17

Examinando la semidesmoronada muralla norte de la Torre de Shalimsha, sir Tate Sekforde se lamentó de no haber podido arrastrar una catapulta desde Lamesh. Dos o tres piedras bien colocadas habrían hecho caer las secciones que quedaban en el muro como una pequeña construcción de taquitos de madera hecha por un niño. Tal como estaba, la fortaleza sería tan ridículamente fácil de tomar que Tate en ningún momento consideró la idea de abatir la puerta principal. El caballero no podía concebir que alguien reuniera un ejército sin reparar las murallas externas. Sólo podía concluir que el hombre de allí dentro, que se hacía llamar gran señor, debía de ser muy arrogante para suponer que nadie lo atacaría.

La legión de soldados de Tate, junto con sus carretas llenas de equipaje, animales de carga y todas sus armas, había marchado por aquella tierra reseca durante cuatro días y medio —treinta y tres leguas de asfixiante polvo. Al menos no había hecho calor, pensó Tate; sólo estaba condenadamente seco. El caballero se había sentido bastante agradecido por la relativa frescura. Él llevaba su pesada malla, la única herencia que había tomado del castillo de DeHodge. Sin embargo, las constantes nubes de polvo no habían hecho más que empeorar la garganta irritada con la que se había despertado la mañana de su partida. Pero no podía retrasar la marcha si querían aprovechar la luna creciente. Tate se alegraba de no haberlo hecho. Aquella noche, habían marchado a la luz de una luna tan clara que parecía como si alguien, simplemente, hubiese disminuido la intensidad de la luz diurna. Ahora el cielo estaba aclarándose con la llegada del alba; había llegado la hora de atacar.

—Sir Wolter —llamó Tate a su valedor, que estaba hablando con unos hombres armados a poca distancia de él. El fornido caballero de pelo gris espoleó suavemente su caballo para ir a situarse al lado del de Tate—. Toma cinco caballeros, nuestras mejores espadas, y colócalos en posición cerca de esa gran brecha —dijo señalando a la sección más grande de muralla desmoronada, a la derecha de la puerta arqueada de madera de la pared norte—. Diles que esperen allí hasta que los arqueros de Regist los hayan flanqueado y hayan derribado a los pocos que hay en la muralla. Después envía a los caballeros dentro, precedidos de un puñado de ballesteros que puedan disparar al interior de la brecha justo antes de la carga. Obviamente, el ataque tendrá que hacerse a pie. Busca un sitio para cobijar y amarrar los caballos.

—¿Qué hay de los dragones? —preguntó Wolter elevando sus pobladas cejas grises.

—¿Qué pasa con ellos? —dijo bruscamente Tate—. Se supone que se quedan al margen, si es lo que quieres decir. Khoal dijo que él podría retrasar a los otros dos Dragones del Mal para que se uniesen tardíamente a la batalla, eso si es que no conseguía impedir totalmente su participación en ella.

—Esperemos poder confiar en la palabra de un traidor.

Tate soltó un suspiro.

—Escucha, ya sé lo que piensas de mi acuerdo con los Dragones Negros. Déjame asegurarte que yo no habría iniciado una situación así. Fue el dragón el que acudió a mí, no yo a él. ¿Cómo podía rechazar una oportunidad de inutilizar el Ala Negra, el centro del Mal en esta región? ¿No es para eso para lo que vinimos a la frontera?

Wolter extendió la mano para desviar una respuesta enojada.

—¿Cómo sabes que no es una trampa?

—He consultado a Wallens —dijo Tate. El caballero hizo una seña a un soldado con aspecto de erudito y rostro solemne—. Dile a sir Wolter lo que has leído en los antiguos anales, lo que la Orden sabe sobre la naturaleza de los Dragones Negros.

Sir Geoffrey Wallens bajó la mano de su frente a la perilla de su silla de montar, haciendo una breve pausa a medio camino para acariciar su fino bigote marrón.

—A los Dragones Negros los impulsa la avaricia, el afán de poder y notoriedad y el instinto de supervivencia, esencialmente en ese orden. Son malvados, imprevisibles y nada fiables. Por desgracia, señor, son perfectamente capaces de romper su compromiso con nosotros, como lo han hecho con los de su propia especie.

Frunciendo el ceño, Tate hizo un gesto al excesivamente explícito caballero para que se alejase. Lanzó una mirada seria al rostro sombrío de su anciano amigo y después dirigió sus ojos hacia la semidesmoronada muralla.

—Vamos, Wolter. Si esto es una trampa, no es muy buena. ¿Por qué no repararon las murallas? El dragón dijo la verdad sobre la disposición de Shalimsha: montañas con guaridas de dragón al oeste, la muralla norte fácilmente accesible… El caos que reina dentro de la fortaleza también me parece genuino. —Sus ojos marrones escrutaron el cielo malva del amanecer—. Tampoco veo ningún signo de dragones acechando para atacar.

Suspirando, Wolter echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que sólo Tate podía oírle.

—Escucha, joven —susurró—: entiendo que crees estar haciendo lo que debes —y sacudió su cubierta cabeza—. Puedes creer que soy un anticuado, pero a mí no me parece correcto pactar con unas criaturas renombradamente malvadas. Estoy seguro de que el Consejo de Caballeros no lo aprobaría.

Tate se rió sin humor.

—¡Apenas me aprueban a mí! —De pronto se puso serio—. Sinceramente creo que no hay ningún deshonor para la caballería en esto. He rezado a Kiri-Jolith durante meses y no me ha parecido que él viera con desagrado mi plan.

Ajustándose los guantes, Wolter consiguió esbozar una compungida sonrisa.

—Si has hablado con tu dios, no tienes por qué responder ante un viejo caballero cascarrabias como yo —y dio unas palmaditas en el hombro a su amigo—. Ahora, si no te importa, tengo que reunir a algunos caballeros.

La noble figura de Wolter desapareció entre la multitud de soldados.

Los ojos de Tate lo siguieron afectuosamente y luego se dirigieron más allá, para evaluar el interior de la fortaleza. Con un poco de suerte, pronto estarían luchando allí. Se sorprendió ante la semejanza que el diseño de la Torre de Shalimsha tenía con Lamesh. Aquí tampoco había una torre del homenaje central. En lugar de eso, los pocos edificios que habían sido restaurados flanqueaban los muros interiores, con un patio en el centro. «Debe de ser una característica de la región», pensó Tate, dado que las torres del homenaje eran muy comunes en Solamnia. Comprendió por qué el patio abierto sería una ventaja para un ejército con dragones; una torre en el centro del patio dificultaría su aterrizaje.

Habían pasado dos años desde que el fuego dañara Lamesh y destruyera parte del grano almacenado en la guarnición. Tate había prometido, hacia el final de aquel duro invierno, escaso de alimentos, que jamás volvería a comer una patata más. Él y sus hombres habían trabajado incansablemente para reconstruir las secciones quemadas, de tal modo que quedaron mejor que antes del incendio. Las noticias de su progreso habían llegado hasta Solamnia. En la primavera, otros cincuenta y dos caballeros, ansiosos por lograr un rápido ascenso, fueron enviados al puesto fronterizo de Lamesh, acelerándose con ello la reconstrucción. Aquel refuerzo fortalecía también las tropas de Tate, hasta el punto de permitirle conducir un ejército de campaña y, al mismo tiempo, dejar atrás treinta hombres armados con un puñado de caballeros para defender el castillo de Lamesh. Eso no era más que una pequeña guarnición, pero el castillo era fuerte y estaba bien situado.

Tate se había quedado atónito, impresionado a pesar de sí mismo, cuando se encontró con el primer dragón, aquél que se hacía llamar Khoal. Un día de principios de primavera, había estado examinando algunos libros de cuentas, una tediosa tarea que detestaba, cuando su administrador hizo pasar a un agricultor con ojos vidriosos. Esperando oír alguna queja relativa a los impuestos, el caballero señor del castillo se quedó asombrado, por decirlo suavemente, cuando el hombre le dijo, con toda tranquilidad, que acababa de encontrarse con un Dragón Negro.

—Era una criatura tan agradable como la que más, y bonita. Quiere que te reúnas con él en las colinas, a la puesta de sol.

A su regreso a Solamnia, Tate había oído rumores, por primera vez, sobre el retorno de los dragones. En Lamesh había hablado incluso con varios testigos que afirmaban haber visto Dragones Negros volar por la región, y con otros que habían encontrado huellas de ellos en el suelo. Obviamente, las criaturas no eran aliados del Bien. El agricultor mostraba claros signos de haber sido mágicamente hechizado, ya que nadie llamaría «agradable» al primer dragón que se encontrara, y en particular a uno Negro. Además de sorprendido, Tate estaba verdaderamente intrigado.

—¿Por qué desea ese dragón reunirse conmigo?

—Ha dicho que tiene un asunto que proponerte.

Tate había insistido al campesino para que le diera más información; el hombre tenía cosas favorables, pero no particularmente informativas, que decir acerca de la criatura que lo había hechizado. Pese a la insistente desaprobación de Wolter, Tate cabalgó hasta las montañas, a la hora señalada, acompañado de otros dos caballeros. Iban ataviados con toda la armadura ceremonial y las galas de su Orden, como lo habrían hecho en cualquier otra misión diplomática. Su principal motivación había sido la curiosidad.

Con el agricultor como guía, no tuvieron ninguna dificultad en llegar al punto de encuentro. El lugar era un valle poco profundo al pie de las montañas. El campesino indicó que sólo Tate podía acercarse a menos de cien pasos de la criatura y que debía dejar atrás a su caballo. Tate accedió a ello por sentido práctico: sospechaba que el caballo no reaccionaría bien en presencia del dragón.

La enorme bestia estaba posada sobre su panza, en una losa de roca que se elevaba ligeramente por encima de Tate y que obligaba al caballero a levantar la mirada hacia él. Sus garras delanteras se encorvaban en torno al borde de la losa; sus uñas eran como hoces. Unas alas, correosas, se hallaban intrincadamente plegadas a lo largo de sus flancos. Tate se sorprendió levemente al observar que, si bien la criatura tenía el cuerpo cubierto de correosas escamas planas, como un reptil, también tenía zonas cubiertas de suave piel. La coloración del dragón era asombrosa: jamás había visto Tate un Negro como aquél; líquido y luminoso como la tinta; pulido e impenetrable como el ónice.

El rasgo más fascinante, sin embargo, eran los ojos, encajados en una cabeza casi tan larga como la estatura de Tate. A unas docenas de pasos de distancia, Tate podía oír su respiración y sentir la corriente de aire caliente que salía de sus pulmones. Pero los ojos eran rápidos y vivos, pese a ser tan grandes como la cabeza de un hombre.

Tate había esperado encontrarse con un monstruo torpe y horrendo. En cambio, tenía delante a una bestia de una belleza majestuosa, aunque inquietante. Para su sorpresa, el caballero sintió más sobrecogimiento que miedo en presencia del magnífico animal.

El humano y el dragón se estudiaron mutuamente desde la distancia. Por fin, el dragón habló:

—De modo que así es un Caballero de Solamnia visto de cerca.

—Debería decir lo mismo de los dragones —dijo Tate con admiración y sin quitar los ojos de las flexibles escamas del dragón, que brillaban como mármol pulido, bajo los rayos del sol.

—No te estaba admirando, sólo era un comentario —dijo el dragón con frialdad—. Tu aspecto es muy similar al de cualquier otro humano: enclenque y pálido. Aunque tu armadura es mejor que las de la mayoría.

El comportamiento altivo del dragón no era ninguna sorpresa. Un insulto así, proviniendo de un humano, habría iniciado una lucha. Tate lo ignoró.

—Hablas el Común.

—Hablo doce lenguas.

Tate se ruborizó y se sintió idiota. Él sólo hablaba otra: su solámnico nativo.

—No tengo mucho tiempo antes de que noten mi retraso —rugió el dragón—. De parte mía y de mis camaradas, vengo a proponerte un trato. A cambio de tres extensiones de tierra en el pantano de Warden, en tu Solamnia —dijo el dragón—, mis camaradas y yo os ayudaremos a inutilizar el Ala Negra.

Aquella noche, bajo un cielo que se oscurecía, el dragón expuso todo su plan. Tate estaba demasiado atónito para responder. El dragón le dejó pensarlo, prometiendo que volvería al cabo de tres días en busca de una respuesta. El señor del castillo de Lamesh había meditado mucho y había orado de rodillas a Kiri-Jolith como si aquellos tres días fuesen sagrados. Finalmente, el joven caballero había aceptado, por las mismas razones que había explicado a Wolter. Aunque nunca había visto a los camaradas del dragón, Tate se había reunido con Khoal, dos veces más para determinar el momento del ataque que el dragón proponía contra la fortaleza del Ala Negra.

Lo que Tate no había contado a nadie era lo que él había prometido a los dragones a cambio de su colaboración. El pantano de Warden no era suyo y no podía regalarlo; además, Tate estaba completamente seguro de que el Consejo de Caballeros no aprobaría jamás la presencia de tres Dragones Negros en el centro de Solamnia. Apenas querían a Tate allí. Enseguida decidió que encontraría una solución al problema cuando se presentase. Eso si alguna vez lo hacía. Aunque Tate mantenía aún en pie su decisión, no estaba exento de temor. Había incontables razones por las que los mágicos dragones podían todavía traicionar el acuerdo. Tate intentaba no albergar tales pensamientos, ahora que la suerte estaba echada y que no había vuelta atrás.

—Sir Wolter ha reunido a los caballeros, como has ordenado, señor. —El mensajero, un caballero subalterno, parecía incómodo sobre su caballo mientras hablaba con el señor de Lamesh, pasándose las riendas de una mano a otra. Después de varias descargas iniciales de flechas incendiarias, para crear humo y confusión en el recinto, los arqueros de Tate habían apuñado contra los arqueros enemigos apostados sobre las almenas—. Los caballeros esperan tu señal, señor.

Tate vaciló. Nunca había mandado hombres a la batalla. Recordando sus oraciones a Kiri-Jolith, el Caballero de la Corona dio un enérgico cabeceo de asentimiento a sir Wolter por encima de la multitud de hombres armados. El Caballero de la Rosa ordenó el ataque. La tensa atmósfera explotó de repente con los gritos y alaridos de guerra de los caballeros a la carga. Éstos iban pisando los talones de los bravos ballesteros, que no llevaban armadura ni escudos y habían sido escogidos para abrir el camino hasta la brecha. Dos de los siete arqueros cayeron nada más empezar, víctimas de las flechas enemigas lanzadas desde arriba. Los caballeros, asestando tajos y golpes con sus espadas, hachas y alabardas, avanzaron a través de los escombros y cruzaron el muro.

Cuando los caballeros se hallaban ya plenamente enzarzados con los defensores, dentro de la muralla, Tate hizo una seña a Wolter para que volviese y le ordenó crear una segunda línea de ataque en el otro lado de la puerta, utilizando algo menos de las dos terceras partes de sus efectivos. El anciano caballero, endurecido por las batallas, meneó la cabeza en señal de aprobación y marchó a ponerlo en práctica.

Delante de Tate, la batalla hervía con los alaridos y rugidos de los atacantes y los gritos desafiantes de los defensores. El repiqueteo del metal y los siseos de las flechas se oían entre los chillidos y quejidos de los moribundos y los relinchos de los aterrorizados caballos. Muchas capas y escudos fueron salpicados con la sangre de los primeros hombres que murieron; sus armas abandonadas yacían manchadas y pegajosas por el polvo que flotaba, como una niebla marrón, sobre el campo de batalla.

Tate se quedó atrás, supervisando el avance, esperando el momento en que el asalto de la muralla estuviese consumado. Sus ojos reconocían continuamente el cielo en busca de algún signo de los dragones. Cuanto más lejos, mejor. Sin embargo, Tate estaba tenso, ansioso por que todo aquello acabara. Se aclaró la garganta con impaciencia y escupió vehementemente en el suelo.

—Sir Albrecht —dijo bruscamente a un joven caballero que había mantenido en reserva—, ¿cuál es tu opinión de la situación? Habla, rápido.

Albrecht espoleó su caballo hacia adelante para ponerse a la altura de Tate.

—¡Señor —dijo gritando—, los hombres se hallan en plena furia de combate y están empujando al enemigo hacia el interior de la fortaleza por oleadas! ¡Compruébalo tú mismo!

—Ojalá pudiera. —Tate se limpió su seca boca con el dorso de su guantelete de cuero—. ¡Condenado polvo! Sólo puedo saber dónde están mis tropas por las nubes que levantan. Parece que estamos haciéndolos retroceder ahora, pero los hemos cogido por sorpresa —dijo, poniendo voz a sus pensamientos—. Pronto se reagruparán y la lucha se hará mucho más reñida. Con un poco de suerte y la bendición de Kiri-Jolith, los dragones permanecerán al margen de la batalla. Odiaría tener que luchar contra ellos, y este ejército también.

Justo entonces, como si los dioses hubiesen oído sus palabras y se burlaran de él, Tate vio una serie de enormes sombras que, moviéndose rápidamente, oscurecieron el aire polvoriento que rodeaba a los combatientes. Casi con miedo de mirar hacia arriba, el caballero vio los vientres de tres Dragones Negros que volaban en círculo, no muy lejos por encima del castillo, con jinetes a sus espaldas. No parecían estar atacando todavía. De hecho, mirando por encima de las nubes de polvo, Tate creyó ver a sus airados jinetes azuzándolos en vano para que descendiesen sobre los atacantes.

Tate no pensaba esperar a que se volviesen contra sus hombres, si ése era su plan. Sir Tate Sekforde desenfundó su espada y la ondeó, ordenando al resto de sus tropas que avanzaron hacia la brecha principal, con el fin de acabar rápidamente con aquella batalla que él solo había iniciado.

—¿Quiénes son? —preguntó Jahet—. ¿De dónde han venido?

—Yo diría que son caballeros solámnicos de Lamesh.

Atónita, Jahet apartó la mirada del rostro impasible de Khisanth. La líder de los dragones escrutó rápidamente sus filas de arqueros, caballería e infantería.

—Pero ellos no tienen dragones. ¿Cómo pueden esperar ganar contra nuestros ataques aéreos?

—Creo que tienen tres dragones de su lado —dijo Khisanth lacónicamente.

Los gruesos labios de Jahet se arrugaron.

—Mira —dijo señalando a Khoal, Dnestr y Neetra, que volaban a baja altura sobre la fortaleza—. Están con sus jinetes, nuestros comandantes.

—Entonces, ¿por qué no han atacado al enemigo todavía?

—¡Porque no he podido dar la orden! —dijo con brusquedad Jahet—. ¡Estaba atrapada en mi guarida!

Khisanth se dio cuenta de la frustración de Jahet y adoptó un tono intencionadamente persuasivo.

—Jahet —dijo con voz segura—, ¿cómo te explicas el inesperado tamaño, por no hablar de su llegada, de este ejército de caballeros? ¿Quién ha estado haciendo vuelos de reconocimiento hacia el norte? Yo no, ni tú tampoco… sino Khoal.

Khisanth hizo una pausa para dejar a Jahet asimilar la verdad. Las enojadas arrugas en torno al hocico y los ojos de Jahet se suavizaron un poco.

Khisanth continuó.

—Obviamente han estado mintiendo sobre el número de soldados de tropa de Lamesh. Khoal reorganizó ayer el programa de tal forma que no hubiese la menor posibilidad de que yo fuese hacia el norte y detectase su aproximación. Y convenía que anoche estuviera de vuelta lo bastante pronto para poder dejarme encerrada. —Podía ver cómo Jahet asimilaba de mala gana la verdad de sus palabras—. ¿Por qué te cuesta tanto admitir su traición?

Antes incluso de terminar su pregunta, Khisanth sabía la respuesta por la mirada de Jahet. La traición de los dragones era un punto negro en contra de su líder. Khisanth, de hecho, sintió una punzada de lástima nada habitual por su congénere. La lealtad de Jahet a Maldeev, cuando no a la Reina Oscura, era tan grande que obviamente sentía una profunda vergüenza por la traición de los dragones que estaban bajo su mando.

—Nadie más que Takhisis podría haberles hecho suprimir su propia avaricia, Jahet.

La hembra de dragón de primer rango no dijo nada y bajó la mirada.

Desde su ventajosa posición sobre las arboladas colinas, hacia el oeste, Khisanth y Jahet podían ver el patio del castillo. Éste era un hervidero de humanidad desorganizada que avanzaba hacia el sur, hacia las tiendas y el campo de instrucción. Había fuegos ardiendo sin control dentro del recinto. El humo se mezclaba con el polvo para formar una bruma sobre el patio. Los pollos cacareaban y correteaban de un lado a otro, y los perros ladraban. Entonces vieron cómo Khoal, Dnestr y Neetra se dejaban caer desde el aire para aterrizar en el campo de instrucción, en medio de la confusión.

—No puedo explicarme por qué esos tres no han atacado al Ala todavía —reflexionó Khisanth—, pero tenemos que retirarlos de la batalla antes de lo hagan.

—¡Yo les arrancaré las cabezas con mis propios dientes! —espetó Jahet preparándose para levantar el vuelo hacia el campo de instrucción.

Khisanth estiró una garra para detenerla.

—Piensa, Jahet. Si aparecemos tarde y atacamos a nuestros dragones, nosotros pareceremos los traidores.

Jahet frunció el ceño.

—No había pensado en eso.

Khisanth dijo rápidamente:

—Tengo otra idea que los apartará de la lucha sin necesidad de entablar combate con ellos y teniendo a toda el Ala por testigo.

Jahet se inclinó hacia ella con ansia.

—¡Dimela, rápido!

Khisanth hizo una mueca.

—No sé si quiero que conozcas los detalles —dijo con inquietud y, antes de que Jahet pudiera protestar, Khisanth le cortó—. Deja que te lo explique. Alguien tiene que restaurar el orden en nuestras filas, o los caballeros quemarán y derribarán la torre sin que Khoal y los otros tengan que levantar un ala contra nosotros.

Khisanth miró a las desorganizadas masas de soldados que todavía corrían sin objetivo allá abajo en la torre.

—Maldeev estará sin duda preguntándose dónde estás. Debes ir con él y contarle lo que sabemos acerca de los dragones. Tenéis que volar juntos contra los caballeros y eliminar a sus arqueros. Las tropas se reagruparán enseguida detrás de vosotros. Hay un problema, sin embargo.

Khisanth hizo una pausa, cogiéndose el labio inferior entre sus afilados dientes mientras observaba a los tres dragones, que estaban congregados en el sureste del campo de instrucción.

—Es esencial que los otros dragones crean que aún estamos atrapadas, al menos hasta que yo pueda poner en práctica mi plan para alejarlos. ¿Puedes arreglártelas para permanecer escondida hasta entonces?

Jahet hizo una mueca, dándose cuenta de que el quedarse atrapada en su guarida le había hecho romper su juramento de no hacer nunca esperar a Maldeev. Entonces lanzó una mirada hacia los caballeros, que seguían lanzando flechas incendiarias y cargando contra las murallas.

—Debo reunirme con el gran señor de inmediato, pero podría intentar teletransportarme directamente al gran vestíbulo y luego enviar a alguien a buscarlo al patio. —Entonces la reptil de alto rango hizo otra mueca—. Estoy un poco oxidada en cuestión de teletransportación: es cierto que no he empleado mucha magia desde mi unión. Maldeev se muestra desconfiado cuando hay magia a su alrededor. Si consigo llegar al gran salón y encuentro a Maldeev, sólo nos llevará unos instantes trazar un plan para reorganizar las tropas.

—Así tendrá que ser —dijo Khisanth.

La líder de los dragones cerró los ojos enseguida, preparándose para fraguar el conjuro que recordaba vagamente, y luego los volvió a abrir para preguntar:

—Podría… debería ordenarte que me cuentes tu plan.

Khisanth negó con la cabeza y empujó suavemente a su amiga con el hocico.

—Es mejor para ti no saberlo. El dragón del gran señor Maldeev debe estar por encima de todos estos trapicheos. Si tengo éxito, la amenaza quedará eliminada sin manchar ninguno de nuestros nombres. Si fracaso —dijo Khisanth encogiéndose de hombros filosóficamente—, estaré más allá de tales preocupaciones mortales. Tú en cambio estarás a salvo, porque ellos ni siquiera sospecharán que conoces su verdadero propósito hasta que sea demasiado tarde para ellos.

—Confío en que no fallarás, Khisanth.

Jahet cerró apretadamente los ojos y desapareció, dejando sólo una fina estela de humo negro azabache flotando en la luz dorada del amanecer.

La reptil de alto rango no tenía forma de saber que Khisanth también estaba a punto de romper una promesa hecha sobre el cuerpo muerto de su amante en un frío día de invierno.

Una mujer alta y joven, con el cabello de un intenso color negro, se abrió camino con determinación a través de la multitud de atribulados soldados que estaba intentando agruparse en el campo de instrucción para detener el flujo procedente del patio del castillo. Sus dorados ojos leonados estaban fijos en su punto de destino.

Como muchos de los mercenarios que la rodeaban, incluido el muerto que ella había saqueado, el torso de la mujer estaba cubierto, hasta la parte superior de sus caderas, por una coraza de cuero endurecido. Una escarcela de cuero, suspendida desde la coraza, protegía sus muslos, y caderas y llevaba unos pantalones de lana remetidos en las cañas de sus botas de cuero blando. Aunque sus vestiduras eran bastante corrientes, su exótica belleza nunca le habría permitido pasar inadvertida entre la multitud. Ni tampoco el hecho de que ella era la única guerrera en las filas. Afortunadamente para Ónice, los hombres y ogros que la rodeaban estaban demasiado ocupados temiendo por su propia supervivencia para dedicarle algo más que una rápida mirada de curiosidad.

Sabiendo que el éxito de su operación dependía casi exclusivamente de su capacidad para proyectar seguridad en sí misma, Ónice marchó directamente hacia los dragones, que se hallaban en la esquina suroeste del campo de instrucción, y luego se detuvo a cierta distancia para observar. En un instante supo por qué habían permanecido en tierra. Podía oír a sus jinetes, incluido el lugarteniente Wakar, tratando, en vano, de que levantaran el vuelo.

—Se nos ha prohibido atacar a menos que el dragón jefe o su gran señor nos ordenen hacerlo —estaba diciendo Khoal con testarudez.

Wakar y los otros alzaron las manos, exasperados, y marcharon a unirse a la refriega que tenía lugar en el patio.

Ónice observó cómo se alejaban y, después, miró por encima de su hombro a ver si había alguien más espiando detrás de ella. Ningún humano, aparte de sus jinetes, se pondría nunca al alcance del oído de los dragones, razón por la que éstos se sorprendieron tanto al ver a la joven, allá abajo, delante de ellos.

—Vengo desde Lamesh.

Al principio no parecían oírla. Khoal fijó sus ojos en ella con sospecha.

—Humana, o eres completamente tonta o muy valiente para haberte acercado tanto a unos dragones sólo por curiosidad.

—No soy un espectador curioso —dijo Ónice sin miedo y, mirando de nuevo a su alrededor, bajó la voz—. Soy un mensajero de los Caballeros de Solamnia.

Los tres dragones se quedaron boquiabiertos y dejaron que sus miradas pasaran de la incredulidad a la desconfianza.

—Entonces eres tan valiente como tonta —dijo Khoal con cautela—, para adentrarte en el campamento enemigo y anunciar tu posición. ¿Qué te hace pensar que no vamos a matarte aquí mismo?

—Porque todos sabemos que estamos del mismo lado en esta batalla —dijo Ónice sin alterarse—. Mi comandante me ha enviado para recompensaros por vuestros servicios: el haber ocultado a Maldeev nuestras intenciones y el inminente ataque ha sido de gran ayuda para nosotros.

Ónice se expresó en unos términos deliberadamente vagos, dado que no tenía ninguna prueba de la alianza entre los caballeros y los dragones.

—No sé de qué estás hablando —dijo Khoal rápidamente en voz baja y amenazadora—. Creo que voy a matarte ahora.

Ónice pudo ver cómo hacía subir el ácido de su estómago.

—Mi comandante interpretará sin duda tu injustificado ataque como un signo de mala fe —le advirtió ella—. Y supongo que no querrás arriesgarte a perder la recompensa por la que tan duro habéis trabajado.

—¡Desde luego que no! —intervino Neetra inmediatamente—. ¡Yo no he hecho todas esas misiones de reconocimiento, con el fin de mantener a Jahet y Khisanth alejados del norte, para nada! Si puedo salir de ésta sin arriesgar mi pellejo, mejor que mejor.

Ónice sintió cómo le hervía la sangre ante la mención de su nombre de dragón. Estaba estudiando una respuesta cuando Dnestr, la más inteligente de los dos dragones intermedios, frunció el ceño y dijo:

—No deja de resultar extraño que los caballeros te envíen en mitad de la batalla para darnos nuestra tierra.

Ónice tomó nota de este último comentario. Entonces pensó con rapidez, mientras Khoal la vigilaba estrechamente.

—Mi comandante piensa que vuestra presencia aquí no hace sino contribuir a la confusión general… ya sabes, los dragones en el campo, asustando a sus caballeros… Además, la batalla casi ha terminado, gracias a que habéis encarcelado a los otros dos dragones en sus guaridas. Y, lo que es más —continuó Ónice consiguiendo poner una expresión casi avergonzada—, sería mucho mejor para la imagen de los Caballeros de Solamnia si éstos pudieran evitar hacer pública su alianza con los Dragones Negros, por breve que ésta pueda ser. Ya me entiendes.

Neetra y Dnestr acababan de confirmar la alianza y se sintieron obviamente convencidos por la explicación de Ónice. Khoal, sin embargo, todavía se mostraba escéptico. No había dicho nada, todavía, que negase o confirmase su implicación, y se limitaba a escuchar la conversación entre la humana y los dragones más jóvenes.

—¿Cómo obtendremos nuestra tierra? —preguntó Neetra avariciosamente.

Los ojos de Ónice se abrieron de par en par en contra de su voluntad.

—Como es obvio, nadie puede conduciros hasta allí en este momento. Mi comandante me ha ordenado que os pida que voléis a las montañas Khalkist, cerca de Ak-Baral. ¿Sabéis dónde está eso? —Dnestr y Neetra asintieron ansiosamente con la cabeza—. Esperad allí. Otro agente se reunirá con vosotros una vez hayamos ganado la batalla, como inevitablemente ocurrirá, y os conducirá hasta la recompensa que tan justificadamente merecéis.

Los dos dragones se quedaron mirando a la multitud de soldados del Mal que se arremolinaban en la distancia y vacilaron.

—¡Volad! —apremió Ónice—. Decid a vuestros jinetes que estáis evaluando la fuerza del enemigo, si es preciso. Antes de que se den cuenta de la verdad, estaréis ya lejos de aquí. Además, ¿qué humano osaría intentar detener a un dragón?

El argumento fue suficiente para convencer a Neetra y Dnestr. Lanzando al silencioso Khoal la misma mirada de lástima que le dedicarían a un pobre tonto, los dos dragones se elevaron de un salto por los aires y emprendieron vuelo hacia el oeste, dirigiéndose hacia las montañas.

—¿Tú no vas con ellos? —preguntó Ónice.

Ignorando la pregunta, Khoal miró a lo largo de su hocico a la joven humana que había a sus pies, muy por debajo de él.

—Es curioso que hayas mencionado a los otros dos dragones del Ala —dijo arrastrando la voz con intención—. Cuando he visto que Jahet y Khisanth no han acudido a los toques de alarma, he empezado a preguntarme si no estarían traicionando al Ala. —Khoal dio una vuelta alrededor de la erguida y quieta mujer—. Entonces Neetra y Dnestr, ese par de jóvenes atolondrados, me confesaron que habían hecho un pacto con los Caballeros de Solamnia y habían concertado un ataque para antes del amanecer. Y lo que es más, habían tenido la ocurrencia, en el último momento, de dejar a Jahet y Khisanth atrapadas en sus guaridas —Khoal miró fijamente a los leonados ojos de Ónice—, sin decírselo a nadie. —Sus cejas se elevaron—. Es extraño que tú tengas conocimiento de eso.

Khisanth no creyó ni por un instante en la inocencia de Khoal. Sin embargo, no pudo evitar bajar la mirada al darse cuenta de la trampa en que ella misma había tropezado.

El dragón agachó la cabeza hacia el suelo y le susurró al oído con un cálido aliento que olía a carne:

—¿Por qué no me dices el nombre de tu comandante?

Khoal había sido un embustero toda su larga vida; pero ni siquiera su natural avaricia le impedía reconocer a uno cuando lo tenía delante. El dragón se fue acercando, despacio, mientras evaluaba la mejor manera de matar a aquella desaprensiva joven. Sentía muy poca curiosidad por los motivos que ésta pudiera tener para intentar engañarlo. Estaba seguro de que jamás la había visto antes y, sin embargo, había algo vagamente familiar en su voz y en su valentona actitud. Mientras sus ojos enfocaban su brillante cabello negro y se preparaba para arrancarle la cara con un golpe de garra, Khoal estaba a punto de llevarse la primera auténtica sorpresa de toda su larga vida.

El viejo dragón parpadeó y su rostro pareció convertirse en cenizas bajo sus escamas. Allí donde hace un instante estaba la mujer, se erguía ahora su más odiada enemiga: esa ambiciosa aduladora de Khisanth. Antes de que su mente pudiera hacerse a la idea, la poderosa cola de la hembra de dragón se elevó, asestándole un tremendo latigazo que lo envió tambaleándose hasta atrás. Khoal recorrió unos diez pasos como un pelele, estrellándose contra un par de tiendas vacías y un pequeño grupo de soldados que habían llegado a acercarse demasiado, para terminar cayendo de costado. Dándose la vuelta, se puso en pie y expresó su rabia con un bramido que hizo que todos los soldados humanos y ogros que se hallaban en la zona salieran corriendo en busca de refugio.

—De modo, Khisanth, que puedes cambiar de forma —rugió Khoal moviéndose lentamente en círculo alrededor de su oponente—. Debería haberlo adivinado por todas las veces que trataste de convertirte en Jahet, con todos esos alardes delante de Maldeev. Desgraciadamente para ti, no puedes transformarte en un luchador mejor que yo. —El pecho de Khoal se hinchó con orgullo—. Yo aprendí mis habilidades antes de que tú fueses siquiera un gusanito —se regodeó—. Yo luché en la gran guerra contra Huma.

Khisanth echó la cabeza para atrás y soltó una enorme y odiosa risotada.

—¡Y todos sabemos cómo resultó aquello! —Se puso a caminar en círculo a la par que Khoal, manteniendo en todo momento los ojos en su vieja y arrugada cara—. Quizá, si nuestra reina tuviese luchadores más capaces, la historia de los dragones en Krynn sería muy diferente y no estaríamos rindiendo cuentas a simples humanos…

La pulla dio en el blanco. Rugiendo enloquecidamente, Khoal lanzó un tajo con su garra derecha. Khisanth se desplazó rápidamente a su derecha. En previsión de esa finta, el anciano dragón soltó un coletazo y el golpe alcanzó de lleno a su rival. Sin ningún obstáculo que parase su caída, ésta rodó, una y otra vez, golpeando con sus alas la tierra del campo de instrucción. Finalmente patinó un pequeño trecho hasta detenerse con un ruido atronador. Apoyándose sobre sus zarpas, Khisanth se levantó y miró a su enemigo con un odio mortal y verdadero. Intentó pensar como su oponente para adivinar su siguiente movimiento. Vio que la expresión de sus ojos se tornaba vacía, como si sus pensamientos se hallasen en otra parte por breves instantes. Khisanth conocía aquella mirada. Khoal estaba lanzando un conjuro.

Sin saber muy bien qué podía esperar, Khisanth lanzó rápidamente un conjuro de defensa general. Al instante, su enorme corpachón negro se vio envuelto en una esfera tenuemente luminosa que tenía vagamente el aspecto de una burbuja. Khisanth esperaba que Khoal no fuese a fraguar nada demasiado poderoso, o su globo protector resultaría inútil.

Si Khoal no hubiese estado concentrándose en su propio encantamiento, tal vez habría reparado en su escudo a tiempo para cambiar su conjuro. Los seis relámpagos que brotaron de las puntas de sus largas y nacaradas uñas rebotaron en el escudo, zigzaguearon desbocadamente en el aire y desaparecieron. El globo de Khisanth titiló y se desvaneció.

—Dime, Khoal. Cuando te has despertado esta mañana, ¿has sentido que iba a ser la última de tu vida?

La pulla, añadida a la frustración de su conjuro, sólo sirvió para hacer rabiar más a Khoal. El viejo dragón cargó directamente hacia Khisanth como un toro, haciendo temblar el suelo tras él. Entonces se desvió, disponiéndose a asestar un golpe de ala. Reaccionando con rapidez, Khisanth enfocó sus pensamientos en la primera imagen que le vino a la mente. La hembra de dragón se convirtió de repente en un oso lechuza de unos dos metros de altura. Al haber dirigido su embate para golpear la cabeza de Khisanth en su forma de dragón, el ala de Khoal barrió inofensivamente el aire por encima de la cabeza del oso lechuza. Mientras el viejo dragón tenía su espalda vuelta hacia a ella, Khisanth recobró su forma de dragón. Dio un gran salto en el aire y descargó una contundente patada, con un sola pata, en el costado derecho de Khoal, haciendo a éste tambalearse y caer, con el hocico por delante, contra el polvoriento suelo del campo.

Khoal luchó por ponerse a cuatro patas y se dio la vuelta. La humillación había dado a los ojos amarillos del dragón un tono de fuego al inyectarlos de sangre.

—¡Voy a sacarte las entrañas y a comérmelas mientras todavía estás viva! —rugió Khoal soltando espumarajos de rabia por las mandíbulas.

—¿No deberías estar ganando para hacer semejante promesa? —preguntó Khisanth con fingida ingenuidad mientras retrocedía para estudiar su siguiente movimiento.

La hembra de dragón sabía que no podría seguir cambiando de forma indefinidamente; su energía estaba ya empezando a flaquear. La rabia estaba volviendo descuidado a Khoal. «Estupendo —pensó ella—, dejemos que su propia ira lo derrote».

Lanzando alaridos de pánico y dolor, un ogro cuyos harapos y pieles se habían incendiado pasó corriendo a toda velocidad y se fue a estrellar contra el flanco de Khisanth. Demasiado cegado para volverse hacia un lado, el histérico bruto comenzó a agitar los brazos hacia sus escamas, tratando de escalar el obstáculo. Mirando hacia atrás, la hembra de dragón sacudió su ala hacia fuera enviando a la desgraciada criatura lejos de sí.

La cabeza de Khisanth se volvió justo a tiempo para ver que Khoal había acortado la distancia que los separaba. El cuello del macho Negro saltó hacia adelante y sus viejos labios se plegaron para dejar al descubierto unos dientes largos y aserrados. Estuvo en un tris de arrancar la cabeza a Khisanth de una dentellada.

De nuevo, la ágil hembra hizo lo primero que le vino a la mente y su cuerpo cambió a la ya familiar forma del ratón de campo marrón, quedando lejos, muy lejos por debajo de las espumeantes mandíbulas del enfurecido dragón. No tuvo tiempo de enorgullecerse de su habilidad, porque Khoal estaba también pensando con rapidez. Éste levantó su pata trasera y, creando una especie de jaula con sus alas extendidas, se dispuso a estamparla contra el ratoncito.

Khisanth sabía que estaba atrapada. No era fácil volver a su forma de dragón en tan reducido espacio pero, aunque lo consiguiera, la pata de Khoal se estrellaría contra su cráneo antes de que ella pudiera derribarlo. ¿O no?

Arriesgándose, Khisanth invocó su forma de dragón. En el mismo instante en que sintió iniciarse el cambio, la hembra de dragón estiró sus garras, atrapó la pata trasera de Khoal e hizo un tremendo esfuerzo por hacerle perder el equilibrio y tumbarlo antes de que pudiera aplastarla. Khoal era un dragón mucho más pesado que Khisanth, musculoso y sólido. Justo cuando Khisanth estaba comenzando a desesperar de poder derribar al anciano coloso, su forma se expandió por completo debajo él. Sintió la presión de su increíble peso por tan sólo un momento, antes de que el perplejo dragón tropezara con su espalda y se fuera de bruces bruscamente contra el suelo. El impacto lo dejó completamente sin respiración. Khoal yacía hecho un ovillo, jadeando entrecortadamente en busca de aire.

Khisanth se abalanzó entonces sobre el viejo dragón. Antes de que éste pudiera levantar una garra para defenderse, ella hundió los dientes en su carnoso pecho, arrancando de él grandes y sangrientos bocados. Luego escarbó furiosamente con sus garras en ojos y cara hasta que Khoal ya no pudo ver a través de su propia sangre. Pero el golpe mortal vino cuando Khisanth simplemente se inclinó, cerró sus mandíbulas en torno al cuello del dragón y lo retorció hasta que oyó un fuerte crujido. Sus ojos destrozados giraron en el enorme cráneo poniéndose en blanco. Khisanth aflojó sus garras y dejó caer la cabeza de Khoal al suelo con un golpe sordo y pesado que levantó una enorme nube de polvo.

La muerte de Khoal dio a Khisanth una gran satisfacción. La hembra de Dragón Negro volvió entonces su mirada hacia los caballeros que habían abierto brecha en la muralla norte de Shalimsha y que se hallaban enzarzados en plena batalla con el Ala dentro del patio del castillo. Khisanth necesitaría oír los gritos de muerte de muchísimos humanos para calmar el odio que latía en sus sienes.