8

Ambrose yacía boca arriba, como muerto. Las ocultas y gemelas pupilas de sus ojos cerrados invitaban a la diosa, o lo que fuese, a venir y poseerle pero había un gran mar de luz eléctrica que le aislaba. Los zarcillos del abrazo eran demasiado débiles para turbar su sueño, pero tenía extraños sueños amorosos, de una voluptuosidad hasta entonces desconocida para él. Estaba persiguiendo ninfas a través de bosques soleados, y ninguna de ellas era Diana. Le sorprendía y entusiasmaba la pelambrera de sus propios muslos. Tocaba una perezosa tonadilla que iba desde el do sostenido hasta el sol natural y vuelta atrás. Era asombroso que pudiese tocar una cantinela tan dulce con su flauta mientras perseguía a las ninfas. Pero era una persecución ligera, que no requería esfuerzo. Las ninfas reían y giraban entre los árboles, en el agua, entre las cañas de la orilla. La música de arpa del agua acompañaba la tonada de la flauta. «Yo deseo, —parecía estar diciendo—, perpetuar esas ninfas. Su ligera encarnación es tan claramente brillante que revolotea en el aire, un aire con la somnolencia de un sueño empenachado. Mi duda, grávida de noche antigua, termina en muchas ramificaciones sutiles que, sin dejar de ser los propios bosques, demuestran, ay, que me ofrecí el falso ideal de rosas triunfales. Pensemos en cosas…».

Seguía vagando en su perezosa persecución, tocando la flauta. Entonces apareció la visión, la terrible visión, sobre la falda del Etna. La lava del amor. ¿La reina? Ansió abrazarla, la flauta era un estorbo. Y entonces, de pronto, aquello dejó de ser un sueño. Supo que estaba abriendo realmente los ojos y que una verdadera oscuridad le rodeaba. Le sofocaba una presencia, olorosa, terriblemente deseable, brillantemente cegadora y sin embargo negra. No podía librarse de ella. Y no quería ceder, porque ceder significaría el fin de Ambrose Rutterkin, el moderadamente próspero ingeniero de estructuras, con un buen empleo y futuro. Sabía que podía ser bueno que aquello ocurriese, pero el hábito de comportarse como quien era, era demasiado fuerte. «¡Socorro!», gritó, paralizado, sereno, despierto. Nadie le respondió. El ama de Diana estaba en el jardín, sin poder oírle, eligiendo un dios. Sir Benjamin andaba a tientas por los pasillos, vociferando, buscando a ciegas la caja de los fusibles. Lady Drayton se cubría la cabeza con la sábana. Diana y Julia Webb estaban a muchos kilómetros de distancia, viajando en un rápido «Renault Dauphine» en dirección a Londres y apartando ocasionalmente Julia Webb una mano del volante para acariciar la rodilla de Diana.

El vicario y Crowther-Mason se hallaban en dificultades. Mientras Crowther-Mason conducía hábil y rápidamente desde la vicaría hacia la odiosa mansión gótica donde Ambrose gritaba impotente y con fuerza menguante, tanto él como el vicario advirtieron una interferencia. Revoloteaban pájaros frente al parabrisas. Revoloteaban pájaros ante sus ojos, cegándoles. Sin embargo, lo que parecía toda una bandada se convertía una y otra vez, en un par, en una simple pareja.

—¡Son palomas! —gritó Crowther-Mason.

—No, no, no son pájaros auténticos —jadeó el vicario—. Son demonios en forma de pájaros. Rece, rece fervorosamente.

Estrechó el estuche de los instrumentos de exorcismo contra el pecho, y empezó a rezar. Entonces uno de los diablos-pájaros, a modo de represalia, dejó caer una copiosa deyección sobre la cara de Crowther-Mason. Completamente cegado, perdió el dominio del volante. Los atacantes chillaban y zumbaban alrededor de su cabeza.

—¡Cuidado! —gritó el vicario—. ¡Que Dios nos ampare!

Crowther-Mason trató de recuperar el control del coche en el momento en que se dirigía en línea recta a una zanja. Quitándose el palomino de los ojos, vio lo que le mostraban los faros. Frenó demasiado tarde. Aterrizaron suavemente en un ángulo de casi setenta grados, mientras las palomas arrullaban y bailaban triunfales, revoloteando ordenadamente sobre ellos.

Salieron del coche con dificultad, ya que el vicario estaba muy lejos de su juventud.

—¡Vamos! —le apremió Crowther-Mason—. ¡Realmente es ahora cuando empieza la cosa!

—No puedo correr, —gimió el vicario—. No puedo.

Caminaron lo más deprisa que podía el vicario, todavía con las palomas chillando y aleteando alrededor de sus ojos y de sus orejas.

—Aprisa, —dijo Crowther-Mason, asiendo del brazo al vicario—. Mire, la casa está a oscuras. Se han apagado todas las luces.

Caminaron apresuradamente hacia el negro y macizo edificio, era lo único que quedaba (salvo unos pocos miles invertidos) de la fortuna original del primer baronet. La verja de hierro forjado (con refuerzos anti-robo por dentro y por fuera) estaba abierta cuando entraron desalentados. Los viles dioses brillaban débilmente en la oscuridad. Un toro pareció mugir en el aire sobre ellos.

—Imposible, —jadeó Crowther-Mason. Las palomas huyeron volando, aterrorizadas. Una estrella parecía más brillante de lo normal, parecía desprender calor—. Vamos, de prisa, de prisa.

Llegaron a la puerta vidriera. Entraron. El olor del mar, el olor a todos los bancos de arenques que existieron jamás, les envolvió con más intensidad que antes, y esta vez creyeron oír que las olas se reían en la rompiente.

—Luz, —gimió, medio muerto, el vicario.

Crowther-Mason encendió una cerilla. El vicario abrió el estuche y sacó unas velas. Al encenderse una de éstas, el olor del mar pareció debilitarse un poco. Encendieron desesperadamente una vela tras otra y las colocaron en la habitación, vertiendo desconsideradamente cera sobre las superficies barnizadas, para que, a falta de palmatorias, se mantuviesen las velas en pie.

—Gracias a Dios que han llegado —murmuró Ambrose—. Creo que no habría podido aguantar mucho más.

El vicario recobró lentamente su aliento.

—Debimos imaginar, —dijo—, que ocurriría algo así. Afortunadamente, hemos traído estas velas. Mis feligreses se quejan siempre de lo que llaman mis innovaciones romanas. Se refieren principalmente a las velas. Pero yo creo en ellas.

Como viniendo de muy lejos, brotó la voz de Ambrose de su boca abierta.

—Yo creo en las velas, como omnipotentes creadoras de la luz sobre la tierra.

—Pobre muchacho, —dijo el vicario—. Una blasfemia involuntaria. De todos modos, ahora tenemos luz, y donde hay luz no puede estar el mal. ¿Cómo se siente, hijo mío?

—Débil.

—Es natural, —dijo Crowther-Mason—. Toma un poco de coñac, si es que queda.

—No quiero coñac, —dijo la débil voz—. Engalanadme con un ramo de acebo y prendedme fuego. Nunca más, nunca, nunca más.

—No podemos permitirnos esta demora, —dijo el vicario, sacando el hisopo del agua bendita—. Hemos tenido interferencias diabólicas durante todo el trayecto desde la vicaría, —explicó—. Y lamento decirle que su coche se ha quedado en una zanja. Pero a pesar de todo, estamos aquí. No es fácil leer con esta luz, y mis ojos no son jóvenes. Bueno, ¿dónde está ese libro?

Buscó entre las cosas que había sacado del estuche: dientes de ajo, un crucifijo de palma, una botella de agua del Jordán. Cogió un grueso volumen negro y lo hojeó, mirando las páginas con ojos miopes.

—¿Necesita ayuda? —preguntó Crowther-Mason.

—Basta con que esté usted aquí como testigo, —dijo el vicario—. Voy a recitar las palabras del exorcismo. Lamento decirle que están en latín, cosa que no gustaría mucho a mis feligreses. Pero el diablo es conservador: se aferra a la antigua fe. Bueno, vamos a ver. Deberíamos advertir casi inmediatamente la desaparición de este diabólico olor…

—Mire usted, —dijo Crowther-Mason—, yo siempre había pensado que el olor a pescado era algo que podía utilizarse para expulsar al diablo. Porque el pez es un símbolo cristiano. ¿No es verdad?

—¿Lo ve? —gritó el vicario—. Las fuerzas del mal están tratando ahora de apoderarse de usted. Tratando de persuadirle de que aquí no hay nada malo. Vamos. Vacíen los dos sus corazones de todo pensamiento, salvo la voluntad de que esto dé resultado. —Ambrose roncó—. Duerme, pobre muchacho, —dijo el vicario—, y despierta después de haberte librado de este íncubo.

—Súcubo, —dijo Crowther-Mason.

—Vamos, vamos, —le increpó el vicario. Roció toda la habitación con agua bendita, hizo la señal de la cruz y empezó a leer en voz alta, con monotonía—: Exorciso te, inmundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne phantasma, omnis legio, hominum divomque voluptas, alma Venus, caeli subter labentia signa quae mare navigerum, quae terras frugiferentis concelebras

Crowther-Mason frunció la cara con asombro, con incredulidad.

—¿Qué está usted diciendo, vicario? —preguntó.

Las llamas de las velas vacilaron; las sombras eran grandes y opulentas.

—Realmente, Crowther-Mason, —dijo el vicario, con irritación—, no creo que éste sea el momento adecuado para traducírselo.

Se dispuso a seguir leyendo en voz alta.

—No le pido una traducción, —dijo Crowther-Mason—. He estudiado un poco a los clásicos. En todo caso, lo bastante para darme cuenta de que lo que ha dicho usted me sonaba curiosamente familiar.

—¿Y qué importa eso? —casi gritó el vicario—. Realmente señor, esto es impropio de usted. El asunto que nos ocupa es de vida o muerte. Por favor, deje para después lo que tenga que decir. —Prosiguió su recitado—: Per te quonian genus omne animantum concipitur visitque exortum lumina solis. Te, dea, te fugiunt venti

—Ya estamos otra vez, —dijo muy excitado Crowther-Mason—. ¿Está usted seguro de no haberse equivocado de libro? Ha dicho: «te, dea», etcétera, etcétera.

—¿Está usted embrujado, señor? —exclamó el vicario—. Éste es el Rituale Romanum. El diablo está influyendo en usted, haciendo que entienda mal las palabras. Las que ha citado eran de Lucrecio, diría yo. Pero no están aquí. Eso es seguro.

—Claro, claro, —dijo Crowther-Mason, casi saltando—. Lucrecio, claro está. Es lo que estaba usted leyendo: la primera oración a Venus. —El vicario abrió la boca como si fuese a tragarse una manzana entera. Soltó el libro como si fuese una patata salida del horno—. Es usted quien está siendo embrujado, —exclamó Crowther-Mason—. Algo pone las palabras indebidas en su boca.

El vicario recogió el libro y lo limpió del polvo con los fondillos del pantalón.

—Yo represento a la Iglesia, —proclamó—. Todo el peso de su autoridad me apoya. Limpie su corazón, señor. No escuche esas voces. El mal anda suelto esta noche, pero el bien prevalecerá. Permita que continúe. —Ambrose se retorció en su sueño.

—Luz, luz, —gritó débilmente.

La luz obedeció inmediatamente y se encendió.

—Un buen presagio, —dijo el vicario—. Veamos, Crowther-Mason. —Respiró hondo—. En esta página hay palabras, —dijo, dando unos golpecitos sobre el libro—. Mis ojos captan estas palabras. En la estación cerebral, la visión se cambia en sonido. El sonido parte en un discurso significativo. El descarrilamiento es imposible. Escuche de nuevo. —Y, lleno de confianza, salmodió las que creía que eran palabras del Rituale Romanum: Te nubila caeli adventumque tuum, tibi suavis dedala tellus summinttit flores, tibi rident aequora ponti

Crowther-Mason sacudió vigorosamente la cabeza.

—No hay nada que hacer, nada que hacer, se lo aseguro, —dijo—. Todo sale mal. Hay un lío en la estación. Llega una señal extraña. Ríndase. Ella se ha apoderado de usted, como se apoderó de Ambrose.

—¡Nunca! —gritó el vicario. Pero pareció muy viejo e inseguro bajo la fuerte luz de la araña. Olfateó. El olor del mar seguía flotando en la habitación—. Oh, ¿por qué no ocurre nada? —dijo, muy afligido—. Estoy haciendo todo lo que puedo, ¿no es verdad, Dios mío? Pero este efluvio sigue cubriéndolo todo, como una capa de polvo. Tengo la impresión, —prosiguió, casi hablando consigo mismo o con una deidad particular, oculta en su interior—, de que estoy dando cuerda a un reloj que tiene el muelle roto, o de que conecto un televisor cuando está cortada la corriente. Hay algo que falla. Dudas, dudas. Es fácil no dudar cuando se esté en el jardín de la vicaría o cuando se da clase de confirmación. Pero ahora, cuando tengo que realizar la operación, mi primera operación (y no ha sido por mi culpa, Señor), cuando hago la incisión y me encuentro con que el órgano no está en el sitio que dicen los libros de texto, cuando salgo de la sala de disección y siento que la arteria está caliente, latente y terriblemente viva, entonces todo es diferente. Oh, dame fuerza, dame fuerza, Señor. No es momento para dudas. Probaré de nuevo.

Pero cuando iba a probar de nuevo, entró Sir Benjamin con un rollo de cable.

—He arreglado los plomos, —dijo, satisfecho—. Ya no hacen falta esas velas. —Dio la vuelta a la habitación y las apagó soplando—. Un asunto muy extraño, —dijo—. Alguien ha querido divertirse a costa nuestra. La caja estaba abierta, y los casquillos de los plomos, desparramados por el suelo. Al principio pensé que habían entrado ladrones. Pero, al parecer, no falta nada en la casa. —Miró intrigado los instrumentos de exorcismo del vicario. Después olfateó—. Ah, veo que todavía sigue aquí. Está usted tratando de librarnos de ella, ¿eh, vicario? Bueno, continúe, continúe. Y no es que en realidad cause muchas molestias, ¿verdad? —dijo, rascándose la vieja cabeza gris—. Una diosa, ¿eh? No hay muchas casas en estos andurriales que puedan jactarse de tener una diosa. El viejo Foulkes no para de hablar de su fantasma familiar, pero no tiene nada como esto, ¿eh? No obstante, si quiere continuar, continúe.

Y se sentó, canturreando.

El vicario estaba escandalizado.

—La indiferencia, —dijo—. Eso es lo malo de esta parroquia. Nadie está en ningún bando. ¿No ve usted, Sir Benjamin, que no estar en ningún bando significa estar de parte del diablo? Esto me sorprende en usted, un servidor de la Iglesia anglicana, un modelo para el pueblo, un pilar de la Iglesia. Si el diablo entrase aquí, absurdamente calzado y bien peinados los cabellos sobre los cuernos, sin que su imagen se reflejase en el espejo ni su sombra se proyectase bajo el sol, ¿qué haría usted? ¿Le daría la bienvenida, le ofrecería whisky, hablaría con él de las cosechas y del cricket? ¿Acaso no reconocería al maligno?

Tembló al pronunciar la última palabra.

—En mi posición, hay que ser cortés, ya sabe, —dijo Sir Benjamin—. Yo acepto a la gente como es. A mi edad, no puedo permitirme tener demasiados enemigos.

Ambrose roncó.

—¿Y usted, Crowther-Mason? —gritó el vicario—. ¿Está conmigo o contra mí? ¿Estoy luchando a solas?

—Estoy con usted, vicario, —dijo sensatamente Crowther-Mason—, pero, ¿tengo que aceptar forzosamente sus premisas? Tenemos que liberar a Ambrose de este íncubo o súcubo, pero ¿cómo podemos estar seguros de que su técnica es la adecuada? ¿Cómo puede usted estar seguro de que ella es maligna?

—Realmente…

—No, no, espere. A mí nunca me ha parecido maligna, y esto es en parte por culpa de mi educación cristiana. Todos nosotros tenemos dos caras en nuestra actitud frente a los clásicos. Nos enseñaron a inclinarnos ante Homero. Nos dijeron que aceptásemos a Virgilio como a un cristiano honroso. Y no paran de decirnos que consideremos los mitos sobre los que ellos escribieron, los mitos que son la sangre misma de su obra, como simples cuentos de hadas. Pero los mitos no son cuentos de hadas. Nuestros pequeños y engreídos himnos están a punto de sufrir un cambio radical. El equívoco motor está demasiado bien engrasado. Eso no servirá en absoluto. No podemos seguir los dos caminos a la vez. Debemos pensar en alguna otra manera, debemos invocar a otras autoridades. Si ella está viva, seguramente lo están también los otros; me refiero a sus colegas del Olimpo. Alguien debe ser responsable de ella.

El vicario se estremeció.

—Eso es monstruoso, —dijo—. Está usted sugiriendo que tratemos con el diablo, que negociemos con el enemigo. ¡No! La Iglesia, tuvo, al principio, el poder de hundirlos chillando en el abismo, marcados con el hierro candente de la Cruz. Este poder permanece, y yo, aunque indigno de ello, soy un ministro de este poder. Muy bien, me envolveré en la capa de mi fe y me enfrentaré solo a la tormenta. —Suspiró—. Ojalá pueda, no sólo expulsar de aquí este mal, sino también su incapacidad de ver el mal. —Cogió de nuevo su libro, lo hojeó hasta encontrar la página adecuada y prosiguió la lectura—: Adjuro ergo te, draco nequissime, in nomine Agni inmaculati

Sir Benjamin y Crowther-Mason esperaron paciente pero escépticamente. Ambrose siguió roncando satisfecho.