6

Sir Benjamin no volvió. Probablemente había ido a despertar a Lady Drayton para contarle la extraña historia y quizá aconsejarle que bajase a oler el ozono, para que después durmiese mejor. Naturalmente, a ella le habría molestado que la despertase para decirle eso. También era posible que se hubiese entretenido en la bodega. O quizá había ido a cenar a la cocina. De todos modos, Ambrose tenía la impresión de que llevaba mucho rato solo. El olor del mar permanecía aún, tan intenso y tonificador como antes. En todo caso, el valor fluía ahora en las arterias de Ambrose, vigorizadas por el fuerte alcohol. Necesitaba más coñac, pero recordó que Sir Benjamin había ido a buscarlo y se contentó con media copita de Cointreau. Había unos cuantos libros en el salón, entre ellos un volumen de los poemas de Shakespeare. Cogió aquel volumen y empezó a leer Venus y Adonis, recordando que en el colegio le habían prohibido su lectura. Ahora empezó a comprender la razón. Sensualidad, ¿eh? Sensualidad. Pensó que Adonis era un poco estúpido. Perseguido por la diosa del amor y de la belleza, prefería la caza del jabalí. Un pelmazo, o un patán[3].

Ahora, Ambrose empezó a comprender lentamente, ¿acaso no estaba él precisamente en la posición de Adonis? Cierto que no estaba cazando. No había preferido esto o aquello. Simplemente, había echado a correr. Mientras pensaba, un poco atontado, todo esto, Diana entró de puntillas en la estancia. Reina y cazadora, casta y bella. Bella, sí. Casta, posiblemente sí. ¿Reina? Tonterías. ¿Cazadora? Esta noche sólo había una cazadora. Ambrose fingió estar durmiendo. En cuanto cerró los ojos, sintió que una presencia aprovechaba aquella oscuridad gemela e íntima: le pareció sentir una especie de abrazo total de todo su cuerpo, excitado y espantoso. Abrió los ojos y vio la habitación llena de luz y a Diana plantada ante él.

—Hola, Ambrose, —dijo tímidamente la muchacha.

Se había vestido ya para el viaje.

—Ah, hola, —dijo él, sin levantarse.

—No pensarás demasiado mal de mí, ¿verdad, Ambrose? —dijo ella—. No tengo mucho tiempo para hablar. Julia me está esperando en el coche. Volaremos a París mañana por la mañana. Pasaremos la noche en el hotel del aeropuerto.

—¿Y tus padres?

—Creo que están en la cama. Al menos he oído voces en la habitación de mamá. Les escribiré. Ahora sería incapaz de decirles gran cosa. Además, sería difícil hacérselo comprender en pocas palabras, y no tengo tiempo para más. A ti no hace falta que te diga mucho, ¿verdad? Nos conocemos desde hace tanto tiempo… Creo que sabes lo que estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo.

—Hum, —dijo Ambrose— ¿te refieres a tu brillante carrera?

—No seas mordaz, Ambrose. —Se sentó en el brazo del sillón frente al suyo—. No es cuestión de egoísmo por mi parte, si eso es lo que piensas. Julia dice que sería mucho más egoísta renunciar, egoísta para más personas.

—Algunas mujeres, —dijo Ambrose—, han descubierto que es posible combinar el matrimonio con una carrera. Algunas han cabalgado con el mayor donaire sobre las dos monturas.

Sintió que esta noche, por alguna razón (el espíritu del dormitorio, el espíritu de la botella) era capaz de mostrar cierta elocuencia.

—No. —Diana sacudió la cabeza—. Algo tiene que ceder. Julia dice que mi arte es lo primero. Es justo que así sea, dice, porque son muchísimas las mujeres que carecen en absoluto de talento creador. A menos, naturalmente, que llames talento creador a la capacidad de traer niños al mundo.

—La olla estética, —dijo Ambrose—, llamó negra a la sartén biológica.

—No debes enfadarte, Ambrose. Tú mismo has dicho muchas veces que tengo, bueno, lo llamabas genio. Sí, genio. ¿Recuerdas cuando presenté mi primera exposición? Oh, ya sé que no fue en Londres, sino sólo en Pigstanton. Y sé que en realidad tampoco fue una gran exposición. Yo sólo tenía diecinueve años.

—Sólo hace dos años.

—Dos años son mucho tiempo en la carrera de un artista. Desde entonces he aprendido mucho. Pero recuerda que el crítico local no escatimó elogios. Dijo que llegaría lejos. Pero tú pensaste que eso no era bastante. Dijiste que la gente debía reconocer el verdadero genio a primera vista. Escribiste al Advertiser.

—Casi lo hice, —dijo Ambrose—. Estuve a punto de hacerlo. ¿Quieres un poco de Cointreau?

—No, gracias. Y creo que tú tampoco deberías tomarlo. Estás muy sofocado.

—Eso, sí me permites decirlo, es asunto mío. Escucha, Diana, también yo tengo dos años más que entonces. Dos años me han enseñado que los enamorados son malos críticos. La hipérbole es la moneda del enamorado, aunque sea para pequeñas compras. Desde que a Adán se le ocurrió poner los labios, como en el té de las mañanas, sobre su emanación costal…

—Ambrose, —dijo vivamente Diana—. Me parece que has estado bebiendo. Bebiendo demasiado.

Estoy bebiendo, Diana, —dijo suavemente Ambrose—. Bebiendo de verdad. Deja que continúe. O mejor dicho, deja que el coñac y el whisky y ese mejunje dulce se sirvan de mi laringe durante un poco más de tiempo. Como decía, desde aquel dudoso experimento del Edén, todas las mujeres, por algún milagro de penetración o de extensión de las leyes de los libros de textos, han sido tanto más maravillosas. Todos vuestros atributos, todos vuestros pequeños logros, han sido para mí superlativos. Superlativos o únicos.

—Nunca me habías hablado así —dijo Diana, un poco asombrada.

—Nunca había tomado tanto alcohol. Continuando con lo que decía, —Ambrose se había levantado y, con la copa en la mano, paseaba de un lado a otro con toda la vivacidad que le permitían sus zapatos desatados—, nosotros, los enamorados, que Dios nos perdone, hinchamos el lenguaje. Supongamos que otra mujer hubiese pintado esos cuadros. Cuadros, —bufó—. Esos hábiles, pulidos y devotos actos de homenaje a Cèzanne y a Picasso. ¿Qué habría dicho yo entonces? Habría dicho que eran muy bonitos, y lo habría dejado así, siempre como un caballerito. Por favor no me interpretes mal. Entonces te dije lo que pensaba. Pero el amor, ya sabes, es realmente una fiebre. Sube la temperatura, la cabeza se llena de aire caliente. Las palabras se convierten en globos. Y entonces, naturalmente, es demasiado tarde para sujetarlas y se ponen fuera de tu alcance. —Miró al techo, viendo realmente globos—. Allí están, —dijo—, flotando allá arriba, burlándose de mí. Y aquí no hay ninguna pistola de aire comprimido.

—Ahora, —dijo Diana, cruzando severamente los brazos—, estás viendo visiones.

—Oh, —dijo Ambrose—, estoy viendo muchas cosas, pero por primera vez en tu presencia, no a través de llamativas pinturas delirantes, sino a la luz matinal de la embriaguez.

«Embriaguez sí», pensó, pero la mañana de mañana estaba todavía lejos, muy lejos.

—Así pues, —dijo Diana, cuya irritación empezaba a pintar de modo llamativo sus frescas y jóvenes mejillas—, la fiebre se ha mitigado, ¿verdad, pequeño convaleciente? Mejor que haya sido así. Julia, como siempre, tiene razón. Casándome contigo, habría cavado mi propia tumba.

—¿Importa algo lo que yo diga? —dijo Ambrose, extendiendo los brazos como una cantante negra de 1929—. Estoy demasiado cansado para declarar mi amor a una hora tan tardía. Pero sí diría que el amor con dos ojos es posible; que el otro no es mejor por ser miope; que un par de gafas, una dioptría o dos de corrección, no es en modo alguno incompatible con que dos personas vivan juntas y sean felices.

—Es demasiado tarde para ir al oculista, —dijo Diana.

—Y otra cosa, —dijo Ambrose—; ahora que me sostiene el firme brazo de estos licores, deja que te diga esto: He aguantado mucho. He sido el pretendiente, dispuesto a tolerar charlas espúreas de arte y café y arrullos ante las telas; a tus amigos artistas, sucios, barbudos o sin afeitar, aunque siempre parecían sin afeitar, incluso las mujeres, y a tu nueva pandilla de aprovechados de Fleet Street, dispépticos de dedos manchados de tabaco, apestando a egolatría y halitosis, con máquinas de escribir en vez de centros cerebrales superiores. Y desde luego, a Julia.

—No metas a Julia en esto, —dijo ella, en tono amenazador.

—Me gustaría poder hacerlo, —dijo Ambrose—. Te he perseguido a lo largo de esos laberintos estucados sólo para estar cerca de ti. Podría eliminar las otras presencias, como las interferencias de la radio, para conectar contigo. Pero estoy un poco cansado de ser el eterno perseguidor.

—Tú, el perseguidor, —se burló Diana—. Dios mío, no me hagas reír. Ésta es una nueva imagen. El indeciso Ambrose, considerándose como un héroe de historieta, como una especie de fauno peludo, como un sátiro musculoso, vigoroso y dominador, persiguiendo a las ninfas en el bosque. No me hagas reír. Siempre andabas detrás de mí, con ojos de perro de agua, sin decir nada. Los de la escuela de arte se preguntaban qué veía en ti. Siempre fuiste un pelmazo. Y yo me sentía humillada al tener que decir quién eras cuando salías un momento de la estancia. Tenía que decir: «Mi prometido». Solía presentarte, pero a veces me olvidaba. La gente callaba un momento cuando yo decía aquello, y después hablaba de otra cosa. Tú, el perseguidor. Deberías darme las gracias por mi caridad. Un noviazgo insípido, excitante como las berzas que sirven en las casas de huéspedes. Lo soporté por caridad. Rechacé a otros pretendientes por fidelidad a nuestros días de colegiales o por la fuerza de la costumbre. O por piedad. ¿Qué otra mujer se habría fijado en ti?

—Preguntas esto retóricamente —dijo Ambrose, pronunciando cuidadosamente la palabra—. Retóricamente. Pero, lo creas o no, tiene una respuesta positiva. Una mujer anda detrás de mí. Me está persiguiendo.

—Si te refieres a aquella tontuela insulsa, Cynthia Boydell, supongo que sois tal para cual. No tienes de qué vanagloriarte. Está llegando a una edad en la que perseguiría a cualquiera. Que es precisamente lo que parece estar haciendo.

—No, no se trata de Cynthia. —Ambrose sacudió la cabeza y le resultó difícil detenerse. Debía tener cuidado. El Cointreau podía causarle disgustos—. No es Cynthia. Aunque ella, al menos, no tiene pretensiones de pintura.

—Eso es evidente, —dijo Diana—, a juzgar por su maquillaje.

—Me refiero a otra, —dijo Ambrose—. Una en comparación con la cual todas las mujeres son insulsas. —Cuidado, cuidado—. En comparación con la cual son tan fútiles como la luna. La luna, —dijo, poéticamente— cuando la vemos como una fina tajada de luz en un día abrasador.

Hurra.

—¿Quién es ese dechado de perfecciones? —preguntó Diana—. Supongo que alguna gansa a la que has tomado por un cisne. —Olfateó—. Es curioso —dijo—. Huele a pescado. ¿Qué ha pasado aquí?

¿Debía decirlo? Sí, lo diría.

—Una diosa, —dijo Ambrose—. Eso es: una diosa.

—El alcohol hará que pronto empieces a escribir sonetos, —dijo ella, y olfateó de nuevo—. Es extraño. Vamos, suelta ahora el otro rollo.

Es una diosa, —dijo Ambrose, con la firmeza de la embriaguez—. ¿Cómo puedo describirte a una diosa, si no es como una diosa? Y ella me desea. Sí, me desea. Ella es la perseguidora. No cree que yo sea un pelmazo. Es la personificación de la mujer, —dijo—, no un fardo de remilgada erogeneidad de segunda mano, —dijo—, envuelta en el ropaje demasiado diáfano, —dijo—, del pudor.

—No emplees esas armas conmigo, Ambrose, —dijo Diana—. De esta manera no conseguirás que vuelva.

—Mi pobre chiquilla, —dijo altivamente Ambrose—, no te envanezcas. Ésta es una llave que puede realmente cerrar la puerta. No mires atrás cuando te hayas ido, ni viertas un horrible ungüento de piedad sobre mi recuerdo. No manches mi honor. Por fin he alcanzado toda mi talla, y sin tu ayuda.

—¿Me estás diciendo la verdad? —dijo furiosamente Diana—. ¿Es verdad lo que acabas de decir? ¿Has estado con otra mujer?

—He estado en la cama, —dijo Ambrose—, con una diosa.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Oh, esta noche. En el hotel. No hace más de una hora. Una diosa, recuérdalo bien, una diosa.

Sonrió afectadamente.

—Muy bien, —dijo Diana—. Muy bien. Sólo puedo dar gracias a Dios por haberte descubierto a tiempo. Sabía que eras ruin, pero no te creía capaz de esto. En la cama con otra mujer. Y en la víspera de nuestra boda. Muy bien.

—Pero ya no es la víspera de nuestra boda.

—Lo era, —dijo Diana—. Eres una escoria. Un marrano. Un cerdo capado.

—¿Castrado? ¿Castrado? Realmente…

—Lo más ruin de lo ruin, eso es lo que eres. Estoy tentada de decírselo mi madre.

—Oh, hazlo, por favor. Y dile además que te marchas con una notoria lesbiana.

—Te odio.

—No tenía la menor idea de que te inspirase tan fuertes sentimientos —sonrió Ambrose afectadamente.

—Vete al infierno. Vete al infierno.

Diana, en su enfado, parecía encantadora.

—Serás quien vaya al infierno, amor mío, —dijo Ambrose—. Tal vez no lo sepas, pero estás en camino. Deja eso a Julia. A Julia. Ja, ja. —Empezó a recitar con grandes ademanes:

Mi Julia va con pieles de visón,

Pero yo entonces pienso: qué de prisa

Fluye de su nariz esa licuefacción.

Ja, ja. Ja, ja, ja, ja, ja.

—Esto es definitivamente el fin —dijo Diana—. Pensé que podríamos despedirnos como amigos, pero esto es definitivamente…

—He oído muchas cosas sobre Julia —dijo Ambrose—. Muchas, muchísimas. Puedo ser retrasado mental, pero sé lo que se propone. Por ejemplo, hay un pequeño bar en el Soho. Se llama…

Diana se acercó a él, apretando los labios, y le largó una fuerte bofetada. Por un instante, Ambrose vio el mundo rojo, rojo en pequeños y latientes círculos.

—Tú —dijo deliberadamente ella—, tú eres perfectamente abominable, odioso, y lo digo a conciencia. Jamás pensé que pudiese sentir esto por alguien. Eres un pozo negro, una cloaca, un malvado. Suerte que me he librado de ti. Esto es realmente el fin.

—Y tú —dijo Ambrose—, eres una criatura perfectamente sana, pero bastante insípida. Una ensalada sin aliñar, eso es lo que eres. Una cena inglesa, buena y vulgar. No eres fea ni hermosa, eres completamente neutra. Bidimensional y monocroma. Me aburres bastante. Suerte que me he librado de ti. Ahora comeré algo sólido. Se acabó la enfermedad.

Ella se quedó indecisa, casi a punto de llorar, presa de una ira femenina que fácilmente podía venirse abajo y convertirse en lloriqueo y deseo de que alguien la cogiese en brazos. Pero hizo acopio de valor, tratando de comportarse como una diosa, casta, bella y digna. Sin embargo, las lágrimas pugnaban por salir. Olfateó, pero esta vez no el misterioso aire marino, y salió corriendo de la habitación, sobre sus patéticos tacones altos, gritando «¡Julia! ¡Julia!».

—Ja, ja, —dijo Ambrose, con aire triunfal—. Ja, ja, ja.

Después, tambaleándose y no muy seguro de si vería lo bastante bien para leer, volvió a Venus y Adonis.