En cuanto la aurora (y ahora amanecía muy temprano) iluminó los dioses destrozados del jardín. Sir Benjamin se levantó de la cama para examinar los daños a la luz del día. No se sentía muy bien. Los años parecían, por fin, hacer sigilosamente presa en él. La máscara rabelesiana que había llevado hasta entonces (la afectación del glotón Gargantúa y del bebedor Pantagruel) resultaba demasiado estudiada. Tenía que reconocer que su estómago ya no era lo que fue. Después de una comida absolutamente moderada, digamos un bistec a la parrilla o un par de faisanes, sentía una ligera acidez. Tampoco podía asimilar tanto licor como antes. Tres botellas de Borgoña le dejaban confuso y a veces bastante pendenciero.
«El futuro», pensó. El futuro se estaba comiendo el pasado, y temía al futuro. Temía la conquista del pasado, de los dioses del pasado, por la fuerza bruta, como un rayo y un árbol caído. El futuro se le aparecía como el torpe comportamiento del viajero satisfecho de autobús que se niega a ceder su asiento a una dama. El futuro era una mueca torcida y engreída. En esos días había oído toda clase de profecías de calamidades, y sentíase inclinado a creerlas. El mundo parecía empeñado en romper todos sus espejos. El mundo estaba construyendo un salón de espejos, sólo para ver su propia y multiplicada imagen deshaciéndose en fragmentos, convertida la sonrisa narcisista en una risa burlona y retorcida. No le gustaba ni pizca la perspectiva que se abría ante él. Mañana (hoy) los periódicos estarían llenos de terremotos, de malas cosechas, de partidos de criket interrumpidos por la lluvia, de carreteras inundadas, de disminución de las exportaciones, de la cada vez más amplia e indestructible sonrisa del Este pululante, de la creciente maquinaria del omnipotente e infalible Estado. Algunos periódicos profetizarían la anarquía y el fin del mundo; otros amenazarían con la Utopía. En cuanto a él, sólo podía volverse hacia el pasado, pero había oído decir que ya era posible cambiar el pasado, poner perpetuamente el pasado al día, como un perpetuo chacal haciendo carantoñas al presente, como un testigo maleable sin escrúpulos para jurar en falso. Sabía que los ejércitos se habían puesto en marcha, que sonaban las trompetas, que la mente colectiva (instrumento de la oligarquía) estaba siendo modelada bajo la anestesia de los slogans y de los espectáculos de masas. Los dioses del jardín, a pesar de la milagrosa epifanía de la noche, estaban muertos.
—Ven a la cama, —dijo Lady Drayton—. Todavía no es hora de levantarse. Más tarde te sentirás muy cansado.
—Sí, querida, —dijo Sir Benjamin—. Sí, sí. Ahora ya es mañana, ¿no? ¿Y qué nos trae?
—Trae una boda.
—Sí, sí, un principio, no un fin.
—Un principio, —convino Lady Drayton—. El comienzo, el verdadero comienzo de la historia de todo el mundo…, aunque a veces tú olvidas el nuestro.
—Sí —dijo Sir Benjamin. Aquella ligera acidez se le estaba pasando—. Todavía les demostraré quién soy; todavía tengo unos pocos años de vida por delante. No, —dijo, dejándose llevar de nuevo hacia la cama—, no querida, nunca lo olvido realmente. Es una buena historia, la mejor historia, y, como tú dices, es la nuestra. Y me complace extraordinariamente.
Pero bostezó.
—Estás cansado, —dijo Lady Drayton—. Vuelve a la cama.
—No estoy cansado, —dijo Sir Benjamin—. Nunca en mi vida me he sentido menos cansado. Pero volveré a la cama.