13

Diana fue la primera en hablar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿Por qué has vuelto?

Por espantoso que fuese, Ambrose parecía a punto de pegar a una mujer. Sir Benjamin parecía no recordar quién era ella. Crowther-Mason le volvió la espalda. Aquella luz que había en el cielo se estaba desvaneciendo, abandonándolo rápidamente.

—He vuelto, —dijo tranquilamente Julia Webb—, porque mañana es el día de tu boda. Me hiciste la merced de pedirme que fuese tu primera dama de honor. Espero que la oferta siga en pie.

—¿Cómo has vuelto? —preguntó Diana, con un matiz de remordimiento en la voz.

—En mi coche. Esperé hasta que alguien se detuvo amablemente para preguntarme si tenía problemas. Era un hombre simpático: algunos hombres lo son. Cambió la rueda con gran habilidad.

Parecía pulcra, animada, bien maquillada, como si no hubiese estado al aire libre bajo la lluvia y la tormenta, los rayos y Venus.

—Pero no lo comprendo, —dijo Diana—. Quiero decir que, después de lo de esta noche, pensé que no querrías volver a verme. A propósito, también pensé que yo no querría volver a verte a ti.

—La gran renuncia melodramática —dijo Julia Webb—, no ha sido nunca de mi gusto. Nunca estuve dispuesta a perderme en la noche, a no dejarme ver más. Esta noche supe muy bien lo que pasaba por tu mente. Aquel súbito deterioro de una imagen cuidadosamente elaborada, no pudo ser más desafortunado. Como un clavo defectuoso que hace caer el cuadro sobre la alfombrilla de la chimenea. En realidad no importa. Sobra tiempo, hay muchos disfraces, hay otros muchos caminos. Pero no te imagines Diana, que he vuelto arrastrándome…

—Se ha expresado claramente, —dijo violentamente Ambrose—. Una telaraña, eso, una trampa para moscas. Vamos, márchese. Salga de aquí. No volverá a ver a Diana. Se lo prohíbo, ¿lo oye? Vamos, márchese.

Julia Webb sonrió.

—No se alarme, Ambrose, —dijo—. Diana sabe muy bien a quién ama. Los dos están aislados de mí, en un sentido. En otro sentido, yo estaré siempre aquí, como el grano de arena en la ostra, como una bruja en un bautizo. El enemigo, si quiere llamarlo así. Ustedes me necesitan, ¿sabe? Soy la fuerza de gravedad que mantendrá en pie su matrimonio. Lady Drayton, —dijo—, disculpe mis malos modales. He sido una invitada escandalosa. Pero prometo que mañana me portaré bien.

—En realidad, —dijo reflexivamente Diana—, supongo que me afligiría mucho no volver a verte nunca.

—Sería una lástima que no pudiese lucir ese adorable vestido, —suspiró Lady Drayton—. Todos cometemos errores. Supongo que mi memoria es demasiado mala para que pueda permitirme recriminaciones. —Se estremeció. Ahora casi hacía frío—. Nos espera un largo día, —dijo—, y es muy tarde.

—Sí, sí —dijo el vicario—. Qué oscuridad y qué frío se siente después de aquel glorioso resplandor. Sin embargo, tenemos el recuerdo de aquella luz, y aquella vela me alumbrará cuando me vaya a la cama.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Crowther-Mason—. Volvemos a estar donde empezamos. ¡El anillo!

—Sí, el anillo, —dijo horrorizado Ambrose—. Todavía no hemos conseguido un anillo.

—¿Qué pasa con el anillo? —preguntó vivamente Diana—. ¡No me digas que te olvidaste de comprarlo!

—Diana, —dijo Ambrose—, la historia de aquel anillo animará muchas veladas de invierno. Contarla ahora de nuevo sería intolerablemente tedioso. La verdad es que se perdió, aunque no fue culpa de nadie.

—Esto significará —dijo Crowther-Mason—, un viaje a la ciudad por la mañana. O una larga búsqueda entre las ruinas.

—Las ruinas, —dijo tristemente Sir Benjamin—. Todo en ruinas.

—O bien, naturalmente, —dijo Crowther-Mason—, todavía podemos acudir al ama de Diana, ¿no?

—¿Qué pasa exactamente? —preguntó Diana.

—Ahora que pienso en ello, —dijo Lady Drayton—, es extraño que la hayamos visto tan poco esta noche. Generalmente cuenta interminables sagas eróticas, regadas con cacao, a una colmada y boquiabierta cocina. Debe de haberse acostado temprano, sintiendo al fin su edad. Aunque es raro que los extraños sucesos, el ruido y la luz no la hayan despertado. Llamaré a su puerta cuando me encamine al que será, espero, mi sueño definitivo.

—No digas esas cosas, Winifred —gruñó Sir Benjamin—. Parece uno de esos elaborados eufemismos de las notas necrológicas de The Times. He sentido un escalofrío. Como si alguien caminase sobre mi tumba.

—Vamos pues, —dijo Lady Drayton—. Todo el mundo a la cama. Mañana será un día muy largo.

Ella y Julia Webb salieron; Julia Webb, imperturbable. Sir Benjamin dijo al vicario:

—Venga y tomemos un pequeño tentempié antes de que se vaya usted a casa. La comida es el único placer duradero que nos queda a los viejos, excepto, naturalmente, la bebida.

—Placeres animales, Sir Ben —dijo satisfecho el vicario—. Pero hay otros, como espero manifestarles en el sermón que insisto en predicar mañana. Mi fe recién encontrada arde en deseos de salir de su botella.

—Beberemos también una botella —dijo Sir Benjamin—. Y no sea demasiado duro con los animales. He oído decir que algunos perros hacen extraordinarias imitaciones de seres humanos que imitan a los perros. He oído gatos que pronunciaban impecablemente vocales cockney. Hay muchas cosas buenas en los animales, especialmente cuando están muertos y en la sartén.

—Buenas noches, hijos míos, —salmodió el vicario, saliendo con Sir Benjamin—. Amaos los unos a los otros, —gritó, después de cruzar la puerta.

—Hay tiempo de sobra para el amor cuando se ha quitado la mesa, —dijo Sir Benjamin, con voz cavernosa.

—Bueno, Diana, amor mío, —dijo Ambrose—, supongo que debo volver a mi solitaria habitación, que es donde empezó todo el jaleo. Supongo que para ello tendré que despertar al pescadero.

Sonrió a Diana. Mañana sería santificado el deseo, pero mañana parecía estar muy lejos. Quería que la tierra rodase más y más de prisa con su impulso por la falda interminable de la montaña, y se sumergiese en el río del sol de mañana. Quería que mañana se hiciese presente, convertidas en una las dos medias criaturas, atraídos los dos polos opuestos en un beso sin fin. La mañana traería las semillas de la noche, el florecimiento de la noche que ambos deseaban de todo corazón. Se besaron.

—Vaya, —graznó la voz de una vieja bruja que entraba en el salón—. Éste es el más bello espectáculo del mundo. Los besos que vi en mis tiempos, los besos que gusté, de todos los sabores. Si las almohadas y los cabezales pudiesen hablar, —dijo maliciosamente—. Pero no he venido a hablar, —prosiguió—, sino a decirles que siento mucho no poder ayudarles en la cuestión del anillo. La señora acaba de decírmelo. Bueno, bueno. Si me lo hubiesen pedido antes, habría podido complacerles de buen grado. Pero ahora no puedo. Precisamente esta noche, deben creerlo, no puedo ayudarles de ningún modo. ¿Qué quieres tú? —dijo con súbita acritud a Spatchcock, la doncella, que acababa de entrar tímidamente, diciendo:

—Discúlpenme por venir así, en bata.

—Di lo que tengas que decir, —le ordenó la vieja.

—Creo que tengo algo para usted, señor, —dijo Spatchcock a Ambrose—. Estaba en mi habitación, señor, y oí que llamaban a mi ventana. Mi ventana da al exterior, ¿sabe usted, señor?, y mi dormitorio está en la planta baja. No me di por enterada, porque a menudo oigo llamar a mi ventana, pero nunca contesto. Las doncellas debemos tener mucho cuidado, ¿verdad, señor?

—Continúa, —dijo la vieja.

—Al cabo de un rato, —dijo Spatchcock—, abrí la ventana, ¿y sabe usted qué encontré? Encontré allí una paloma. Bueno, —me dije—, debe ser una de las palomas de Jack Crawshaw. (Es un gran aficionado a las palomas, señor, señorito). Bueno, la miré y, aunque cueste creerlo, llevaba algo colgado del cuello.

—¿Un mensaje de Jack Crawshaw? —sugirió Crowther-Mason.

—No señor, —dijo Spatchcock—, un anillo. Atado con un mechón de cabellos. Unos cabellos rubios. Se lo quité del cuello y la paloma se marchó volando. Y arrullando, como si tal cosa. Hice mis cábalas y pensé que podía ser el anillo que usted había perdido. Por consiguiente, lo he traído. Creo que es lo que debía hacer.

Sacó un anillo de oro del bolsillo de la bata.

—Ha obrado perfectamente, —dijo Ambrose, tomando el anillo—. Muchísimas gracias. Ciertamente, es el que había perdido.

Lo examinó cuidadosamente, casi con reverencia. Lo tendió a Crowther-Mason.

—¿Y qué hizo con el mechón de cabellos? —preguntó Crowther-Mason.

—No eran más que cabellos, señor —dijo Spatchcock—. Los tiré. Supongo que hice bien.

—¿Cómo podía usted saberlo? —suspiró Crowther-Mason—. ¿Cómo podía saberlo nadie?

La santa no había dejado ninguna reliquia. Tal vez mañana se encenderían fogatas con Primeros Folios, tal vez un perro iría a la caza de un fragmento de la Vera Cruz, arrojado por su amo.

—Olvídelo, —dijo Crowther-Mason—. Olvídelo.

Todos se dieron las buenas noches y se fueron a la cama. Pero antes de irse a dormir, Spatchcock dijo, temerosa:

—¿Querría usted hacerme un favor, Miss Diana? ¿Querría decirle a Sir Benjamin que yo no tuve la culpa de que se rompiesen las estatuas? No me acerqué a ellas, señorita. Se lo juro.