14

El Señor del Dragón Maldeev no ocultaba su admiración por sus Dragones Negros mientras estudiaba a sus dos mejores reptiles, ocupados en un simulacro de combate sobre el campo de instrucción de la Torre de Shalimsha. Directamente detrás suyo, hacia el norte, estaban las improvisadas tiendas del grueso de sus tropas y, más allá del campamento, se erguía el propio castillo.

El aspecto del gran señor aquel día, en su tribuna desde donde pasaba revista, era tan ceremonioso como oficial. En consecuencia, vestía sus galas de batalla: su armadura esmaltada carmesí y su casco de Señor del Dragón que le cubría por completo la cabeza y la cara. La máscara era un modelo sencillo, lisa en los lados y parte superior, salvo por los dos cuernos, y con generosas aberturas para ojos, nariz y boca. El traje estaba bien aislado y era una eficaz protección en los vuelos a gran altura, lo que hacía que resultase bastante caluroso para sentarse en una tribuna durante la revista.

El Señor del Dragón se acordó de un soleado día de finales de otoño, varios años atrás: el día en que una hembra de dragón, que se llamaba a sí misma Khisanth, voló descaradamente hasta la fortaleza del Ala Negra y dejó clara su intención de unirse a sus filas. Maldeev tenía buen ojo para los dragones y había reconocido al instante que aquélla en cuestión valía como tres o cuatro de los otros y supondría una magnífica incorporación a su recién constituida rama del ejército de la Reina Oscura. Le complacía recordar lo absolutamente acertado que había estado acerca de Khisanth en aquel entonces.

De una forma indirecta, el ruinoso estado de la Torre de Shalimsha había contribuido para atraer a Khisanth al Ala. Maldeev había encontrado la torre en la más completa ruina, una torre que el alto mando en Neraka le había ordenado ocupar. Había allí muchas más raíces y hierbas que muros. Ya que, en su mayoría, se habían derrumbado hacía siglos, durante el Cataclismo. Maldeev había ordenado a sus tropas de humanos y ogros que restaurasen primero aquellos lugares que afectaban a su comodidad personal.

Los obreros no habían terminado todavía las reformas de sus aposentos cuando Maldeev oyó el chillido ensordecedor de Khisanth en el patio del castillo. El gran señor ordenó a los trabajadores que silenciasen sus cinceles y mazos. Entonces asomó la cabeza por la ventana y vio a un extraña y hermosa hembra de dragón allí abajo, en el patio, acicalándose para deleite de la multitud que se congregaba a su alrededor. Sin perder tiempo en vestirse, Maldeev salió a un balcón que daba a dicho patio, todavía en bata de cama.

Nadie podría calificar de delgado a un dragón, pero el que había en el patio era inusitadamente robusto y ágil, sin el menor rastro de grasa bajo sus brillantes escamas. El reptil llevaba una extraña cadena de espadas formando un abanico alrededor de su cuello. Con la cabeza orgullosamente erguida, aquel dragón hembra sólo tuvo que ladear ligeramente su enorme cabeza para poner sus fauces a la altura de los ojos de Maldeev, pese a que éste se hallaba en el segundo piso de la torre. Gran señor y dragón se sostuvieron la mirada, midiéndose el uno al otro. Ninguno de los dos habló, y el dragón no apartó la mirada por deferencia a la autoridad del gran señor.

Sólo podía haber una razón para que un dragón acudiera a la Torre de Shalimsha.

—Vuela —dijo Maldeev con un tono más de sugerencia que de orden.

Sin la ayuda de ningún saliente, la bestia saltó hacia las alturas. Luego hizo una demostración de sus habilidades, incluyendo vueltas de campana aéreas, volteretas laterales y unos bruscos arranques y parones en mitad del cielo, especialmente impresionantes. Aquel ejemplar, a los ojos de todos los que la contemplaban, parecía desafiar las leyes de la naturaleza.

—¿Cómo le afecta a un jinete tu destreza? —preguntó el gran señor Maldeev cuando ella volvió a aterrizar con elegancia y sin hacer el menor ruido, en medio del silencio sobrecogedor del patio.

—No le afecta en absoluto, ya que no permitiré que me monte ningún jinete —respondió la recién llegada en la propia lengua Común del gran señor.

Aunque era una hembra, su voz era moderadamente grave.

—Entonces, ¿de qué me vas a servir a mí? ¿Cómo piensas servir a las fuerzas de la Reina Oscura? —preguntó Maldeev con los ojos entornados y las callosas manos apoyadas en las caderas.

Sacudiendo sus escamas ligeramente, para refrescarse tras la demostración, el reptil dijo:

—Pruébame durante el tiempo que creas conveniente y averígualo.

El gran señor vaciló mientras consideraba cómo manejar a tan voluntariosa criatura. No había duda de que la quería en su ejército, pero no podía dejar que ella creyese que tenía la sartén por el mango.

—¿Puedes permitirte rechazar a nadie que esté dispuesto a servir a la Reina Oscura? —presionó ella mientras él reflexionaba.

Al oír esto, Maldeev tomó su decisión. Enlazando las manos a la espalda, el gran señor giró sobre sus talones y se perdió en el interior sin decir una palabra más a la hembra de dragón. Momentos después, un mando menor salió al patio y dio instrucciones a varios soldados que pululaban por allí para que preparasen un sitio para el nuevo reptil al lado del de Jahet, temporalmente acuartelada en el lado norte del recinto exterior de la torre, al aire libre.

Habían pasado dos años desde entonces, y las obras de excavación de establos para dragones, en las montañas cercanas, estaban ya casi terminadas. El número de dragones había aumentado desde que Khisanth se había alistado. Maldeev no había hablado a Khisanth ni una sola vez en todo ese tiempo.

No podía dirigirse a ella directamente. Para un gran señor, hablar con cualquier dragón que no fuese el suyo era improcedente, incluso insultante para su propia montura, e implicaba una elevación de rango.

Maldeev supervisaba el progreso de Khisanth observando los ejercicios que realizaba y pidiendo informes a Jahet, su montura y alma gemela, también una hembra. Maldeev había comenzado a darse cuenta, últimamente, de que Khisanth hacía que los otros dragones —incluida Jahet, admitió el gran señor con cierta dosis de deslealtad— parecieran un poco torpes.

Cuando veía a Khisanth y a su hembra de dragón volando juntas, le era difícil creer que la reacción de Jahet ante la presencia de Khisanth hubiese sido más bien fría en un principio. Ambas parecían inseparables ahora. Maldeev frunció el ceño ante la evidente falta de juicio de Jahet; era de lo más impropio para el dragón número uno mostrar una preferencia tan obvia por el dragón número cinco, por encima de todos los demás.

Ahí estaba el problema. Maldeev no podía ascender a Khisanth al nivel que le correspondía por su capacidad, porque aún se mostraba reacia a tomar un jinete. No había perdido nada de su arrogancia. La resistencia de Khisanth rayaba la insubordinación. Eso dejaba en mal lugar a Maldeev. Llegaría hasta las otras Alas el rumor de que el gran señor del Ala Negra no podía controlar a sus dragones. Pensando en los recientes problemas que había tenido con Neraka, el gran señor Maldeev se preguntaba si no habría ya…

«¡Maldición! Es que a veces estos dragones causan más problemas de lo que valen», pensó el antiguo jinete de caballería. Los caballos hacían lo que se les ordenaba o se les mataba en el acto.

Maldeev decidió dar un ultimátum en su reunión de aquella tarde con Jahet.

Khisanth aterrizó sobre sus pinchudas ancas en la polvorienta llanura que servía como campo de prácticas del Ala Negra. Sus colosales costados se dilataron mientras sus costillas subían y bajaban bajo las negras escamas, brillantes de sudor. Khisanth se recostó pesadamente contra un roble solitario, en el campo yermo, mientras se esforzaba por inhalar enormes bocanadas de aire en sus doloridos pulmones.

Jahet aterrizó unos instantes después de Khisanth. La risa de la otra hembra de dragón hizo que la espuma del esfuerzo saliera de sus fauces en una aspersión. Levantando una nube de polvo, Jahet cabrioló un rato para impedir que sus patas se agarrotasen. La luz del sol se reflejaba en el diamante en bruto, del tamaño de una manzana, que llevaba como un pendiente, colgado de la ventanilla perforada de su nariz.

—Has ganado otra vez, Khisanth —reconoció mientras jadeaba—, pero sólo porque, a mitad de camino a la meta, ¡decidiste convertir el vuelo en una carrera!

Khisanth tomó unas largas y profundas bocanadas de aire para calmar su respiración y poder hablar sin jadear.

—Apuesto a que el enemigo no nos dará ningún aviso previo, tampoco —consiguió articular por fin, haciendo como que se lamía un músculo dolorido para poder apartar la mirada.

Jahet tuvo la elegancia de reír con suficiencia ante la impertinente, aunque exacta, observación. Lanzó a su compañera una mirada imperturbable.

—¡Por los diez ojos de la reina, eres rápida, Khisanth!

Khisanth reprimió un deseo impulsivo de regodearse, pero, en su lugar, dijo:

—Tu ejercicio también ha sido impresionante.

El reptil de alto rango del Ala Negra soltó un irónico resoplido de risa.

—¡Más vale que así sea, tratándose de la montura del Señor del Dragón Maldeev! —y giró la cabeza para echar una ojeada al gran señor y comandante del Ala Negra, que estaba de pie a cierta distancia de ellas, contemplando los ejercicios desde su tribuna—. Si yo fuese más suspicaz, podría pensar que andas buscando mi puesto —concluyó Jahet con un brillo malicioso en sus ojos.

Los leonados ojos de Khisanth se abrieron, de par en par, con auténtica alarma.

—Sabes que yo nunca …

—Aceptarías a un jinete, es lo que quieres decir —concluyó Jahet por ella. Su expresión se tornó seria. Jahet pensó en soltarle un sermón, pero entonces cambió de parecer—. Tengo algo importante que decirte, Khisanth —le confió—, pero no aquí. Ya nos hemos arriesgado demasiado hablando al descubierto.

Jahet miró a los tres dragones montados, todavía en formación de vuelo, que surcaban el claro cielo por encima de ellas. Sus ojos se desplazaron bruscamente hacia el extremo norte del campo de instrucción, hacia las tiendas de la tropa y la Torre de Shalimsha que se elevaba directamente tras ellas. Entre las tiendas y el castillo se erguía Maldeev en su tribuna para pasar revista, con los brazos recogidos detrás de la espalda. Al gran señor le gustaba venir al campo, al menos, una vez por semana, y supervisar personalmente el progreso de sus generales y sus tropas. Como antiguo comandante de caballería, experimentaba una especial emoción al contemplar los ejercicios de vuelo de los dragones.

Jahet volvió la mirada hacia su congénere, más joven que ella, que descansaba a su lado.

—Reúnete conmigo en mi antecámara tan pronto como sea posible —dijo, lanzando otra mirada a los dragones en vuelo—, y que no te vea nadie. —El ojo izquierdo de Jahet se desvió para mirar al sol y comprobar la hora—. Necesito comer, y no tengo mucho tiempo antes de la sesión de estrategia que tengo con Maldeev.

Y, dicho esto, Jahet se volvió hacia el cuartel de los dragones. Tenía intención de caminar, pero decidió acelerar el paso hacia las guaridas recién excavadas en las peladas estribaciones, hacia el oeste. Dando un corto salto de dos pasos, extendió sus alas y se deslizó justo por encima de la herbosa pendiente, posándose de nuevo en el suelo cuando la tierra se nivelaba al entrar en el claro que precedía a su guarida.

Sola, en el seco y árido campo de instrucción, Khisanth miró cómo se marchaba Jahet con un suspiro salido del alma. La fatigada hembra de dragón no estaba de humor para las charlas aleccionadoras que Jahet le daba, con mayor frecuencia que nunca, aquellos días; pero ella no quería ofender a su importante compañera desatendiendo una invitación a su antecámara. Khisanth no recordaba que Jahet hubiese llamado jamás a ninguno de los dragones de alto rango a su guarida. Tal vez le esperaba una reprimenda; pero creyó más probable que Jahet la hubiera invitado porque, a diferencia de los otros dragones, ellas eran amigas: más que amigas, puesto que habían mezclado secretamente su sangre a la manera de sus antepasados.

Curiosamente, se habían hecho amigas a pesar de la determinación de Khisanth de no permitirlo. «No confíes en nadie más que en ti misma», era lo que le había enseñado la traición de Led. La experiencia con Pteros se lo había ratificado. Antes incluso de tomar la decisión de unirse al ejército que se estaba formando en el sur, ella había resuelto guardarse su opinión entre humanos y dragones: su ego jamás le permitiría hablar a nadie de Led o Pteros.

En primer lugar, Led —en quien, aunque por poco tiempo, ella había confiado por completo— únicamente la había considerado de valor como instrumento para una noche de placer. Khisanth encontraba difícil decidir quién había sido el más tonto en aquel fiasco; aunque, finalmente, había concluido que fue Led, dado que él no había vivido para aprender de su locura.

Después Pteros. Él la había decepcionado y traicionado. Todo lo que ella le había pedido era una pequeña parte de sus vastos conocimientos y experiencia. Khisanth no podía perdonar su débil espíritu. En su serena evaluación de los acontecimientos, peor que abandonarla a su suerte había sido el hecho de que él no dejara atrás nada de ese tesoro del que tanto había alardeado, aparte de la diadema sin piedras que ella había quitado de su ancha y ensangrentada frente.

Había muchas cosas que Khisanth respetaba en Jahet: se preocupaba más de mejorar sus propias y ya considerables habilidades que de compararse con los demás dragones; también poseía la excepcional avaricia de todos los Dragones Negros. A la vez que Khisanth admiraba esto, ello le impedía contar a Jahet algunas cosas, incluido el alcance de sus habilidades mágicas. Tenía especial cuidado en ocultar su capacidad de cambiar de forma, pues pensaba que los otros dragones se sentirían amenazados por tan inusitado poder.

Jahet había desaparecido más allá de los árboles ahora, y Khisanth se dio cuenta de que tendría que apresurarse si quería reunirse con ella antes de que empezase a comer. Recorriendo la distancia rápidamente a pie, se abrió camino a través de una hilera de pinos que no habían talado para poder camuflar las entradas a las madrigueras de los dragones. Khisanth agachó inconscientemente la cabeza mientras entraba en la alta caverna que servía de salón de reuniones central. En realidad no necesitaba hacerlo, ya que la caverna había sido excavada hasta alcanzar dos veces su propia estatura para poder adaptarse incluso a los más altos dragones que, en el futuro pudieran alistarse en el Ala. El interior del lugar resultaba agradablemente oscuro después del resplandeciente e irritante sol que, a ella, por naturaleza, jamás le podría llegar a gustar. En los más profundos recovecos de la caverna goteaba agua de un modo constante.

El rango de Jahet le otorgaba el privilegio de tener unos aposentos separados de los otros cuatro dragones. A derecha e izquierda de la sala de reuniones se habían excavado, como si fueran las patas de una gigantesca araña, tres grandes cubiles, cada uno de ellos la mitad de alto que la sala central. En total seis cámaras con espacio para excavar más si era necesario, aunque dos de ellas estaban actualmente vacías y esperando ocupante.

Las guaridas que desembocaban en la cámara principal estaban asignadas en orden de rango descendente a partir de la primera a la izquierda. La de Khisanth era la última, situada en la parte trasera derecha de la sala de reuniones. Como resultado, y para gran irritación de los otros, su guarida era la más aislada y privada.

Rozando suavemente el suelo de tierra con su larga cola, Khisanth caminó alrededor de la cámara, en dirección de las agujas del reloj, para echar una rápida ojeada a las guaridas de los demás dragones. Estaba prohibido tabicar la entrada a la guarida de uno, por «razones de seguridad». La norma era de Dimitras, administrador del comandante de brigada Wakar. Era el oficial humano responsable de mantener la moral en el Ala de dragones, lo que Khisanth siempre interpretaba más bien como mantenerlos bajo control. Él puso en vigor la norma de «muros no» tan estrictamente como un humano podía llegar a hacerlo entre dragones, evitando impedimentos físicos tales como rocas o enredaderas.

Sin embargo Dimitras no tenía control alguno sobre las defensas mágicas de los dragones. Como a la mayoría de los humanos, le aterraba lo que no entendía: una larga lista de cosas encabezada por la magia de los reptiles. Éstos habían ingeniado alguna clase de pantalla mágica que limitaba o alteraba la visión del interior de sus guaridas.

Las defensas del dragón que ocupaba el segundo rango eran las más impresionantes y duraderas. Khoal era un anciano macho lleno de cicatrices y endurecido por la batalla, con una tremenda avaricia y extensos conocimientos de magia. Él era como Pteros, pero con demasiada presunción, pensaba Khisanth. Para su propia diversión, para confusión de los demás o, simplemente, para demostrar la superioridad de sus habilidades mágicas, Khoal variaba sus conjuros diariamente. Algunos de sus favoritos incluían un muro de energía que creaba una barrera invisible que permitía a los otros ver pero no acceder al interior de su guarida, y una puerta ilusoria que no podía moverse ni siquiera por medio del tacto o la incredulidad de dicha ilusión.

El más impresionante y ofensivo de los conjuros protectores de Khoal fue descubierto por el cuarto dragón en el rango. Neetra, joven y todavía más temerario que la mayoría de los Dragones Negros, se había negado un día a asistir a los ejercicios de vuelo alegando que padecía un tirón muscular en un ala. Khisanth había elevado una ceja ante la excusa, ya que Neetra solía enorgullecerse de poseer una fuerza superior a la corpulencia de Khoal o a la agilidad de Khisanth. También era de todos conocido que Neetra sufría de un modo más acentuado la competencia entre él y Khoal, dado que ellos dos eran los únicos machos en el establo. Nadie, ni por encima ni por debajo de Neetra en categoría, quería ordenarle acudir al campo, ya que su ausencia sólo haría que los otros dieran mejor impresión. Dimitras era lo bastante inteligente para no tratar de obligar a un dragón a hacer nada. De modo que Neetra se quedó en su madriguera, mientras los otros desfilaban hasta el campo.

Khisanth recordaba haber pensado, al pasar por delante de ella aquella mañana, que la abertura de entrada a la guarida de Khoal no mostraba sus habituales signos de conjuro protector, como si el dragón se hubiera marchado sin acordarse de fraguar uno. Enfrascados en sus ejercicios, todo el mundo en el campo había oído unos agudos aullidos y visto unos destellos de fantasmal luz azul atravesando la hilera de árboles que escondía la entrada a las guaridas. Corriendo al interior, habían encontrado a Neetra en su cueva, con un colmillo menos y los ojos como rojas esferas en su cara cubierta de hollín. Se estaba curando una garra que aparecía agrietada y cubierta de verrugas. La pared de la cueva opuesta a la guarida de Khoal estaba toda ennegrecida a excepción de un vago contorno en el centro. Khisanth y los otros únicamente podían hacer especulaciones sobre la naturaleza exacta del conjuro cuyos efectos Neetra había sufrido aquella mañana. La mirada llena de odio de Neetra y la expresión de suficiencia de Khoal no dejaban duda de que ambos compartían algún amargo secreto.

Tras pasar apresuradamente por delante de las otras guaridas, Khisanth retiró la guardia protectora de la arcada que conducía a la suya. Se sintió momentáneamente irritada por el hecho de que Dimitras todavía no hubiese traído los grandes mamíferos vivos para la habitual nutrición de los dragones, tras los ejercicios del día. El gran señor Maldeev prohibía a los dragones cazar para sí mismos, diciendo que eso atraería demasiada atención hacia ellos. Aún así, Khisanth se había escabullido varias veces bajo la forma de un buitre. Volando lejos de Shalimsha, había vuelto a adoptar su forma de dragón y se había alimentado copiosamente, sólo por el puro placer de hacerlo. A Khisanth le habría gustado engullir algo ahora para ir tirando, pero su persistente apetito tendría que esperar hasta después de su reunión secreta con Jahet.

Khisanth tenía muchos secretos. Además de su capacidad de transformación, conocía un atajo hasta la retirada guarida de Jahet que le aseguraba discreción absoluta… incluso a los ojos de Jahet. En el fondo de la cámara de Khisanth, un fresco arroyo de montaña caía formando una cascada continua de casi un metro de anchura a través de una grieta vertical. Un día deseaba nadar, pero era demasiado grande para entrar en la corriente como dragón. Entonces había aprovechado la oportunidad para poner a punto sus habilidades qhen. Adoptando la forma de un caimán que una vez había visto en las marismas, se había introducido en la cascada y había descubierto una pequeña grieta seca en la pared de piedra que había detrás de ella. Curiosa, la siguió durante un trecho. Para su gran sorpresa, ésta conducía hasta otra abertura similar en el fondo de la guarida de Jahet. Ésta parecía ignorar la existencia de dicha entrada, probablemente porque se hallaba oculta, a un lado, por un saliente de roca curvo que iba desde el suelo hasta el techo. El tamaño de Jahet impedía a ésta ver más allá.

En un parpadeo, Khisanth se transformó en un pequeño ratón de campo marrón, corrió tras la cortina de agua fría y se deslizó a través del hueco. Bajo esta forma, la distancia hasta el fondo de la guarida de Jahet parecía enorme, pero pronto su pequeño hocico de ratón olió a sangre fresca. Asomando su morrito y sus negros ojos justo un poco más allá de la cortina de piedra para ver la guarida de Jahet, la hembra de dragón convertida en ratón pudo ver a su amiga regalándose con una vaca cuyo costado estaba desgarrado y sangriento y sus ojos abiertos de par en par con la mirada de la muerte. El olor a carne fresca hizo cosquillear el hambriento estómago de Khisanth. Su compañera de primer rango gozaba de muchos privilegios, concluyó Khisanth, y el hecho de que le trajeran las comidas primero no era el menos importante de ellos.

De pronto, Jahet levantó los ojos. Su frenética mirada se posó sobre el inesperado ratón en el fondo de su guarida. Khisanth se alegró de que su amiga ya hubiese comido; de no ser así, ella podría haber sido un pequeño aperitivo y no habría podido deslizarse por el perímetro de la cueva de Jahet. Khisanth corrió hacia la antecámara tan rápido como sus patitas de ratón la pudieron llevar y, una vez allí, recobró su forma de dragón fuera de la vista de Jahet.

La antecámara a la guarida de Jahet era grande y con un techo muy alto que se encorvaba desde la entrada hacia el fondo. Las paredes de piedra eran toscas y brillaban por el agua; la alta humedad del verano hacía estos aposentos razonablemente confortables para los dragones amantes del pantano.

Observando la apropiada etiqueta entre los de su especie, Khisanth esperó hasta oír cómo Jahet terminaba su comida para anunciar su presencia.

—Estoy a tu disposición, Jahet.

La cabeza de ésta se giró para mirar hacia la abertura que comunicaba su guarida y la antecámara. Antes de hablar, se quitó algunos pedazos fibrosos de carne cruda de dos colmillos afilados como cuchillas.

—Es extraño. No te he oído llegar —dijo con una expresión algo desconcertada mientras se arrastraba hacia adelante para salir a la antecámara.

La comida había dejado a Jahet ligeramente amodorrada, así que rodeó torpemente la estancia y finalmente bajó su corpachón para recostarse sobre el frío suelo de piedra.

—Te he pedido que vinieses porque tanto tú como yo sabemos que tu talento se está desperdiciando. Nunca ascenderás más allá del quinto rango si continúas rechazando una unión. Dice mucho en favor de la fe del gran señor en tus capacidades el que hayas mantenido tu puesto sin un jinete.

—¡Ahí está! —interrumpió Khisanth con rapidez—. Muchos pensaban que Maldeev me despacharía al cabo del primer mes por negarme a aceptar a un jinete. Pero no lo ha hecho y he mantenido mi actual posición durante casi dos años sin un jinete.

El sermón de Jahet era ya algo tan familiar como las respuestas de Khisanth.

—Pero estuviste ocupando el tercer rango hasta que se alistaron otros dos. —Los ojos de Jahet se entornaron—. Tú y yo sabemos que has conservado el quinto rango simplemente porque no se ha presentado ningún otro dragón en el último año. Un día, inevitablemente, uno lo hará.

—Ya abordaré ese problema cuando surja —dijo Khisanth una pizca a la defensiva.

—Pero ¿por qué tener que hacerlo, Khisanth? ¡Piensa en lo rápido que mejoraría tu posición si aceptases a un jinete! Estoy segura de que adelantarías a Khoal y te situarías en segundo rango en un abrir y cerrar de ojos.

Las alas de Khisanth, con sus potentes huesos, se elevaron en un gesto equivalente al encogimiento de hombros humano.

—He aprendido el valor de la paciencia. La vida de un dragón es larga. Algún día ascenderé al segundo rango sin el estorbo de un humano.

Jahet elevó las cejas y la miró con expresión de censura.

—¿Crees que yo doblo más que mis rodillas ante el gran señor Maldeev?

Khisanth bajó la guardia momentáneamente, con un ojo parpadeando rápidamente a causa de su inintencionado desaire.

—Yo no me atrevería a interpretar tu relación. Sólo sé que aún no he encontrado al humano que demuestre ser igual que un dragón. —Para su irritación, se acordó de uno que había conseguido romperle la nariz, pero ella también era humana entonces. Aquello no contaba—. Quizá tú hayas encontrado al único en Maldeev —sugirió Khisanth como recurso conciliatorio.

—La adulación no va contigo, Khisanth —dijo Jahet con acritud—. No te he convocado aquí para discutir, sino para advertirte. Me arriesgo mucho diciéndote esto —continuó, bajando la voz hasta el susurro, aunque no había nadie alrededor que pudiese oírlas—. Eso que tanto deseas como temes puede suceder más pronto de lo que piensas.

Khisanth pareció confusa.

Jahet insistió.

—Maldeev ha estado observando tu progreso, y puedo sentir su complacencia. La naturaleza de sus preguntas me dice que está ansioso por ascenderte de rango, pero considera que no puede a menos que tomes un jinete.

Khisanth volvió a encogerse de hombros sin comprometerse, aunque por dentro sintió una pequeña sacudida de satisfacción ante la noticia.

—Maldeev es el gran señor. Él encontrará la manera de elevar mi rango si realmente cree que es lo mejor para los intereses del Ala.

Jahet sonrió con suficiencia al oír esto.

—Ah, pero te olvidas de los otros dragones…

—Lo intento —cortó Khisanth con ironía.

—Te has hecho enemigos entre ellos. En parte por tu superior talento —reconoció Jahet—. Ellos notan también que tú recibes un tratamiento de favor.

—¿Y no es así? —preguntó Khisanth con brutal sinceridad.

Jahet asintió con la cabeza.

—Es cierto. Nuestra amistad no ha ayudado a que te acepten.

Era imposible no darse cuenta de la animosidad de los otros dragones hacia Khisanth, a pesar del hecho de que Jahet jamás se relacionase con ellos fuera del campo de prácticas, dado que su guarida no colindaba con las de ellos.

—Tampoco ha ayudado tu negativa en el asunto del jinete, ni la tolerancia de Maldeev a ese respecto.

—Has puesto la uña en la llaga: están celosos —dijo Khisanth.

Jahet señaló hacia su amiga que seguía a la defensiva.

—No subestimes el poder de la envidia. —Las miradas de ambas se encontraron—. No cometas ningún error. Maldeev y yo te concedemos privilegios por nuestros propios propósitos, pero ni él ni yo podemos protegerte de su rencor. Cualquier intervención patente por nuestra parte sólo empeoraría las cosas.

—No estoy pidiendo ninguna ayuda. Yo puedo manejar a los otros dragones —dijo Khisanth con frialdad.

—Sí, supongo que podrías —asintió Jahet—, si estuviésemos tratando de derrotarlos. Pero, no lo olvides, están de nuestro lado.

Khisanth se rió sin humor y habló con sinceridad antes de que pudiese evitarlo.

—Francamente, no veo que esos dragones estén del lado de nadie si no es del suyo propio.

Las sospechas de Khisanth respecto a Khoal, Dnestr y Neetra no eran más que eso… sospechas. Ella pensaba que ni siquiera juntos eran lo bastante inteligentes para no causar al Ala ningún daño verdadero con sus rencorosas triquiñuelas. Y lo que era más, no parecían profesarse entre ellos más simpatía de la que sentían por ella. Neetra y Dnestr adulaban a Khoal en su cara, pero se reían de él a sus espaldas.

—Sabes tan bien como yo que, para los Dragones Negros, trabajar juntos es algo inusitado, incluso antinatural —dijo Jahet—. Estoy segura de que tú misma has experimentado un conflicto. —Parpadeó lentamente, considerando sus palabras—. Creo que los otros son tan leales al Ala como se puede esperar. —El tono de Jahet se volvió crispado—. En cualquier caso, no te he pedido que vinieses para hablar del comportamiento de los otros dragones. El que ahora me importa es el tuyo.

Khisanth levantó la mirada con sorpresa. Nunca había oído ese tono resentido de Jahet dirigido a ella.

—¿Estás sugiriendo que los otros son más útiles que yo?

Jahet inclinó la cabeza ligeramente.

—Son de mayor utilidad para el Ala con jinetes en sus espaldas, sí.

Khisanth intentó sin éxito disimular su sorpresa e indignación.

—¿Eso es una orden de que acepte a un jinete? ¿O me estás ordenando fingir relaciones amistosas con los otros? Ambas sabemos que son mezquinos e intrigantes, que preferirían dedicar años a mi caída antes que emplear su energía en elevarse ellos mismos o perfeccionar sus habilidades.

—Siempre que no os matéis unos a otros —respondió Jahet con frialdad—, tus relaciones con los demás dragones significan poco para mí o para el Ala. —Viendo la obstinada expresión de Khisanth, Jahet suavizó sus palabras—. Lo que estoy tratando de decirte, como amiga, es que tanto tú como el Ala saldríais beneficiados si tomases a un jinete.

La testaruda expresión de Khisanth siguió invariable. Mirando significativamente a su obstinada amiga, Jahet inhaló profundamente y decidió revelar el contenido entero de la noticia.

—El hecho es, Khisanth, que no estoy segura de que sigas teniendo elección por mucho más tiempo en este asunto. Maldeev no sabe que yo he leído su mente con un conjuro, pero está considerando a varios de sus comandantes para concertar una unión contigo.

Khisanth no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Tan lejos ha llegado la cosa?

Jahet asintió con serenidad.

—Se te permitiría escoger entre ellos, creo.

Khisanth estaba tan rabiosa que, si Jahet hubiese sido cualquier otra criatura de Krynn, la habría desgarrado con sus uñas hasta matarla. Le hizo falta hasta la última pizca de su sabiduría acumulada para persuadirse a sí misma de que su amiga era simplemente la mensajera de aquella repugnante noticia. Con las garras dolorosamente crispadas, Khisanth se estremeció visiblemente cuando, con amargura, consiguió decir con voz ronca:

—¡Qué democrático!

—Esto no es una democracia.

Los ojos de Khisanth centellearon.

—Precisamente tú deberías saber mejor que nadie que no se me puede obligar a cooperar con este complot. Podría dejar el Ala con tanta libertad como vine a ella.

—¿De veras? —preguntó Jahet con arrogancia—. Técnicamente, nosotros los dragones somos libres de marcharnos cuando lo deseemos. ¿Quién sino la reina podría detenernos? —dijo con un tono pleno de significado.

Khisanth apartó la mirada, manteniendo el hocico en alto.

La paciencia de Jahet con su recalcitrante amiga se estaba agotando. Ella era, después de todo, un Dragón Negro.

—Maldeev espera —dijo. Recogiendo su larga cola para sortear a Khisanth, Jahet se encaminó hacia la salida para volver a su guarida—. Medita lo que te he dicho, Khisanth —murmuró con un desdeñoso gesto de su garra—. Mi consejo es que hagas lo que sea mejor para ti… y para el ejército de nuestra reina. Son la misma cosa.

Y, dicho esto, Jahet cruzó con su bamboleante caminar la abertura y desapareció.

Frunciendo el ceño, Khisanth observó con sentimientos contradictorios al dragón de alto rango mientras se marchaba. No podía estar enojada con Jahet. Ella se había arriesgado para advertirle. Khisanth sospechaba que Jahet se hallaba peligrosamente cerca de violar el espíritu de su unión con Maldeev. Por amistosa que fuese con Khisanth, estaba vinculada a Maldeev por la propia Reina Oscura.

Khisanth sólo sabía que no quería abandonar el Ala Negra… Eso había sido una enojada amenaza. Su meta era —y tal creía que era también la voluntad de Takhisis— ascender el escalafón sólo por sus propios méritos. Khisanth se las había arreglado para soslayar la cuestión durante una serie de años humanos, porque sus superiores habilidades eran innegables. Ella había esperado… No, había trabajado duramente para demostrar que no necesitaba un jinete. No entendía qué era lo que había cambiado, qué había impulsado a Maldeev a obligarla a elegir; pero, decididamente, algo había cambiado.

«Fluye con los acontecimientos, permanece centrada aceptando lo que haya», solía decirle Kadagan cuando se sentía frustrada. El qhen le había enseñado que negar la existencia de una verdad no cambiaba dicha verdad; negarse a reconocer la presencia de una roca en el camino no haría que ésta desapareciera.

Khisanth se enfrentaba ahora a los caprichos emocionales de los humanos que habían construido un malvado ejército sobre un protocolo que parecían dispuestos a pasar por alto. Si Khisanth quería luchar por su reina, quizá no tuviera otra elección que aceptar a un humano sobre su espalda.

En aquel momento, un humano de muy alta posición en el ejército de la Reina Oscura aguardaba impacientemente a su dragón. El gran señor Maldeev esperaba en el gran vestíbulo de la Torre de Shalimsha, comprobando la hora en su reloj de agua. La enorme máquina había sido construida y era mantenida por gnomos esclavos. Maldeev despreciaba su constante parloteo. Los mantenía vivos sólo porque su maestría mecánica no tenía igual. Si ellos podían construir un mecanismo tal como ese reloj, él esperaba poder encontrarles otros usos en la próxima campaña. De pronto, a Maldeev se le ocurrió la solución obvia a la cháchara de los gnomos: tomó nota de encargar al barbero que les cortase la lengua.

El gran reloj de agua era uno de los dos únicos muebles que había en el largo salón rectangular; el otro era un recargado sillón, con patas en forma de garra, para uso exclusivo de Maldeev. La segunda reforma que el gran señor hizo en la torre, después de sus aposentos, fue quitar, en toda su longitud, el muro que separaba el patio del gran salón. Esto permitía a su dragón entrar en el cavernoso vestíbulo, para las reuniones privadas, sin que tuviese que recurrir a conjuros cuya utilización hacía sentirse incómodo al gran señor. El que originalmente fuera salón de banquetes de la torre era el único lugar protegido del castillo lo bastante grande para alojar a la gran mole de Jahet.

Unos gruesos e irregulares cuchillos de armadura de madera oscurecidos con alquitrán formaban una arcada que unía, por encima de sus cabezas, sus dos largas paredes, sosteniendo el tejado del gran salón. Maldeev había ordenado la restauración de los tapices que originalmente habían cubierto las paredes de piedra enyesada, pero que habían sido empleados como mantas por anteriores ocupantes de la torre. Las paredes resultaban pálidas, desnudas y frías, incluso en verano, mientras los artesanos se daban prisa por terminar el reacondicionamiento de los tapices.

En el tramo de muro occidental, de menor longitud, que limitaba con la cocina, había una chimenea profundamente encajada y lo bastante alta para que un humano pudiese entrar de pie en ella. Dicha chimenea ardía constantemente, incluso en verano. El ornamentado sillón de Maldeev, dos veces más alto que él, estaba colocado delante de ella. La gran entrada de Jahet dejaba pasar la luz a la estancia durante el día. El fuego, ayudado por unos cirios de cera de abeja alojados en ménsulas de piedra, la iluminaba de noche.

Maldeev contemplaba la menguante luz del día a través de sus entornados párpados. Jahet estaba peligrosamente a punto de romper, por vez primera, un elemento central del juramento que se habían hecho mutuamente: «Nunca hagas esperar a tu alma gemela». Habían sellado la promesa durante su ceremonia de unión unos cinco años atrás, acordando que el uno respetaría siempre el valor del tiempo del otro. Y ahora Jahet estaba malgastando el suyo.

Sin embargo, Maldeev tenía que reconocer que su unión con Jahet había resultado satisfactoria más allá incluso de sus elevadas expectativas. Habían llevado a cabo la ceremonia justo después de que él hubiese regresado de la lejana ciudad de Neraka, al otro lado de la región montañosa, hacia el oeste, donde la Reina Oscura había levantado su templo: el Templo de Istar resurgido.

La idea de crear su propio cuerpo de ejército, que se congregaba bajo el estandarte de Takhisis, no había sido de Maldeev. La propia Takhisis, de hecho, a través de un subalterno, le había transmitido el mandato de reclutar Dragones Negros del Mal y formar lo que desde entonces se daría a conocer como el Ala Negra. Como de costumbre, el recuerdo del rato que había pasado en el templo oscuro produjo, al mismo tiempo, un frío estremecimiento de miedo y una oleada de orgullo en Maldeev.

En el momento del mandato, Maldeev se había distinguido como un excelente estratega en una de las primeras divisiones del ejército de Takhisis, la de los Dragones Azules, mandada por la propia Kitiara. Maldeev tenía una bien ganada fama de permanecer tranquilo bajo el ataque enemigo; era también un jinete incomparable. Había ascendido con rapidez a la categoría de comandante de brigada de la caballería mercenaria del Ala Azul, que tenía su cuartel general en Sanction, ciudad que se había hecho famosa por sus volcanes en constante erupción.

Maldeev había estado en la ciudad-campamento de Neraka, cerca de Sanction, en una misión de espionaje clandestina para las fuerzas combinadas del Mal. Neraka había surgido en torno al Templo de la Reina de la Oscuridad. Una discusión sobre el número de efectivos estaba subiendo de tono entre algunos comandantes de grado medio del Ala Blanca de Dragones, cuando un mensajero entró en la austera tienda e informó a Maldeev de que se requería su presencia en el templo. Maldeev se quedó atónito. ¿Quién, si no era el más bajo de los comandantes, sabía que él estaba en Neraka, por no hablar de en aquella tienda en particular?

Pensando que muy bien podría estar caminando hacia su muerte, Maldeev no había tenido otra elección que seguir al mensajero hasta la ciudad. El joven comandante de brigada había visto el retorcido templo desde la distancia. ¿A quién podía pasar inadvertido? Una vez había leído que el templo se encumbraba en el cielo «cerniéndose sobre la ciudad como un ave carroñera», sumiendo en sombras a la urbe tendida a sus pies. Esto era verdad, en efecto, había pensado mientras caminaba tras el mensajero a través de la puerta nordeste y entraba en la concurrida plaza del mercado. Los codos de Maldeev se rozaron con magos Túnicas Negras, así como con los clérigos oscuros que eran numerosos entre las tropas personales de la Reina Oscura.

Maldeev desconfiaba de los magos. Le recordaban lo fácilmente que podía conocer su paradero cualquiera que tuviese suficiente autoridad. Lo que no podía entender era por qué alguien tan importante se acordaba de él. ¿Habría sido delatado por soldados del Ala Azul a los que él había deliberadamente pisado o de alguna manera traicionado para alcanzar su rango actual?

Maldeev podía acordarse bien de cuando había caminado por los retorcidos e inclinados pasillos de la torre correspondiente al Ala Negra. Pese a ser un habilidoso rastreador, enseguida se vio desorientado por aquella intrincada ruta a través de incontables antecámaras y aparentemente inservibles estancias. Siguiendo al mensajero, Maldeev subió por una estrecha e interminable escalera espiral que, finalmente, lo condujo ante una puerta. La puerta se abrió a una gran tribuna de frío mármol rojo y en forma de cuchara. El mensajero lo empujó a través de la puerta y desapareció.

Maldeev tropezó hacia adelante, sumergiéndose en la oscuridad. No había ninguna luz en absoluto. Los ojos de Maldeev tardaron largos segundos en adaptarse. Sin embargo, no podía ver nada más allá del mármol que relucía ligeramente a sus pies. El aire no se movía, como si Maldeev se hallara en el ojo de una tormenta. La quietud de la atmósfera resultaba opresiva.

—Adelante, Maldeev —siseó de repente una voz oscura y ahogada, como si viniera de detrás de una máscara.

Maldeev se dirigió hacia la voz, mecánicamente, sin poder ver nada más allá de la imagen de sus propios pies al final de sus piernas.

—Detente.

Maldeev hizo lo que le ordenaban mientras entornaba desesperadamente los ojos hacia aquella absoluta oscuridad. Creyó divisar una vaga silueta de una máscara con cuernos, pero al instante la imagen había desaparecido.

—¿Por qué se me ha convocado? —consiguió preguntar.

—¡Silencio, o reconsideraré la elección!

Maldeev pudo sentir unos ojos estudiándole durante muchos y largos minutos. Finalmente, la voz dijo:

—Tenemos un estrado vacío en este salón, esperando al Señor del Dragón de los reptiles negros de su majestad. Tú has sido elegido para reunir esa nueva Ala en el nombre de Takhisis.

—¿Quién eres tú para haberme escogido? —Maldeev no pretendía parecer impertinente. Simplemente deseaba conocer la identidad de su interlocutor.

Un frío silencio descendió de repente sobre el lugar, donde ya de por sí reinaba una quietud antinatural. Maldeev sintió como si una fuerza invisible lo estrujara dejándolo sin aliento. Entonces, el aire pareció ser absorbido de su alrededor. A Maldeev le fallaron las rodillas y cayó al frío mármol, respirando con dificultad.

De forma igualmente repentina, un aire fresco y dulce fluyó casi con demasiada rapidez hacia el interior de sus pulmones. Tosiendo, Maldeev volvió a ponerse en pie. Ahora sabía quién lo había escogido. Aquél era el Templo de la Reina de la Oscuridad, después de todo.

Maldeev no había hecho más preguntas después de aquello, contentándose con recibir instrucciones detalladas de aquella voz. Dichas instrucciones incluían la designación de la Torre de Shalimsha como cuartel general para el Ala Negra. También se le recomendó aplicar impuestos a los lugareños para amasar un tesoro de guerra y reclutar ogros y otras tropas mercenarias. Y hubo un último mandato. Inmediatamente, había de celebrar una ceremonia de unión con un dragón que fuese merecedor a los vigilantes ojos de Takhisis, ya que nadie podía ser Señor del Dragón sin un reptil.

Se le ofrecieron a Maldeev dos Dragones Negros, que ya habían viajado a Neraka y prestado voluntariamente sus servicios para crear la nueva Ala. Uno era Khoal, un anciano macho con gran poder. Pero también era excesivamente vanidoso e independiente. El otro era Jahet, una hembra más joven. Si bien ésta no podía igualar a Khoal en fuerza bruta, su inteligencia atrajo más a Maldeev. Los dos trabajaron juntos desde el principio. Maldeev nunca se había arrepentido de su elección.

El modo en que Maldeev había sido reclutado para iniciar el Ala influyó poderosamente, también, en la forma en que la dirigía. Hermético, impartiendo información estrictamente en la medida de lo que era indispensable saber, a veces convocaba a los soldados sólo para mantener el temor que inspiraba como elemento primordial en sus mentes. Poseía un temperamento voluble que hacía que incluso los consejeros a quienes más confianza otorgaba anduviesen de puntillas en torno a él en todo momento. Jahet era la única excepción en esto.

El infame genio de Maldeev estaba en todo su apogeo cuando, por fin, su compañera aterrizó más allá de la enorme entrada sobre sus pinchudos cuartos traseros. El gran señor no la saludó. Dejándose caer malhumoradamente en su enorme sillón, Maldeev echó la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos. El humano elevó una ceja y dirigió su mirada hacia su reloj de agua, que zumbaba suavemente.

En respuesta, Jahet giró tranquilamente la cabeza para mirar al sol, detrás de ella, y volvió de nuevo su mirada al iracundo rostro de Maldeev.

—Mi reloj no es tan exacto como el tuyo —dijo con una mirada desdeñosa hacia el aparatoso reloj de agua—. Nosotros, los dragones, no estamos tan obsesionados con el tiempo como los estáis vosotros, los humanos, a causa de la brevedad de vuestra vida. No he roto ninguna promesa contigo, Maldeev. Además —añadió con una mirada casi coqueta mientras deslizaba sus patas hacia adelante, arrastrando ruidosamente con la cola los juncos sueltos tras ella—. Estaba en una misión para ti.

Aquel ruido hizo que Maldeev se preguntase si no había sido imprudente encargar nuevos juncos y hierbas para el suelo ese día. Jahet detestaba cualquier olor agradable y haría cualquier cosa para ensuciar y marcar la estancia con su propio olor. Maldeev era lo bastante inteligente para no pensar en quitarle al enorme reptil tan odiosa compulsión.

—Estaba entregando tu mensaje a Khisanth.

Maldeev asintió con la cabeza, recordando su petición. Luego hizo girar su sillón de patas de garra, apartándose del fuego, para mostrarse a Jahet de perfil y, lentamente, volvió a arrellanarse en él. Entonces apoyó perezosamente sus brazos en los apoyabrazos y preguntó:

—Ella no lo ve como un ultimátum, ¿verdad? La dejaste creer que sólo le estabas dando un consejo de amiga, ¿no es así?

—¿No es eso lo que acordamos que debía hacer?

—Sí. —Maldeev conocía lo bastante bien a Jahet para saber cuándo ésta se salía por la tangente—. ¿Y bien?

Jahet no veía ninguna razón válida para no decir a Maldeev que la conversación no había ido exactamente según el guión.

—Me he visto obligada a decirle a Khisanth que estabas buscando almas gemelas para ella.

—¿Qué? —estalló Maldeev saltando de su sillón—. ¡Eso hará que se vaya! ¿Por qué no te limitaste a sugerir del modo más convincente posible que tomase a un jinete?

—Tú piensas como un humano, Maldeev —dijo Jahet—. Llevo haciéndole esa sugerencia durante años, sin resultado alguno. Khisanth continuaría sin jinete tanto tiempo como se lo permitiésemos porque cree firmemente que eso es lo mejor para ella. No olvides nunca, Maldeev, que el propio interés es la única motivación de un Dragón Negro. —Jahet miró significativamente a los ojos del gran señor—. No importa lo que éste pueda afirmar.

Jahet dejó que su larga y roja lengua culebrease fuera de las fauces sin ser consciente de ello.

—No olvides tampoco que nadie más que Takhisis puede obligar verdaderamente a un Dragón Negro a hacer algo. Khisanth se avendrá a nuestra petición sólo cuando se dé cuenta de que el mejor camino para su futuro —su único futuro, considerando la guerra en ciernes— es con el Ala Negra. No desea más que quedarse, pero tiene que convencerse de que la única forma de poder hacerlo es aceptando a un jinete.

La hembra de Dragón Negro parpadeó lentamente ante las sonrojadas mejillas del gran señor y bajó su cuerpo para descansar cómodamente en el suelo. Un olor fresco, irritante y empalagoso, flotó hasta las grandes ventanillas de su hocico, amenazando con hacerla estornudar. Tendría que hacer algo para remediar esa pestilencia antes de marcharse.

—Conozco a Khisanth —prosiguió Jahet, ignorando por el momento el picor en su nariz—. Si yo fuese ella, estaría destrozando furiosamente mi guarida, llena de rabia, haciendo la desdichada vida de Dimitras todavía más insoportable. —Jahet lanzó su lengua hacia abajo para rescatar una triza de carne cruda olvidada entre dos uñas—. Khisanth no se entrega a los estallidos de rabia que suelen tener los demás Dragones Negros, pero yo sé que sus pasiones no son menos ardientes. Está obsesionada con el Ala, y tengo plena confianza en que su decisión será de nuestro agrado.

Maldeev pareció algo más apaciguado. El sonrojo había abandonado sus mejillas. Sin embargo, se puso a pasear de un lado a otro y se golpeó la palma izquierda con su puño derecho.

—¡Debe tomar a un jinete! ¡No podemos permitirnos el lujo de reducir nuestras fuerzas, ni siquiera en un solo jinete, enviando a un dragón a la batalla con la espalda vacía en esta guerra que se avecina! —Maldeev miró a Jahet con el ceño fruncido—. ¿Por qué se niega a entenderlo?

Ella levantó las alas en un extraño encogimiento de hombros.

—Khisanth sólo ve que su actuación en solitario, durante los ejercicios, excede con mucho a la de los otros dragones que llevan jinete. Y tiene razón —Jahet asintió con la cabeza ligeramente hacia un lado—, con la obvia excepción de mí.

Esperó el inevitable cumplido del gran señor a sus superiores habilidades.

—Yo no te monto durante los ejercicios diarios —musitó el gran señor. El fruncimiento de ceño de Jahet pasó inadvertido a Maldeev—. Imagínate, simplemente, cómo sería Khisanth con un jinete entre sus alas —añadió casi con añoranza.

Su humor de repente se volvió a ensombrecer.

—No necesito esta frustración ahora, Jahet —dijo.

Maldeev ya era dolorosamente consciente de la inferioridad de su rango entre los comandantes de otras Alas. El comandante del Ala Negra estaba esperando aún su primer envío de draconianos por barco. Hacía por lo menos tres años que el Señor del Dragón Ariakas había comenzado a engrosar sus filas con aquellas criaturas que tenían fama de ser tan malvadas e indestructibles que hacían que los ogros pareciesen débiles. Maldeev sabía que él era el último de los señores de los Dragones en recibir aquellas sanguinarias criaturas, resultado de la corrupción mágica de huevos de Dragones del Bien.

Incluso por detrás de Toede, ese despreciable goblin que no merecía ser llamado Señor del Dragón…

Y luego estaban los rumores que los nuevos reclutas traían sobre caballeros amasando un numeroso ejército en una fortaleza hacia el norte, no lejos de allí. Los dragones de Maldeev hacían vuelos exploratorios de rutina y habían informado acerca de un castillo restaurado cerca de la ciudad de Lamesh; pero Khoal, Dnestr y Neetra habían dicho que el número de efectivos era demasiado pequeño para constituir una amenaza. Sin embargo, la sola presencia de los contumaces caballeros en la región era una espina más en el costado de Maldeev.

Los ojos del gran señor se entornaron hasta convertirse en dos rendijas mientras volvía a girar enojadamente su sillón hacia al fuego y se desplomaba en él.

—Dile a Khisanth —espetó por encima de su hombro, y después añadió en un tono sarcástico, recordando el consejo de Jahet sobre los dragones—, sugiérele a su alteza que dispone de un día para decidir que tomar a un jinete es «lo mejor para ella».

—¿O qué?

La voz de Maldeev era como un cuchillo afilado mientras miraba fijamente hacia el fuego.

—Confío en que tú te ocupes de que la cosa no llegue a eso porque, dicho sea de paso, también será lo mejor para ti. Procura no decepcionarnos a ninguno de los dos, querida Jahet.

Asintiendo tranquilamente ante la amenaza implícita en la recomendación del gran señor, Jahet no dijo nada. Se puso en pie y caminó con sus andares bamboleantes, hacia la abertura en el muro. Aunque silenciosa, la hembra de dragón diría la última palabra antes de partir para su guarida.

Volviéndose para mirar a Maldeev a los ojos, Jahet vació su vejiga sobre los queridos juncos frescos del Señor del Dragón.