—… qui ambulavit super aspidem et basiliscum, qui conculcavit leonem et draconem, ut discedas. Discede, contremisce et effuge!
Pero las palabras no sonaban como una orden, sino más bien como una súplica desesperada, que no cabía esperar que fuese tomada en serio por ningún espíritu que se preciase. El vicario sudaba (hacía mucho calor y éste parecía ir en aumento), Ambrose seguía roncando, Crowther-Mason no paraba de mirar su reloj y bostezaba disimuladamente, Sir Benjamin bebía una botella de vino del Rhin y comía unos gruesos bocadillos de pavo que él mismo se había preparado en la cocina. Sin dejar de masticar, dijo Sir Benjamin:
—Ella no parece haberse ido. Aquel olor permanece todavía aquí, en realidad más fuerte que nunca. No hay nada como el aire de mar para aumentar el apetito.
Y, muy satisfecho, se metió en la boca un pedazo de carne blanca apenas recubierta por su caparazón de pan.
—Llevamos una hora así —dijo Crowther-Mason—. Una hora de agua bendita y latín.
—He fracasado, —gimió desesperadamente el vicario—. Y sin embargo, la Iglesia no ha podido fallar. El que ha fallado soy yo, yo, yo. Tiene que haber una carie en el diente que el espejo del dentista no puede descubrir. El vaso no está limpio. Pero, ¿por qué no lo está? Yo lo he restregado y le he sacado brillo. Soy indigno. Pero, ¿cómo, cómo, cómo puedo hacerme digno? —Como un patriarca del Antiguo Testamento víctima de plagas y calamidades, se mesó los grises cabellos, diciendo, como Falstaff moribundo—: Dios, Dios, Dios.
—Debe abrir los ojos, —dijo Crowther-Mason, amablemente pero con firmeza—, a una espantosa herejía. Espantosa porque es verdadera. A mi modo de ver, una nueva religión no debe suplantar simplemente la antigua, sino que debe englobarla también. Englobarla. Contenerla. —Hizo con las manos ademanes de abarcar, de contener—. Yo diría que la verdad no es materia de lenta destilación, sino una revelación acumulativa, tejiendo círculos cada vez más anchos… —los tejió con las manos—, sin rechazar nada que sea bueno, envolviendo más y más bajo unas alas cada vez más grandes. El bien, por limitado que sea, no puede ser desterrado por un bien superior. El bien no puede arrojar el bien. Podemos decir que borramos el sabor del pan y del queso con cerveza, pero en realidad no es así. El queso se hace más vivo, más significativo, en el consumo palatal santificado por una brillante aureola de lúpulo y cebada. —Tragó saliva—. Si sabe lo que quiero decir.
—Aquí tenemos una buena colección de quesos, —dijo Sir Benjamin. Terminó su bocadillo de pavo—. Doble Gloucester. Stilton. Lancashire, Wensleydale. No hay en el mundo un país como Inglaterra para el queso. Como no hay en el mudo un país como Francia para el pan. —Apuró el vino del Rhin—. Es lo que vamos a tomar ahora, —dijo afanosamente—. Un poco de queso con pan. Muy bien.
—Mire usted, —dijo Crowther-Mason—, el pasado no se elimina nunca. El pasado se enriquece al desplegarse el presente. Los dioses están todavía vivos, son parte de un plan sobrecogedor que crece, se mueve, se ensancha, unifica.
—¡No! —gritó el vicario, como si las palabras de Crowther-Mason fuesen instrumentos de tortura—. No, le digo que no. ¿Qué tenemos que ver con eso los cristianos? Un sucio y prolífico Panteón, —gimoteó—, sueños vanos de mentes falibles, dioses libidinosos como los hombres, porque fueron creados por los hombres…
—Todo es creado por los hombres —dijo Crowther-Mason—. Tenemos que confesarlo. Lo objetivo y lo eterno se parecen en que ambos son separables del observador. Cuando miro una mesa, hago una mesa, sólo por el hecho de verla. Lo eterno no es menos eterno porque sea una mente falible quien lo concibe. La revelación divina tiene que terminar en la mente del receptor humano. En este sentido, nosotros hacemos nuestros dioses.
El vicario gimió. Sir Benjamin dijo, asombrado:
—Jamás en mi vida había oído tantas bobadas. ¿Es así como les habla a sus electores? No es de extrañar que nos encaminemos a un colapso total. No he entendido una palabra.
—Yo no estoy seguro de haber entendido mucho más que usted, —dijo Crowther-Mason—. Pero, ¿cómo puedo hacer que el vicario sienta, como siento yo, que no haya nada maligno en esta visita? ¿Por qué no puede una diosa del amor ser un aspecto tangible de la deidad terrible e incognoscible? Ciertamente, su personalidad es bastante más atractiva que, digamos, la de San Pablo. Ahora que pienso en ello, no sé por qué no habrían de canonizarla. Santa Venus.
Los gemidos del vicario se convirtieron en un murmullo articulado. Se sentó en el borde de un sillón y juntó las manos entre las rodillas, como disponiéndose a zambullirse en la alfombra verdemar.
—Nunca he estado tan confuso —dijo—. Y, para vergüenza mía, la confusión predomina sobre el horror de una blasfemia tan serenamente pronunciada, y creo, Crowther-Mason, que está usted sereno. ¿Qué ha sido la Iglesia, —dijo—, para la mayoría de nosotros, incluso para mí? Un traje mantenido limpio para ocasiones ceremoniales. Parte del moderado modelo inglés, en que, visto retrospectivamente, el invierno no ha sido realmente crudo, ni el verano realmente abrasador. Todo el país es una especie de salón amueblado con gusto, tapizado con cretona rosa. Nos gustaba pensar en Dios como presidiendo amablemente el club de cricket y el concurso de dardos. Pero nunca había que quitar el polvo, y el antiguo prado de césped no debía ser nunca minado por los topos. Los símbolos reconfortantes eran suficientes: la simple magia del bautismo, el jarabe para los enfermos, y las nobles y clásicas respuestas a las plegarias por los difuntos. —Se levantó del sillón, visiblemente agitado—. Pero ahora, —dijo—, ahora viajamos a un país espantoso, donde las bestias tienen espolones, y los pájaros, un veneno secreto. ¿Qué puedo hacer? Abordé este problema con la efervescencia de un niño por un pasatiempo ostentoso. Mi pistola era de juguete: nunca hubiese podido espantar con ella a un ladrón. Bueno, los ladrones han entrado en la casa. Y yo tiemblo, impotente, en lo alto de la escalera. Hay dos caminos, —dijo—, dos caminos a seguir, pero ambos son desconocidos, demasiados desconocidos para un viejo que no tiene mapas y conoce solamente una senda frondosa en verano, con las campanas sonando a lo lejos y las gárgolas esperando, prestas a saludarme sonriendo, para que yo les sonría a mi vez con cierto amor. —La noche se estaba volviendo muy cálida. Había un juego lejano de relámpagos. El trueno retumbaba en la lejanía—. Pero que no se diga que un viejo carece de valor, —dijo el vicario, irguiendo los hombros y levantando la cabeza como para un desfile.
—Sea lo que fuere lo que se propone hacer, —le invitó Crowther-Mason—, le ruego que lo haga. Por favor.
—Que el obispo deje de sorber oporto en su suntuoso palacio, —declamó el vicario—. Que el decano haga una pausa en la conferencia de su diócesis. Que el cura levante un momento la mirada y me contemple ahora. —Extendió los brazos, invitando a todo el mundo a mirarle—. Cuarenta años en la Iglesia, —dijo—. La Iglesia, —repitió—, el don morganático de un monarca sifilítico. Miradme, demasiado viejo y demasiado débil para el viaje sin agua en el desierto, la sudorosa masa en la jungla, el cuidado de los pobres en la abadía llena de escorpiones. Pero, —dijo con fiereza—, no demasiado viejo para la renuncia de algo que lo significaba todo.
Y empezó a arrancarse su cuello clerical. Sir Benjamin se impresionó y dijo:
—No en mi casa, vicario. No haga eso.
—No soy digno, —gritó el vicario—. Domine, non sum dignus.
Tenía ciertas dificultades con el botón de atrás. Los relámpagos se acercaban reptando a sacudidas, seguidos puntualmente por los truenos. Crowther-Mason trató de agarrar las manos violentas del vicario y le dijo, en tono apremiante:
—Serénese. Sabe Dios que no soy quién para decirle esto, pero incluso los santos, incluso los apóstoles, conocieron el fracaso. El diablo es duro de roer: a veces fallan los dientes, pero la paciencia puede actuar como un martillo. A veces han sido necesarios la oración, el ayuno, el retiro, la vigilia delirante, la repetición hasta el infinito de las ceremonias adecuadas, para realizar la obra. Sabe Dios que yo, como político, no tengo mucho de cristiano, pero si la Iglesia cede, ¿qué nos quedará? Solamente la mística del Día de la Madre y la nevera o la porra de goma del Estado colectivo. Por el amor de Dios, no cedan.
—Por el amor de Dios, estoy cediendo, —gritó el vicario—. ¿No se da usted cuenta, tonto, de que esto no es más que una batalla de flores? Nuestra gloriosa tradición de compromiso me vendió al enemigo antes de nacer. Mi puesto debería estar en el estrado de la justicia, imponiendo multas leves a los leves infractores de la ley. Dudo de esta brumosa Iglesia inglesa, totalmente incapaz, que es como una especie de máscara del bien y del mal. Las gárgolas bajan gateando, —dijo, con semblante enloquecido—, claras y distintas como bajo el sol mediterráneo. Gárgolas que al principio se confundían con espectros del Día de Todos los Santos, pero cada una de las cuales se convirtió en una Medusa, sin que haya armas adecuadas en el arsenal. Me convertirán en piedra, a menos que arroje mi disfraz de Perseo y me convierta en un espectador inofensivo.
Forcejeó con Crowther-Mason, y ahora Sir Benjamin intervino también en la contienda, tratando ambos laicos de obligarle a conservar el cuello clerical. Un forcejeo torpe y bastante grotesco, mientras Ambrose seguía roncando. Con un tirón triunfal, arrancó el vicario de su cuello el símbolo de su autoridad religiosa. Lo tiró furiosamente.
—No quiero saber nada de él. Por lo demás, que se haga en mí tu voluntad, Señor.
El rayo estalló encima de ellos. Iluminó el jardín, mostrando una fotografía de dioses imperturbables; mostrando también un olmo fulminado, un olmo ardiendo repentinamente y derrumbándose. El trueno retumbó en todo el cielo, casi sofocando el ruido del árbol al caer y el de la cosa o las cosas sobre las que caía.
—¡El diablo anda suelto! —gritó el vicario, en tono de triunfo, como si estuviese a favor del mal—. Pero ahora, —añadió— sabemos que estamos desnudos.
—Ha caído un rayo, —tronó Sir Benjamin—. Esto no es ninguna broma. Desearía, vicario, con el debido respeto a su hábito, que reservase la religión para los domingos y su propio púlpito. La religión está muy bien en su lugar, pero cuando provoca actos de Dios, me abandona mi sentido del humor. Vamos, —dijo a Crowther-Mason—, conozcamos lo peor, conozcamos lo peor.
Y salió de estampida. La lluvia cobró inmediatamente vida, con furia tropical. Pero el aire no pareció refrescarse en absoluto. Crowther-Mason se levantó el cuello de la chaqueta y siguió a Sir Benjamin.
—Oh, —gimió una voz—. Oh, oh, oh, oh. —Ambrose se estaba despertando, abrió los ojos nublados, trató de mojarse los labios y dijo—: Soñando, estaba soñando. Dios mío, qué seca tengo la boca. Estaba soñando que alguien se caía de la cama. Alguien me ha hecho comer limaduras de metal. También lo he soñado. ¿Se ha peleado usted, vicario, o qué ha pasado? Y en este sueño de la caída de la cama había algo que guardaba relación con el fin del mundo. Oh, —dijo, y sacó la lengua como un ahorcado.
El vicario dijo humildemente:
—Yo no puedo decirle nada. No tengo nada que contar. Salvo que también he estado soñando. Soñaba que estaba despierto. Y el sabor de mi boca por la mañana es el sabor de mí mismo, que no es muy agradable, pero solía ser mi plato predilecto.
—Cuando me quedé dormido, —dijo Ambrose—, creo recordar que estaba usted haciendo algo bastante importante, pero no puedo acordarme de lo que era exactamente.
—Piense, —dijo el vicario, asintiendo con la cabeza—. Recordará lo que era. Y tendrá que llamar a otro doctor, a un suave y granítico jesuita que no juegue al criket, o a un monje budista, o a un hechicero pintado. Todavía está hechizado. Los brazos del mal le atenazan todavía, y yo no puedo aflojar su presa.
—Oh, —dijo Ambrose, despertándose del todo en el acto—. Era eso. Entonces, no fue un sueño. Es fría prosa. Papel de periódico de la resaca. —Se chupó de nuevo los labios y miró tristemente el aguacero—. Creo, —dijo—, que podría beberme todo eso. —Empezó a levantarse del sillón, chirriando y gimiendo como un viejo. Entonces entró Sir Benjamin, empapado y furioso, seguido de un empapado pero no furioso Crowther-Mason—. Pero no puedo salir, —dijo Ambrose—. No puedo meterme en aquella oscuridad.
—Vaya donde diablos se le antoje —rugió Sir Benjamin—. Al menos tres han sido destrozadas, desintegradas en átomos. Un obsceno revoltijo de miembros rotos. Espero, —rugió amenazadoramente, dirigiéndose al vicario—, que su dios carnicero y dominador habrá quedado satisfecho. Sé que no eran más que unas estatuas, unos juguetes de viejo, pero, ¿qué tenemos nosotros, cualquiera de nosotros, que no sea de juguete? ¿Qué tiene él, salvo juguetes? Pero, desde luego, él debe tener todo el cuarto de los niños para extender sus bloques de construcción y monopolizar el suelo con su ferrocarril. A nosotros no nos está permitido hojear su anuario del año pasado, ni resolver un rompecabezas con las piezas clave que faltan. Y —gritó—, tenemos que estarle agradecidos si no nos da una patada. Salga y mire, —ordenó al vicario—. Todo es por su culpa, de usted y de su blasfemia. Estoy pensando en presentar una reclamación a los comisarios eclesiásticos.
—Calma, calma, Sir Benjamin —dijo el vicario—. Tranquilícese, tranquilícese.
—Me parece, —dijo Crowther-Mason—, que quizá podrían pegarse los trozos. Júpiter se halla en bastante mal estado y Neptuno ha perdido la cabeza y su tridente se ha convertido en un tenedor inofensivo. En cuanto a la pobre Venus…
—¡Muerta! —gritó angustiado Sir Benjamin—. ¡Hecha añicos! Pobrecilla, pobrecilla. Nada queda en absoluto de ella.
Entonces entró Lady Drayton, inquieta, con rulos en los cabellos y envuelta en una bata bastante vieja.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. Me despertó un ruido, comprendí que no eras tú, Ben, que venías a acostarte. El ruido era demasiado fuerte.
Crowther-Mason explicó.
—Algunas de las estatuas de Sir Benjamin parecen haber sido víctimas de un picapedrero. Si he de ser sincero, tengo la impresión de que en realidad no son de piedra. Tal vez de algún tipo de arcilla. Se rompieron con demasiada facilidad. Un árbol se partió con un rayo.
—Por su culpa, —dijo Sir Benjamin, señalando al vicario—. Provocó esto con sus blasfemias.
—Señor vicario, —dijo Lady Drayton—, ¿cómo se ha puesto en este estado?
El hombre parecía un vagabundo intelectual, obligado a vagar por los caminos debido a la pederastia.
—Yo… —dijo el vicario—. Mire usted…
Empezó a buscar el cuello por el suelo. Después se puso a cuatro patas y continuó su búsqueda, emitiendo gruñidos como un oso.
—¿Se han vuelto todos locos esta noche? —preguntó Lady Drayton—. ¿Y qué es aquella luz de allá arriba?
La lluvia estaba amainando. Podía verse claramente una especie de foco celeste, de un azul verdoso.
—Un satélite, —dijo Crowther-Mason—. De los americanos o de los rusos, no estoy seguro. Aunque supongo que esto importa poco.
—Esto es el fin, —dijo Sir Benjamin, encogido en un sillón, mientras el vicario seguía a cuatro patas—, el fin de algo para mí. El fin del sol, del mar y de la viña, y el principio del victorioso norte. El pasado ha muerto y ahora domina el arco fijo y luminoso del eterno presente.
—Oh, tonterías, —dijo vivamente Lady Drayton—. No costará mucho limpiar toda esa porquería. Quizá podríamos incluso instalar un jardín de piedras.