Sir Tate Sekforde apretó las tijeras, y la última greña de su pálido bigote cayó en los juncos que cubrían el suelo. Todavía mirándose de cerca en la pulida plancha de latón, el Caballero de la Corona se alisó el bigote contra el labio superior. Su bigote había vuelto a crecer y se había vuelto más denso, e incluso un poquito más oscuro, durante el año transcurrido desde que el fuego lo quemó, borrándolo de su cara. Frunció el ceño ante la amarillenta imagen de sí mismo, reflejada en la plancha, mientras tres de sus dedos seguían las leves cicatrices de su mejilla izquierda, blancas en contraste con su bronceada piel. Tate esperaba que la nariz de la mujer que lo había marcado para siempre de aquella manera ofreciera por lo menos tan mal aspecto como sus cicatrices. Eso si es que todavía estaba viva…
Era Misham, el quinto día de la semana, el que él había escogido como su día sagrado. Eso significaba que, como candidato a la Orden de la Espada, Tate no podía combatir, ganar dinero ni hablar con rudeza a nadie durante todo aquel día. Debía también dedicar un tiempo a la meditación, orando al dios Kiri-Jolith, patrón de la Orden de la Espada. La tradición decía que Kiri-Jolith era hermano gemelo del dios Habbakuk, que era patrón de la Orden de la Corona, a la que Tate actualmente pertenecía. Cuando, como él esperaba, se hiciese Caballero de la Espada, la oración hacia su nuevo patrón le otorgaría poder para efectuar conjuros clericales. Hasta entonces, Tate creía, en secreto, que todo aquello servía principalmente para entorpecer el progreso de su tarea de reconstruir el castillo de Lamesh. Puede que el Gran Maestre de los caballeros, en su Torre de Solamnia, a más de ochocientos kilómetros de allí, y que era quien decidiría si Tate estaba preparado para llevar el símbolo de la espada, no le viera violar la regla, pero el dios Kiri-Jolith lo sabría. De modo que, cada siete días, Tate cumplía.
Como caballero de primer rango del castillo de Lamesh, Tate se quedó allí solo, el último en levantarse, en el modesto cuartel que compartía con sus hombres. No siendo amigo de formalidades, llevaba sin embargo puesto el atavío de paisano de un hombre de su clase social: túnica a cuadros verdes y amarillos, calzas verdes y zapatos de cuero y suela blanda. Por último, se adornaba con un tahalí negro de seda, hecho por su señora madre, que iba desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda, y donde llevaba la espada sin la que jamás salía, fuera día sagrado o no.
Pensamientos sobre su familia amenazaban con amargar el ya sombrío estado de ánimo de Tate, así que salió del cuartel y cruzó a grandes pasos el patio interior. El caballero se dirigió hacia la tahona situada más allá, hacia el oeste, siguiendo la muralla norte. Aunque había de pasar el día ayunando, Tate creía que ni siquiera el dios Kiri-Jolith podía esperar que orase con fervor alguno con el estómago vacío.
Abel, el panadero que Tate había traído consigo desde Solamnia, era un hombre fornido que parecía disfrutar no poco de sus propios pasteles, y que desempeñaba su trabajo durante la reconstrucción que convertiría al castillo en un puesto de avanzada solámnico. Sus hornos funcionaban día y noche, haciendo toda una variedad de productos que, a la vez que alimentaban a los obreros dentro del castillo, se vendían también a la gente que se estaba reestableciendo en el pueblo que había más allá de sus murallas.
El caballero entró en el local del artesano justo cuando Abel estaba empleando una larga pala de madera para recuperar una hogaza oscura y redonda de su horno de piedra.
—¿Qué le apetece esta mañana, sir Tate? —Su rellena cara estaba roja por el calor del horno—. Aquí tengo una gran hogaza de centeno, bien sabrosa.
—No gracias, Abel. Sólo un bollo de miel, por favor —dijo Tate guiñando el ojo conspiradoramente—. Se supone que hoy debo ayunar, ¿sabes?
El panadero sacó un bollo de un cuenco que había sobre la mesa y se lo dio a Tate.
—Así que hoy es Misham de nuevo, ¿eh? —Sacudiendo la cabeza, vertió agua de una jarra sobre un montón de harina de tosca molienda y comenzó a remover tan vigorosamente la harina que el agua se derramó sobre la mesa—. Me hacéis trabajar tanto aquí, en estos parajes perdidos, que apenas puedo llevar la cuenta del día en que estamos.
Tate sonrió, sabiendo que el malhumorado panadero no querría que fuese de ningún otro modo.
—Y bien que aprecio yo tu sacrificio, Abel. ¿Te traen la harina tan rápidamente como necesitas?
Abel dio un resoplido.
—Casi. Ese idiota del granero, ¿cómo se llama… Dol?, es más lento que una tortuga en el mes de Newkolt.
—Venga, Abel. Lo hace lo mejor que puede. Especialmente si consideras que no sabía nada sobre moler grano antes de que lo reclutásemos para que hiciera funcionar el molino.
—Y sigue sin saber, si quieres mi opinión. —El panadero echó un puñado de harina tamizándola a través de sus dedos—. Mira lo basta que es: pedazos tan grandes como mi cabeza…
Tate le dio unas palmaditas en la espalda para acallar su diatriba favorita.
—Hablaré con él de eso mañana, Abel —prometió el caballero—. Gracias por el bollo —añadió mientras volvía sobre sus pasos, hacia el frío del patio, riéndose.
El caballero se reprendió a sí mismo. Debería haberlo pensado mejor antes de hacerle semejante pregunta al puntilloso Abel. En realidad, a Tate no le importaba tener que atender quejas. Se pasaba muchos días resolviendo conflictos entre los artesanos que trabajaban en la reparación y reconstrucción del ruinoso castillo. La mayoría de las disputas empezaban cuando algún artesano local ponía en duda la opinión de uno de los que él había traído desde la más civilizada región de Solamnia. Entonces tenía que echar mano de toda su habilidad diplomática para resolver esos conflictos sin mostrar un obvia preferencia, lo cual podía costarle un artesano. Tate necesitaba todas las manos disponibles para preparar el castillo para el invierno que se avecinaba.
Antes de entrar en el templo de Kiri-Jolith para sus tres horas de oración, Tate ascendió los escalones de la torre nordeste y caminó a lo largo del adarve de las murallas. El día era inusitadamente cálido para finales de otoño y el cielo estaba tan azul como un zafiro. Quería disfrutar unos momentos del último buen tiempo que tendrían antes de que el invierno tornara el paisaje inhóspito.
«¡Qué lejos hemos llegado en ocho meses!», pensó mientras contemplaba con orgullo la escena en el patio, debajo de él. Cuando el grupo de Tate —treinta hombres o más— había llegado para restablecer la fortaleza abandonada al sur de Kern para las fuerzas del Bien, el castillo estaba en ruinas, saqueado y abandonado a la devastación de siglos de monstruos y mercenarios errantes.
Tate había encontrado los planos originales del arquitecto del castillo empotrados detrás de una losa móvil, en una pared del gran salón. Estaba utilizando los descoloridos y rasgados planos para restaurar las condiciones originales de Lamesh en la medida en que fuera posible, si bien se vio obligado a emplear más madera y menos piedra por razones de disponibilidad. La cara entera del acantilado oeste se hallaba en avanzado estado de deterioro y necesitaba apuntalamiento inmediato. La única alteración de importancia introducida en el diseño original fue la conversión de una parte de los aposentos personales del antiguo caballero, señor del castillo, en un templo a Kiri-Jolith.
Dentro de las murallas, los trabajos avanzaban según lo previsto. El maestro arquitecto de Tate, un hombre llamado Raymond Encinar que había acompañado a Tate desde Solamnia, era un excelente planificador. Normalmente, se habrían erigido unas estructuras provisionales para albergar a los obreros y al personal clave durante todo el proceso de construcción. Al rediseñar el castillo, Encinar había situado sabiamente los principales edificios de madera cerca de las murallas que menos obra necesitaban, de manera que fuesen estructuras permanentes desde el principio. La mayoría de los trabajadores importantes vivían ahora dentro del castillo. Una vez estuviera terminado, regresarían a Solamnia o bien se construirían sus propias casas en el pueblo vecino. Al final, sólo aquellas personas que fuesen cruciales para la defensa del castillo habitarían dentro de él.
Volviéndose, Tate miró hacia abajo, a la pequeña villa que rápidamente estaba creciendo, más allá de las murallas, en el lado este del castillo de Lamesh. Las desmoronadas secciones de su vieja muralla le describían un amplio círculo, lo que sugería que Lamesh había sido una población de considerable tamaño en los días de su apogeo, antes del Cataclismo. La gente estaba volviendo al pueblo incluso con más rapidez de la que Tate había esperado. La simple presencia de los caballeros en aquel territorio salvaje prometía orden y autoridad. Dado que los ogros y otras criaturas habitaban en gran número las montañas por aquellos días, mucha gente prefería reinstalarse a la sombra protectora del castillo.
Mientras el pueblo se despertaba aquella mañana, los muchachos acarreaban agua en pozales colgados de yugos, las jóvenes buscaban los huevos que las gallinas de corral habían puesto por los distintos rincones y las madres despachaban órdenes a unos y a otras. Las vigas de sostén de las nuevas casas constituían una vista común en aquellos días. La primera taberna se había levantado ya para satisfacer las necesidades de muchos artesanos que habían venido de todas partes en busca de trabajo. Detrás de unas casas viejas reconstruidas, unas mujeres recogían miel y cuidaban herbarios, secando su producción para su uso durante el invierno. Las cabras balaban, los gallos cantaban y los perros ladraban; las vacas mugían pidiendo ser ordeñadas, y el lastimero gemido de unas gaitas ascendía, flotando, desde alguna parte. Tate sentía algo semejante al orgullo de un padre por este pueblo.
Más allá de las ruinosas murallas de la ciudad, un hombre y su caballo araban un campo donde el maíz acababa de ser recolectado. Más de la mitad de las cosechas estaban ya recogidas, y llenaban los graneros y los almacenes. Almiares y tresnales de maíz moteaban el ondulado paisaje. Las ovejas pastaban en la ladera de una colina cercana, con sus sucios mantos blancos muy crecidos desde el esquileo de primavera. Lina, la tejedora, ya había convertido los anteriores en hilatura, la suficiente como para no tener que comprar más durante los meses fríos. El plan de Tate para una comunidad autosuficiente estaba haciéndose realidad con más rapidez aun de la que había esperado. Sin embargo, todavía había mucho que hacer antes de que cayese la primera nevada.
El Caballero de la Corona temía la llegada del invierno, y no sólo desde el punto de vista de los preparativos; sir Tate Sekforde odiaba el frío. Éste parecía enterrarse en sus huesos desde el primer día y quedarse allí hasta que las yemas volvían a brotar en los árboles. Indudablemente, el invierno aún parecería más frío sin las viejas comodidades que el castillo familiar, allá en Solamnia, había proporcionado a los suyos durante siglos. Tate casi podía ver a su estirado hermano menor, Rupport, con los pies apoyados en un cojín delante de un espléndido fuego en los aposentos privados de la familia, con gruesos tapices cubriendo las paredes del castillo de DeHodge.
«De nada te sirve envidiar a Rupport —se reconvino a sí mismo Tate—. Tú renunciaste a tus derechos como primogénito por voluntad propia». En realidad, no era envidia lo que Tate sentía por el hermano quien, por la vergüenza que le causaba la sangre plebeya de su propio padre, había tomado el apellido de soltera de su madre, DeHodge: sir Rupport DeHodge, hasta su nombre sonaba pomposo.
Tate opinaba que los caballeros como Rupport habían causado la decadencia de la Orden. Rupport había heredado su arrogante naturaleza de su madre, cuya noble familia tenía un historial de caballería que se remontaba hasta Vinas Solamnus. Hacía treinta años, la fortuna de la familia DeHodge había menguado más allá de toda posibilidad de disimulo. El Cataclismo había causado menos daño físico a su castillo, cercano a la Torre del Gran Maestre, que las repercusiones sociales a sus finanzas. Hija única, Cilla DeHodge había accedido de mala gana a contraer matrimonio con un rico comerciante de Jansburgo, río abajo, por el que ella no sentía más que desprecio.
Gedeón Sekforde era un hombre amable y avispado que amaba a su esposa a pesar de sus muchos defectos, el menor de los cuales no era su desdén por él, que jamás se molestaba en disimular. A cambio de recuperar las tierras de su familia con el dinero de su marido, Cilla dio a éste dos hijos. Mientras Cilla DeHodge empujaba a sus hijos hacia la caballería, Gedeón Sekforde les dio la libertad de escoger la ocupación que quisieran. Aunque ambos hermanos habían abrazado la caballería, sus razones habían sido muy, pero que muy diferentes. Rupport creyó identificar su propia intolerancia y fanatismo en los escritos de la Medida y los convirtió en sus metas de caballero.
Tate leyó el voluminoso conjunto de leyes que definía el término «honor» y vio que la obediencia al espíritu de las leyes era el objetivo principal de la caballería. Pero Gedeón Sekforde había animado a Tate a leer entre las líneas de la Medida, y éste empezó a cuestionar la exactitud de las interpretaciones de un hermano menor. A la muerte de Gedeón, la afectación de Cilla y Rupport, un rasgo bastante común entre miembros de la caballería, se había vuelto insoportable para Tate. Para escapar de las actitudes predominantes en Solamnia, y con la esperanza de que en la frontera se permitiese el libre pensamiento, Tate renunció formalmente a sus derechos sobre las propiedades familiares y se unió a la expedición de Stippling.
Apenas un mes después de abandonar Solamnia, sin embargo, la partida del venerable Caballero de la Rosa había caído en una emboscada tendida por ogros y mercenarios en un paso a través de las norteñas montañas Khalkist. Sólo Tate había sobrevivido. Quemado y con una pierna herida, tropezando y arrastrándose, había conseguido llegar a la ciudad de Estigia. Dándose a sí mismo un solo día para descansar, compró un caballo y partió directamente hacia la Torre del Gran Maestre, en Solamnia, para informar de las muertes y para solicitar su entrada en el siguiente nivel de la caballería: la Orden de la Espada. Él sabía muy bien qué empresa le iban a encomendar: completar la misión de Stippling de establecer un puesto de avanzada solámnico en Lamesh.
En el viaje de regreso, el Caballero de la Corona había tenido mucho tiempo para pensar. Los conjuros clericales que sólo los Caballeros de la Espada recibían a través de la oración serían sin duda útiles, especialmente si alguna vez volvía a encontrarse en una situación como la de aquella emboscada. Y, lo que más importaba, sus razones para unirse a la tropa de Stippling no habían cambiado: no tenía el menor deseo de establecerse en Solamnia. El Gran Maestre y el Consejo de Caballeros no se habían mostrado, al principio, muy dispuestos a conceder una empresa tan monumental a un caballero tan joven. Una serie de caballeros particularmente arrogantes, mentores de Rupport sin duda, habían puesto incluso en tela de juicio la valentía de Tate, dado que había tenido la audacia de sobrevivir. Tate se había preguntado más de una vez si el serio y antiguo Consejo de Caballeros no había accedido a su petición simplemente para quitárselo de en medio, dando por hecho que fracasaría. La noticia de la derrota de un Caballero de la Corona en una tierra tan remota que ni siquiera tenía un nombre regional no empañaría el prestigio de la caballería de Solamnia. Tate se sacudió de encima tan irritante reflexión: los malos pensamientos tampoco estaban permitidos durante los días sagrados.
Se acordó de su bollo de miel. La boca de Tate estaba abierta de par en par en torno a su pegajosa delicia cuando la voz de sir Wolter Heding bramó detrás suyo.
—¡Ah, ah, ah! —le reprendió el anciano caballero—. No estarías a punto de comerte eso, ¿verdad?
—Pues lo estaba pensando, sí.
Sir Wolter se acercó hasta situarse ante él. Era un hombre grande, según la opinión generalizada, ligeramente corpulento, con una nariz aguileña y una mandíbula fuerte que habitualmente estaba cubierta por una barba de varios días.
—¿Un candidato a Caballero de la Espada comiendo en su día sagrado? —y con tres rápidos chasquidos de lengua, añadió—: nada de eso, mozo.
—Es «sir Mozo» para ti.
La boca de Tate estaba fruncida pero sus ojos marrones sonreían mientras le entregaba el bollo de miel. Para mayor fastidio de Tate, su valedor en la caballería se metió de un golpe el bollo en la boca.
—¡Ja! ¡Cuando las ranas críen cola! —dijo alegremente sir Wolter con la boca llena—. Puede que tú seas el caballero señor del castillo a causa de tu cometido, pero aún soy superior a ti por…
—Siglos —completó Tate—. Sí, ya sé. Conociste a Vinas Solamnus.
—Y que no se te olvide —dijo Wolter riéndose y golpeando con la punta de su dedo el pecho de su joven amigo.
—Ni por un momento, Wolter.
Tampoco olvidaría Tate que sir Wolter Heding era probablemente la razón por la que el Consejo de Caballeros había terminado por acceder a dejarle hacer suya la empresa de Stippling.
Sir Wolter había avalado a Tate también como escudero. Dado que el padre de Tate no había sido caballero y Wolter no tenía hijos propios, ambos estaban unidos por un vínculo inusitadamente estrecho. El anciano caballero había enseñado a Tate todo cuanto sabía sobre la conducta y los esfuerzos de un caballero: monta, armas, tiro con arco, lucha cuerpo a cuerpo, caza, técnicas de campaña e incluso trabajo de equipo. Cuando Tate se había alistado con Stippling, sólo sir Wolter había comprendido sus razones para abandonar Solamnia. Cuando Tate había regresado, después de la emboscada, Wolter había hablado en favor del joven. El anciano caballero había enumerado una incontable lista de actos de valentía y proezas de fuerza y habilidad por parte de Tate.
Finalmente, el consejo sólo había terminado de ceder cuando Wolter se habría presentado voluntario para acompañar al joven Sekforde y actuar como testigo. Hacía mucho tiempo que el anciano Caballero de la Rosa se había ganado el derecho a sentarse junto al hogar y relatar cuentos de gestas a los niños. Él era la clase de caballero que Tate aspiraba a ser, abrazando la intención, y no la letra, del Código y la Medida. Los consejos de sir Wolter eran poco frecuentes pero perspicaces, y siempre los transmitía en privado, por respeto a la autoridad de Tate.
—Hablando de olvidar —dijo Wolter elevando sus pobladas cejas—, no te he visto en el culto de la mañana. —Wolter ojeó el atavío de Tate—. ¿No será mejor que lleves tu elegante persona hasta allá abajo y cumplas con Kiri-Jolith?
Tate se sonrojó, mostrándose apropiadamente avergonzado.
—Me detuve unos breves instantes para disfrutar del clima y perdí la noción del tiempo.
Wolter lo empujó hacia los escalones.
—Vendré a avisarte a mediodía —y le guiñó un ojo—, en caso de que te hayas quedado igualmente absorto en tus oraciones.
El viejo caballero sabía lo difícil que le resultaba a Tate dedicar tiempo a meditar, especialmente con el castillo tan necesitado de atención.
—Anda, vete —dijo Wolter más amablemente—. La meditación es tan importante para tu empresa como cualquier otro asunto. Yo estaré al tanto de las cosas, no te preocupes.
Tate descendió la escalera circular de la torre, pasó por el taller del herrero, con la forja siempre refulgente para cubrir las constantes necesidades de los artesanos, y saludó a los dos centinelas en el puesto de guardia, aunque no conocía sus nombres ni los de muchos de los caballeros más jóvenes.
El templo de Kiri-Jolith se caracterizaba más por su funcionalidad que por la decoración. En realidad era una sección separada de los otrora suntuosos aposentos del caballero señor del castillo. Despojado de sus riquezas hacía mucho tiempo, ahora contenía simplemente seis filas de duros bancos de madera y un altar, éste decorado tan sólo con la cabeza de bisonte, símbolo del dios. La estancia estaba siempre fría y oscura, iluminada por una sola vela, lo que tenía como objeto propiciar la concentración.
El templo estaba vacío ahora también. Tate entró y se sentó en el banco de madera más próximo al altar. Se alegraba de tener aquella intimidad, ya que le permitía rezar en voz alta y así permanecer centrado. Tate se aclaró la garganta con cierta incomodidad.
—Kiri-Jolith, Espada de la Justicia, escucha mi llamada. Guía a este humilde caballero en su búsqueda del honor y la justicia. Ayúdame a ver los desafueros y a enmendarlos. No dejes que me desvíe jamás del camino de la obediencia. Mantén mi voluntad y el brazo que sostiene mi espada fuertes y a tu servicio.
Tate entonó los versos una y otra vez. Envidiaba a aquellos caballeros que podían simplemente meditar, sin esforzarse, durante horas y horas. Él no estaba dotado para la elocuencia o los pensamientos profundos: Tate se veía a sí mismo como un hombre de acción.
El caballero estaba recitando su oración por ciento trigésimo séptima vez cuando unos gritos procedentes del patio cortaron de cuajo su ya de por sí frágil concentración. Bastó una sola palabra para llamar su atención.
—¡Fuego!
A Tate le dio un vuelco el corazón. Fuego en el castillo podía significar un desastre. Seguro de que Kiri-Jolith comprendería su distracción. El caballero se puso en pie de un salto y se hallaba de camino a la puerta cuando un joven escudero, con su delgado rostro brillando de sudor, irrumpió en ella casi derribando a Tate.
—¡Sir Tate! —gritó el escudero con una voz fina y aflautada por la inhalación de humo—. ¡Hay fuego, señor! ¡Sir Wolter me ha enviado a llamarle!
El joven se dejó caer en un banco, incapaz de recuperar el aliento.
—¿Dónde?
El joven no podía coger suficiente aire para hablar, y Tate lo sacudió con impaciencia.
—¡Maldición, dímelo!
—La panadería —consiguió decir el escudero, ahora con la voz quebrada.
La panadería estaba al lado del granero. Habían tenido que reconstruir gran parte de ella con madera. Entonces pensó en Abel… Todo parecía ir bien unas pocas horas antes. Tate salió como un rayo y se dirigió hacia la esquina opuesta del patio, donde una nube de humo negro oscurecía el sol. La actividad normal del castillo había sido reemplazada por un frenesí cercano al pánico. Mientras Tate se acercaba a la tahona, cayó en la cuenta de que acababa de romper otra de las leyes del día santo: había hablado con dureza al escudero.
Una buena mañana estaba de repente tornándose muy mala.
Cubierto de harina y hollín, Abel corría de aquí para allá, delante del pequeño edificio, agarrando a todo el mundo que se acercaba lo suficiente, suplicándoles que trajeran agua. Unos pocos corrieron al pozo, otros, más juiciosos, fueron a los talleres cercanos o a los establos en busca de cubos. Los albañiles, que trabajaban encima de la cocina y muy cerca de la tahona en llamas, bajaron a toda prisa de sus andamiajes y se unieron a los que intentaban apagar el fuego; el herrero salió corriendo de su fragua, y los centinelas abandonaron sus puestos para ayudar. Hasta un pequeño fuego podía descontrolarse y consumir un edificio entero en el tiempo que se tardaba en organizar una brigada antiincendios.
El pozo estaba a más de cien pasos de allí, demasiado lejos para formar una línea de suministro continuo hasta el fuego. Docenas de obreros corrían de la tahona al pozo y viceversa, derramando agua de sus pesados pozales de madera por todo el camino, para acabar soltando unos pocos litros sobre el incendio que crecía rápidamente.
Wolter salió a todo correr del cuartel de los caballeros, sorteando y esquivando a los hombres que transportaban agua a la carrera. Apenas había llegado a la escena cuando Tate lo agarró por los hombros.
—¡Creí que tú estabas al tanto de las cosas!
Los ojos de sir Wolter ya estaban enrojecidos por el humo.
—No podía estar en todas partes donde había llamas —dijo el anciano caballero con tristeza—, ni tú tampoco.
—Envía a alguien al pueblo —ordenó Tate—. Necesitamos todos los hombres, mujeres y niños que puedan llevar agua, y todos los recipientes posibles donde llevarla.
Wolter reunió inmediatamente a media docena de muchachos y los despachó con el mensaje de Tate, junto con una advertencia de «apremiadles al máximo y tirad sus puertas a golpes si es necesario».
Mientras tanto, Tate había cogido al disgustado panadero y se lo había llevado a una veintena de pasos del centro del tumulto.
—¿Hay alguien dentro todavía?
El panadero sacudió vigorosamente la cabeza.
—No, señor, no creo. Pero todos mis instrumentos están ahí, todo lo que necesito para hacer mi trabajo. Está destruyéndose todo.
Los ojos de Abel, abiertos de par en par, se volvieron hacia el humeante edificio de madera y comenzó a caminar hacia allí.
Tate sujetó con fuerza su brazo y le ordenó que prestase atención.
—¿Cómo ha empezado?
—Ha sido Kaye, señor, el aprendiz —dijo Abel retorciéndose incontrolablemente las manos cubiertas de harina—. El delantal del chico debe de haber tocado una brasa cuando se ha agachado para alimentar el fuego. De repente estaba ardiendo y Kaye… bueno, señor, casi se muere de un ataque allí mismo. Suerte para él que el joven Idwoir estaba cerca, esperando una galleta. Idwoir le arrancó el delantal al muchacho e intentó deshacerse de él, pero se le cayó al suelo.
»Entonces prendieron las cañas del suelo. Idwoir trató de apagarlas con agua, pero supongo que estaba demasiado nervioso porque no acertó a echarla encima de las llamas. Antes de que pudiéramos traer más agua, el lugar entero estaba tan lleno de humo que ningún hombre podía estar cerca sin asfixiarse. Oh, no sabe cómo lo siento, sir Tate. Esto es una catástrofe, eso es lo que es.
Tate no estaba en condiciones de tranquilizar los nervios del hombre.
—Mira a ver si puedes ayudar pasando un pozal —ordenó, y se volvió hacia el siniestro.
El incendio se intensificaba por momentos. Las altas llamas se veían a través de las ventanas, girando en negras oleadas. Un humo amarillo, tan denso que parecía lana, salía abundantemente por el techado de paja.
Ahora, los lugareños estaban llegando ya con pozales de cuero y madera, cacharros de cocina, cascos viejos con sus correas de sujeción como asas, y hasta cazos de barro para beber y tazas de hojalata. Wolter y los otros caballeros los organizaron en dos largas filas desde la panadería hasta el pozo.
—Han venido todas las personas disponibles, e incluso algunas que no lo están tanto —informó Wolter—. Tenemos que asegurarnos de que los hombres que hay delante no dejen de alternarse. Aquello está tan caliente como el fuego de un hechicero: nadie puede aguantar mucho tiempo tan cerca como para poder arrojar agua a las llamas durante largo rato.
Los chapoteantes cubos comenzaron a viajar del pozo al fuego a lo largo de una fila compuesta principalmente por hombres y madres de familia. Luego, los recipientes vacíos regresaban a través de las manos de abuelos, niños, muchachas jóvenes e incluso algunos enfermos que, se dio cuenta Tate, habían dejado sus camas para ocupar su lugar en la fila.
Con la brigada trabajando a toda velocidad, el fuego pareció estar, al fin, dominado. Tate iba de un lado a otro de las filas alentando el trabajo. El rugir de las llamas mezclado con los gritos y gruñidos de los que combatían el fuego formaba un fragor casi ensordecedor.
Al volver de nuevo a la fachada de la panadería, Tate se encontró con Raymond de Encinar, el maestro arquitecto. La frente del hombre estaba arrugada por la ansiedad y tenía el rostro cubierto de una capa de sudor: el calor allí era casi insoportable.
—¿Qué opinas, maese Raymond? —gritó Tate intentando hacerse oír por encima del bullicio—. ¿La derribamos?
El corazón martilleaba en el pecho del caballero por la excitación y el esfuerzo.
—Es difícil de decir, sir Tate —voceó el arquitecto en respuesta—. Hay tanto humo que no se puede ver bien el alcance ni la dirección del fuego. Al menos, hemos conseguido frenarlo. Y menos mal que así ha sido. Esas vigas de sostén, a la izquierda de la panadería, son las que refuerzan las nuevas secciones superiores de la muralla este, donde el mortero todavía no ha cuajado del todo. Si perdemos esas vigas, las almenas podrían derrumbarse. —Con una mueca, el arquitecto se pasó una mano por el cabello—. No quiero pensar en todo el daño que eso podría causar.
Tate dio al hombre unas palmadas en el hombro, intentando tranquilizarlo, sin embargo, sus propias dudas eran grandes.
Un torrente de llamas estalló de repente a través del grueso techado del edificio. El penacho de humo amarillo que ascendía tan densamente se incendió formando una serpenteante columna de fuego; entonces, una vasta sección del tejado cedió y se desplomó, escupiendo fuego y humo, y cayó en medio del grupo de personas que se habían adelantado hacia las llamas con sus cubos de agua.
Hombres, mujeres y niños se dispersaron en todas direcciones, huyendo de la súbita embestida y dejando caer sus cubos mientras corrían; todos menos dos, que se vieron atrapados bajo la masa ardiente. Sus gritos no parecían tener efecto en aquéllos que corrían por sus vidas pero, en cuestión de momentos, unos cuantos caballeros acudieron en su ayuda.
Uno de ellos, armado con una pica de largo mango, clavó su arma en un gran haz de ramaje. Mientras tiraba de la masa en llamas, Tate y otro caballero agarraron a las dos víctimas y las arrastraron hacia fuera, hacia el patio central, lejos del calor y del peligro.
Ambos hombres presentaban horribles quemaduras. Sus ropas estaban chamuscadas, sus caras ennegrecidas y gran parte de su pelo había sido consumido por el fuego. Recordando su propia experiencia, cuando dolorosamente y por los pelos había escapado de morir entre las llamas, el joven caballero dio gracias a Habbakuk de que ambos estuviesen inconscientes.
Al momento acudió el barbero, un enano con largos mechones trenzados, y comenzó a separar con cuidado las humeantes ropas de los cuerpos de las víctimas. Durante unos segundos Tate se quedó viéndole hacer, impotente, hasta que sir Wolter lo sacudió por el hombro diciendo:
—Será mejor que vengas otra vez al fuego. Tenemos un nuevo problema.
El agujero del tejado estaba actuando como una chimenea; la repentina subida de calor y llamas a través de la abertura atraían una violenta corriente de aire hacia el interior de la casa. El edificio se había convertido en un horno.
—Y eso no es lo peor —añadió el anciano caballero—. Aunque no hay forma de que podamos apagarlo, debemos impedir que se propague: hay una construcción nueva justo a la izquierda y el granero está a la derecha.
Una vez más el maese Raymond se pegó al codo de Tate.
—Señor, hay que proteger esa nueva construcción. Si los soportes arden, podría ocurrir cualquier cosa.
—Pero, si perdemos el grano —respondió Tate—, no podremos mantener al castillo y al pueblo durante el invierno que se avecina.
Y, aunque ya sabía y ahora temía la respuesta, Tate preguntó a sir Wolter:
—¿Está lleno el granero?
—Dol me dice que está por la mitad —contestó Wolter.
—¡Maldición! —Tate se golpeó con el puño la palma de la otra mano—. Eso no es sólo nuestra comida para el invierno, es la semilla del próximo año. Coge a quienquiera que puedas sacar de las filas de los cubos y que comiencen a vaciar el granero. No me importa dónde pongan el grano… que lo echen al suelo, si es preciso, pero que lo saquen de ahí.
Volviéndose hacia Raymond, Tate espetó:
—Encuentra al jefe de cuadra y hazle sacar todos los caballos de los establos. No podemos arriesgarnos a perderlos también.
—Por supuesto —respondió Raymond—. Si el granero prende, los establos serán los siguientes.
Tate le interrumpió.
—No tengo intención de perder ninguno de los dos. Pon a algunas personas encima del granero y que quiten el techo. Que no dejen nada allá arriba que pueda arder con cualquier chispa errabunda. Luego, utilizad cadenas o cualquier otra cosa que podáis encontrar y llevad algunos caballos de labranza hasta el granero. Si prende, derribadlo y desparramad los pedazos para no dejar nada donde puedan crecer las llamas.
—¿Qué hay de la muralla nueva? —preguntó el arquitecto.
Tate miró a través del humo al andamiaje que había detrás de la cocina.
—Sencillamente tendremos que mantener el fuego alejado lo mejor que podamos.
Después de que Raymond saliera corriendo para perderse entre el humo, Tate se frotó la cara con las manos. ¡Por el espíritu del gran Huma! Él no tenía todas las respuestas, aun cuando ellos esperasen que así fuera.
Tras unos tensos minutos, Wolter y Raymond estaban otra vez de vuelta al lado de Tate.
—Estamos listos para tirar el granero, pero espero que no tengamos que hacerlo —informó el caballero—. Lo que ocurre es que, con el calor y el humo, es casi imposible sacar el grano de ahí. La cosa va terriblemente lenta porque los hombres tienen que trabajar por breves tandas para no abrasarse los pulmones.
—¿Y los soportes del muro?
La expresión de Raymond, con su rostro manchado de hollín, era de preocupación.
—Las vigas se están chamuscando, y las cuerdas humean como la pipa de un enano. Si la panadería se desploma pronto, y espero que lo haga, aún se podrá salvar.
Curiosamente aliviado por la noticia de que la tahona estaba a punto de caer, Tate se relajó levemente. Pero unos gritos de «¡Agua! ¡Agua!», procedentes de quienes luchaban contra el fuego, cortaron de cuajo su breve respiro.
A Tate se le puso el corazón en un puño cuando vio a los portadores de cubos y a los lanzadores de agua ociosos, arrastrando los pies y mirando ansiosamente hacia atrás, hacia el pozo: unos pocos cubos vacíos se movían todavía por la fila en dirección al pozo, pero ninguno lleno volvía de él.
En el pozo, el herrero y el veterinario chorreaban sudor. Estaban allí de pie, jadeando, con sus manos en la cuerda que desaparecía por el oscuro agujero. Tate detuvo bruscamente su carrera topando contra el muro del pozo, agarrándose a las toscas piedras para no perder el equilibrio. Antes de que pudiera hacer la pregunta obvia, el veterinario le respondió.
—Hemos llegado al fondo, sir Tate. Ya no mana más que un chorrito, y no nos permite desde luego mantener el ritmo al que la hemos estado sacando. Y ya hemos agotado las cisternas, también.
—¿Cuánta agua podemos conseguir? —preguntó Tate en voz baja, casi susurrando.
Todos los ojos estaban puestos en él.
El herrero arqueó sus cejas momentáneamente como si pidiese disculpas.
—Podemos sacar un pozal en el tiempo que antes nos llevaba sacar diez o quince.
Tate se quedó allí tieso como una pica y lanzó una mirada frenética al cielo, oscurecido por el humo y el hollín.
—¡Por los dientes del dios! —gritó—. ¿Tengo que tener el destino en contra mía a cada paso que doy?
Se quedó mirando al fragoroso cielo unos instantes y, luego, se volvió hacia los hombres que esperaban junto a los caballos. Las palabras para ordenar la destrucción de todo su duro trabajo se le ahogaron en la garganta. Tate gesticuló la orden con el brazo.
—¡Derribad el granero! —voceó Wolter, interpretando el gesto correctamente.
Los mozos tiraron de las bridas. Las cadenas se levantaron del suelo y luego se pusieron más y más tensas. Lentamente, un coro de «¡hiaa!» y «¡arree!» dio paso a crujidos de madera y chasquidos de listones astillados. El edificio del granero se inclinó por arriba, luego se dobló por su base y se desplomó en un montón de escombros oscurecido por una nube de polvo. Las llamas se elevaron y danzaron a través de su superficie. A medida que los caballos continuaban arrastrando las enormes vigas de madera, la materia ardiente se iba esparciendo a través del patio interior. Un enjambre de mujeres y niños se desplegó en torno a los escombros para apagar las llamas a golpe de escobas y mantas.
El fuego corría ahora a sus anchas por las vigas de sostén de la muralla, por encima de la cocina. Sin agua con que hacerlo retroceder, la cocina se vería pronto envuelta en las llamas como había estado la panadería.
La multitud, que tan duramente había trabajado para apagar el malvado fuego, veía ahora a éste arder furiosamente sin control. En grupo, retrocedieron a través del patio, hacia el templo y la puerta principal del castillo, y después se quedaron allí mirando, con los ojos bañados en lágrimas, mientras la cocina se consumía. Por encima de ésta, el andamiaje de los obreros se balanceaba en medio del calor. Las cuerdas ardieron lentamente antes de romperse. Las vigas de soporte, ya chamuscadas, comenzaron a humear desde dentro.
Mientras las llamas alcanzaban lo más alto de la cocina, el primero de los soportes de la muralla se desplomó. Tate no había oído un sonido como ése jamás… era como un latigazo al aire, pero estruendoso como una avalancha.
El mortero sin cuajar, debilitado por el calor del fuego, no pudo sostener las enormes piedras. Una de ellas se desprendió del muro y se estrelló a través de la cocina, levantando una lluvia de chispas de dos veces la altura de la muralla. Varias piedras más siguieron a la primera, hasta que toda la sección superior de la muralla se desmoronó.
El castillo entero se estremeció bajo los golpes, y la gente aseguraba más tarde que sus pies se habían visto literalmente despegados del suelo por la sacudida. Cuando el polvo se disipó, Tate no sabía si reír o llorar. Un enorme agujero de más de doce metros de anchura y unos seis de alto hacía que la muralla tuviera peor aspecto del que había tenido cuatro meses atrás, cuando la restauración acababa de comenzar. Sin embargo, al derrumbarse, las piedras habían enterrado la cocina, extinguiendo el fuego que las había hecho caer.
Wolter fue y se situó junto a su boquiabierto amigo. El rostro del anciano caballero estaba lleno de hollín y sudor, y su pelo gris le colgaba por delante de los ojos.
—Lo reconstruiremos, Tate. Lo hicimos una vez y lo podemos hacer de nuevo.
Tate asintió sin salir de su estupor. A pesar de su desgracia, Tate recordó la leyenda que su padre a menudo le había contado. Era acerca de dos enemigos ancestrales que lucharon durante todo un día para, finalmente, acabar matándose el uno al otro con dos golpes mortales simultáneos. De niño, Tate había pensado que la historia representaba los ideales de honor y pasión. Ahora, sólo le parecía absurda.