Las sutiles alas de los nífidos revoloteaban en silenciosa agitación mientras éstos se mantenían suspendidos en el aire por encima de la amplia y curvada espina dorsal de Khisanth. La oscuridad del pequeño pozo se vio iluminada por el maynus que, del tamaño de un melón, flotaba entre ellas. Unos relámpagos azules surcaban el interior de la vidriosa esfera. Kadagan, el más joven de los dos nífidos, elevó una ceja, oscura y delicadamente curvada, por la sorpresa de ver a la criatura.
—Teníamos razón, Joad —le susurró suavemente al mayor mirando hacia abajo, a lo largo del cuerpo del dragón cubierto de escamas negras. Las costillas de la bestia, tan anchas como el casco de un navío, subían y caían suavemente—. Es un dragón. Los rumores de su regreso son verdaderos. Creí que no eran más que historias de las que cuentan a los niños.
—¿Qué es eso? —preguntó Kadagan de repente, inclinando su cabeza hacia Joad. Su abundante melena de pelo oscuro cayó sobre sus pequeños hombros. Escuchando la silenciosa conversación de Joad, la expresión de Kadagan se ensombreció—. Sí, ya sé que tenemos que darnos prisa. ¿Cómo propones que lo despertemos?
Encogiéndose de hombros, Joad estiró el brazo y, con su delgado dedo índice, tocó ligeramente la espina dorsal del dragón. Como el pedernal golpeando el acero, el toque hizo que unas chispas azules zigzaguearan enloquecidamente en la negrura del pozo de piedra. El cansado cuerpo de Khisanth se separó de un respingo del suelo de tierra, como alcanzado por un rayo, y volvió a caer con estrépito. Los nífidos se alejaron aleteando hacia arriba, hasta la seguridad de un saliente, oscurecieron el globo maynus y observaron con atónita fascinación mientras la hembra de dragón se despertaba.
Khisanth abrió un enorme y dorado ojo, confusa. Al inhalar, conscientemente por primera vez desde hacía siglos, sus pulmones casi explotaron en una fuerte y reseca tos por el sabor acre a carne chamuscada y azufre. El movimiento hizo que su sensible hocico se arañara contra la tosca piedra. Abrió su otro ojo y miró a su alrededor.
«¿Dónde estoy? ¿Qué hice para aterrizar en una cueva tan increíblemente pequeña?», se preguntó su cerebro obnubilado por el sueño, mientras reparaba compungidamente en las húmedas paredes de piedra que la rodeaban por todos los lados a tan sólo unos palmos de ella. Su último recuerdo volvió lentamente, borroso y distante, como si fuera un sueño.
La geetna le había traído montañas de comida a una estancia similar. La lengua carmesí de Khisanth serpenteó avariciosamente sobre unos dientes afilados como cuchillos mientras recordaba cómo se había atiborrado. La geetna, una matrona con prominentes dientes de la raza bakali que tenía rasgos de reptil, la había animado.
—Come, come, Khisanth —le había dicho en los extraños siseos, gruñidos y chasquidos en que consistía la lengua bakali. Khisanth siempre había encontrado su tono extrañamente relajante, aunque sólo había oído a medias a la anciana a causa de su ruidoso atracón de roedores crudos—. Pasarán muchos siglos hasta que vuelvas a darte un festín.
¿Dónde estaba su vieja geetna ahora? La avalancha de recuerdos continuó.
—Soy demasiado vieja para el Sueño —había dicho la bakali—, y de poca utilidad sería a nuestra reina cuando vuelva para convocar sus legiones, como ha prometido. Pero tú, Khisanth, eres más astuta y perceptiva que los otros dragones jóvenes. Tú verás realizar grandezas en su nombre.
Khisanth había entendido bastante poco de lo que estaba diciendo su geetna, hasta que vio cómo el atrofiado y reblandecido brazo de la anciana bakali, más parecido al de un humano que al de un dragón, se levantaba y rociaba la serpentina cabeza de Khisanth con una brillante sustancia plateada. El polvo había hecho cosquillear las ventanillas de su hocico.
—Bien, he hecho mi última magia —había dicho la anciana bakali con un suspiro—. Ahora duerme, como está ordenado, hasta que Takhisis te despierte.
Tranquilizada y saciada, Khisanth se había sumido en el sueño.
Los ojos de la hembra de Dragón Negro se abrieron ahora con asombro. ¡La propia Reina Oscura la había despertado! La geetna había dicho que así sería. Eso debía significar que Takhisis estaba convocando sus legiones. Pero ¿por qué? Khisanth era joven antes del gran sueño. Sabía poco del mundo que se abría más allá de su madriguera. ¿Cuánto tiempo había dormido?
El estómago de Khisanth rugió, despierto al fin por el recuerdo de su última comilona. El hambre que la carcomía alejó cualquier otro pensamiento de su mente. Las ventanillas de su hocico se abrieron como trompetas para detectar el olor cárnico de las ratas. Ratas y gusanos. Algo mordisqueó su cola. Khisanth culebreó sobre su panza para librarse de la molestia de un coletazo, pero de nuevo descubrió que apenas podía moverse en los confines de la cueva. La caverna que recordaba era espaciosa; si, como sospechaba, ésta era la misma cueva de hacía mucho tiempo, es que se había hecho por lo menos tres veces más grande mientras dormía.
Khisanth sintió el persistente mordisqueo otra vez. Deslizó una garra a lo largo de su costado derecho y notó las ásperas alas plegadas sobre su espalda. Luego capturó al molesto roedor, y lo sostuvo a la altura de sus ojos para inspeccionarlo, recreándose con el brillo de sus ojos aterrorizados.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí mordiéndome? —preguntó en voz alta, sorprendida por el sombrío tono de su propia voz.
Y echó la rata entre sus impacientes fauces, cerrando los ojos mientras sus sentidos se deleitaban con el sabor a carne. Pero el bocado sólo sirvió para aumentar su apetito. La sangre latía en su cabeza y no podía pensar en otra cosa que en engullir.
Todavía yacente, enroscada, en el frío suelo de la cueva, Khisanth se levantó lenta y cuidadosamente, apoyándose en sus enormes codos, e intentó girar todo su cuerpo. Pero su nuevo tamaño no permitía desplazamiento alguno en aquella cueva de forma ovalada, justo lo bastante larga y ancha para contenerla. El largo e inclinado túnel que ascendía hasta la superficie se hallaba bloqueado por nuevas y recortadas proyecciones de roca que brillaban con el agua que goteaba. Se erguían desde el suelo y el techo como dientes en la espumeante boca de un antiguo dragón. No saldría, pues, por el mismo camino por el que había llegado.
Impulsada por el hambre, Khisanth soltó un horripilante y enorme aullido de frustración que rasgó el silencio de la cueva. Su boca se llenó de un líquido caliente, de ácido sabor, que corrió a través de sus dientes formando un arroyo torrencial que salpicó la pared que había delante de ella.
La hembra de dragón sintió un lento y doloroso calor propagarse por su brazo derecho y miró hacia abajo, donde unas gotitas verdes y relucientes se filtraban, hirviendo, a través de sus negras escamas polvorientas, hasta la carne que yacía debajo de ellas. Enfadada consigo misma por haberse olvidado de su capacidad de exhalar ácido, levantó con su garra un puñado de tierra y se frotó con ella las heridas. El ardor se detuvo, y fue reemplazado por una sensación de entumecimiento.
«Tiene que haber otro camino para salir de aquí», se dijo a sí misma con obstinación.
Los grandes ojos dorados de Khisanth se volvieron hacia arriba por primera vez. Esperando encontrarse una bóveda rocosa, se sorprendió al ver que no había techo alguno. Su cueva se extendía hacia lo alto, como un pasadizo más largo de cuanto su vista pudiera alcanzar. Allá arriba, la oscuridad se aclaraba ligeramente dando a Khisanth esperanzas de encontrar un camino hacia la superficie.
De repente, los sensibles ojos y oídos de la bestia se espabilaron. Para su sorpresa, pudo ver y oír un movimiento sobre un saliente rocoso por encima de ella.
—¿Eres tú, Reina Oscura? —soltó Khisanth con una voz temblorosa.
Al instante deseó haber sonado más reverente y menos timorata.
—Debes de estar hablando dragón, con esa voz profunda, porque no puedo entenderte —dijo alguien con naturalidad mientras sus palabras descendían flotando hasta los oídos de Khisanth—. Sería demasiado esperar que entendieses nífido. ¿Conoces el Antiguo Común?
Khisanth comprendió las afectadas y formales palabras de su interlocutor, pero jamás había oído llamar a esta lengua otra cosa que «Común». ¿Cuándo se había vuelto Antigua? Volviendo hacia atrás su pesada cabeza, Khisanth miró hacia arriba con los ojos entornados, esforzándose por ver al emisor de la voz. Una bola de resplandeciente luz blanca le acuchilló los ojos. La hembra de dragón cerró de golpe los correosos párpados para protegerse del dolor y apartó la mirada.
—No deberías mirar directamente el globo maynus —dijo la voz desde arriba, ahora más próxima.
Cuando por fin la ardiente luz desapareció de su mente, Khisanth abrió de nuevo los párpados y miró enojadamente a su alrededor, con los ojos entornados, en busca de su interlocutor. Su expresión se suavizó ligeramente convirtiéndose en sorpresa.
Suspendidas por encima de ella, justo fuera del alcance de sus garras, había no una sino dos pequeñas criaturas; casi todo alas, revoloteando, como si fueran como el fino cristal que surgía de entre sus omóplatos. Unas túnicas verdes con cinturón cubrían sus ligeros cuerpos hasta sus intensamente bronceadas pantorrillas. De sus mangas asomaban unas manos delgadas con dedos como palitos. Su cabello, castaño el de uno y gris plata el del otro, parecía relucir a lo largo de sus bordes, como si estuviese iluminado desde atrás. Sus rostros estaban intensamente bronceados y llenos de una delicada elegancia.
Sus rasgos más significativos y fascinantes, sin embargo, eran sus penetrantes ojos azules: del color del relámpago, pensó Khisanth.
—¿Qué sois vosotros? —exclamó ella, no precisamente sobrecogida, pero sí desconcertada por su aura—. ¿Duendecillos?
El de pelo castaño se burló y puso sus azules ojos en blanco.
—¡Duendecillos! ¡Bah! Son inútiles y frívolos —dijo hinchando su pecho—. Somos nífidos. A mí se me conoce por Kadagan, y éste —añadió el joven señalando a su compañero de más edad—, es Joad. Nuestras designaciones completas serían indescifrables para tus oídos. ¿Tienes tú un título?
—¿Quieres decir un nombre? —preguntó la hembra de dragón, ligeramente perpleja. Cuando Kadagan asintió, Khisanth se sintió tremendamente confusa—. Me Hamo Khisanth. ¿No os dio ella mi nombre?
Kadagan y Joad intercambiaron miradas desconcertadas.
—¿No sois agentes de la Reina Oscura?
Los vívidos ojos azules de Kadagan se nublaron y el nífido sacudió la cabeza.
—No servimos a ninguna reina.
—Entonces ¿quiénes sois? —preguntó Khisanth con su voz que aumentaba de tono e intensidad al mismo tiempo que sus ojos se entornaban, a causa de la sospecha, hasta convertirse en dos rendijas.
La fascinación que los nífidos le habían inspirado al principio rápidamente se transformó en irritación. Hasta el extraño lenguaje de aquellos seres estaba empezando a atacar los nervios de Khisanth.
—Como ya he dicho antes, somos nífidos —informó de nuevo Kadagan, ajeno a la irritación de la hembra de dragón.
Luego miró a su congénere e inclinó su morena cabeza como para escuchar. Khisanth, sin embargo, no oyó nada.
—Sí, creo que ése es el modo apropiado de enfocarlo —dijo, y volvió sus ojos azules hacia Khisanth—. Te hemos despertado para proponerte un trato.
Khisanth se quedó momentáneamente helada y, después, inclinó lentamente la cabeza para estudiar al nífido.
—¿Vosotros me habéis despertado? Entonces ¿la reina no ha tenido nada que ver con eso, tampoco?
—Joad te ha despertado con su dedo —explicó Kadagan.
Khisanth cerró los ojos y trató de calmar la cólera que la estaba invadiendo a cada palabra que el nífido pronunciaba. De pronto se sintió sofocada por la charla, por las preguntas, por aquella cueva. Nada estaba saliendo según le había prometido su geetna. Nada de cuanto había ocurrido desde que había despertado tenía el menor sentido. Excepto la rata. Comer, eso sí lo entendía. El hambre se encendió otra vez en su estómago, haciéndole difícil concentrarse en ninguna otra cosa.
—Escuchad —rugió, entornando los ojos hacia la suave luz del globo luminoso—. Somos víctimas de algún error de identidad. Vosotros no sois quienes yo pensaba que erais; y yo, decididamente, no estoy interesada en trato alguno con duendes. Alejaos de mí ahora y olvidaré las molestias que me habéis causado.
—Somos nífidos —corrigió Kadagan—. Y, primero, deberías oír nuestra propuesta. —Sus suaves facciones se endurecieron cuando frunció el ceño—. Te necesitamos para que rescates a Dela.
Khisanth sacudió la cabeza como un perro con una pulga en la oreja.
—¿En? —gruñó.
—Dela. Mi prometida, la hija de Joad. La última hembra de nuestra raza. Ella… —al nífido se le hizo un nudo en la garganta—, ha sido capturada por los humanos, y…
—Todo eso es muy interesante para vosotros, estoy segura —interrumpió Khisanth—. Pero, como tal vez hayáis apreciado, yo tengo también mis propios problemas.
Y miró hacia arriba, considerando la escalada que tenía por delante. El globo luminoso de los nífidos le permitió ver más allá, en la oscuridad, pero aún no podía detectar ninguna abertura.
El nífido siguió su mirada y, después, hizo una rápida evaluación de su tamaño.
—¿Cómo llegaste a encontrarte en tan apurada situación? —le preguntó sin malicia y, sin esperar su respuesta, añadió—. Joad y yo podríamos ayudarte…
Khisanth lo interrumpió con una ruda y feroz carcajada.
—¿Así que no podéis rescatar a esa duendecilla amiga vuestra de unos cuantos humanos y pensáis que podéis ayudarme a mí a salir de este pozo?
Riéndose sin alegría, la hembra de dragón bajó la cabeza en busca de salientes donde pisar en la base de las rocosas paredes.
—No te habríamos despertado si no pudiésemos ayudarte a salir de aquí.
—¡Mejor será que no mencionéis lo de despertarme! —rugió Khisanth, con la sangre hirviéndole en las sienes mientras encorvaba sus garras delanteras—. Sólo hay una cosa que puede interesarme en este momento: salir de este agujero para poder comer. —Los correosos labios de Khisanth se plegaron hacia atrás en una amenazadora mueca de desdén—. De hecho, si pudiese alcanzar a alguno de vosotros, ahora mismo, me lo comería. Apenas seríais un bocado —dijo maliciosamente—, pero, si ponéis fin a vuestra cháchara, si os marcháis de aquí y os lleváis esa condenada bola cegadora, me conformaré con un tentempié.
Los nífidos se elevaron revoloteando, alejándose de la hambrienta hembra de dragón y llevándose el globo maynus consigo.
—Sí, es muy irascible y obstinada —dijo el de pelo oscuro a su compañero—. ¡Que te vaya bien, pues! —gritó y, con un silencioso revoloteo de alas, la pareja se elevó al mismo tiempo a través del tranquilo aire de la cueva, perdiéndose de vista a los ojos de Khisanth—. Llama y te ayudaremos.
—¡Jamás! —rugió ella, con un grito ronco y gutural que resultaba casi ensordecedor en el interior de la cueva.
En lugar de calmarse con su partida, Khisanth se puso lívida de ira. Ella era un miembro de la especie más poderosa que había existido jamás y no podía marcharse de allí tan fácilmente como aquellos dos raquíticos duendes… o nífidos. ¡Lo que faltaba! Antes moriría que pedirles ayuda, ¡como si tuviesen alguna que darle!
Ella misma se abriría camino con sus garras hasta la superficie, si era necesario. La rabia nacida de su desesperación hacía a Khisanth dar enloquecidos coletazos al aire mientras se esforzaba por levantar las alas, arrancando pedazos de roca con sus fuertes y endurecidas membranas. Sus garras arañaban en vano las paredes y el suelo de polvo y arena, hasta que su propia sangre oscura manó libremente de los incontables cortes y rasguños.
El olor de la sangre hacía palpitar al rugiente estómago de Khisanth, y lamió sus sangrantes cutículas, deleitándose con el cárnico sabor. Eso calmó sus nervios.
«Piensa. Desvía tus energías de la rabia a la supervivencia —se dijo a sí misma Khisanth—. Si continúas así, seguro que morirás».
Asiendo las más pequeñas prominencias de roca con las uñas, la joven hembra de dragón tiró de sí misma hacia arriba con sus cortos antebrazos. Pero sus apéndices, crecidos durante siglos de sueño, estaban tan atrofiados e indisciplinados como los fofos y semihumanos brazos de su anciana niñera bakali. La mayoría de las veces su agarre fallaba, y ella evitaba por poco la caída clavando sus garras traseras en las paredes. Avanzaba a fuerza de pura voluntad, dando dos pasos por cada uno asegurado.
Khisanth no tenía concepto claro del tiempo. Habiendo dormido bajo la tierra la mayor parte de su vida, no era consciente de que la mortecina luz que se filtraba desde arriba crecía y menguaba siguiendo un ciclo regular. El tiempo lo medía por los pasos dados, en pequeños descansos y comidas perdidas. Por lo que a ella respectaba, podría haber seguido tirando de sí misma hacia arriba durante tanto tiempo como había dormido.
La hembra de dragón se alimentaba de la sangre que rezumaban sus heridas. Esto aplacaba algo su hambre, aunque no le aportaba ninguna energía. Sangraba profundamente por una multitud de grandes cortes y anchos arañazos. Le dolía cada parte de su enorme y poco familiar cuerpo. Notaba la imponente cabeza pesada y, a la vez, se sentía extrañamente ligera y mareada.
Deteniéndose para descansar un momento sobre un gran saliente de roca, Khisanth se permitió por fin mirar hacia arriba. La luz del final del túnel se veía notablemente más clara. Apenas podía creerlo. La boca tenía que estar cerca, tal vez a una distancia no mayor que la longitud de su propio cuerpo.
«Ojalá estuviese un poco más cerca —pensó con los ojos adormilados—. Me erguiría sobre mis ancas y tiraría de mí hasta arriba». Pero ella sabía que no había suficiente fuerza en sus brazos para eso. Si pudiese comer… O dormir… Sentía sus párpados y todo su entorpecido cuerpo pesado y exangüe. «Sólo unos momentos de descanso —pensó—, y seré capaz de hacerlo».
Khisanth se esforzó por enroscar su gran mole sobre un estrecho saliente. Apretó el cuello y la columna contra la pared de piedra e intentó recostarse sobre el lado derecho, pero la larga y pesada cola resbaló y cayó fuera del borde. Su gran peso la arrastró hacia abajo, mientras sus garras traseras intentaban inútilmente agarrarse. Suspendida por un momento en el aire, Khisanth aleteó instintivamente. Entonces oyó un ruido seco en una de sus alas cuando ésta golpeó contra la pared.
Cayó en picado, dando vueltas como una roca, raspándose y golpeándose contra las quebradas paredes de piedra. En su descenso, reparó en una luz que parpadeaba, tenue al principio y luego viva y caliente como un relámpago azul. El malvado reino de Takhisis estaría lleno de fuego y relámpagos, pensó Khisanth. «Tal vez la Reina Oscura me ha llamado y estoy de camino hacia ella».
Khisanth apenas podía mantener abiertos sus enormes ojos dorados. Luchó por mantenerse consciente; quería presenciar su primer viaje hasta el Abismo, el plano donde la Diosa del Mal tenía su reino. Sin embargo, la hembra de dragón perdió la batalla, justo en el momento en que sintió una extraña energía latir a través de su cuerpo.