El sensible oído de Khisanth la despertó al oír el primer golpe del badajo contra la campana. La hembra de dragón se sentó, tiesa como una estaca, en el suelo de tierra de su guarida. Irritada ante la interrupción de su sueño, escuchó en espera de la confirmación de que la alarma hubiera sido una trastada. Pero las campanadas continuaron —frenéticamente— y Khisanth supo que aquello no era ninguna broma, ni siquiera un ejercicio sorpresa. Decididamente, algo pasaba en la torre. Olfateó el aire casi con delicadeza pero no detectó ningún olor a fuego, que tan a menudo hacía presa en castillos como Shalimsha. ¿Qué otra cosa podría haber causado semejante conmoción? Decidida a enterarse de la causa de los repiques de alarma, Khisanth retiró la protección mágica de su arcada y emprendió el camino a grandes zancadas, hacia el salón de reuniones y la salida.
Cuando llegó a la arcada, sin embargo, su hocico se encontró de golpe con una pared transparente y dura allí donde debía haber habido sólo aire. Ella era demasiado grande para sufrir ningún daño serio por el inesperado golpe, a tan poca velocidad; pero el choque sí la envió un paso hacia atrás. Una oleada de ira reemplazó a su primer momento de confusión. Impulsiva y obstinadamente, Khisanth agachó el hombro de su ala izquierda y se preparó para abrirse camino a través de la arcada a modo de ariete. Su cuerpo entero se estrelló de plano contra la invisible barrera que hizo vibrar su correosa carne mientras retrocedía. Una y otra vez trató de romper la pared, pero sus intentos fueron infructuosos.
La rabia de dragón hervía en su sangre. Entonces recordó la enseñanza de Kadagan: «El dragón enfadado se derrotará a sí mismo». «Piensa con claridad», se dijo a sí misma. Y las respuestas empezaron a llegar.
Alguien había erigido una pared mágica de energía para atraparla en su guarida. Khisanch supo en un instante que, de alguna manera, la barrera y las campanadas estaban relacionadas. A través de la pared invisible podía ver que los otros dragones no estaban por allí. Khoal era el único de ellos lo bastante poderoso para crear algo como eso; lo usaba frecuentemente para aislar su propia guarida. Ni siquiera el vengativo anciano la habría atrapado allí simplemente para hacerla quedar mal faltando a un ejercicio sorpresa. Aquellas campanadas sonaban ahora por primera vez señalando un ataque.
Una terrible premonición afloró en Khisanth, alimentando las sospechas encendidas que la reunión de Khoal, el día anterior, había provocado. ¿Quién iba a atacar al Ala, y de qué forma estaban involucrados en ello los otros dragones? Khoal la había enviado a cazar patos al sur mientras él se iba al norte. La fortaleza de los Caballeros de Solamnia estaba en dirección norte. Khoal había estado informando durante meses que el número de caballeros residentes en Lamesh era patéticamente bajo. «No parece otra cosa que una comunidad agrícola reconstruida, con unos pocos caballeros alrededor para mantener los monstruos a raya», decía.
Khisanth pensó en eso, pero todavía le faltaban demasiadas piezas para completar el rompecabezas. Tenía que salir y enterarse de toda la verdad. Entonces cerró los ojos e invocó una imagen mental de sí misma de pie sobre el campo de instrucción. No ocurrió nada. Todavía podía sentir el aire frío y mohoso de la cueva contra sus escamas. Los ojos de Khisanth se abrieron de golpe. El conjuro de teletransportación no había funcionado. Suspicaz, probó rápidamente su encantamiento de la uña en llamas, pero no fue capaz de producir ni siquiera una chispa. Khoal también había anulado su magia.
Por pura desesperación, sin esperar que funcionase, Khisanth cerró los ojos y concentró toda su energía en cambiar de forma. Para su sorpresa y alivio, Khisanth sintió que su gran peso le abandonaba. Había encontrado un fallo en el conjuro de Khoal. Él y los otros dragones pensaban que la habían atrapado allí, pero no sabían nada de la disciplina mental que le permitía transformarse, ni de la estrecha grieta que unía su guarida con la de Jahet.
La hembra de dragón adoptó su forma diminutiva favorita, la de un ratón de campo. Sin perder un instante más, recorrió a toda prisa la larga distancia a través de la grieta y dobló la pared rocosa hacia el refugio de Jahet.
A primera vista, ésta no parecía encontrarse en su guarida tampoco. Khisanth se deslizó sobre los montones de gemas de su superiora, que eran como inescalables montañas para un simple ratón. Jahet sin duda habría partido hacia la torre al primer repique de campanas. Por un breve instante, Khisanth se preguntó si su amiga podría estar confabulada con los otros dragones. Pero descartó la idea casi antes de terminar de concebirla.
De repente, oyó ruido en la antecámara. Corrió con sus piececillos de ratón hacia la fuente del sonido y entonces se paró en seco. Elevándose por encima de ella, su amiga de alto rango se lanzaba una y otra vez, en vano, contra una barrera invisible que bloqueaba su arcada de salida al exterior. Los ojos rojos de Jahet estaban frenéticos y abiertos de par en par, como los de una res atrapada. De sus fauces caían gruesos regueros de baba y su respiración era entrecortada.
Khisanth sintió un destello de alivio al comprobar que Jahet no formaba parte de la conspiración. La habían inmovilizado también. Pero aquello significaba también que su ruta de escape de emergencia había sido cortada.
Quizá pudiera escurrirse por alguna pequeña grieta entre la pared y el suelo por el lado que daba a los pinos. Una vez fuera, recobraría su forma de dragón y conseguiría las respuestas a sus preguntas. Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba Khisanth de que podía funcionar, aunque tuviera que adoptar una forma aun más pequeña que la un ratón… como la de una araña.
El ratón de campo se vio obligado a saltar bruscamente a un lado para evitar un desagradable, aunque accidental, coletazo de Jahet. Ésta estaba dando rienda suelta a su genio, soltando golpes a su alrededor con furia y frustración. Khisanth se dio cuenta entonces del fallo en su nuevo plan de escape, que dejaba a Jahet todavía atrapada en su guarida.
Su preocupación por liberar a Jahet no tenía nada que ver con sentimientos de amistad. Si Khoal, Dnestr y Neetra habían traicionado al Ala, Khisanth necesitaría a Jahet en la inminente batalla; y para liberar a Jahet, Khisanth tendría que descubrirse a sí misma.
—¡Eh, Jahet! ¡Aquí abajo! —gritó el dragón convertido en ratón, tan alto como sus diminutas cuerdas vocales se lo permitieron—. ¡Mira aquí abajo! ¡Soy yo! —voceó en lengua de dragón.
Jahet interrumpió sus golpes para localizar la fuente de los tenues sonidos que se elevaban desde la oscuridad por debajo de ella. Entornando los ojos y volviendo el cuello hacia atrás, la bestia apenas pudo distinguir la minúscula forma de un ratón cerca de su pata izquierda trasera.
—Desde luego, has escogido muy mal momento para lanzarme un desafío, pequeño —rugió Jahet y, dicho esto, volvió su atención de nuevo a la barrera invisible.
Khisanth pateó contra el suelo frustrada. Entonces juntó las zarpas en bocina delante de su suave hocico.
—¡Eh, Jahet! ¡Soy yo, Khisanth!
Las mandíbulas se cerraron apretadamente. El ratón estaba hablando claramente en la lengua de los dragones. Y, por si eso no fuera lo bastante raro, ¡la criatura tenía la osadía —y la inoportunidad— de llamarse a sí misma Khisanth! Jahet decidió silenciar a la molesta criatura de una vez por todas. Se dobló hasta tocar el suelo y estiró su garra para coger al roedor.
De repente, Jahet se halló hocico contra hocico con la hembra Negra Khisanth.
—¡Khisanth! ¡Qué dem…!
—Puedo cambiar de forma —explicó Khisanth rápidamente, retrocediendo para concederse más espacio a sí misma y a Jahet.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¡Casi te aplasto!
Khisanth se mostró levemente indignada por el reproche.
—Mi posición en el Ala requiere que vuele y luche —dijo con rigidez—, no que haga magia. Tengo razones personales para ocultar mi habilidad. Tampoco yo conozco el alcance de tus conocimientos —añadió acusadoramente.
—No somos iguales —dijo Jahet con un tono similar—. Pero… no deberíamos estar luchando entre nosotras ahora. —Su expresión pasó del desagrado a la frustración mientras miraba hacia el muro invisible—. Esto debe de ser obra de esos inútiles clérigos que Maldeev se vio obligado a aceptar en Neraka.
Khisanth midió sus palabras cuidadosamente.
—No creo que ellos sean los culpables de esta magia, Jahet.
Jahet se frotó sus ojos rojos.
—No empieces con tu vieja historia de «los otros dragones no son leales». No estoy de humor.
—¿De qué otro modo puedes explicarte el hecho de que seamos las dos únicas atrapadas en nuestras guaridas? —preguntó desafiante Khisanth—. He mirado… Khoal, Dnestr y Neetra han desaparecido.
Khisanth vio confusión en los ojos de la primera en rango mientras ésta digería la noticia. Khisanth no podía entender su desconcierto. Atrapadas como estaban, la situación sugería más preguntas que respuestas. Jahet ni siquiera sabía tanto como ella sobre los otros. Llevaría demasiado tiempo ahora ponerla al corriente, un tiempo que mejor emplearían en liberarse.
Khisanth renunció a la idea de convencerla.
—Olvídalo. Ellos no importan ahora. Tenemos que pensar en una forma de salir de aquí. Entonces podremos ver por nosotras mismas lo que está ocurriendo ahí fuera.
—Teletransportémonos —sugirió Jahet.
Khisanth sacudió la cabeza.
—Dudo que eso funcione aquí. Yo lo intenté en mi guarida, pero parece que han suprimido la magia.
—Entonces, ¿cómo has sido capaz de transformarte?
Khisanth se esforzó por encontrar palabras para explicar el qhen.
—Lo único que se me ocurre es que la transformación es más una disciplina mental que mágica. Y esa distinción debe constituir una laguna en el conjuro que inhibe nuestra magia. —Khisanth hizo chasquear sus uñas—. Ahora tú me has dado otra idea. —Se frotó las garras en preparación—. Retrocede.
Incapaz de aportar ninguna otra solución y sintiéndose cada vez más desesperada, la reptil de primer rango hizo lo que su subordinada le pedía.
Khisanth se concentró, tratando de definir con claridad un viejo recuerdo. Una primavera, allá en las Grandes Marismas, en el primer día propio de la estación, el hielo de su charca casi se había derretido del todo y ella había salido en busca de una presa viva y calentita. Pero la caza había sido extrañamente escasa, considerando la afición de los mamíferos por el tiempo cálido: unas pocas y tontas jóvenes ardillas de tierra, y un hurón viejo y casi ciego. Khisanth tenía una excelente memoria para las comidas.
Había estado a punto de caer sobre el hurón cuando el suelo comenzó a temblar y después a agitarse violentamente. De repente, inexplicablemente, un arce joven de más de seis metros de alto salió disparado de la tierra y cayó al suelo. Unas garras afiladas emergieron tras el árbol, abriendo un túnel hasta la superficie a una velocidad que había impresionado a Khisanth. Una horrenda criatura con hocico salió a la luz, mezclada con los terrones que colgaban de las rasgadas raíces del árbol. Rugiendo y espumeando enloquecidamente como un perro rabioso, la gigantesca criatura se sacudió las raíces y la tierra de encima. Tenía un cuerpo elíptico, de color verde azulado, cubierto de gruesas placas y escamas. La criatura agarró al despavorido hurón y se lo tragó de un golpe.
Khisanth había observado a la criatura únicamente por curiosidad; su paladar era lo bastante exigente para no ocurrírsele consumir algo tan duro y horrible. Por eso se había sorprendido tanto cuando sus ojos amarillo lechoso y sus pupilas azul cielo se posaron en la comida más grande que había visto jamás. La criatura saltó por el aire como una liebre, lanzándose directamente hacia Khisanth con sus cuatro pies provistos de garras rasgando y arañando el aire. No parecía haber reparado siquiera en que Khisanth era el doble de grande que ella.
Aquel movimiento sorpresa la hizo actuar instintivamente: un torrente de ácido, verde y caliente, salió de las fauces de Khisanth y dio de lleno contra el expuesto bajo vientre de la criatura. En cuestión de segundos, la cosa había sido digerida. Había matado a su primera bulette, un raro y muy temido carnívoro. Ahora, ella estaba a punto de convertirse en uno de ellos.
—Será mejor que entres en tu guarida —aconsejó Khisanth.
De pie en la arcada que unía sus dos habitaciones, Jahet miraba con expresión irritada lo que ella consideraba como las excentricidades de Khisanth, pero de nuevo hizo lo que la otra hembra le sugirió.
Dolorosamente consciente de las campanadas que seguían sonando fuera, Khisanth visualizó apresuradamente su poderosa forma de dragón transformándola en su recuerdo de la forma de la bulette. Sintió cómo menguaba y se volvía más rígida bajo las placas y escamas. Su vista no era tan aguda. Pero el cambio más importante fue uno con el que ella jamás se había encontrado antes en sus transformaciones: su estado de ánimo cambió bruscamente. De pronto se sintió nerviosa y agitada, con un incontrolable impulso de cavar frenéticamente. Tuvo que echar mano de toda su sensibilidad de dragón para obligarse a cavar en un lugar lógico.
La bulette Khisanth hundió sus garras cuadradas, como zarpas, en el apretado suelo de tierra de la antecámara de Jahet y lo envió volando a ambos lados de su acorazado cuerpo en dos gruesos chorros negros. Cavando por debajo de la pared exterior, sus garras deshicieron las capas de arcilla y roca, hasta que hubo practicado un agujero lo bastante grande para que una bulette pasase a través de él. Sus garras siguieron mordiendo entonces en la base de la propia pared de sostén para hacer sitio para un dragón. Cuando terminó, Khisanth no estaba ni siquiera un poquito cansada.
Sólo estaba ansiosa por librarse de la forma de bulette y así lo hizo enseguida antes de llamar a Jahet. Ésta había estado observando sus movimientos con asombro desde detrás de los montones de tierra y roca que llenaban la antecámara.
Por deferencia a su rango, Khisanth hizo un ademán a Jahet para que pasara primero por la trinchera subterránea. Apresurándose a seguirla, oyó una airada exclamación de Jahet procedente del otro lado de los pinos. Khisanth atravesó el seto de árboles y se detuvo junto a su amiga para ver la fortaleza a la primera luz del alba.
Una fuerza de al menos seiscientos soldados, ondeando vistosos estandartes de colores, estaba lanzando un asalto total contra el Ala Negra del ejército de la Reina Oscura.
Maldeev se situó sobre un parapeto que dominaba el patio del castillo con las manos en su habitual postura sobre sus caderas. La luz amarilla de las antorchas brillaba sobre su pecho musculoso, dando la impresión de que estaba tallado en el más blanco mármol. Bajo su casco de gran señor, la expresión de Maldeev estaba más allá de la ira mientras trataba de comprender el sentido del caos que lo rodeaba.
El ambiente de la incipiente mañana había pasado de la tenuemente iluminada calma de un campamento dormido a un frenesí de actividad a la luz de las antorchas. Hombres a medio vestir, con los ojos semicerrados, saltaban por aquí y por allá, terminando de ponerse sus ropas mientras espetaban órdenes sin verdadero sentido ni propósito. ¡No era así como él había entrenado a sus tropas! ¿Por qué no estaban restaurando el orden sus comandantes? ¿Dónde estaba ese dandi de Wakar, su lugarteniente?
¿Qué significaba este inesperado llamamiento a las armas? Todavía estaba oscuro, y faltaban varias horas para los ejercicios diarios. El Ala no estaba aún en guerra. Alguien había alterado intencionadamente el orden en la fortaleza. Maldeev miró con el ceño fruncido hacia la torre de la campana, donde ésta todavía tañía, en busca de un culpable. Parpadeó y volvió a mirar. La cuerda daba tirones hacia arriba y hacia abajo, pero no vio a nadie tirando de ella.
Magia. Los ojos de Maldeev se entornaron hasta convertirse en dos diminutas rendijas negras. Andor y los otros dos clérigos oscuros… Él había aceptado de mala gana su presencia ante la insistencia de Neraka, desconfiando como desconfiaba de la magia. Si ellos eran, de alguna manera, los responsables de aquel caos, ¡Maldeev haría asar lentamente sus cabezas hasta que sus cráneos explotasen!
¿Dónde demonios estaban los malditos clérigos, a todo esto? Maldeev se dio la vuelta y regresó, hecho una furia, a sus habitaciones. Comenzó a ponerse la armadura tan rápidamente como pudo. Tenía que hacerlo solo ya que, por más gritos que diera, no había forma de que un sirviente viniera a ayudarlo. Maldeev se había puesto solamente una bota cuando oyó un grito, allá fuera, que atravesó todo el alboroto, un grito que hizo que se le helara la sangre.
—¡Un ejército de caballeros acercándose desde el norte!
La mente de Maldeev se aceleró de repente, pasando frenéticamente de la negación de los hechos a todas las preguntas esperadas para asentarse, finalmente, en la aceptación. Obviamente, la patéticamente pequeña compañía de caballeros de Lamesh había decidido lanzar un ataque contra Shalimsha. Sería una matanza rápida y fácil, especialmente con el apoyo aéreo de sus dragones.
Hablando de dragones, recordó de repente, que no había visto el pelo a Jahet, ni a ninguno de los otros. Maldeev embutió furiosamente su otro pie en la segunda bota. En el nombre de Takhisis, ¿dónde estaban esas avariciosas e informales bestias negras que se suponía iban a ganar la guerra para la Reina de la Oscuridad?
Maldeev apenas podía creerse lo mal que habían ido de pronto las cosas en una sola y breve noche. Si tenía alguna esperanza de enderezarlas, tendría primero que reorganizar sus desorganizadas tropas. ¡Después encontraría a esos dragones y, de un puntapié, mandaría sus perezosas moles de allí a Neraka! Impulsado por ese agradable pensamiento, Maldeev salió impetuosamente de sus aposentos y se dirigió a la escalera que descendía al patio del castillo… y al caos.