Cesó la lluvia y se despejó el cielo. Como un verdugo viajero, la tormenta se trasladó a otro condado, Sir Benjamin se dejó convencer fácilmente y salió a prepararse unas rebanadas de pan con queso, para comerlas con un par de cebollas crudas. Lady Drayton advirtió que había inquietud entre la servidumbre. Spatchcock hablaba temerosamente de juicios divinos, y la cocinera estaba de rodillas. La vieja ama de Diana no estaba por ninguna parte. Y el hermano gemelo de Sir Benjamin, cómodamente acostado con la panza llena de whisky, parecía haber dormido sin enterarse de nada. Lady Drayton fue a tranquilizar a la servidumbre, diciendo:
—Vamos, vamos…
Ambrose, Crowther-Mason y el vicario (que había encontrado su cuello pero aún no se lo había puesto) se dieron cuenta, casi simultáneamente, de un cambio en el ambiente del salón.
—¡Se ha ido el olor! —gritó Ambrose—. ¿O es que me estoy acatarrando?
—Sí —dijo Crowther-Mason—. Se ha ido. Ha pasado la marea. O hemos cambiado Brighton por Southport. El olor del mar ha desaparecido completamente.
—Ha dado resultado, —dijo Ambrose—. Su exorcismo ha dado resultado. Mi hechizo ha terminado. Que Dios me asista, —añadió.
—Es verdad, —exultó el vicario—. La pesada, inquietante y obsesiva presencia se ha extinguido. —Y esto también era verdad. La noche tenía la fragancia que le era propia, olía a hierba y tierra mojadas, a hojas chamuscadas por el rayo—. El diablo se ha deslizado en su pozo silencioso —dijo el vicario—. Loado sea Dios. ¿Cómo he podido dudar una vez más? Estaba demasiado impaciente.
Y, con impaciencia, trató de ponerse nuevamente el cuello.
—Desde luego, desde luego, —dijo Crowther-Mason, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho—. Fui un imbécil. Esto tenía que ocurrir forzosamente. Temo, vicario, que no fue su pequeña ceremonia la que hizo el milagro. Fue el rayo. Dios, o Theos, o Deus, o X, o como quiera usted llamarle, siempre sabe lo que hace.
El vicario jadeó.
—¿Qué quiere usted decir?
—El hombre tiene siempre la solución, —dijo Crowther-Mason—, pero siempre se niega a aplicarla. Si Sir Benjamin nos hubiese permitido arrancar aquel anillo de un martillazo, todo lo que ha pasado esta noche no habría sucedido. Ahora, Thor o Jove o Jehová ha destruido, en su furia, el lazo que llevó al pobre Ambrose a anticipar su luna de miel de un modo que no había previsto. Ciertamente, aquel dedo ya no lleva un anillo. Hubiese tenido que darme cuenta de esto en seguida, pero soy un tonto. En realidad vi dedos sobre la hierba. Pero no vi el anillo. Supongo que éste desapareció. Sea como fuere, Ambrose ha sido liberado.
—Pero, —protestó el vicario—, todo se debió a mi exorcismo. Si no hubiese fracasado, no habría dudado. Si no hubiese dudado, no habría blasfemado. Si no hubiese blasfemado, aquella expresión de cólera divina no habría recaído en el olmo.
—¿Qué es usted, a fin de cuentas? —dijo Crowther-Mason—. Sólo un hombre. Un hombre con un cuello de celuloide. —El vicario probó de nuevo, pero el botón parecía haberse perdido—. Nunca sabrá la respuesta —siguió diciendo Crowther-Mason—. Los árboles son fulminados a menudo por el rayo. Nosotros nunca sabremos cuándo lo serán. Siga usted con su teología. Yo seguiré con mi política. Ambrose volverá a la ingeniería de estructuras. Dios es el que es.
—Has dicho liberado, —dijo Ambrose, con súbita irritación—. Soy libre. Libre, ¿para qué? Libre para ser lo que era. Una dimensión ha sido eliminada. Es como si uno, mientras está saboreando el animado mundo tridimensional, se viese súbitamente encantado y encerrado en una película. Ahora no soy más que una tela. O un cartón. Plano, monocromo. Había sido levantado sobre el tiovivo mecánico del tiempo, —dijo tristemente—, sacado del torrente de la Historia, elevada por ella al nivel eterno de un mito. Ahora Adonis está muerto. La muerte no es más que otro nombre del estado de ser yo mismo. Ambrose Rutterkin, el ingeniero moderadamente afortunado, cuya carrera escolar no fue particularmente distinguida, que es muy apreciado porque se mantiene en su rincón y siempre está de acuerdo con lo que dicen los demás. ¿Qué tengo ahora que me dé unicidad? Soy el hombre que va en Metro a trabajar por la mañana, indistinguible del resto del rebaño, preocupado por pequeñeces pero sin verdaderas convicciones. La realidad parece haberme abandonado. Puedo volver a ponerme la máscara ordinaria que será mi cara de ahora en adelante; pedir prestado un cepillo de dientes y un pijama a Jack, aquí presente; dar cuerda al despertador, para que me recuerde que el tiempo es real; prepararme para lo que ellos llaman la vida. Hay otra cama en tu habitación, ¿no es cierto, Jack? —dijo Ambrose.
—La hay. Pero, ¿por qué?
—Ahora iré a acostarme. Si, como me has dicho, mi coche ha sido alcanzado por un rayo, mañana tendré que tomar temprano el tren.
—No ha sido alcanzado por un rayo —dijo pacientemente Crowther-Mason—. Tu coche está en una zanja. Si quieres, puedes llamar ahora al taller. O lo haré yo. Es tu novia quien fue, indirectamente, fulminada por un rayo.
—Lo haré mañana en cuanto me levante, —dijo cansadamente Ambrose—. Entonces les telefonearé. Ha sido un día muy largo. Ha sido una noche muy larga. Y a usted, vicario, —dijo—, supongo que debo darle las gracias. —Sonrió amargamente—. Gracias. —Salió, arrastrando los pies. Se volvió al llegar a la puerta—. He traído mi pijama, —dijo—. No necesito pedirte uno prestado. De todos modos, gracias.
Entonces le oyeron subir cansadamente la escalera.
—Nadie había hablado de pijamas —dijo el vicario—. Pobre muchacho. —Suspiró profundamente—. Creo sinceramente que debería retirarme, Crowther-Mason. Debería renunciar a mi estilo de vida, quemar mi mohosa biblioteca e irme a vegetar en la Costa del Sur. Las cosas han cobrado vida demasiado tarde para mí. Casi puedo imaginarme el día de mañana, con sus deberes nupciales, como la última y florida noche de una comedia popular.
—Cielo santo, casi lo había olvidado, —dijo sobresaltado Crowther-Mason—. Mañana será el verdadero problema, un muro a escalar que oculta el resto del plan de ataque. Todo lo demás está guardado en el cajón del futuro. Supongo que se habrá enterado usted de que Diana se niega a casarse. ¿No captó las últimas palabras de Ambrose? Acepta la situación. Se marchará por la mañana.
—Yo no lo tomo demasiado en serio —dijo el vicario, que volvía a ser el de siempre, y sacudió la cabeza—. Muchas jóvenes parejas esperan con ilusión el matrimonio cuando la frágil barricada del tiempo parece todavía sólida. Entonces, cuando empieza a derrumbarse, su valor se derrumba con ella. Pero cuando se ha derrumbado del todo (me refiero a la pared que les aislaba del acontecimiento), bueno, lo único con que tienen que enfrentarse es con el acontecimiento mismo. Éste es realmente sólido y mucho menos espantoso que una pared que se derrumba. Estas cosas ocurren a menudo. No hay problema que la noche no pueda resolver. La novia puede llorar ante el altar y el novio puede temblar, imaginándose la cama ya preparada en el hotel de la orilla del mar, pero seguirán adelante con ello. Yo he traído muchos matrimonios al mundo y siempre han sido partos felices.
Entonces volvió Lady Drayton, acompañada de su marido. Éste traía un enorme pedazo de pan con queso en una mano y una cebolla cruda en la otra. Mordía ambas cosas alternativamente, llorando a lágrima viva, pero de nuevo alerta y sin compadecerse de sí mismo.
—Bueno, vicario, —dijo Lady Drayton—, debe usted pensar que soy una mala anfitriona, y en cuanto a mi marido…
—Él fue muy bienvenido, —dijo indistintamente Sir Benjamin. Sus lágrimas fluían copiosas—. Todo lo que tenemos está a su disposición. —Olfateó—. Se ha ido, —dijo—. ¿O me lo he imaginado? El mar se ha replegado. Ahora han vuelto… —y olfateó de nuevo—, han vuelto los antiguos olores. Barniz de muebles. Plantas en macetas. Bocadillos. Cebollas. —Miró confuso la mano que sostenía la cebolla—. Discúlpenme, —dijo, por alguna razón.
—El invitado indeseable se ha marchado, —dijo el vicario, rebosante de satisfacción—. La nube se ha levantado. El diablo ha hecho sus bártulos y ha tomado un tren de larga distancia.
Lady Drayton frunció el ceño, intrigada. Estaba a punto de decir «¿Tu hermano, Ben?», cuando su hija entró en la estancia por la puerta vidriera. Diana, con aire de niña abandonada, mojada, cansada.
—¡Diana! —dijo Lady Drayton, contenta pero sorprendida.
—Hola, —dijo Diana.
Sir Benjamin, que tenía la boca llena, la saludó con la cabeza. Ella se sentó; parecía haberse encogido y estaba manchada de barro. Sin embargo, el vicario dijo:
—Tiene muy buen aspecto, querida, muy buen aspecto. Celebro mucho que el rumor sobre su enfermedad fuese infundado. Veo que ha estado dando un paseo a la luz de la luna. Excelente, excelente. Está un poco mojada, pero se ha ahorrado todo el jaleo.
—Con frecuencia los rumores tienen algo de verdad, —dijo Diana, con voz débil—. He estado enferma, en cierto modo, pero creo que me he recobrado. El paseo a la luz de la luna fue en realidad una huida a la luz de la luna, pero creo que me será perdonada. En cuanto al jaleo, tampoco me ha faltado. ¿Le importa que hable con mi madre?
—Será mejor que vengas arriba conmigo, —dijo Lady Drayton—, y te seques. Tienes los cabellos empapados. Y mira el estado de tu ropa.
—Yo soy un intruso, —dijo el vicario—. Precisamente iba a marcharme. Que Dios la bendiga, querida. Buenas noches a todos. Espero con ilusión volverles a ver mañana. Oh, mi estuche y mi libro y mis velas. No debo olvidarme de ellos, ¿verdad?
Empaquetó rápidamente sus instrumentos de exorcismo.
—Tengo que ir a ver a Ambrose —dijo Crowther-Mason—. Tiene que cambiar sus planes. Hay que interrumpir su sueño con otro rayo. Pero creo que esta vez el rayo será tan dulce como un sueño. Despertará de un sueño para sumirse en otro.
Sir Benjamin salió con su pan, su queso y su cebolla, llorando como una desposada.