13

Harta tanto de la inactividad como de la indecisión que mostraba Pteros, Khisanth se deslizó hasta el exterior de la burbuja de aire elemental. Allí se encontraba el mismo mundo turbulento de antes, informe, constantemente cambiante, iluminado por el relámpago y conmocionado por el trueno. Impulsándose a sí misma, Khisanth se alejó de la burbuja y flotó lentamente, intentando concentrar sus pensamientos en escapar.

De repente, un relámpago penetró serpenteando su costado, provocando una convulsión en los músculos de la zona y haciéndola bramar de sorpresa y dolor. Mirando con ira hacia atrás, Khisanth vio su pata trasera coceando involuntariamente por los espasmos causados por el relámpago. La imprevisibilidad del ataque la enfureció. Ni siquiera podía «pensar» como un relámpago para anticiparse al siguiente rayo. Como si respondiesen a sus pensamientos, varios rayos más pasaron peligrosamente cerca de ella. Khisanth aleteó de vuelta al refugio aéreo.

Pteros estaba tal como lo había dejado. Él miró sus chamuscadas escamas y preguntó con aprensión qué le había sucedido. Frustrada e impaciente, Khisanth se negó a contestar.

—¿Has visto alguna otra criatura? ¿O ha vuelto el elemental? —Khisanth no dio respuesta alguna—. ¿Por qué iba a atacarte el elemental? ¿Crees que habrá sido el enemigo que el elemental había mencionado? Fraz, ¿no era ése su nombre?

—Sólo ha sido un relámpago.

Pteros se quedó en silencio un rato. Hundió la cabeza en las zarpas delanteras y se quedó mirando desamparadamente la trémula pared azul.

—Tienes que probar el conjuro de puerta, Pteros.

Al oír aquel tono intransigente en las palabras de Khisanth, la anciana bestia respondió sin levantar la cabeza.

—Ese conjuro es algo que aprendí de un elfo cautivo, hace mucho, mucho tiempo, cuando la guerra tocaba a su fin. He olvidado la mayor parte de lo que el elfo me dijo acerca de su uso. Creo recordar que no era algo que pudiera utilizarse para ir a otra parte, sino más bien un portal para traer algo hasta nosotros —dijo Pteros con aire preocupado—. Sería muy imprudente probarlo.

La timidez del anciano dragón frente a la emergencia volvió a azuzar la cólera en Khisanth con todo su furor.

—¿Quiere eso decir que no vas a intentar nada por miedo a empeorar las cosas? ¿Cuánto peor se pueden poner?

Las palabras de Khisanth sólo hacían que la expresión de Pteros fuera aún más desdichada.

—Tu amigo tiene razón. Crear una puerta mágica aquí es muy imprudente. De hecho, incluso hablar de ello podría atraer la atención de criaturas más poderosas que vosotros, abundantes sin duda en un plano cuasielemental.

Khisanth y Pteros se volvieron al instante, dentro de la burbuja, para encontrar la fuente de la profunda voz sobrenatural. Ambos retrocedieron a la vista de una cara bestial, aunque hermosa, pegada a la pared de la burbuja de aire. La cara se asemejaba a la de un gorila, pero con grandes orejas en forma de abanico y una cabeza calva y puntiaguda. Su peluda piel era blanca, de un blanco casi cegadoramente puro, y sus labios y boca de un carmesí intenso. Pero lo más sobrecogedor eran los ojos, que prometían una inteligencia increíble aunque siniestra.

Khisanth miró a la bestia con recelo desde la distancia.

—Hablas como si hubieras conocido a semejante criatura.

—Yo soy una.

La criatura entró del todo en la burbuja. Su cuerpo, la mitad de alto que el de un dragón, era recio y musculoso, y estaba cubierto de un pelo liso y pálido. Al igual que la cara, el resto de la criatura era vagamente simiesco, salvo su cola, anormalmente larga y que terminaba en unas púas óseas. La criatura se movía a través del relampagueante entorno con una soltura que le sugería a Khisanth que no se trataba de ninguna extraña en aquel reino.

—¿Cómo es que fuisteis lo bastante tontos para venir a mi pequeño plano sin los medios para dejarlo?

—Si eres tan poderoso como dices, ya sabes la respuesta a eso —contestó atrevidamente Khisanth.

Pteros se sorprendió ante su respuesta.

—En realidad, un relámpago elemental nos ha traído hasta aquí contra nuestra voluntad —explicó el viejo dragón apresuradamente—. ¿Has visto, quizás, a una criatura con forma de globo llena de relámpagos?

—Yo conocía al elemental al que os referís, sí. —El significado de sus palabras era inconfundible—. Ése ya no traerá más criaturas indeseadas —dijo, y elevó una ceja—. Será mejor que vosotros dos elijáis las palabras con más cuidado, no sea que deis la impresión de que no os gusta el reino de Fraz.

Sin el más mínimo esfuerzo físico aparente, la criatura empezó a dar vueltas alrededor de la burbuja a una tremenda velocidad. Luego se detuvo a una corta distancia, detrás de los dos dragones.

—Muy bien, Fraz, ahora que ya has matado a nuestro elemental, ¿puedes devolvernos al plano Material Fundamental?

Aunque su tono era atrevido, Khisanth estaba muy recelosa de esta criatura que había eliminado al elemental, algo que Khisanth no estaba segura de haber podido hacer en aquel lugar.

—Está en mi poder enviaros a cualquier parte donde queráis ir, y a algunos sitios que más bien querríais evitar, también. Como os encuentro a ti y a tu amigo perdido tan divertidos y de alguna manera impotentes y patéticos, estoy dispuesto a ayudaros. Pero debéis hacer algo por mí, primero.

Fraz hizo una pausa, por unos momentos, antes de continuar.

—Si bien tengo muchos amigos, tengo aún muchos más enemigos. En esto, soy verdaderamente rico. Me gustaría que os enfrentaseis a uno de ellos en un auténtico duelo de habilidades de combate. No es necesario que lo matéis.

Pteros reunió el suficiente valor para preguntar:

—¿Por qué hemos de luchar con alguien a quien ni siquiera quieres que matemos?

La criatura flotó hasta cerca de Pteros y miró al dragón a los ojos.

—Porque yo soy la criatura más poderosa de mi reino y eso me divertiría.

—¿Y si nos negamos a aceptar tu reto? —preguntó Khisanth.

—Llamadlo orden, llamadlo mandato, llamadlo petición que no podéis rehusar.

La cola de la criatura se movió como la de un gato, toda inmóvil menos la punta: las púas óseas claquetearon unas contra otras al erizarse y plegarse. Entonces Fraz se movió de tal forma que pareció andar con sus cuatro extremidades, como un gorila, y caminó a través del aire sobre sus nudillos. Luego dio dos vueltas en círculo alrededor de los dragones, sin apartar nunca la mirada.

De pronto, Fraz se dio unos golpecitos en el mentón con una uña tan afilada como una hoja de afeitar.

—Hubo otra criatura aquí, recientemente, del plano Material Fundamental. Intentó negarse. Tal vez le habéis conocido, un tipo delgado, con ojos rasgados y carne chamuscada.

Aunque la referencia a Yoshiki Toba sólo tenía significado para Khisanth, ésta se quedó lo bastante impresionada.

Los siniestros ojos de la criatura iban de un lado a otro, como si se estuviese concentrando. Fraz señaló con una uña a Pteros.

—Carne chamuscada sería tu destino —y volvió la mirada hacia Khisanth—. Tú, por otra parte, te quedarías atrapada para siempre en mi acogedor reino, lo que sin duda sería el mayor castigo posible para ti, si estoy leyendo tu mente correctamente.

Los dragones guardaron silencio.

—Bien, veo que aceptáis mi propuesta. Lucharéis contra un gigante de tormenta. Es un viejo taimado llamado Comenus, que ha sido como una espina en mi costado durante demasiados siglos. Pero ver cómo dos poderosos Dragones Negros luchan contra un solo gigante no es demasiado interesante, por eso he decidido que lucharéis, no como dragones, sino como serpientes. Serpientes con plumas, creo, para variar.

Mientras hablaba, la bestia trazó un símbolo reluciente en el aire con una uña amarillenta. Una vez completado, el símbolo colgaba delante de ellos y Fraz colocó su uña debajo, como si estuviera haciendo equilibrio con él. Con un siseo, el ingenio comenzó a rotar y a escupir diminutas chispas. De repente, tras un rápido movimiento del dedo de Fraz el símbolo se partió en dos, destelló a través de la burbuja y fue a arder dentro de Khisanth y Pteros. Khisanth vio colores flotando delante de sus ojos. Cuando su vista se aclaró, vio, donde antes estaba Pteros, una serpiente con alas. Su cuerpo era todo negro, con dos grandes alas que tenían unas manchas rojas en la base. Parecía un mirlo serpentino, uno como los que Khisanth había visto tantas veces en el pantano, pero monstruoso. Cuando miró hacia abajo, Khisanth vio que ella tenía el mismo aspecto.

La hembra de dragón detestaba ser comparada con una serpiente. Cerró fuertemente los ojos y se conminó a tener paciencia, pero se sentía aludida. Enfurecida, Khisanth trató de escupir ácido mortal desde su estómago para envolver y abrazar a Fraz, pero todo lo que salió de su garganta fue un débil rugido. En lugar de enfadarle, aquello parecía divertir tremendamente a Fraz, que se reía a mandíbula batiente del ridículo esfuerzo de la reptil por atacar.

—¡No! ¡No! Por favor, no escupas sobre mí, oh poderoso dragón —se burló y, en un visto y no visto, se tornó mortalmente serio—. Eso es lo que todo tu ácido es para mí.

Fraz abrió bruscamente la boca, mucho más de cuanto debería haber sido capaz de abrirla, más de lo que sus mandíbulas podían permitir, y todavía más, hasta que el tamaño de sus fauces fue el doble del de su cabeza. Luego exhaló, llenando la burbuja elemental de calor y hedor.

Pero lo que apareció delante de Fraz fue una inofensiva nube arremolinada. Su boca volvió a la normalidad y luego se cerró.

—Adelantaos, para que veáis lo que os voy a enseñar —ordenó.

Los dragones-serpientes se acercaron de mala gana hasta él mientras los colores de la nube mezclados creaban formas e imágenes. Un hombre colosal, con la piel de color verde claro y el pelo verde oscuro, vestido con una túnica suelta, estaba sentado en un sillón gigantesco. Una espada enorme descansaba sobre sus rodillas.

—Éste es vuestro enemigo, Comenus. Concentraos en este lugar que estáis viendo y, viajéis en la dirección que viajéis, llegaréis allí. Recordad este lugar. Avanzad enseguida hacia Comenus. Él os está esperando.

La imagen, así como Fraz, se disolvió en un arremolinado cono de colores, pero su ondulante risa resonó en la burbuja por unos momentos todavía.

Khisanth rebuscó en su mente en busca de algún consejo qhen de Kadagan. Lo que le vino a la cabeza no era qhen en absoluto, sino la razón que Kadagan le había dado para escogerla como instrumento para el rescate de Dela:

«Dragones y humanos han sido enemigos durante mucho tiempo, y el enemigo de mi enemigo es mi amigo».

—Necesitamos encontrar a Comenus.

—¿Tú, una serpiente, estás planeando luchar contra un gigante de tormenta?

—No me voy a quedar aquí para siempre.

A Khisanth no le importaba si Pteros la seguía o se quedaba atrás. Dejando a un lado todas sus historias de heroísmo, estaba demostrando que no era más que una vieja criatura temerosa y cansada.

—¿Cómo vas a encontrarlo?

—Concentrándome en él, como dijo Fraz.

—¡Espérame! —oyó llamar a Pteros, a quien aún le daba más miedo quedarse solo que seguirla.

Khisanth atravesó la burbuja como una flecha y se adentró en el hirviente tumulto que había más allá de ella. Una vez abandonada la protección de la bolsa de aire elemental, las dos serpientes se vieron sacudidas como hojas por el viento. Moverse en una dirección continua suponía un tremendo esfuerzo. Khisanth no tenía idea de a dónde iba, pero se concentró en la imagen de Comenus. Después de mucho revolotear, divisó algo que se aproximaba a través de las bullentes nubes y que lanzaba destellos de relámpago. Entonces aminoró la marcha para echar una buena ojeada. Pteros batió sus alas hasta situarse junto a ella.

A medida que se acercaba, el objeto se fue haciendo más preciso a través de la turbulencia. Comenus. El gigante de tormenta era enorme, mucho más grande que la imagen que Fraz les había hecho contemplar. El gigante habría sido mucho más alto que Khisanth, y casi tan voluminoso, incluso en su forma natural. Su piel era verde pálido, y su barba y cabello de una tonalidad más oscura del mismo color. Una estrecha corona con piedras preciosas rodeaba su frente. De sus anchos hombros colgaba una túnica de seda y oro tejidos, mientras que unos aros de oro rodeaban sus bíceps.

Comenus estaba sentado en un trono que parecía estar hecho de nubes oscuras atravesadas por relámpagos. En su regazo descansaba una espada cuya longitud era como la mitad del cuerpo de Khisanth. Apoyado contra el respaldo del trono había un arco tan grueso como un árbol, con flechas tan grandes como lanzas. El trono era propulsado a través del aire por algún medio invisible, como todo lo demás en aquel reino. Cuando se halló próximo a las dos serpientes, el sillón aminoró la marcha y luego se detuvo, a sólo unos cincuenta pasos de ellos.

Khisanth había esperado encontrar a Comenus en otra esfera elemental para así poder hablar con él. Allí fuera, en medio del trueno ensordecedor, no podía esperar comunicarse con el gigante. Como si respondiese a su pensamiento, el tronar se fue desvaneciendo y el relámpago dejó de destellar. Hasta el viento cesó. Tenía sentido, supuso Khisanth, que un gigante de tormenta tuviese control sobre los elementos.

Después de haber silenciado la tormenta, Khisanth esperaba que Comenus se dirigiera a ella, pero él seguía sentado impasible. Así que Khisanth rompió el silencio:

—Tú debes de ser Comenus, el gigante de tormenta.

Al instante, el gigante se puso de pie, gritando con una voz que superaba al trueno.

—¡Fraz os ha enviado para matarme!

La espada flotaba a su lado, al alcance de su mano, mientras él levantaba bruscamente el arco de su sitio. Una flecha desapareció del carcaj y reapareció en la muesca del arco. Cuando el gigante tensó el enorme arco, éste crujió como un árbol desplomándose en medio del bosque. Khisanth estaba asombrada de que una criatura tan grande pudiera moverse con aquella rapidez. Ella y Pteros se alejaron a toda prisa del enfurecido titán, sin embargo no fueron lo bastante rápidos.

El flechazo retumbó como un trueno y la flecha pasó como un rayo al lado de Pteros. Su punta de acero no lo tocó por el ancho de una mano, pero sus inmensas aletas de plumas rozaron su ala. El impacto envió a la serpiente-dragón dando vueltas en medio de una salpicadura de sangre de su lacerada ala. Pteros retrocedió volando, atendiendo su herida.

El gigante tocó la cuerda por segunda vez y otra flecha saltó del carcaj al arco. Mientras tiraba de ella hacia su hombro, Khisanth le gritó, desde la distancia:

—Nosotros no queremos matarte. ¿Qué podrían hacerle dos diminutas serpientes a un gigante de tormenta? ¡Sólo queremos hablar! —El arco del gigante estaba todavía en posición y listo para disparar a Khisanth. Aunque ésta era minúscula comparada con el gigante, ella dudaba que Comenus errase el tiro a tan corta distancia—. Tienes razón, Comenus. Fraz nos ha enviado para luchar contra ti. Pero no somos sus aliados. Para empezar, Fraz ha matado al elemental que podía habernos enviado de vuelta a casa, a nuestro plano. Después, dragones como somos, nos transformó en esta ridícula especie de serpientes. Lo que menos deseamos es ver sus deseos cumplidos.

La expresión del gigante estaba en blanco.

—Sería más rápido para mí mataros sencillamente.

Soltó su flecha, y ésta se precipitó directamente hacia Khisanth. No había tiempo para pensar, pero sus reflejos eran todavía los de un Dragón Negro en la flor de su vida. El cuerpo de serpiente se retorció hacia un lado y se estiró para apartarse del camino de la enorme flecha. La punta de hierro, afilada como una hoja de afeitar, avanzó rotando a través del aire azul y cercenó la diminuta ala de Khisanth en la primera articulación. Ella observó, con una mezcla de horror y furia, cómo dos tercios de su ala se alejaban dando tumbos en el aire. Dando bandazos en el aire, consiguió con mucha dificultad aterrizar en la nube del gigante de tormenta.

Comenus dejó a un lado su arco y agarró la espada. Según extendía su arma, hubo un estallido de humo. De repente apareció Fraz delante del gigante y de cara a Khisanth. El gigante se quedó paralizado, como si el tiempo se hubiese detenido.

—Has perdido —dijo la simiesca criatura, y luego agitó un horripilante dedo hacia Khisanth, chasqueando la lengua dos veces—. Has intentado traicionarme. Sin embargo, habéis venido. —Fraz puso de pronto una expresión de lástima—. Devolveré sólo a uno de vosotros al plano Material Fundamental. Pero ¿a cuál de los dos?

Pteros se acercó a toda prisa desde el lugar donde se acurrucaba, llevando cuidado con su ala herida.

—Envíame a mí, Fraz. Su herida es peor que la mía. No va a poder volar, de todos modos.

Los ruegos del anciano dragón apenas sorprendieron a Khisanth. La escena entera parecía irreal, aún menos tangible que sus sueños de volar con Led. ¿Por qué había dejado de moverse el gigante de tormenta? Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que había algo extraño en todo aquello.

Entonces Khisanth recordó otra de las conversaciones con Kadagan. El nífido había estado explicándole la diferencia entre ilusión y realidad. La capacidad de Khisanth para cambiar de forma, le había dicho, era realidad. Y por eso, era más poderosa que cualquier ilusión; de hecho, era más poderosa que la mayoría de los tipos de magia. Concentrándose en ese pensamiento, Khisanth cerró los ojos y se proyectó de vuelta a su propio cuerpo.

Inmediatamente sintió, y supo antes incluso de abrir los ojos, que el conjuro de Fraz se había hecho pedazos. Cuando por fin miró, vio su cuerpo vuelto a la normalidad, con su ala entera e incólume. Lo mismo sucedía con Pteros. Comenus, su trono y sus armas habían desaparecido.

Sólo Fraz permanecía.

—¡Ah! —exclamó éste—. Así que por fin has descubierto mi pequeño juego.

Lleno de asombro, Pteros se quedó mirando su propio cuerpo restaurado y sano. Cuando levantó la mirada, sus ojos estaban apagados y daban lástima.

Khisanth deseaba borrar la expresión de suficiencia y desprecio de la cara de Fraz. Pero cualquiera habría reconocido que la criatura había hecho gala de una impresionante cantidad de poder.

—De acuerdo, Fraz —dijo ella con toda la calma que pudo—. Hemos pasado tu pequeña prueba. Ahora envíanos a casa.

De pronto, Fraz estiró la cabeza hacia un lado y su expresión cambió de la altiva superioridad a la alarma. Pareció hablar con alguien, aunque los dragones únicamente oyeron la voz de Fraz.

—Si, señora… Entiendo… Era un juego inofensivo, señora, sin ninguna intención de faltar al respeto… Por supuesto, señora, como desees.

Dirigiendo a los dos dragones una maliciosa sonrisa, dijo:

—Debéis vuestro regreso al plano Material Fundamental a aquélla a quien todos nosotros servimos.

Los ojos de Fraz parecieron penetrar a Pteros por un momento. Su voz estaba llena de rencor cuando finalmente dijo:

—Sólo espero que os guste el destino que he escogido para vosotros.

Antes del Cataclismo, la región de las Grandes Marismas había sido un mar. La Ciudadela de Mem era una fortaleza erigida en una isla, una base fortificada para los elegantes navíos que surcaban aquellas aguas. Pero el Cataclismo hizo que las islas se hundieran y el fondo del mar se elevara. La ciudadela se erguía ahora sobre una ligera elevación en lo que, por lo demás, no era sino una desierta y monótona extensión cenagosa.

En los días de su apogeo, la Ciudadela de Mem había sido un castillo impresionante. A raíz del Cataclismo, y tras siglos de desuso, sus muros internos se habían desmoronado, pero las murallas externas estaban todavía prácticamente intactas.

En aquella neblinosa mañana, se elevaba sobre el páramo como una aparición fantasmal. El lado este de la desmoronada muralla de piedra caliza se había hundido en el pantano hasta una considerable profundidad. Como resultado, los bordes norte y sur hacían una pronunciada pendiente hacia abajo. Las troneras y merlones de las almenas de muralla este, los segmentos bajos y altos de sus parapetos, se hallaban en el más avanzado estado de deterioro, probablemente a consecuencia de la presión causada por los hundidos cimientos de la ciudadela. La entrada, en el centro de lo que debía haber sido el muro principal, se había derrumbado, y sólo quedaban dos torres, en las esquinas suroeste y noroeste. Gran parte de los escombros del muro interior habían caído hacia fuera, haciendo difícil el pasaje por entre los muros. Las plantas inferiores del edificio principal todavía estaban en pie, aunque ligeramente inclinadas y rodeadas de piedras caídas de los pisos superiores. Todos los edificios de madera habían desaparecido hacía mucho tiempo.

Dentro de los cuatro recios muros crecían los mismos arbustos y matorrales que moteaban las Grandes Marismas, sólo que éstos aparecían medio aplastados por algún gran peso.

El croar de las ranas llenaba el aire, coreado por el zumbar de los insectos. Pero estos moradores naturales de la ciénaga eran muy sensibles a cualquier intrusión. Aquella mañana, cuando una intensa luz y un ruido atronador hicieron erupción en el centro de la ciénaga, los sonidos de los insectos se desvanecieron y se hizo el silencio. Un círculo luminoso apareció en el aire. Sus contornos eran vagos y cambiantes, y estaban llenos de destellantes relámpagos. Un rayo zigzagueante salió disparado de aquella forma y chamuscó el suelo. Otras líneas de corriente más pequeñas danzaron entre el anillo y la tierra, retorciéndose en una danza constante.

Con un tronido que reverberó en las murallas de la fortaleza, se abrió un acceso en medio del iluminado campo y dos formas enormes cayeron de él para ir a topar contra el blando suelo cuán largas eran. Antes de que pudieran desenredarse a sí mismas, el acceso y su arremolinado contorno desaparecieron. En unos instantes, un par de Dragones Negros estaban allí, sacudiendo sus alas y examinando la zona.

Cuando los ojos de Pteros se posaron en la derruida fortaleza, el anciano dragón se quedó petrificado. Khisanth se dio cuenta de la alarma de su compañero y sus ojos siguieron la mirada de él por el contorno del castillo. Ella nunca lo había visto antes.

—Ésta es la guarida de Garra —susurró Pteros—. Él vive aquí, en un túnel debajo del patio, en lo que queda de las mazmorras de la ciudadela. No estamos aquí por casualidad. Fraz debe de haber leído en mi mente cuál era el lugar donde menos deseaba estar. Después del sitio del relámpago elemental, claro.

Khisanth estaba sorprendida de lo bien que Pteros parecía conocer la guarida del otro dragón.

—Gracias a Fraz —dijo ella—, tendrás que enfrentarte a Garra quieras o no —y se frotó las garras con ansiosa resignación—. Seguramente detectará nuestra presencia desde su guarida.

Khisanth pudo ver el miedo en el arrugado rostro del viejo dragón.

—Tengo un plan. Rápido, vuela hasta la parte de atrás de la ciudadela, y alcanza una buena altitud. Cuando Garra salga para olisquear, me descubrirá. Justo entonces, tú te lanzas sobre su espalda y le atizas antes de que sepa qué está pasando. Aunque oiga tu caída, estará mirando hacia el sol cuando vuelva la cabeza hacia ti. Ese momento de confusión es todo lo que necesitas para partirlo en dos.

Pteros estaba asustado.

—Hazlo —siseó Khisanth—. Te has refugiado en tu miedo durante demasiado tiempo. Vuelve a ser un digno miembro de tu especie, Pteros. Escribe nuevas historias de valor para ti mismo.

Pteros asintió con un movimiento de cabeza a esta llamada a las armas y se alejó volando temblorosamente. Khisanth lo observó hasta que hubo desaparecido de su vista.

Pasó un buen rato antes de que Khisanth detectara movimiento dentro de la fortaleza. Pero por fin se oyó. El ruido fue haciéndose cada vez más fuerte hasta que, de repente, dos dragones al vuelo surgieron por encima de la muralla de la fortaleza.

¿De dónde había salido el otro dragón? Pteros nunca había mencionado a ningún otro aparte de Garra. Los dragones descendieron hasta baja altura después de sobrevolar a Khisanth, cuidando de no acercarse demasiado. Obviamente esperaban intimidarla, así que ella se mantuvo en su sitio con determinación. Pronto aterrizaron entre ella y el castillo, justo donde Khisanth esperaba que lo hicieran, y allí se quedaron mirándola durante unos momentos.

Khisanth aprovechó la oportunidad para estudiarlos, también. El más grande de los dos parecía ser también el de mayor edad. Sus escamas eran lisas y brillantes excepto sobre su ojo izquierdo, donde una desagradable cicatriz hacía que el párpado estuviese caído. El segundo dragón, que parecía nervioso, no llevaba cicatrices visibles, pero a Khisanth sus garras le parecieron particularmente largas y afiladas. Por las descripciones de Pteros y por su propio breve encuentro, sabía que el mayor de ellos era Garra, pero ¿quién era el otro? ¿Un hermano, o incluso hijo, quizás?

Garra se aproximó lentamente a Khisanth, mirando cautelosamente detrás de ella.

—¿Quién eres tú y por qué has perturbado nuestro sueño? —preguntó.

El segundo dragón miraba nerviosamente hacia el cielo, a su alrededor.

—¿No me reconoces? —resopló Khisanth—. Claro, destruiste mi árbol y luego saliste huyendo como un cobarde sin enfrentarte conmigo.

«¿Dónde está Pteros?», gritó Khisanth para sus adentros mirando al cielo una vez más. El mejor momento para atacar se les estaba escapando de las manos.

El dragón más grande entornó los ojos con sospecha mientras comenzaba a recordar. Su camarada, que había estado vigilando el área por detrás de Khisanth, dio unos cuantos pasos atrás, hacia las ruinas, sin decir una palabra y de repente se puso rígido. Dio un golpecito con su garra en el hombro de Garra y señaló a alguna parte, más allá de Khisanth.

Ésta torció el cuello y se llenó de ira al ver a Pteros volando en círculo, a bastante altura por encima de ella, claramente visible. El dragón más joven estaba ya virando hacia la izquierda de Khisanth. El tono de voz de Garra resultaba tranquilizador y sugestivo para Khisanth, pero ella recordaba que Pteros una vez le había mencionado la magia del dragón, y se puso en guardia contra aquella voz.

¿Qué estaba haciendo Pteros? ¿Por qué se había mostrado, por qué no estaba atacando?

A Khisanth no le quedaba tiempo para divagaciones. El joven dragón estaba casi detrás de ella y Garra continuaba hablando en aquel tono suave y firme que penetraba en la mente de Khisanth, entorpeciendo su ingenio. Estaba tramando un conjuro de alguna clase.

«Debo situarme encima de ellos», se dio cuenta Khisanth vagamente. Concentrando su fuerza en un poderoso salto, se elevó por los aires. Su cabeza estaba obnubilada, como si estuviese llena de niebla, pero el propio esfuerzo físico del despegue sin carrerilla y el firme ascenso vertical la aclararon rápidamente.

Tan pronto como Khisanth hubo despegado, los dos dragones se fueron tras ella. Les llevaba una pequeña ventaja por ser la primera en emprender el vuelo, pero perdería altura si se volvía para luchar. Así que continuó subiendo, forzando sus alas al máximo posible, pero Garra y su compañero no se distanciaban.

Khisanth miró hacia el cielo. ¡Pteros estaba todavía volando en círculo!

—¿Está loco? —rugió.

Entonces oyó un fragor ensordecedor por debajo de ella y una ráfaga de bilis caliente le alcanzó las patas traseras y la cola. El dolor era increíble. Quemaba como nada que ella hubiese conocido jamás.

Khisanth creía que sabía lo que se sentía a causa de una quemadura de ácido por las pocas veces que había entrado en contacto con su propia emisión. Pero aquellas experiencias no eran nada comparadas con ésta. Sintió como si su mitad inferior estuviese siendo desgarrada por cuchillos ardientes.

La consumía la ira contra aquellos dos dragones por atacarla, pero también contra Pteros por lo que sólo podía considerar como traición. ¿Estaba planeando verla morir, o simplemente tenía miedo de intervenir?

Desesperada ahora, retorciéndose de dolor y apenas capaz de continuar volando, Khisanth dio una voltereta en el aire y apuntó directamente hacia Garra. No se limitó simplemente a caer en picado, sino que arremetió hacia la tierra con toda la fuerza de sus alas. Podía ver la baba verde gotear todavía de los recogidos labios de Garra. Los ojos del dragón estaban llenos de odioso júbilo, pero esta expresión se convirtió en susto cuando vio la inesperada zambullida de Khisanth.

Garra intentó apartarse de su camino, pero Khisanth se movía con demasiada rapidez. Los dos enormes dragones chocaron con violencia y Khisanth rodeó con sus miembros a su enemigo. Sus garras rasgaron como un rastrillo la espalda y la panza del macho. Sus mandíbulas se cerraron sobre su serpentino cuello, atravesando con sus colmillos las correosas escamas y los músculos, y amenazando con aplastar la tráquea de su enemigo.

Ambos dragones cayeron, cogidos en un abrazo de muerte. El uno al otro se rasgaron y desollaron con sus enormes uñas. Una aspersión de escamas negras, escupitajos enrojecidos y sangre flotaba tras ellos como una espeluznante estela mientras se precipitaban, cada vez con más rapidez, hacia el suelo.

Con sus mandíbulas firmemente aferradas en torno a la garganta de Garra, Khisanth vomitó una ráfaga de ácido. El otro dragón chilló y se debatió furiosamente entre culebreos y miembros retorcidos. El ácido humeaba mientras se metía en las heridas del cuello de Garra, inundando su garganta y penetrando en sus pulmones. El dragón se estaba ahogando en un fuego denso y rezumante que lo devoraba desde dentro. Un chirriante bramido lanzó una nube de vapor verdoso desde las fauces de Garra. El ácido salió frenéticamente como un surtidor en todas las direcciones, pero el dragón seguía todavía culebreando y convulsionándose en las férreas mandíbulas de Khisanth.

Incapaz de sentir sus propios cuartos traseros por el ardiente dolor, Khisanth estaba a punto de bombear otra ráfaga sobre el macho cuando se estrellaron contra el suelo, Khisanth encima de Garra. Ella quedó aturdida unos instantes, pero mantuvo de manera instintiva su presa en la garganta del enemigo. En cuanto recobró los sentidos, sus garras delanteras inmovilizaron el cuello de la bestia y después rasgó hacia arriba, casi separando la cabeza de Garra de su cuerpo.

El gran Dragón Negro estaba ya muerto, sofocado y consumido por el corrosivo ácido. Nubes de vapor se elevaban desde la siseante y borboteante herida. El ácido del estómago de Garra se derramaba hacia fuera, a través de las horrendas incisiones y desgarros que tenía en el abdomen, y chisporroteaba en el suelo.

Khisanth levantó la cabeza con un atronador bramido de victoria. El cerebro le daba vueltas y todo su cuerpo vibraba. Saboreó la sangre de garra en sus colmillos y su propia sangre se encendió.

Entonces vio a Pteros y al otro dragón volando en círculo y descendiendo en picado a gran altura por encima de ella. Ambos dragones sangraban por numerosas heridas. Las alas de Pteros estaban hechas jirones. Sin embargo, se las arreglaba para mantenerse en el aire. A pesar de todo su miedo y preocupación, la edad y experiencia de Pteros se hacía notar en la contienda con la otra bestia, mucho más joven que él: todo lo que Pteros perdía en velocidad y reflejos lo ganaba en astucia.

De vez en cuando se hacían veloces pasadas el uno al otro, arañándose con las garras y escupiendo ácido. En la octava o novena vez que se cruzaron —Khisanth había perdido la cuenta— Pteros de pronto se dio la vuelta, dejando expuesta su barriga pero también poniendo sus poderosas garras traseras en posición de ataque. Una de sus enormes y ganchudas uñas asestó un profundo corte a través de la piel del otro dragón y enganchó una costilla. La bestia más joven dio una brusca sacudida, como si alguien hubiese tirado con fuerza de una cuerda atada a ella: el dragón salió girando sin control a través del cielo.

Khisanth se dio cuenta de que el flanco del dragón estaba completamente desgarrado, con la costilla sobresaliendo de él. Por los destrozos de su cuerpo supuso que, si aún estaba vivo, era por muy poco.

Su cuerpo cayó a plomo y terminó estrellándose contras las piedras del castillo en ruinas. El impacto produjo una sacudida que separó una porción cercana de la muralla, cuyo desplome se añadió al estruendo y al resto de los escombros. Khisanth pudo ver el cuerpo, cuando la nube de polvo se disipó, torcido de forma antinatural en torno a su rota espina dorsal.

Khisanth se esforzó por ponerse en pie. El ardor en sus patas traseras y cola se había extinguido y había sido reemplazado ahora por un dolor palpitante. Se dio cuenta de que muchas de sus escamas habían desaparecido, revelando zonas en carne viva y quemada. Pero, aunque estas heridas dolían, podía caminar y creía que también era capaz de volar.

Entonces montó de nuevo en cólera cuando vio a Pteros descender. Tentada estuvo de echarse a volar y atacarle en el aire, pero algo en su modo de moverse la retuvo. El anciano se hallaba todavía a bastante altura por encima del suelo, bajando con rapidez, cuando de pronto su figura se descompuso y se desplomó como una piedra contra la musgosa ciénaga.

Khisanth se acercó hasta él, lista para exhalar una nube mortal a la primera señal de ataque. Pteros yacía de costado, mirando con ojos pesarosos mientras ella se aproximaba. Cuando la tuvo cerca, levantó la cabeza, luchando por ponerse en pie. No pudo.

El ala izquierda de Pteros estaba rota y casi amputada. Khisanth se maravilló de que hubiese podido volar siquiera. Pero la herida crucial estaba en su abdomen. Al volverse para atacar al joven dragón, había dejado al descubierto su vientre y el monstruo se lo había abierto en canal. Las garras de su pata posterior derecha estaban incrustadas en su propia carne, en un intento de impedir que la herida se abriese más. Aun así, Khisanth podía ver sus órganos empujados hacia fuera por la presión de la gran masa de Pteros que amenazaba con hacer estallar el desgarro.

—Intentaste abandonarme a tus enemigos. ¿Nuestro pacto de sangre no significaba nada para ti?

—No pretendía traicionarte. —La fuerza de su voz sorprendió a Khisanth, que esperaba oír un ronco susurro de moribundo—. Sólo estaba muy asustado. Esta fortaleza era mi guarida. Hace mucho tiempo Garra me echó de ella y robó mi tesoro.

—Tú debías saber que eran dos. ¿Por qué nunca me hablaste del otro dragón? —interrogó ella.

Pteros tragó saliva con esfuerzo cuando un espasmo sacudió todo su cuerpo.

—No lo sabía, lo juro. Por eso estaba tan asustado.

Khisanth no sentía ya más que lástima por el dragón al que ella había antaño reverenciado por su venerable edad. Éste estaba ahora tan aterrado de morir como lo había estado de vivir. Con una mezcla de enojo y piedad, Khisanth se adelantó, puso su pie izquierdo sobre el cuello de Pteros y presionó contra el suelo. El anciano dragón miró impotente a Khisanth desde abajo mientras las uñas de la garra derecha de ésta rebanaban su garganta.

—La Reina Oscura te llama, Pteros. Ve a ella con bravura en la muerte, como no lo habrías hecho en vida.

Khisanth sabía que el dragón moribundo la oía, pero no podía responder. Lentamente, la vida se desvaneció de sus ojos, y los arrugados párpados de Pteros se cerraron por última vez.

Una vez más, Khisanth se encontraba sola en su reino.