7

¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde estaba Jack? ¿Dónde estaba el vicario? Ambrose estaba inquieto, pero era la inquietud del hombre cuyo estómago da vueltas a una carga dudosa. Además, la casa parecía terriblemente silenciosa. Ambrose había terminado de leer y ahora estaba descifrando. Las aves de Shakespeare gorjeaban y chillaban en su cabeza. Un pájaro le habló, un pájaro que era una vieja de nariz afilada y ojos brillantes. Era el ama de Diana, que se inclinaba solícita sobre él.

—Me enteré de que se había quedado solo, Mr. Ambrose, —le dijo—. Mire lo que le traigo. —Era una taza sobre un platito y, en ella, un líquido viscoso, pardo, humeante—. Una buena taza de cacao caliente. Caliente y espeso. No hay nada que se le pueda comparar como última bebida de la noche, sobre todo cuando uno se siente un poco deprimido e inquieto. Yo acabo de tomarlo. Vamos, bébalo mientras aún está caliente.

A Ambrose se le hizo un nudo en la garganta; su estómago dio un vuelco ante aquella perspectiva. Por lo visto, su estómago, podía oír. ¿Tenía orejas? ¿Cuántas?

—Es usted muy amable, —dijo—. Pero, sinceramente, creo que no podría tomarlo.

Se preguntó si no sería mejor que saliese al jardín. Pero no con aquella oscuridad. Estaba muy bien vanagloriarse de ser perseguido por una diosa, aquí, bajo la confortable luz. Pero quizá sabía el vicario lo que se decía. Tal vez, a fin de cuentas, no era realmente una diosa. Se sentía muy borracho e inquieto.

—Tendría que poner algo en su estómago, —dijo la vieja ama de Diana—. El dolor es malo como cena, Mr. Ambrose. ¿Está seguro de que no quiere que le traiga algo de la cocina? Quizá un buen bocadillo de jamón, o tal vez podría cocerle un arenque. Aunque la verdad es que este lugar huele a arenques. Supongo que será cosa de Sir Benjamin. O tal vez sólo es fruto de mi imaginación. —Olfateó de nuevo—. A arenques ahumados, no frescos, diría yo.

—Yo no huelo nada, —dijo Ambrose.

La verdad es que no se atrevía a olfatear. El olor a cocina de barco, a pescado en preparación. Las olas del golfo de Vizcaya saltando y aullando allá fuera. No, no.

—Yo no me preocuparía demasiado —dijo, tranquilizadora, el ama de Diana—. Diana fue siempre un poco testaruda. Llena de fantasías fugaces, podríamos decir. Cuando era pequeña, cambiaba continuamente de idea. Era imposible saber lo que quería, la muy señoritinga. Una buena zurra era la única manera de hacer que se decidiese. Es lo que le convendría ahora.

—Ella se ha decidido ya, —dijo Ambrose—. Es imposible hacerla volver atrás.

Tal vez si tomase otra copa de Cointreau… No, no. Pero allí había whisky. Se dirigió tambaleándose en busca de la botella.

—Tarde o temprano, vendrá sin que la llamemos, —dijo la vieja—, si es que la conozco un poco. Si no quería la papilla cuando era pequeña, yo no la forzaba nunca. Más pronto o más tarde, se la comería. Como el perro que vuelve a lo que ha vomitado si usted me entiende.

—Comprendo lo que quiere decir —dijo Ambrose, balanceándose.

No, nada de whisky. ¿«Advocaat»? Un agradable, cremoso y sedante brebaje. Crema. Contempló durante un momento la crema. No, no se sentía mareado. Era curioso. Se sirvió «Advocaat». Éste serpenteó lentamente en la copa.

—¿Y suponiendo que no lo hiciese? —dijo la vieja bruja—. Hay muchos más peces en el mar. Sí, es el mar, —dijo, olfateando—. La imaginación es una cosa muy curiosa. Debe ser porque hablamos de vacaciones en la cocina, después de la cena. Un buen mozo como usted, Mr. Ambrose, no tendría que buscar mucho para encontrar esposa. Y en realidad, importa poco la persona con quien se case. El matrimonio en sí es lo que cuenta. Mire usted, Mr. Ambrose, cuando pienso en mis maridos, a veces no puedo recordar cuál era cuál. Me di cuenta de ello el otro día, cuando estaba mirando un álbum de viejas fotografías. Me di cuenta de que era Watkins, y no Horrabin, el que llevaba bigote. Y Horrabin tenía una pata de palo. Lo había olvidado. —Cloqueó como un oboe viejo—. Pero, ¿qué importa? Todos somos hijos de Adán, y también de Eva. Varón y hembra los creó, dice el vicario. Es un bonito dicho que siempre me ha regocijado.

Un buen licor, este «Advocaat». Sin embargo, Ambrose se sentía todavía deprimido. Miró a la vieja y decidió hacerla objeto de sus confidencias.

—Es fácil, —dijo—. Sorprendentemente fácil. —Se detuvo delante de un cuadro, un cuadro de Diana: una absurda naturaleza muerta en la que media guitarra estaba siendo frita con cebollas y mariscos—. Qué pintura más tonta, —dijo—. Sí, señora, —prosiguió, tambaleándose y acercándose a ella—. El matrimonio es muy fácil. No hay que hacer nada. Es como contraer paperas. Sólo se necesita un anillo y un sitio donde ponerlo. Pero siga mi consejo, siga mi consejo. La próxima vez que se case, no lo haga con una estatua. Es muy engorroso para todos. No sueñe nunca en casarse con una estatua.

—Que Dios le bendiga, —dijo ella sonriendo—. Todos son como estatuas hasta que se les calienta. Horrabin lo era. No tenía la menor afectividad natural, por decirlo así. Había más sentimiento en su pata de palo que en todo su cuerpo. Para lo que me servía al principio, igual habría podido casarme con una de esas estatuas paganas que tiene Sir Benjamin en el jardín. —Cloqueó—. Y siempre tenía los pies helados.

—Eso es, —dijo Ambrose, muy excitado—. Eso es exactamente lo que me ha sucedido hoy. Me he casado con una estatua.

—¿Cómo dice, Mr. Ambrose?

—Me he casado con una estatua.

Ella le acarició maternalmente un brazo, mientras decía:

—Se ha preocupado demasiado, Mr. Ambrose, ahí está todo su mal. Vamos, beba esta rica taza de cacao antes de que se enfríe. Después se sentirá mejor.

—Escuche, —dijo Ambrose, en tono apremiante—. Tiene que escucharme. Tiene que creerme. Puse un anillo de boda en el dedo de esa estatua de Venus que está en el jardín. Sí, lo hice. Pregúntelo a los demás. ¿Y sabe lo que encontré en mi cama?

Se sentía muy borracho. No podría aguantar mucho más.

—Vamos, siéntese, —insistió ella—. En este sillón. —Ambrose obedeció de buen grado—. Y beba esta buena…

—Allí están, —dijo furiosamente él, señalando hacia el jardín—. Cuatro por un penique. Los que prefiera. Toda la maldita colección. Envuélvalos y lléveselos. Júpiter y Mercurio y Marte y Pan y Apolo. Todos los que quiera. Bastará con que les ponga un anillo y serán suyos.

—Ahora sólo tiene que dormir un poco, —dijo la vieja, con amable interés—. No está acostumbrado a beber tanto. Ésta es la causa de que esté trastornado, Mr. Ambrose. Beber con el estómago vacío es una cosa terrible.

—¿Cree usted…? —dijo Ambrose, tumbado en su sillón—. ¿Cree usted en lo… —la palabra era difícil de pronunciar—, lo chobrenatural?

—¿Cómo dice, Mr. Ambrose?

—Chobrenatural.

—Ah, ya sé lo que quiere decir. Bueno, creo en las cartas y en las hojas de té y en el Libro del Destino de Napoleón, naturalmente, como todo el mundo, —dijo la vieja—. Y en el Almanaque del Viejo Moore, desde luego. Pero no diría que soy realmente lo que usted podría llamar supersticiosa.

—Zuperzticioza, —dijo Ambrose—. Lo que yo digo ez verdad. Toda la verdad. Pregunte a Zir Benjamin. Pregunte a Jack. Pregunte al vicario. Le digo que ez verdad. Mi ezpoza ez una dioza pagana. Tiene milez y milez de añoz. Venuz. La dioza del amor. Cazado.

Se durmió y empezó a roncar.

—Pobrecillo, —dijo la vieja—. Duerme, duerme la mona. Cuando te despiertes te encontrarás bien.

Le dio unas palmadas. Después se plantó junto a la puerta vidriera para echar un vistazo a aquellas formas blancas que relucían en la olorosa oscuridad. Era una noche espléndida, una noche capaz de infundir amor en las venas de cualquiera, por viejas y varicosas que fuesen. En la memoria de la anciana rebulleron fragmentos de textos, no simplemente amorosos, sino de antiguas historias que contaban en la escuela. Creyó recordar que una de ellas se refería a un dios que bajaba a la tierra en forma de cisne o de toro. El toro no le gustaba mucho. También había un cuento sobre el mismo dios disfrazándose de lluvia de oro. Ciertamente, la noche era deliciosa. La tierra, pensaría, ofrecía todas las Dánae a las estrellas. Era el dios principal, el jefe. Rió entre dientes, contemplando al dormido Ambrose. «Lástima que su amada no pueda darme su juventud», dijo para sus adentros. Ah, sí, era Júpiter. Por lo visto, las relaciones eran más amistosas en los viejos tiempos. Un toro, un cisne, una lluvia de oro. Aquel dios no poseía la virtud de la templanza. «Tenía que salir y echar un vistazo a aquellas estatuas», pensó, y ver si Mr. Ambrose había dicho la verdad en lo del anillo. Y al salir a la fragante y amorosa oscuridad, desprendió a su vez un viejo anillo de oro, el de Horrabin, de su nudoso dedo.