15

Khisanth salió por el extremo de la grieta y volvió a convertirse en dragón justo a tiempo de ver a los otros dragones volviendo del campo de instrucción. Khoal, Dnestr y Neetra se detuvieron primero en los corrales de ganado para llenar sus barrigas.

Khisanth suspiró. Otra oportunidad de fisgar y curiosear había volado.

—Vamos a reunimos en la sala de conferencias, en breve, para discutir asuntos importantes, Khisanth —dijo Khoal llamando su atención por encima del ala.

Aunque él no podía ver el interior de su guarida a causa del conjuro que ella había fraguado en la arcada de entrada, los desarrollados sentidos de Khoal evidentemente le revelaron que estaba presente.

—Pero no nos han citado para…

—¡Acude! —espetó él.

Nunca paciente y ahora, además, hambriento, el anciano dragón no permitió más conversación. Con un barrido de su cola, Khoal agarró varios terneros berreantes del corral, los arrastró hasta su guarida y oscureció mágicamente su entrada.

Después de la charla sostenida con Jahet, Khisanth no estaba de humor para confrontaciones con el resto de los dragones, pero el reptil de más bajo rango difícilmente podía permitirse mostrar un gesto de franca insubordinación. Al menos hasta que decidiera si se doblegaba al ultimátum del gran señor o dejaba el Ala.

Khisanth odiaba todo de aquellas inútiles reuniones de Khoal. Pero corrigió su pensamiento para sus adentros: el objeto era proporcionar al anciano dragón la oportunidad de dar más importancia a su rango, puesto que Jahet no asistía. Aparentemente, Khoal los convocaba para hacer planes para la mejora del Ala, planes que luego serían sometidos al criterio y aprobación del primer dragón. Sin embargo, estas sesiones siempre acababan en mezquinas disputas sobre desaires recibidos durante los ejercicios, violaciones del protocolo o quejas sobre la calidad del ganado que Dimitras les traía. Que Khisanth recordara, nada constructivo había resultado jamás de ninguna de las sesiones de Khoal. Jahet no había recibido nunca una sugerencia.

Khisanth tenía formas de hacer las reuniones más tolerables. De acuerdo con el protocolo establecido por Khoal, los dragones debían entrar en la cámara de reuniones en orden inverso a su rango, a fin de recalcar el valor que cada dragón tenía para el Ala. Como inferior a todos en rango, el tiempo de Khisanth no se consideraba tan valioso como el de los otros, de modo que se la podía hacer esperar. Sin embargo, Khisanth siempre se aseguraba de permanecer en su guarida hasta pasada la hora señalada. Al no poder entrar hasta que lo hiciera ella, bien Neetra o bien Dnestr, ambos jóvenes e impacientes aduladores, perdían inevitablemente el control y chillaban para que Khisanth se diera prisa, dando al traste con el aire de pompa y circunstancia que Khoal se esforzaba por transmitir en sus tediosas reuniones.

Neetra tuvo el honor aquel día.

—¡Malditas sean tus alas, Khisanth, por retrasar la reunión otra vez! —bramó el joven macho desde la arcada de entrada a su guarida—. Apuesto a que también llegarás tarde a la guerra.

Khisanth entró por fin en la enorme cámara central.

—Siento hacerte esperar, Neetra —dijo dulcemente—. Estaba comiendo y debo de haber perdido la noción del tiempo. —La hembra de Dragón Negro acomodó su gran corpachón formando un perezoso círculo en su lugar asignado, frente a donde se sentaba Khoal—. Y el caso es que estaba esperando con ansia la reunión de hoy.

Mientras entraban apresuradamente en el interior de la estancia, Neetra y Dnestr no pudieron detectar ninguna sombra de sarcasmo en la plácida expresión de Khisanth. Sin prestarle atención, deliberadamente, ocuparon sus sitios en el círculo, cada uno de ellos a un lado de Khoal. Se sentaron tan tiesos como perros ansiosos, esperando que llegase su segundo mando.

Como de costumbre, Khoal no decepcionó. Con la cabeza majestuosamente erguida y sus ojos dirigidos a algún punto místico por encima de las suyas, el anciano dragón entró en la cámara a grandes y exagerados pasos. En su garra sostenía un báculo incrustado de piedras preciosas de su propio tesoro personal. Al llegar a su lugar asignado, Khoal se echó la capa hacia atrás por encima de las alas y se sentó en una alfombra rellena de paja reservada para su uso exclusivo. Luego colocó el báculo en el suelo delante de sí, asegurándose de que la gema más grande, un rubí con no menos de treinta facetas definidas, estuviera cara arriba para que la luz se reflejara en él.

Utilizando un sencillo encantamiento, Khoal hizo salir una llama de su uña y la llevó hasta un quemador de incienso que había sido colocado junto a su alfombra antes de la reunión. Una columna de humo se elevó desde el incensario y rápidamente llenó la habitación con un olor mohoso de agua estancada, un olor muy del gusto de los Dragones Negros.

—Damos comienzo a la vigesimoséptima reunión de los dragones del Ala Negra —entonó—. Con el fin de ahorrar tiempo —continuó—, iremos directos al asunto del día: la asignación de misiones de reconocimiento.

Khisanth se alegró de oírle abreviar la reunión, pero estaba bastante sorprendida de que se saltasen la habitual oración a Takhisis.

—¿Por qué esta reunión de emergencia, Khoal?

—¡Silencio, Khisanth! —espetó—. Has hablado fuera de turno.

Khisanth apenas pudo evitar poner los ojos en blanco de exasperación y volvió a tumbarse cómodamente con una expresión indolente. De acuerdo con el rígido protocolo de Khoal, los dragones de rango inferior tenían que esperar hasta que los de rango superior a ellos hubiesen hablado al menos una vez, a menos que se les hiciera una pregunta directa.

Khoal tomó nota de su descuidada pose con ojos desaprobadores.

—Para responder a tu insolente pregunta, esto no es una reunión de emergencia, sino una fuera de programa. Es mi opinión, como segundo al mando, que debemos revisar las misiones de reconocimiento de hoy. Una luna estará llena, lo que ayudará a cualquiera que nos observe desde el suelo. —Los ojos del anciano dragón cobraron un brillo más malicioso que de costumbre—. Tú sabrías todo eso si no hubieses abandonado la práctica demasiado pronto.

Khisanth encajó la pulla de Khoal en silencio, sobre todo porque sabía que su indiferencia lo pondría furioso. También sabía que su mal humor había comenzado mucho antes de que ella se uniese al Ala. Igual que Pteros, Khoal había luchado muy brevemente cuando era un joven dragón, antes del Sueño, en la Tercera Guerra de los Dragones. De creer lo que Khoal contaba sobre su papel en la guerra, lo cual hacía constantemente, el anciano dragón habría luchado una vez, él sólito, contra Huma durante días, hasta que llegaron refuerzos. Jahet le había contado que, desde el momento en que Maldeev la había seleccionado a ella, una joven hembra, como alma gemela por encima de Khoal, el anciano macho no había ocultado su opinión de que la posición le correspondía por derecho a él, en razón de su edad y experiencia.

Antes de que Khisanth hubiese llegado, cuando Jahet y Khoal eran los dos únicos dragones que constituían el Ala, el gran señor Maldeev había sugerido que Khoal empleara su tiempo en la búsqueda de un jinete merecedor de su talento. De lo contrario, había insinuado Maldeev, Khoal, desprovisto de jinete, acabaría viendo ocupado también, del mismo modo, el puesto número dos. Khoal había sonreído para sus adentros con desdén ante la sugerencia y, particularmente, ante la amenaza. Aunque nunca se mostraba abiertamente despectivo con Jahet, sutilmente continuaba su campaña para eclipsar y, finalmente, desbancar a la hembra.

Hasta el feliz día en que Khisanth había aterrizado en el patio.

La joven hembra de dragón, con aquel extraño collar, un número impresionante de cicatrices de combate y un aura impenetrable había sido una innegable amenaza para Khoal desde el principio. Khoal había considerado siempre su enorme masa corporal como una ventaja importante. Además de intimidar a sus oponentes, incluso a los otros dragones, su tamaño le permitía aplastar a sus enemigos con rapidez. Pero, desde la primera vez que Khoal vio la destreza de Khisanth, tanto en tierra como en vuelo, el anciano dragón sabía que su pesado cuerpo podía constituir en realidad una desventaja para él.

Aquella misma noche, la primera de Khisanth en el Ala, Khoal había dado importantes pasos hacia una unión con un jinete para asegurar su posición. La sabiduría convencional decía que la mejor unión entre dragón y jinete tenía lugar entre sexos opuestos, pero no había oficiales femeninos que escoger en el Ala Negra. Khoal sabía que no podía esperar a que Maldeev despachase a Jahet, ni tampoco podía albergar tal esperanza. Así que escogió al lugarteniente de Maldeev, un general humano llamado Wakar, tan necesitado de una montura para mantener su rango como Khoal de un jinete para mantener el suyo. La suya se convirtió en una unión de conveniencia más que de habilidades complementadas, como era la de Maldeev y Jahet. Khoal había sentido siempre, hasta aquel día, que su unión con Wakar era lo máximo a que podía aspirar mientras Jahet estuviese viva.

—El nuevo programa de vuelo es el siguiente —dijo Khoal ahora con un tono imperioso—. Yo volaré hacia el norte y controlaré personalmente el puesto avanzado solámnico que interesa a nuestro gran señor. Dnestr volará hacia el este, en un reconocimiento desde Alanak-Khan hasta Ak-Baral. Neetra cubrirá el este desde por aire, desde Escudo de Ogro hasta El Ensanche. —Khoal miró a la hembra de quinto rango bajo los abultados huesos de sus cejas—. Khisanth, tú volarás hacia el sur, a Delfo.

—¿Por qué el sur? —preguntó Khisanth—. Normalmente vuelo al este y nordeste. Me conozco la ruta de memoria.

—Quizá la conozcas demasiado bien —observó Khoal, y Khisanth comprimió fuertemente sus labios—. Sin embargo, ésa no es la razón por la que quiero que vueles hacia el sur. Ha llegado a mis oídos que las fuerzas del Bien se están congregando en Delfo o cerca de allí. Hasta tú te darás cuenta de que eso está demasiado cerca de Shalimsha para la seguridad del Ala.

—Además —intervino ansiosamente Neetra—, tus ojos son…

Khoal hizo un gesto con su garra y las palabras de Neetra se cortaron con un conjuro de silencio. Khisanth se quedó atónita por la exhibición. Los dragones protegían mágicamente sus pertenencias, pero se abstenían de lanzar conjuros unos a otros, ya que la posibilidad de provocar un desastre era considerable.

—¡No toleraré más descuidos del protocolo! —espetó Khoal clavando sus ojos rojos en el obviamente avergonzado joven—. Lo mismo te ocurrirá a ti, Khisanth, si vuelves a hablar fuera de turno. —Khoal apretaba y abría sus garras—. Estoy seguro de que lo que Neetra intentaba decir es que tus ojos son más agudos que los del resto de nosotros y serán capaces de determinar la naturaleza de la actividad desde una distancia mayor y más segura. —Khisanth se esforzaba por creer que Khoal le había dedicado un cumplido, cuando los venosos párpados de éste se levantaron y despectivamente añadió—. A menos que no te creas capaz de llevar a cabo tan importante misión.

Dnestr y Neetra soltaron sendas risitas. Siempre lo hacían cuando Khoal ponía a Khisanth en su sitio. Ésta lanzó a la servil pareja una mirada fulminante que borró las sonrisas de suficiencia de sus negras y escamosas caras.

Los escrutadores ojos de Khisanth se posaron en la otra hembra. Dnestr ocupaba la tercera posición en el escalafón porque era ligeramente más inteligente y también porque tenía un carácter más estable que Neetra. Su avaricia sin duda rivalizaba con la de él, a menudo anulando su sentido común, sobre todo cuando se trataba de Khoal. Dnestr parecía admirar genuinamente al anciano dragón, y eso desconcertaba a Khisanth.

—Deberías estar contenta con ese destino, Khisanth —dijo con tono afectuoso la ocupante del tercer rango—. Delfo está tan cerca que estarás durmiendo en tu guarida antes de la medianoche.

—¡Basta ya, Dnestr! —espetó el Negro anciano y, volviendo su altiva mirada hacia la que tenía frente a él, dijo—: ¿Y bien?

Sorprendida en medio de un bostezo, Khisanth se llevó una garra al pecho y fingió una inocente mirada.

—Oh, ¿es mi turno de hablar? Nunca puedo seguir las normas como es debido… ésa es tu fuerza, ¿no, Khoal? Puesto que la mía es volar más rápido que ningún otro dragón, estoy segura de que, como Neetra tan elegantemente ha sugerido, no tendré problema en llevar a cabo la misión de Delfo.

La encolerizada bilis que Khisanth vio asomar en la garganta de Khoal hizo que valiera la pena soportar los insultos del viejo dragón. Con los ojos entornados hasta formar dos furiosas rendijas rojas, Khoal apagó el incensario y agarró bruscamente su báculo de rubíes. Entrando a grandes zancadas en su guarida, selló la arcada de entrada con un conjuro. Dnestr, y luego Neetra, se retiraron inmediatamente después, lanzándole a Khisanth sus mezquinas miradas de reproche.

Los ojos de Khisanth siguieron su partida, pero su mente estaba en otra parte. Había algo muy raro en aquella reunión. En primer lugar, ninguna oración a su diosa; eso no había ocurrido jamás. Khisanth tampoco era capaz de explicarse la silenciosa retirada de Khoal. No era nada propio de él perder la oportunidad de ponerla en su sitio una vez más. De alguna extraña manera, su reprimenda brillaba por su ausencia.

¿Sabía Khoal que Maldeev estaba intentando obligarla a una unión que pondría en peligro su propia categoría? ¿Estaba siendo amable con ella, de esa manera suya tan peculiar, como seguro contra el momento en que ella lo desbancase? La sospecha crecía en las entrañas de Khisanth, pero no tenía ninguna pista que la llevara al motivo del comportamiento de Khoal.

Khisanth aún se sintió más confusa cuando regresó a su guarida, aquella noche, tras su vuelo a Delfo. Allí había visto pocas señales de vida en las ruinas de la fortaleza. De hecho, había tan poco que ver que había pasado más tiempo ideando formas de soslayar el ultimátum de Maldeev que espiando. Khisanth tenía intención de informar de su falta de descubrimientos directamente a Khoal, pero éste no parecía haber vuelto aún de su propio vuelo de reconocimiento al norte. Las guaridas de Dnestr y Neetra aparecían similarmente oscuras. Un informe negativo podía sin duda esperar hasta la mañana siguiente. Encogiéndose de hombros, la hembra de Dragón Negro se retiró temprano.

¿Un río? El joven centinela de cara pecosa observaba atentamente la cinta oscura que serpenteaba hacia él desde el norte. A diferencia de un río, aquella cosa tenía dos extremos bien definidos y era algo moteada en el centro. No era ningún río de fría agua de montaña. Aquello era una corriente de humanidad. Los destellos plateados que él había creído que eran reflejos de la luz de la luna sobre el agua provenían de pulidas armas de acero.

El pulso del centinela se aceleró. Tal vez era una compañía de mercenarios recién reclutada que venía a unirse al Ala Negra. Pero eso no tenía mucho sentido. ¿Por qué iban a marchar de noche? ¿Podrían ser los draconianos que, como todo el mundo sabía, el gran señor estaba esperando? Estarían llegando a pie desde Neraka, al norte. Pero entonces, ¿por qué no le habían dicho que estuviese atento a su llegada? El muchacho frunció el ceño. El sargento Bild le había mandado al puesto norte de guardia aquella noche, por primera vez, sin ninguna instrucción. ¿Cómo podían esperar que hiciera bien su trabajo si nadie le decía nada?

El joven centinela miró por encima de su hombro a la campana de alarma suspendida de una torre de madera en el patio del castillo. Aquella campana era para alertar a la guarnición en caso de emergencia. ¿Era aquello una emergencia? ¿Cómo podía estar seguro? El centinela volvió la mirada hacia la llanura. No había duda, aquella forma serpentina y oscura parecía un ejército.

La guarnición entera estaba dormida. Despertar a todo el mundo ahora porque el sargento, simplemente, había olvidado decirle que esperaban un ejército podría ser el peor error de la vida del joven soldado. «Y también podría ser el último», pensó. Sería su palabra contra la de Bild. No habría demasiadas posibilidades de que alguien lo creyera. El muchacho se frotó la cara. Hacer sonar la alarma parecía peor idea cuanto más lo pensaba.

Pero ¿y si era un ejército enemigo? El Ala Negra no estaba en guerra todavía. Nadie le había dicho que se esperase un ataque. Podía pedir al soldado que estaba de guardia en la torre sur que echase una ojeada, pero entonces ambos habrían abandonado sus puestos; había un severo castigo por eso. Tras un momento de reflexión, el centinela decidió alertar a su sargento y dejar que el hombre, con mayor experiencia, juzgara la situación. De ese modo, el error, de quienquiera que fuese, sería compartido por ambos. «Sí, eso es», pensó mientras descendía a toda prisa por la escalera amarrada a la torre de guardia, agarrando firmemente su lanza.

Había un corto trayecto hasta las dependencias de Bild. Ante la pesada puerta de madera, el centinela se detuvo un momento para decidir qué iba a decir exactamente. En el silencio, oyó ruidos procedentes del interior.

No habiendo oído nada durante horas más que el silencio de la noche, el soldado se sorprendió de que alguien más estuviese despierto en la fortaleza. La áspera risa de Bild era inconfundible. El joven centinela aún se sorprendió más al oír seguidamente una aguda risilla ahogada de mujer.

Cerró los ojos y se frotó su pecosa cara de nuevo. Despertar al sargento podía ser bastante malo, pero interrumpirlo mientras estaba… No, eso decididamente era una mala idea.

El soldado se alejó de la puerta y se quedó unos momentos desamparado, en el patio, preguntándose qué podía hacer en ese momento. Había otros sargentos, aunque él no conocía sus nombres; pero tendría que encontrar uno, y rápido.

Pasando a toda prisa por delante de la hilera de puertas que había bajo la columnata, e intentando decidir a cuál de ellas llamar, el soldado se sorprendió otra vez al ver una luz filtrándose a través de unas contraventanas cerradas. ¡Menos mal! Eso le ahorraría el trago de tener que despertar a alguien.

El centinela descendió rápidamente los escalones excavados en el suelo que conducían hasta el sótano de la torre. Se acercó hasta la puerta y dio unos tímidos golpecitos con los nudillos. Inmediatamente oyó movimiento en el interior. Unas pisadas se aproximaron hacia la puerta.

—¿Quién hay ahí?

—Mi nombre es Caithford. Estoy en servicio de guardia.

—No, no lo estás —respondió la voz—. Estás llamando a mi puerta cuando deberías estar en las murallas. ¿Qué quieres?

Nervioso, el soldado respondió tartamudeando:

—He… he visto algo. Abajo en la llanura, hacia el norte. Parece que podría ser… eeh… un ejército.

Se oyó un ruido de pies arrastrándose apresuradamente por el suelo de la habitación. Luego se oyó el seco chasquido de un pesado cerrojo y la puerta giró hacia dentro, revelando a uno de los clérigos oscuros de Maldeev: era el elfo de piel oscura, Andor. Detrás de él, las paredes de su habitación, iluminada con velas, aparecían cubiertas de frascos cerrados que contenían polvos, pequeñas criaturas que flotaban en aceite, y otras cosas tan horripilantes y extrañas que el chico no habría sabido darles un nombre.

—¿Sí? ¿Y bien?

El clérigo se movió a un lado para tapar la vista del humano.

El sobrecogido centinela se puso firme con un respingo, llevándose de golpe la lanza contra su hombro. Los misteriosos y encapuchados clérigos inspiraban temor a los soldados, pero el joven Caithford hizo lo que pudo por ocultar su aprensión.

—Pido disculpas, reverencia, pero he visto la luz y creí que uno de los sargentos ocupaba estos aposentos.

—Está bien —murmuró Andor. Se puso la capucha de su capa sobre su oscura cabeza, para cubrir sus orejas, y luego se ajustó la profunda cogulla alrededor del cuello—. Si crees que es un ejército, ¿por qué no has hecho sonar la campana de alarma?

El rostro del muchacho enrojeció.

—Está bastante oscuro y apenas he podido ver más que un reguero negro. A lo mejor no es nada, o tal vez sean los draconianos…

La inexperiencia del joven soldado era evidente.

—Démonos prisa, pues —dijo el elfo oscuro, empujando al muchacho escalera arriba. Llévame hasta tu puesto y muéstrame esa legión de soldados.

Minutos después, ambos estaban sobre la torre de guardia, escrutando la llanura que se extendía bajo la fortaleza.

El agudo sentido de la vista del elfo confirmó el temor del centinela.

—Eso parece sin duda un ejército. —Andor miró hacia el horizonte, todavía oscuro que comenzaba a clarear—. Aún tenemos algo de tiempo hasta el amanecer. Espérame aquí. No toques la alarma hasta que vuelva.

Contento de haberse quitado de encima el peso de la responsabilidad, el centinela se echó a un lado, haciendo sitio para que el clérigo alcanzase la escalera. Pero, en lugar de abandonar la torre, el oscuro elfo metió la mano bajo su capa en una bolsa que colgaba de su cinturón. Sacó un pequeño frasco y lo sostuvo en alto, hacia la luna creciente. El cristal brilló tenuemente en la fantasmagórica luz, refractando rayos luminosos sobre el rostro y el hábito del clérigo.

Con los ojos abiertos como platos, el centinela observó cómo el clérigo destapaba el frasco mientras musitaba oraciones y encantamientos en voz baja. Con un rápido movimiento, vació la ampolla en su garganta y luego volvió a colocar rápidamente el tapón en el frasco y éste en su bolsa.

No pareció ocurrir nada durante algunos instantes. Pero, entonces, la capa del clérigo oscuro cayó al suelo. Una sombra fluyó desde el montón de tela y se deslizó a través del borde de la torre de guardia. El centinela miró más allá de dicho borde y vio a la pequeña nube, de un negro intenso, moverse a gran velocidad por encima de las rocas, hacia la llanura. El humano se apartó, en el ancho adarve de la muralla, para evitar tocar el hábito y situarse tan lejos de él como fuese posible.

Andor avanzaba con rapidez sobre el abrupto suelo. Corría una carrera contra tres oponentes: enfrentando su astucia contra el alba en ciernes, que pronto lo delataría con su claridad; contra el ejército en marcha, que no tardaría en alcanzar la ciudadela del Ala Negra; y contra la limitada duración de su pócima. Pero aquélla era una oportunidad para hacer méritos que Andor no iba a desperdiciar.

Era posible, pensó, que el joven estuviera en lo cierto; tal vez se trataba de la tropa de refuerzos draconianos que esperaba Maldeev. Esta posibilidad se desvaneció por completo cuando Andor vio los estandartes que ondeaban en los extremos de las puntiagudas picas de los soldados, cuando vio los bien acicalados caballos, protegidos con armadura y ataviados con faldones. A lomos de estas monturas iban humanos de rostro adusto envueltos en corazas perfectamente bruñidas.

Eran los Caballeros de Solamnia.

El humano que cabalgaba al frente del desfile de caballeros era, obviamente, su general. Su armadura rivalizaba en brillo con un espejo. Incrustado en el metal, sobre su pecho izquierdo, había un óvalo del tamaño de una mano humana en el que había una rosa labrada con minuciosidad.

El visor del casco que llevaba el general estaba echado hacia atrás para mejorar la visibilidad y la comodidad mientras cabalgaba; unos rizos rubios escapaban por debajo y caían sobre unos ojos de color marrón oscuro. Su rostro era sorprendentemente joven, desde un punto de vista humano, y su bigote solámnico tan claro y ralo que era difícil de ver. Las mejillas estaban cubiertas de una pelusa ligera, seguramente para ocultar las tres cicatrices paralelas —tan finas como cuchillas— que tenía en una de ellas, aunque no llegaba en absoluto a conseguir su propósito.

Aquel general de jóvenes facciones iba flanqueado por dos caballeros, uno todavía más joven y el otro mucho más viejo y con un denso pelo gris. También éstos llevaban cotas de malla pulida, ballestas colgadas de sus espaldas y espadas enfundadas. Tras ellos, y a caballo, iban al menos cien caballeros bien armados; posiblemente más. Detrás de los caballeros iban, calculó Andor, unos cincuenta o sesenta sargentos montados a caballo y armados con lanzas y espadas; otros ciento cincuenta hombres armados con lanzas, picas, escudos y alabardas; alrededor de ochenta arqueros y, a la cola de todo el desfile, una variedad de humanos diversos, sin duda soldados ocasionales y mercenarios vagabundos.

El clérigo sabía que necesitaba conseguir información específica si quería impresionar a Maldeev con su valor y su astucia. Escogió al caballero que montaba a la izquierda del general y se situó tras él para fundirse con la sombra que el humano proyectaba a la luz de la luna.

—¿Adónde vas? —preguntó la sombra viva a la proyección del humano.

—Pantanooo suurr… —respondió ésta en el oscuro tono perezoso y arrastrado de la mayoría de las sombras.

—¡Eso ya lo veo! —espetó el clérigo con impaciencia—. ¿Adónde exactamente y para qué? ¡Responde rápido, o te mandaré ser la sombra de un enano gully!

—Tooorree… luchar Draaagones del Maaal… —dijo inmediatamente ante la amenaza de Andor.

—Eso sería Shalimsha, desde luego —murmuró la sombra con preocupación.

Al paso que llevaban, Andor calculó que alcanzarían la fortaleza del Ala Negra antes del amanecer, justo para un ataque por sorpresa. Tendría que volar como el viento si quería tener alguna posibilidad de avisar a tiempo al Ala para organizar una defensa. Los pensamientos del clérigo pasaron de la gloria personal a la autoconservación.

Andor azuzó a su sombra de vuelta hacia el sur y comenzó a volar a toda velocidad hacia la campana de alarma como si su vida dependiera de ello.