Al quedarse solo por primera vez en varias horas, Crowther-Mason se dio cuenta de que unos sentimientos insólitos alentaban en su interior. Sintió un extraño deseo de sensual abandono: sus glándulas estaban llenas de las imágenes más voluptuosas: todo su cuerpo parecía estar convirtiéndose en un texto oriental o latino sobre el arte de amar. Sonrió curiosamente sorprendido. Al propio tiempo le pareció ver que el amor (impersonal, indiferenciado) era posible para todos los hombres. Eso era asombroso. Contemplando la noche de verano desde la puerta vidriera, miró hacia arriba y observó que aquella luz azul verdosa que había en el cielo se derramaba sobre la tierra con una especie de urgencia, una especie de benevolencia líquida. Se preguntó si era realmente un satélite artificial. Había habido tantos últimamente: los rusos y los americanos competían entre ellos como compiten los chicos en los urinarios de los colegios para ver quién traza un arco más alto. Pero seguramente ningún rayo de benevolencia brotaría de un cuerpo celeste de esta clase. Crowther-Mason, a pesar de ser político, no era sentimental. Sin embargo, le parecía que esta noche toda la tierra estaba impregnada de lo que, a falta de un término mejor, podía solamente llamarse amor. Y la tranquila noche de verano había dejado de ser tranquila: llegaban del pueblo sonidos, al parecer, de alegría y de jolgorio. ¿Podía ser el planeta Venus aquella luz del cielo? Imposible, según los astrónomos, el próximo tránsito de Venus no se produciría hasta el año 2004. Y sin embargo, era evidente que Venus, después de la muerte de su cuerpo pétreo y de la disolución de su matrimonio terreno, quería subir al cielo, derramando calor, olor y luz sobre el mundo, como testigo del poder del amor. Mientras Crowther-Mason absorbía, maravillado y asombrosamente contento, los embriagadores aromas de la noche, apareció súbitamente el vicario, bailando en el jardín, tendidos los brazos como para abrazar. Parecía llevar una flor en una de sus manos. Jadeando, casi tropezó con Crowther-Mason y gritó:
—Crowther-Mason, ¿o debo llamarte Jack? ¡Prescindamos del ropaje restrictivo de los apellidos! ¡Qué noche, ésta! Sentí que tenía que volver para fortalecer mi fe, una fe que es ahora tan firme como para invertir todo orden. La que he profesado durante todos estos años era una fe de segunda mano. Ahora brilla como un regalo de cumpleaños. ¡Oh, ser feliz! Mi propio cuerpo se ha reafirmado en la gloria de su carne, aunque esté envejeciendo. Mi carne se ha formado de nuevo. La sangre se desliza veloz por mis arterias; podría digerir todo un cordero; bullen en mi mente poemas incipientes. ¡Qué noche, ésta!
Y bailó una especie de pavana.
—Me alegro de que sea usted feliz, vicario, —dijo Crowther-Mason—. Me alegro mucho.
—Llámeme Norman, —gritó el vicario—. Norman es el nombre que me puso mi madre. ¿Has advertido esa luz en el cielo? Sí, sí, ya veo que te has fijado. Pero las calles del pueblo están nadando en oro. La propia cerveza del club obrero debe de estar cantando un himno de alegría. Flores exóticas aparecen en los lugares más inverosímiles. Mira ésta. —Levantó su flor—. La encontré en la iglesia.
—¿Una orquídea? —dijo Crowther-Mason.
—La gente baila en las calles —dijo el vicario—, y se besa. Los matrimonios viejos, que habían agotado todo tema de conversación y se pasaban toda la noche del sábado en silencio, delante de sus vasos de cerveza de malta, charlan ahora con nuevo entusiasmo. Los gatos maúllan el más melodioso contrapunto, las perras están todas milagrosamente en celo. En el zoo municipal debe de haber un tremendo jaleo amoroso: furia libertina de los proboscídeos, erecciones capilares de leopardos y panteras. Probablemente, incluso la tortuga se mueve con una especie de impetuosidad pausada. Y el aire está lleno de destilaciones cálidas, que repican locamente como campanas. Es como una Navidad gratuita, una Navidad antípoda. E incluso yo siento el fuego que creía seguramente apagado, el fuego que pensaba que se había sublimado en un humo fatigado. Venus ha resurgido.
—Venus ha resurgido, —asintió Crowther-Mason—. Debo confesar que incluso el frío corazón del político se ha sentido conmovido. Tengo la impresión de que, por poco que me incitasen, podría abrazar al jefe de la oposición.
—Yo he encontrado ahora mi camino —gritó el vicario—. Mañana y todos los mañanas sucesivos amanecerán con demasiada lentitud. Quemaré todos mis sermones y empezaré de nuevo. No habrá más recortes de textos, ni homilías precavidas, ni miradas recelosas a los primeros síntomas de sueño en los bancos de los feligreses. El amor es mi tema, el amor, y ahora no veo por qué tuvo que ser antes otra cosa. Es tan sencillo, tan evidente. Uno busca en todas partes, digamos, el botón del cuello, y ha estado siempre allí, en el dobladillo del pantalón. El amor. Sanctificatur nomen tuum, Venus Caelestis, per omnia saecula saecolurum —cantó—. Y si esto es una blasfemia, ya no me importa, aunque pienso que no es una blasfemia. Mi vida pasada fue una auténtica blasfemia. He sido demasiado analítico, he estado demasiado preocupado en descomponer el espectro y he olvidado el arco iris viviente. Quisiera cantar, pero ninguno de los himnos que conozco, sino una música más salvaje, las sinceras endechas de lo Antiguo y lo Moderno, una música como de fauno, a base de flautas e insumisa a la armonía de los libros de texto, llena de la tremenda inocencia original.
—Puedo sentirla, —dijo Crowther-Mason. El firmamento parecía estar ardiendo. El canto celestial estallaría con su propia vehemencia—. Hay que aprovechar el momento, —dijo—. Esta misa no volverá a decirse jamás: esta hueste ha surgido para una hora de adoración. Sólo hay una canción, y es una canción nacida de las astillas de la Historia. Esta noche. El basurero borrachín la conocerá; el cartero, la furcia friolera y el escribiente del corredor de apuestas la conocerán. Es una canción que cantan chillando los ratones, que entonan ya los gatos en su doloroso galanteo. Es extraño que esta noche, todo lo que decimos parece casi en verso. Nos estábamos preparando para esto.
Miró al vicario, y el vicario pareció transformado, casi luminoso. Asintió con la cabeza y empezó a recitar, a voz en grito:
—Cras amet qui numquam amavit…
—… Quique amavit cras amet —terminó Crowther-Mason.
Y el vicario tradujo:
—«Mañana habrá amor para el que no lo tiene, y para el amante, amor.
El día de la boda primigenia, la cópula
De las partículas irreductibles; el día en que Venus Surgió armada de las flores nupciales de la espuma
Y la verde danza de las olas, mientras los caballos volantes Relinchaban y resollaban a su alrededor y las monstruosas conchas
Pregonaban su alegría intolerable».
—¡Música! —gritó Crowther-Mason—. ¿De dónde viene esa música?
Pero descubrió que su boca y todo su aparato vocal eran dominados por alguna fuerza exterior, y dijo:
—«Mañana habrá amor para el que no lo tiene, y para el amante, amor.
Los cisnes de gárrula garganta nadan en los estanques
Con estruendo de metal; la joven a quien Teseo
Sometió a su voluntad se lamenta sin parar
Entre los álamos, pugnando desesperadamente
Por lanzar su mensaje de congoja, pero sólo emitiendo
Más y más irónica dulzura, hasta
Que el oído se debilita por exceso de dulzura».
Y entonces, como una imagen de antigua realeza, con su vieja bata como un fosforescente ropaje de raro metal, Lady Drayton se deslizó en la habitación, la boca abierta y hablando como un ventrílocuo:
—«Mañana habrá amor para el que no lo tiene, y para el amante, amor.
Fregar y quitar el polvo, la preocupación por la comida,
La tirante cinta elástica del sueldo y el dinero de la casa
A punto de romperse, el panorama vertiginoso de las deudas,
Ya no parecerán importantes. Los dedos del ama de casa
Perderán sus rayas de mugre. Los cabellos del marido,
Al caerse, le darán un aire shakespeariano.
Brotará miel de los labios que se encuentran en saludo rutinario;
El beso de buenas noches abrirá súbitamente una puerta,
Y el sueño será entonces un banquete con luces y música».
Apareció Sir Benjamin, todavía completamente vestido, y se asombró a sí mismo al decir:
—«Mañana habrá suerte para el que no la tiene, y suerte para el afortunado.
El jugador sin suerte tendrá una suerte increíble
Y el corredor de apuestas dudará de su vocación. Las casas resonarán
Con fabuloso olor de cebollas al freírse, los bistecs
Serán lechos de plumas sobre los que se esparcirá la saliva.
La cerveza morderá como un amante y prolongará su caricia
Como brazos frescos en un lecho caliente. Y los relojes,
En el minuto impetuoso de antes de la hora de cerrar,
Se elevarán para el ataque, pero se cernirán indefinidamente,
Como benévolos halcones».
Y ninguno de los cuatro se sorprendió al ver ahora aparecer a los novios, hermosos y adorables, vestidos de luna y de sol y de amor. Ambrose dijo:
—«Mañana habrá amor para el que no lo tiene, y para el amante, amor».
Diana dijo, como en sueños:
—«La cama no será laberinto del monstruo,
Sino espirales que se enroscarán hasta un vértice cegador,
Afilado como una aguja, y donde el último hilo del yo
Se desprende sin dolor, y el tiempo y el espacio son forzados a llevar su propia carga.
Mañana Habrá amor para el que no lo tiene…».
—«Y» —dijo Ambrose— «para el amante, amor.
El mapa del amor, desplegado sobre nuestras rodillas,
Revelará el milagroso viaje, no espantará
Por falta de puntos cardinales, por monstruosas manchas
De terra incognita. Todas las rutas marinas
Nos conducen a casa, y la casa es siempre
Un nuevo continente de inconcebible riqueza».
—«Mañana» —empezó a decir Diana— «habrá amor…».
Pero en aquel momento la luz pareció menguar, y el calor, disminuir. Julia Webb estaba en la puerta, quitándose los guantes y diciendo amargamente:
Quando ver venit meum?
Quando fiam uti chelidon ut tacere desinam?
—He sacado estos versos, —dijo, en su tono vivo y confiado—, de las notas a The Waste Land de Mr. Eliot. En atención a los ingenieros y demás, traduciré: «¿Cuándo llegará mi primavera? ¿cuándo seré como una golondrina y dejaré de estar callada?» He perdido el barco, ¿no es cierto? He fracasado.
El frío invadió la estancia. Los demás se miraron, un poco avergonzados, como si hubieran sido sorprendidos durmiendo u obligados, por la bebida, a un grotesco y absurdo entusiasmo.