangrentada.
—Aunque no se puede decir que hayamos salido victoriosos, hemos sobrevivido —dijo Jahet intentando levantar los ánimos—. Tu notable comportamiento en la batalla será leyenda —añadió, dirigiéndose a la otra hembra mientras recorría con la mirada la devastación que las rodeaba.
Khisanth miró a Maldeev y a Jahet sardónicamente. No dio ninguna respuesta a los comentarios de su congénere. En lugar de ello, preguntó:
—¿Te has ocupado de Dnestr y Neetra?
Jahet asintió con la cabeza.
—Está hecho —y observó la cólera en los ojos de Khisanth—. ¿Qué ocurre? Estábamos perdiendo, pero mira a nuestro alrededor ahora. Cientos de ellos yacen muertos. El campo está atestado de Caballeros de Solamnia.
—Sacamos el mejor partido posible de una mala situación ocasionada por la traición. Tres de nuestra especie se volvieron contra nosotros. ¿Qué esperanza puede haber para la causa de la Reina Oscura si sus agentes se vuelven tan fácilmente unos contra otros? —Khisanth se puso en pie—. Muchas veces he expresado mi asombro ante el hecho de que los humanos gobiernen el mundo mientras los dragones viven en las sombras. No podía entender cómo era posible tal cosa. Hoy, sin embargo, he empezado a comprenderlo.
Una ira ardiente hizo presa en Khisanth, que echó la cabeza hacia atrás, levantó una garra ensangrentada hacia los cielos y aulló:
—¡Takhisis, te he considerado mi reina! ¿Es posible que la traición sea tu plan?
La hembra de Dragón Negro descargó su furia y su frustración contra el cielo, exhalando una nube de ácido que salió disparada hacia arriba. Al expandirse en el aire, cayó como una lluvia de gotas y escupitajos en ebullición. Ogros, hombres, incluso Jahet y Maldeev, se alejaron a toda prisa de la ardiente niebla que se formó.
Únicamente Khisanth no salió de ella, porque ya no estaba en el plano Material Fundamental.