Ambrose Rutterkin era un joven formal, con un franco semblante de ingeniero de estructuras en la que se pintaba ahora la confusión. Dijo:
—¿Qué diablos vamos a hacer? El viejo ha hablado en serio y yo no estoy preparado para discutir de metafísica con él. Quiero decir que si estamos a tiempo de conseguir otro anillo. La boda es a las tres; supongo que podríamos ir a la ciudad y volver. Pero, francamente, no veo por qué tengo que ir en busca de otro anillo, si hay uno perfectamente aceptable en esa maldita estatua. Ya sabes que no nado en la abundancia.
—Tal vez podríamos comprar uno de segunda mano en alguna tienda de la localidad, —sugirió Crowther-Mason.
—Hay una en el pueblo, —dijo Ambrose—, que es una especie de almacén general. Venden pastillas para la tos, roscas de pan, rollos de papel higiénico, postales amarillentas con vistas de Hovis y… bueno, otros productos prácticos. Pero anillos…, no creo que les pidan a menudo esa clase de artículos. Es un pueblo respetable.
—Bueno, ¿qué me dices de Pigstanton? —sugirió Crowther-Mason—. Parece una población importante. Tiene que haber allí algún joyero.
—Lo hay… en cierto modo, —reconoció Ambrose—. Pero tienes que pillarlo entre dos incendios, ésta es la verdad. Acaba de sufrir el último. Afortunadamente estaba asegurado.
—En el peor de los casos, —dijo Crowther-Mason—, podríamos ir a Londres, y asunto arreglado. Pero Diana podría enfadarse un poco si descubriese que te has casado con una estatua, aunque no fuese ésa tu intención. Sería mejor que consiguiéramos rápidamente un anillo sin armar jaleo. Tal vez podríamos pedir uno prestado.
Entonces entró Lady Drayton y dijo:
—Todo esto parece muy extraño. Ben acaba de decirme lo que ha pasado. Pero, si yo estuviese en su lugar, no trataría de recuperar ese anillo. Conozco a mi marido.
—¿No podría usted, Lady Drayton, prestarnos su anillo de casada? —dijo Crowther-Mason.
—Lo siento muchísimo, —dijo ella—. Guardo muchas cosas como reserva: velas y ciruelas en conserva, pero no anillos. En cuanto al mío, tendrían que quitármelo por ensalmo, como una verruga. Somos completamente inseparables.
—Si les preocupan los anillos —dijo Sir Benjamin, entrando atropelladamente—, dejen de preocuparse. Hay muchos anillos en las cortinas, y los grifos tienen todavía arandelas.
—El ama de Diana, —sugirió Crowther-Mason, esperanzado—. Debe tener montones de anillos.
Julia Webb se asomó a la puerta y miró sarcásticamente.
—Oh, Miss Webb, —dijo Lady Drayton—, ha ocurrido algo bastante desagradable. El anillo de boda…, digamos que se ha perdido. ¿No tendrá usted uno por casualidad? Oh, —dijo Lady Drayton—. Oh, qué pregunta tan absurda.
—Porque, a fin de cuentas, —siguió diciendo Crowther-Mason—, sus maridos no debieron olvidar detalle.
—Eso, —dijo Julia Webb, entrando en la estancia—, es una cuestión de interés puramente teórico. No se necesitará ningún anillo. No habrá boda. Diana ha cambiado de idea. Me ha encargado que se lo dijese a ustedes.
Todos la miraron fijamente.
—Bueno, —dijo Ambrose—, por un momento pensé que había dicho que no habría boda.
—Es precisamente lo que he dicho —dijo Julia Webb—. La boda ha sido cancelada. Diana ha cambiado de idea.
—Realmente, Miss Webb, —dijo Lady Drayton—, considero que es una broma de bastante mal gusto, sobre todo cuando estamos todos preocupados por solucionar lo del anillo.
—No es una broma, —dijo Julia Webb—. Es la pura verdad. Diana ha cambiado de idea.
—Pero esto es absurdo, —dijo Lady Drayton—. ¿Dónde está Diana?
—Diana está durmiendo, —dijo Julia Webb—. Tenía una jaqueca horrible, lo cual no es de extrañar. Esa muchacha ha estado sometida a una tremenda tensión nerviosa. He hecho que tomase tres de mis pastillas somníferas. No se despertará antes de la noche.
—Tengo que decirle unas palabras a esa jovencita, —dijo Lady Drayton—. No se saldrá con la suya.
—La puerta de su habitación está cerrada, —dijo Julia Webb—. Ella duerme profundamente. Si le endilga su monólogo a través del ojo de la cerradura, no la oirá.
—Ya veremos, —dijo Lady Drayton—. Ya veremos.
Y salió.
—No le servirá de nada, —dijo Julia Webb.
—Por todos los diablos, —rugió Sir Benjamin—. Con que ha cambiado de idea, ¿eh? La pequeña mala pécora, la zorrilla desvergonzada. Está tratando de romperle a su padre el corazón, ni más ni menos. Piensen en toda la comida que abarrota la despensa. ¿Puede ésta cambiar de idea? Esa comida tiene que ser consumida; hay que vaciar las botellas. Y si nadie está de humor para la celebración, yo lo estaré y pensaré algo. Cometeré bigamia, me casaré de nuevo con mi mujer (no hay ninguna ley que lo prohíba) y si ella no quiere, haré que se case con mi hermano. Lo despertaré en el momento oportuno. Él no sabrá lo que pasa. Encontraré una mujer en el pueblo para él. Maldito sea todo. La indignación me ha dado un hambre atroz. Por lo que a mí respecta, el desayuno nupcial ha comenzado ya. Llegaré tarde al primer plato.
Y salió refunfuñando.
—Bueno, Ambrose, —dijo Crowther-Mason—, no sé qué decirte. Tú la conoces mejor que yo. ¿Crees que lo ha dicho en serio?
Ambrose parecía confuso.
—No la conozco en absoluto. Ahora me doy cuenta. Si esto es parte de la manera de ser de Diana, me parece que no sé nada de nada. Supongo que debería subir a su habitación y golpear la puerta hasta que se despertase y atendiese a razones. Pero, ¿qué es la razón? Ahora estoy aprendiendo algo. Estoy aprendiendo que me dejé llevar por la corriente, sin emplear los remos. He aprendido que no sé remar. Y ahora que pienso en ello, me parece que en el archivo de mi cerebro no hay una sola anotación sobre el matrimonio. ¿Le pedí yo que se casara conmigo? No puedo recordarlo. El matrimonio era algo que se daba por sabido. No creo que ninguno de los dos lo pusiésemos jamás en duda. Conozco a Diana desde hace mucho tiempo. Al menos, así lo he pensado hasta hace un momento. Dios mío, me siento terriblemente confuso. ¿Hay un defecto en el metal? ¿Hay un defecto en el proyecto original? Tengo que rehacer el juego sobre el damero. Debo deshacer los nudos, si puedo utilizar mis dedos. Volveré al bar. Creo que me conviene estar solo.
Crowther-Mason observó cómo salía arrastrando los pies. Se volvió a Julia Webb, pero ésta habló primero.
—Bueno, —dijo—, ¿se acuerda usted? «La anarquía es más adecuada para una vida tan corta como la nuestra». Creo que fueron sus palabras. Aquí tiene una buena dosis de caos. Ahora, si me disculpa, tengo que telefonear.
Se dirigió, imperturbable, al aparato. Estaba sobre un tapete muy mono, confeccionado por Diana cuando era pequeña.
—Ya veo, —dijo Crowther-Mason—. Una buena dosis de caos preparada por usted. Ahora puede imponer la forma, llenar el vacío a su manera. Ahora nosotros tenemos que sentarnos y observar cómo sufre su pequeño y tortuoso cosmos. Rompe usted una pierna con el fin de soldarla de manera que se perpetúa la cojera. Muy astuta. Una buena manera de pasar unas vacaciones.
—Hola, —dijo ella por teléfono—. Londres Revelation, seis dos seis. —Se volvió a Crowther-Mason—. Sí, unas vacaciones. Eso es lo que voy a arreglar ahora.
—Es usted malvada, —dijo Crowther-Mason—. Debe encontrar muy divertida esta situación. Divertida después de la monótona tarea de reparar una casa en la que odia vivir. Después de poner a prueba la habilidad de su esteticista en una cara maquillada en exceso y cada una de cuyas arrugas es su idea de la belleza.
—Miss Cawthorne, por favor, —dijo al aparato—. Ah, ¿eres tú, Stella? Soy Julia. Voy a tomarme aquellas vacaciones…
Crowther-Mason salió por la puerta vidriera, detrás de Ambrose. Oyó el coche de Ambrose cantando desesperadamente su soledad.