10

Los músculos del cuello de Khisanth se tensaron hasta parecer gruesas cuerdas negras, y sus escamas se erizaron como un collar. Allí estaba de nuevo, aquella presencia vigilante y malévola. Decididamente, alguien la estaba siguiendo. O algo. Khisanth entornó sus ojos hacia el cielo desde la senda que había abierto, a través de los alerces, hasta su guarida. Después escrutó el horizonte describiendo un círculo completo. Tampoco esta vez vio nada que confirmara sus sospechas.

Desde que había emprendido su viaje a través de Aguas Turbias y hacia las Grandes Marismas en busca de una guarida, Khisanth no había conseguido sacudirse de encima la sensación de que alguien la estaba vigilando. De eso hacía ya muchos ciclos lunares, cuando la nieve todavía cubría el bosque de alerces y las charcas estaban heladas, no mucho después de haberse comido a su amante humano. La muerte de Led era un recuerdo delicioso para Khisanth y lo utilizaba para calcular el tiempo: una estación después de engullir a Led, cuatro ciclos lunares desde… y así.

Ella había descubierto el gran pantano que ahora era su hogar en un vuelo de prácticas con Kadagan, pasado el desierto arenoso del borde occidental de la península del cabo del Confín. Unos fuertes vientos del oeste habían dificultado el vuelo aquel día y habían llevado el fuerte olor de agua estancada y humus en descomposición hasta las sensibles ventanas de su hocico. Kadagan le había dicho que las Grandes Marismas eran tan vastas que los vientos tardaban todo un día en empujar las nubes de oeste a este por encima de ellas. Un instinto le había dicho a Khisanth que aquel inhóspito lugar era su sitio, que una guarida en el pantano tranquilizaría su alma del mismo modo que una comida fría saciaba su estómago.

Tras los sucesos acaecidos en el paso de la Aguja, Khisanth no podía soportar la idea de vivir cerca de allí. No sentía ninguna afinidad con las montañas. Y tampoco estaba interesada en volver a la minúscula e indigna guarida que los nífidos habían encontrado para ella en las praderas del cabo del Confín: a ella nunca le había gustado.

Khisanth se había animado con el recuerdo del páramo. Después de coger cuantos tesoros le apetecieron de Led y los ogros muertos, recogió su gargantilla con el maynus y se dirigió directamente a las marismas. No había mirado atrás.

Khisanth exploraba habitualmente su charca, su territorio, a pie y en forma de dragón. Para practicar sus técnicas de qhen, adoptaba ocasionalmente formas de pequeñas criaturas de la zona —como la de un ratón de campo o la de serpientes corrientes— para ver el pantano como ellas. La hembra de dragón había sentido curiosidad por saber cómo se veía su guarida desde un dique de rata almizclera, hecho de cañas y barro, en el centro de su charca. La peluda criatura, parecida a un castor, había resultado ser deliciosa.

Ahora, mientras se aproximaba a la guarida que había hecho suya, la mirada de Khisanth se posó felizmente en el área que la rodeaba. Grandes sauces llorones y otros árboles acuáticos se alzaban hacia el cielo, púrpura oscuro. Arbustos de poca altura cubrían todo lo demás, ocultando ciénagas resbaladizas. A intervalos irregulares, grises troncos desnudos de pinos muertos se elevaban hacia el cielo a través de la verde vegetación, dando al bosque un aspecto atractivamente desierto.

Khisanth caminó a lo largo del perímetro de su pequeña charca. El borde sur estaba flanqueado por elegantes sauces cuyas ramas colgantes abanicaban la diáfana superficie de la charca. Su tamaño daba fe de lo antiguo de sus orígenes: la mayoría de ellos se elevaban hasta alcanzar más de tres veces la altura de Khisanth. Y, lo mejor de todo, sus troncos eran gruesos y con unas raíces nudosas que formaban altos pasajes abovedados donde el agua chapaleaba contra ellos.

Khisanth se metió en la fría y lóbrega charca y la vadeó hasta llegar a un enorme árbol cuyas raíces se arqueaban majestuosamente, alcanzando una altura de cerca de tres metros por encima de la verde superficie. Agachó la cabeza hasta el agua y, medio nadando, medio chapoteando, atravesó la arcada para meterse bajo el árbol.

La naturaleza había ahuecado el lugar como si hubiera sido concebido para ser una guarida de dragón. Un liquen claro y luminoso, que parecía casi mágico, se aferraba a las húmedas paredes de corteza acorchada. El agua de la charca alcanzaba hasta la mitad de la cámara y, hacia la parte trasera de la guarida, el árbol trepaba hasta bien entrada la orilla y proporcionaba suelo sólido para un lecho.

Viviendo tan cerca del agua, Khisanth había aprendido a disfrutar de la natación, a deleitarse con la sensación del agua tibia deslizándose por sus escamas y llenando las ventanas de su hocico. Esta sensación nunca igualaría a la de volar, pero era casi igual de placentera.

Khisanth descubrió todo un mundo nuevo bajo el agua, donde peces y otras criaturas acuáticas proporcionaban deliciosos bocados, tan sabrosos que superaban incluso al más tierno alce. Aunque ella era la criatura más grande que nadaba en aquellas aguas, Khisanth había aprendido a deslizarse bajo la superficie tan silenciosamente que podía sorprender a los castores en sus diques y engullirlos enteros antes de que el pánico pudiera estropear el sabor de su carne.

Diversas escaramuzas habían dado a Khisanth la oportunidad de probar criaturas cuyos sabores, por gratificante que fuera su matanza, no eran nada apetecibles. La capacidad del basilisco —ése animal mitad serpiente, mitad gallo— de convertirla en piedra con sólo tocarla hizo que con él evitase su costumbre favorita de arrancar la cabeza de sus presas de un bocado. En lugar de eso, lo arrasaba con ácido, dejando muy poco que saborear. Luego estaba aquel sapo gigante venenoso. Khisanth todavía se estremecía al recordar el sabor de su viscoso cuerpo sin escamas lleno de amargo —y casi mortal— veneno.

Todavía inquieta por la idea de que la seguían, Khisanth se enroscó en el suelo de su guarida y se dedicó a su pasatiempo favorito: contar y ordenar los tesoros que colgaban de su gargantilla. Aunque el collar había sido concebido para transportar la carga y dejar libres sus garras, su constante presencia alrededor de su cuello se había convertido en un consuelo, un talismán. Le había dado por ensartar los cráneos de sus enemigos entre las brillantes armas como separadores, para tener las baratijas esparcidas a lo largo de toda la circunferencia del cuello, en lugar de dejarlas deslizar hacia abajo para que colgasen en manojo de su garganta como un lastre. Sólo se quitaba la gargantilla para añadir nuevos objetos de valor, para contar y acariciar sus chucherías o para mirar el más valioso de todos sus trofeos: el globo maynus.

Los pensamientos de Khisanth a menudo volvían hacia aquéllos que le habían entregado el maynus y a lo que ellos le habían enseñado. Los recuerdos empezaban siendo cálidos: el paciente adiestramiento de Kadagan y las manos curativas de Joad. Pero siempre se tornaban espinosos cuando recordaba las últimas palabras del nífido más joven. Éstas habían plantado en ella unas semillas de duda que germinaban con facilidad en el fértil y húmedo silencio de las marismas.

Khisanth sabía ahora que no había hecho todo lo que pudo para salvar a Dela. Si no se hubiese dejado distraer tanto por su forma humana, habría matado a toda la partida en el momento mismo en que estuvo segura de que Dela estaba en la carreta. Incluso antes.

La hembra de dragón no tenía sentimientos de culpabilidad por este fracaso, pero estaba arrepentida. Se lamentaba profundamente de haber estado tan horriblemente equivocada con respecto a Led. Y, sin embargo, estaba convencida de que tampoco era responsable de aquello. Ella culpaba enteramente a su forma humana de sus equivocaciones.

Cuando estaba comenzando a reflexionar acerca de los nífidos y de las limitaciones de la especie humana, una sensación familiar, desagradable, atrajo su atención hacia su guarida. Khisanth se quedó tan quieta como una piedra, olvidadas sus reflexiones. Ahí estaba otra vez, esa sensación… Quienquiera que fuese, esta vez se hallaba cerca de su hogar, demasiado cerca para que Khisanth se sintiera tranquila.

Estaba poniéndose de pie cuando una serie de chillidos penetrantes resonaron por encima de su sauce. Khisanth se tapó los agujeros auditivos con sus garras, y sintió como si su cabeza fuera a partirse en dos a causa del espantoso ruido, que parecía provenir del mismísimo Abismo.

Khisanth sólo conocía una criatura que hiciese esa clase de ruido: un dragón. Aquellos chillidos, tan agudos que producían un cosquilleo en la espina dorsal, podrían haber salido de su propia boca. Khisanth se zambulló en la charca y, por debajo de la arcada natural del tronco del árbol, miró hacia arriba justo a tiempo para confirmar sus sospechas: el cuerpo de un enorme Dragón Negro, con las alas plenamente extendidas, se alejaba a toda velocidad por el cielo crepuscular. Su bajo vientre estaba lleno de cicatrices.

Khisanth estaba contemplando el primer dragón que había visto desde antes del Sueño. El desconocido recogió sus alas, hizo un brusco viraje y descendió en picado hacia su guarida. Cuando ya parecía que el dragón iba a precipitarse de cabeza contra el árbol, una ligera inclinación de sus alas lo hizo ladearse súbitamente. El dragón —Khisanth pudo ver ahora que se trataba de un macho— se niveló justo a unos metros por encima de las delicadas ramas del sauce, desprendiendo de ellas una pequeña lluvia de hojas con el batir de sus alas. Moviéndose todavía con increíble rapidez, el dragón encogió sus labios hacia atrás mostrando sus dientes como cuchillos amarillentos. La noche explotó con una atronadora descarga de pestilente ácido verde.

La bilis envolvió las elegantes y arqueadas ramas del preciado sauce de Khisanth. El viejo árbol se partió en dos y se hizo astillas. Levantando una garra, el dragón atacante descendió osadamente hasta la distancia de un largo de su cola de su atónito objetivo. Entonces extendió su garra para asestar dos profundos arañazos a la madera viva del tronco por encima de la cabeza de Khisanth; luego, con un potente aleteo de sus alas y un último chillido amenazador, se elevó sobre el crepitante sauce y desapareció en el oscuro cielo.

El grito de desafío consiguió por fin sacar a Khisanth de su aturdimiento. Entonces, con un poderoso latigazo de su cola, levantó una ola de agua que se estrelló contra la todavía humeante corteza de su sauce, lavando lo que todavía quedara en él del ácido del otro dragón. La corrosiva bilis chisporroteó dondequiera que tocase el agua. La guarida de Khisanth, en la base del árbol, se hallaba aún prácticamente intacta, aunque su aspecto exterior quedó muy maltrecho.

«Piensa dos veces, actúa una», había dicho siempre Kadagan. Khisanth echó mano de su adiestramiento qhen para calmar la furia y el impulso de salir tras el dragón. Ella había aprendido de la peor manera el precio de tal insensatez: información perdida en su primera batalla con ogros, dolor y humillación por la desastrosa escaramuza con el Caballero de Solamnia en el paso de la Aguja…

Al menos, este ataque no provocado había resuelto un misterio.

—Obviamente es él quien me estaba vigilando —murmuró Khisanth en voz alta.

Pero aquel intento de asalto la desconcertaba. El ácido del dragón podía haber destruido su guarida perfectamente, si ése era su objetivo. O era un chapucero o competía por el mismo territorio.

Su furia se convirtió en perplejidad y luego en curiosidad. Otro dragón… Sería interesante hablar con otro de su especie; pero, echando una ojeada a su todavía humeante guarida, consideró improbable que él tuviera en mente la idea de sostener una conversación.

De un salto, Khisanth despegó del suelo y se elevó por los aires. Se dirigió hacia el oeste, en la dirección que el otro dragón había tomado. Por el único vuelo que ella había hecho sobre el resto de las marismas, cuando exploraba en busca de una guarida, sabía que la región era enorme. Un simple vuelo de este a oeste duraría muchos días, y la marisma era el doble de larga de norte a sur. Un minucioso examen, arbusto por arbusto, podría ocupar una vida entera. Aceleró su marcha cuanto pudo, con la esperanza de ganar suficiente terreno para poder divisar de nuevo al dragón, pero no podía estar segura de su trayectoria de vuelo.

Al cabo de un tiempo, cuando sus alas empezaron a dolerle y sólo había visto a Lunitari en el oscuro cielo nocturno, aterrizó. Khisanth adoptó la forma de la primera criatura que vio. Al preguntarle, el ánade de cuello azul admitió haber visto otra criatura voladora mucho más grande que ella. Pero jamás se había encontrado con la alada criatura en el suelo.

Khisanth viajó hacia el oeste a pie bajo toda una variedad de formas, desde el cerdo hormiguero de morro largo hasta la cebra, preguntando a todo cuanto veía, en busca de cualquier indicio que apuntase a la guarida del otro dragón.

Su primera pista de utilidad vino cuando, disfrazada de jabalí verrugoso, con sus curvados colmillos, se enteró de un lugar sobre el que la enorme criatura alada volaba con regularidad. Los otros jabalíes habían oído también fuertes retumbos justo más allá de una cadena de elevaciones rocosas hacia el noroeste. Khisanth cambió otra vez para adoptar el liso y lustroso cuerpo de un meerkat, semejante a una comadreja y, confiando en esa forma para poder pasar desapercibida ante un dragón receloso en su propia guarida, echó a correr por un risco bajo.

Desde su elevación, Khisanth examinó el pantano que se extendía por delante de ella. Con su magia, detectó oscuras emociones en la proximidad, demasiado lejanas para poder interpretarlas pero demasiado fuertes para provenir siquiera del mayor de los osos, o incluso de la mortífera hidra de múltiples cabezas.

Khisanth era lo bastante inteligente para no acercarse demasiado a la guarida del otro dragón, sabiendo como sabía por su propia experiencia que sus sentidos lo advertirían de cualquier intruso que fuese lo bastante imprudente. En lugar de eso, se elevó por los aires en forma de hembra de dragón para explorar desde la distancia.

La huella de un dragón en el área resultaba inconfundible a los ojos de otro dragón. Los árboles de mayor tamaño aparecían secos y ennegrecidos, pero se habían dejado en pie como signo de propiedad. Las rocas, que sobresalían por encima del agua o del terreno pantanoso, mostraban profundos cortes paralelos que sólo podían ser marcas de garra.

En el centro de esta zona había una extensión de terreno elevado, cubierto de cañas y rocas. Las piedras no parecían naturales, como si hubiesen sido colocadas allí deliberadamente en épocas muy antiguas. Su disposición sugería una serie de anillos concéntricos, pero la mayoría de las rocas estaban ahora caídas y semicubiertas de juncos y poa de los pantanos. Cerca del centro de este montículo había una negrura, clara indicación de una guarida.

Khisanth se proponía dejar un mensaje no muy distinto al de él: la destrucción de su árbol. La sangre, una vez más, latía agradablemente detrás de sus ojos. Utilizando el maynus, desterró la oscuridad del cielo nocturno. Un destello de luz cegadora salió disparado de sus garras hasta la entrada de la guarida del dragón, envolviéndola en una luminosidad absoluta.

Como Khisanth había esperado, el otro dragón se arrastró por la boca de su guarida hasta aquella luz de dolorosa intensidad. Parpadeando contra el resplandor, el otro dragón levantó una garra para protegerse. Así impedía que la luz hiriese sus ojos, pero no podía ver nada sino blancura cegadora en torno a él.

Iluminado como estaba, Khisanth tenía ahora una oportunidad perfecta para examinar a su negro congénere: tenía profundas arrugas de edad alrededor de los ojos; sus grises y moteados labios se hundían a los lados como los carrillos de un anciano, revelando más huecos que dientes en su boca; iba engalanado con un collar de zafiros y esmeraldas y con una ajorca a juego; una diadema de perlas, con un gran rubí en forma de pera en el centro, rodeaba su enorme cabeza.

Khisanth se permitió a sí misma una breve sonrisa de suficiencia ante su dolor y su confusión. Luego escogió cuidadosamente sus primeras palabras.

—Ahora, dragón, nos encontramos en igualdad de condiciones.

Ella no había oído su propia voz durante tanto tiempo que su timbre profundo y uniforme le complació.

El otro dragón se quedó petrificado por un momento. Sus ojos, uno naranja y el otro azul, se movían de un lado a otro.

—¿Eres tú, Garra? —retumbó su voz, curiosa y preocupada—. Apaga esa luz para que pueda verte.

—No, no soy Garra. Y, en cuanto a la luz, responde a mi pregunta primero y tal vez la atenúe.

Khisanth vigilaba por si el otro dragón preparaba su arma de aliento ácido. El pecho de éste subía y bajaba lenta, regularmente. Sin embargo, Khisanth no le quitaba los ojos de encima.

—Primero dime tu nombre —dijo ella—, para que podamos conversar como dragones civilizados.

—Dices que eres un dragón, pero no hablas como tal. Si de verdad lo fueses, sabrías que los dragones no están civilizados. Sin embargo, permitiéndonos lo absurdo del término, los dragones «civilizados» no juegan unos con otros de esta manera. Mátame —desafió el anciano dragón—, o apaga la luz para que pueda ver.

La furia de Khisanth aumentó.

—Los dragones civilizados no se atacan unos a otros sin previa provocación —terció ella.

—Por supuesto que sí. Eso es lo único que hacen. Realmente no sabes nada de dragones, ¿verdad?

—¡Así que admites haber destruido mi guarida! —acusó Khisanth.

—No seas ridículo. Yo soy, con mucho, demasiado viejo para esa clase de locuras de «joven marcando su territorio». Durante años no he hecho otra cosa que cazar pequeños animales y encontrar nuevas guaridas.

La confusión del anciano dragón parecía demasiado real para ser mentira. Además, ahora que podía examinarlo más de cerca, aquel viejo reptil no parecía el dragón cuya silueta había visto perfilada contra el cielo, por encima de su guarida.

—¿Quién eres tú, entonces?

—La luz, por favor.

—Oh, sí.

Khisanth tocó el maynus y, silenciosamente, le ordenó apagarse. La zona se sumió de repente en una agradable oscuridad y Khisanth aterrizó delante de la cueva.

—Mucho mejor —dijo el dragón y, tras parpadear varias veces, abrió los ojos y suspiró—. ¿Todavía estás ahí? Las manchas tardarán algún tiempo en irse. —Entornó los ojos hacia la oscuridad para poder ver a Khisanth—. Ah, estás ahí. Una joven… eso explica algunas cosas. Entre los humanos, se me conocía como Brea, pero los dragones me llaman Pteros. —De pronto retrocedió—. No habrás venido para matarme y llevarte mi tesoro, ¿verdad?

—No. He venido para saber por qué has atacado mi guarida. Pero, si no has sido tú, ¿quién ha sido? ¿Otro dragón que vive cerca de aquí?

Pteros miró pensativo.

—Ese dragón… ¿tenía la panza cubierta de cicatrices? ¿Dejó su marca en un árbol… dos marcas de uña rectas, rematadas con unos garabatos culebreantes?

—¡Sí y sí! ¿Cómo lo has sabido?

—Ése es Garra. Lo sé porque he visto sus marcas fuera de mis guaridas durante casi una década, que es el tiempo que me ha estado persiguiendo por toda la marisma.

—¿Qué es lo que quiere?

—Tesoros.

—¿Por qué no se ha limitado a matarte y a robártelos? ¿Y por qué huyó antes de luchar conmigo?

—Poco me consideras —refunfuñó Pteros, y luego se encogió de hombros—. Garra no lo ha conseguido porque yo siempre voy un paso por delante de él, mudándome siempre antes de que pueda arrinconarme. —Sus arrugados párpados se entornaron—. Francamente, no estoy demasiado contento de que pudieses encontrarme.

—No fue demasiado difícil —resopló Khisanth—. Has dejado marcas patentes en las rocas. ¿Por qué no vas y matas a ese Garra en lugar de correr?

—Te lo he dicho. Soy demasiado viejo para eso de luchar por el territorio.

—Pero da la impresión de que no haces otra cosa, aunque no lo pretendas —observó Khisanth—. Si no deseas luchar, ¿por qué no coges y te vas de las marismas?

—¿Adónde iba a irme? No hay otro pantano tan frondoso y amplio como éste en todo Ansalon. Además —prosiguió Pteros sin malicia—, ahora que tiene su atención enfocada en ti, se olvidará por completo de mí. Me alegro de conocerte.

Dicho esto, el enjoyado lagarto extendió sus artríticas alas y giró su pesada cola para volver a entrar en su guarida.

—¡Espera un momento! —gritó Khisanth, molesta por que él la despachara tan alegremente—. ¿Por qué crees que yo no voy a matarte y a llevarme tu tesoro?

Pteros se detuvo, volvió su ojo naranja hacia Khisanth y, con expresión pensativa, se dio unos golpecitos con la uña en su colgante carrillo.

—La última vez que un dragón me preguntó eso fue en una batalla con Huma durante la Tercera Guerra de los Dragones. —El dragón se rió con nostalgia—. Pero allí había una batalla, no estas insignificantes peleas por un poco de tierra pantanosa.

Los ojos de Khisanth se abrieron de par en par.

—¿Luchaste contra Huma? ¿El célebre Huma? ¿Huma el lancero?

—¿Había más de uno?

—¿Qué edad tienes, pues? —preguntó ella, examinando su desdentada mandíbula y su arrugada piel con más detenimiento.

—¿Qué estación es? ¿Verano?

Khisanth asintió con la cabeza.

—Entonces, eso hace que tenga mil trescientos setenta y ocho años humanos, si aún calculo bien —y, ante la expresión de asombro de Khisanth, Pteros volvió a encogerse de hombros con aire indiferente—. El Sueño me dio un poco de tiempo extra. —Entonces puso los ojos en blanco—. No me obligues a hablar ahora de ese tema.

Khisanth deseaba hacerle hablar de todo cuanto tuviese que ver con los dragones de antes. Su mente daba vueltas ante las posibilidades. Podría aprender de tan venerable dragón. Un lagarto de los tiempos antiguos, cuando su especie había gobernado mediante el terror. Uno que había luchado por su reina, Takhisis.

—No te mataré si accedes a llegar a un acuerdo.

Pteros utilizó una afilada garra para rascarse una larga cicatriz blanca que tenía en su barriga.

—¿Y cuál sería ese acuerdo?

—Tómame como aprendiza. Enséñame todo lo que sabes. Háblame de los tiempos antiguos, cuando los dragones gobernaban sobre todo lo que veían.

—Creo que no has entendido…

—Da la impresión de que has tenido tu buena ración de batallas —le cortó Khisanth y, con una mirada de admiración, examinó las otras cicatrices del dragón, aunque los fláccidos músculos que colgaban debajo de ellas le dieron que pensar—. A cambio, yo haré que estés de nuevo en forma para que puedas enfrentarte a Garra.

—Pero… yo no quiero luchar. Sólo quiero que me dejen en paz en mi vejez para disfrutar de mi tesoro.

—Tu vejez terminará prematuramente si se te acaba la suerte. No puedes esconderte y huir toda la vida. ¿Cómo puede huir un dragón que luchó contra Huma?

Pteros se quedó extrañamente silencioso.

—Estás tremendamente segura de ti misma para ser tan joven. ¿Qué ayuda podrías prestarme contra Garra? No sabes nada de las costumbres de los dragones.

—Creo que ya has podido ver una buena muestra de mis habilidades. He conseguido tenerte a raya con un destello de luz. Además —le replicó con una sonrisa de suficiencia—, si me enseñas bien, aprenderé tan rápido las costumbres de los dragones que seré yo la que se preocupe de tus deficiencias cuando llegue la hora de enfrentarse a Garra.

Pteros respondió a su pulla con otra sonrisa de suficiencia.

—Hay una cosa que has de hacer primero para persuadirme de que no estás sencillamente buscando mi tesoro. —El viejo dragón extendió una garra y se arañó su otra zarpa arrugada. Presionó para que saliera sangre y levantó su miembro hacia Khisanth—. Debemos mezclar nuestra sangre según la tradición de nuestros antepasados.

Emocionada por participar en un ritual de su raza, Khisanth no vaciló. En su ansia, se abrió una escama con un violento desgarrón. La sangre brotó. Las brillantes gotas rojas de Khisanth corrieron con las de Pteros y se mezclaron entre sus apretados brazos. Durante largos segundos, ambas criaturas pudieron ver la una dentro del corazón y la mente de la otra. Terminaron el ritual y se separaron casi de mala gana.

—El trato está sellado —dijo Pteros con súbita severidad—. Nunca confíes en un dragón si no has hecho con él el pacto de sangre.

Mientras se elevaba el vapor de su sangre en el frío de la noche, las palabras del viejo dragón sonaban casi proféticas.