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Diana tomó un cigarrillo de la caja puzzle china colocada junto al gran jarrón de rosas.

—Oh, Julia, —dijo, dejándose caer en un sillón—, estoy completamente rendida, podría dormir durante un mes. No es sólo cansancio, que sería comprensible, sino unas palpitaciones sordas y continuas, como las del maestro que se enfrenta con su primera lección, o como cuando una espera que la llamen para una entrevista, como estar plantada y con la mano levantada para llamar a una puerta, sabiendo que vas a encontrar algo fatídico en el interior. Miro una y otra vez mi reloj y pienso: «Mañana a estas horas el mundo entero habrá cambiado». No lo entiendo. Conozco a Ambrose desde hace tiempo, mucho tiempo. El matrimonio no es más que una especie de… una especie de regularización o reconocimiento oficial de algo que ya se ha aceptado. Quiero decir que no comprendo por qué debería el matrimonio cambiar mi actitud con respecto a Ambrose. No puedo comprender nada nuevo acerca de Ambrose, ¿verdad?

—Vas a recibir un sacramento, —dijo cuidadosamente Julia Webb—. No es la continuación de un viaje al que estás acostumbrada, en el que adaptas el ritmo de tu cuerpo al ritmo del tren, conoces tan bien como tu propia cama el gastado cojín sobre el que te apoyas, y las revistas leídas se han convertido ya en viejas y aburridas amigas. Este viaje es nuevo: incluso la estación se encuentra en una parte de la ciudad que nunca habías visitado, aunque te sabes de memoria toda la ciudad. El tren llegará con asombrosa puntualidad. No tendrás dificultades con los maleteros ni con la multitud, y el compartimiento estará vacío. Cuando recorras el pasillo, te darás cuenta de que todos los compartimientos están vacíos. Te sentirás inquieta. Las mesas estarán preparadas en el coche restaurante, las servilletas serán inmaculadas, los cubiertos brillarán como raíles bajo el sol. Pero no habrá servicio. Te preguntarás quién está conduciendo e impulsando el tren, pero sin esperanza de llegar a saberlo. Entonces volverás a tu compartimiento y él estará allí. Él, sonriente, luciendo un traje nuevo, con los ojos distintos y una marca en la mejilla izquierda que nunca habías advertido. Convertido ya en un desconocido, desvanecido el antiguo engaño, encantador en sus modales, considerado hasta más no poder, pero distinto de lo que tú esperabas. Entonces te darás cuenta de que no hay un punto de destino, de que tu único lugar está en este compartimiento, y para siempre. Eso es el matrimonio. También tiene otro nombre, pero éste es el cristiano y está demasiado de moda para significar gran cosa.

Diana se retorció en su sillón.

—No deberías decir esas cosas —dijo—. No es justo. Ya estoy bastante trastornada. Sé que no lo haces con mala intención. Sé que tienes debilidad, debilidad de periodista, por los juegos de palabras. Sé que no has querido ser desagradable, y menos ahora, en la víspera de mi boda. Estoy segura de que seré feliz. Ambrose me hará feliz. Para una mujer, el día de la boda es el más feliz de su vida. Ésa es la pura verdad, ¿no? Tú lo has dicho a millones de lectoras. Seré feliz, —dijo tristemente—. Di que lo seré —suplicó.

—Las palabras son cosas curiosas —murmuró Julia Webb—. Para el escritor son tal vez la única realidad. El significado importa poco. Repites una palabra para convencerte de que tiene un significado. Y la repites una y otra vez hasta que ese significado no quiera decir nada. La palabra queda reducida a una serie de fenómenos glóticos. ¿Estás segura de que sabes lo que quieres decir con la palabra «feliz»?

—Eres tan inteligente, —suspiró Diana—, que puedes hacer que lo que me parece absolutamente sólido se derrita y empiece a gotear. Puedes extraer de mi cráneo incluso lo que parecía formar parte del hueso. Pero sé, o creo saber, lo que ser feliz significa para mí. Ser feliz es estar con él. Quiero estar con él. Estoy contenta porque voy a casarme con Ambrose —dijo, en tono desafiante.

—Protestas demasiado, —dijo Julia Webb—. Deja que te muestre lo que puede reservarte el futuro. Eres joven, muy bonita y, creo yo, con mucho talento. Tu obra ha sido ampliamente encomiada. Te harás un nombre. Apenas estás empezando. Conocerás gente, gente encantadora, gente sumamente cortés y erudita, gente importante, gente comparada con la cual Ambrose descenderá al nivel de un torpe colegial que se muerde las uñas. Viajarás. El periodismo es en sí un mundo grande, pero es también la puerta hacia un mundo más grande y más real. En él puedes desarrollar tu personalidad, una personalidad que de otro modo, quedaría abortada, guardada en un cajón como una carta sin terminar, será como el olor que deja en el plato una manzana manchada y comida a medias. Ése es el destino del ser complejo, sumamente solicitado, infinitamente deseable. Aquéllos son los frutos que vendrán después de tu floración. Ahora esperan pacientemente.

Diana se levantó y se dirigió a la puerta vidriera. Venus le sonrió afectadamente.

—Esto, —dijo Diana—, es crueldad de tu parte. La tentación es de por sí bastante mala, pero esperar hasta ahora, cuando tiendo la mano hacia la puerta… Va a empezar el primer acto y el público se sienta con los programas en la mano y charla mientras suena la música. Es completamente diabólico.

—Deja que te muestre lo que te aguarda, —dijo Julia Webb—. Aunque en cierto modo, —añadió—, ya lo sabes. Sabes que es la muerte, pero sabes también que la muerte puede hacerse muy agradable y que el dolor puede convertirse, con el tiempo, no sólo en tolerable, sino incluso deseable. El precio que pagarás por lo que llamas ser feliz es el naufragio de todo lo que eres tú, una muerte que dura toda la vida. Imagínate que estás aprendiendo otra lengua, más primitiva, y que, perpetuamente, con mal acento y escaso vocabulario, traduces en beneficio de él. Los significados tienen que cambiar forzosamente: se hacen más simples, más toscos, no son lo que tú pretendías, y algunas cosas no pueden ser traducidas. Todas las cosas reales, las cosas que tú quieres decir, se mueren de hambre en tu interior, chillando para que las alimentes con expresión. Y ya sabes, si el jardinero es apartado del jardín, las flores se mueren y nada puedes hacer para remediarlo. Ésa va a ser tu vida. Entonces viene la muerte: entonces te convencerás de que todo lo que creíste importante no lo es en realidad; de que el tiempo es realmente el calendario del tendero, manchado de grasa y colgado sobre la cocina eléctrica, y de que el espacio es lo que puedes recorrer en tu coche utilitario. Y todo termina en la puerta del garaje iluminada por los faros. Las once de la noche. La llave en la cerradura, la cretona de color rosa en el dormitorio. «Hora de acostarse, querido». «Tienes un sueño atroz, ¿verdad, querida?» «Duerme, querido». «No, querida». «Por favor, querido…»

—Basta, basta, —dijo Diana, casi llorando en su nerviosismo—. Nunca pensé que pudieses ser tan cruel. Haces que me sienta como si cometiese un pecado, una especie de adulterio. Tengo la impresión de que mi cuerpo está sucio. Me parece que de pronto me he quedado sola.

Se estremeció. Fuera, el sol seguía jugando y gorjeaban los pájaros y sonreían las estatuas.

Julia Webb se acercó más.

—Escucha, Diana, —dijo—. No tienes por qué sentirte sola. Yo puedo ayudarte, Diana. Te preguntarás por qué he dejado para ahora lo que tenía que decirte. En realidad, no ha sido por crueldad, debes creerme. Si te hubiese administrado durante meses, desde que nos hicimos amigas, este…, bueno esto que algunos llamarían veneno, habrías tenido tiempo de generar un anticuerpo, de inmunizarte. Ahora, cuando el escenario está montado, cuando estás vestida como la víctima de un sacrificio, como una oveja virginal, es el gran momento de faltar al juramento del soldado, de convertir este rechazo del sacramento en algo sacramental. Sal por la puerta principal, no por la de atrás. Sonarán las trompetas, grandes titulares pregonarán la noticia, los focos te iluminarán de lleno. Entonces ya no dudarás de que hiciste lo que debías. Lo verás como algo histórico, dramático, significativo, final, irreversible. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Y entonces, ¿qué? —dijo Diana—. Después de la decisión, viene el mañana. Cuando se ha acabado de decidir, hay que actuar. Tiene que haber un tiempo y un lugar para actuar en ellos.

—Deja para mí el tiempo y el lugar y todo lo demás, —dijo Julia Webb—. Podemos ser felices juntas, si esta palabra tiene algún significado. Podemos marcharnos juntas, eso es fácil. Tengo dinero, no dependo de nadie para ganarme la vida. Podemos ir al extranjero, a Francia, si lo deseas. Tengo una villa en el sur para todo el tiempo que quieras o al menos hasta que las lenguas enmudezcan. Podemos hacer muchas cosas juntas, y tendrás ocasión de trabajar, sin que te estorben los chiquillos, la compra y un hombre que te eche el aliento al cuello. Puedes hacer que tu arte progrese. Yo cuidaré de ti, porque necesitas que te cuiden. Seré más que un marido o un amigo…

—Ahora sé —dijo Diana—, que siempre has sido para mí una extraña. Nunca te he conocido de veras. Tus palabras tienen sentido en cierto modo, pero no un sentido que me sea conocido. Siento una especie de júbilo, pero no puedo decidir si es bueno o malo. No puedo pensar. ¿Qué me estás haciendo?

—Nada, —sonrió Julia Webb—. Sólo soy, por decirlo así, una voz que habla por ti, que expresa tus propios deseos. Estoy situando estos deseos. Estoy fijando la imagen sobre la tela. Las manecillas del reloj avanzan, ansiosas de ser elegidas para la acción. Elige ahora. Actúa. —Ambas se sobresaltaron al oír a alguien que cantaba a voz en grito—. Maldición —dijo Julia Webb—. Es tu padre que llega. Será mejor que subas a tu habitación. —Diana vaciló—. Vamos, —la apremió Julia Webb—. Yo subiré en seguida.

La cara pétrea e hirsuta de Sir Benjamin estaba enrojecida por el vino.

—Hola, joven, —dijo—. Acabo de estar en la cocina. —Eructó ligeramente—. Muy satisfactoria. Una admirable imitación del pasado. Que las campanas y las panzas se regocijen mañana. Perdón. Y, sea o no sea la hora adecuada, he probado el champaña. Me he bebido una botella. El vino, muchacha, —añadió tambaleándose—, hace sangre, y la sangre hace historia, y la sangre brilla ostensiblemente, perdón, ostensiblemente por su ausencia hoy en día. Estamos anémicos.

Empezó a cantar:

Los héroes han muerto para ellos,

adoran a estrellas de TV.

El pensar profundo y el buen beber

ceden su sitio al bar y al café.

Dio unos breves y desgarbados pasos de baile.

—Véalos, —dijo—, mirando con ojos desorbitados en esa caja hecha para que los ojos salten de sus cuencas. Allí, esos simulacros resecos y chupados por vampiros, perdón, he dicho esos simulacros, esas fibras cocidas a fuego lento de la nueva mitología exangüe, hacen guiños y posturas, pasean y mugen. Y allí están ellos, mascando bombones baratos.

—Sí —dijo Julia Webb—. Ahora, si me permite…

—Espere, —dijo Sir Benjamin, levantando una mano de policía de tráfico—. También los ven en las películas, con las garras pegajosas ensambladas a cola de milano. Y dejan que este sucio truco de prestidigitador, la persistencia de la visión, les prive de un cielo chato e inodoro, la realidad última de la que este mundo de colores, apestoso, variado, delicioso y doloroso, no es más que una imitación. Perdón. Que Dios nos ampare, —gruñó, buscando apoyo en una mesita—. Que Dios nos ampare. El país naufraga en un mar de risas de muchachas en los autobuses de altas horas de la noche. Nos estamos asfixiando en un montón de pasteles de cartón con una cucharada de tripas agusanadas y picadas en su interior. La sangre. Perdón. Cuando la gente pierde la sangre, ve visiones. Yo me estremezco al pensar qué visiones surgen de los vapores del té en las bandejas de moda de esos abollados y miopes ejecutivos que están trabajando ya en el primer turno del milenio. Perdón. Con su buena pipa incrustada entre dientes careados, tenis de mesa para todos, bocadillos de pasta de pescado e historias de jefe de exploradores sobre una vida limpia. Al diablo con la vida limpia, —gritó—. También se lavan los cadáveres, y mientras la tierra sea sucia, dejemos que también estén sucios nuestros pies.

—Por favor, —dijo Julia Webb—, si me disculpa…

Pero Sir Benjamin se había vuelto ya para enfrentarse con Ambrose y su padrino, que entraban charlando por la puerta vidriera. Julia Webb salió corriendo y subió en seguida al dormitorio de Diana.

—Es absolutamente increíble, —dijo Crowther-Mason—. Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, diría que es imposible que sucediese una cosa así.

—Perdón, —dijo Sir Benjamin—. ¿De qué está hablando, exactamente? ¿Adónde ha ido esa joven?

—No es posible que lo hayamos imaginado, —dijo Ambrose—. Era un joven rubicundo y de voz aguda. Quiero decir que los dos estábamos allí. Vi que el dedo se movía. —Alargó una mano, con la palma hacia arriba—. Así. —Dobló el dedo anular sobre la palma—. Y llevaba el anillo. Increíble.

—Bueno, —dijo Sir Benjamin—, ¿qué significa exactamente esto?

—Oh, está usted aquí, señor, —dijo Ambrose—. Ha sucedido algo inverosímil. Ahí afuera, en el jardín.

—Se lo explicaré —dijo Crowther-Mason—, si me permite que le cuente la historia.

—Estábamos en el jardín, señor —dijo Ambrose—, admirando sus estatuas.

—No las habrán tocado, ¿verdad? —gruñó Sir Benjamin, en tono amenazador—. Cuidado con lo que diga, señor. Todavía tengo sangre en las venas.

—Realmente, no las hemos tocado —dijo Crowther-Mason—. Mire usted, señor, estábamos paseando por el jardín, hablando de mañana y de las disposiciones que había que tomar. Entonces Ambrose me preguntó…

—Le pregunté sobre el anillo, —dijo Ambrose—. No sabía seguro en qué dedo había que ponerlo. Los hombres nunca estamos seguros, señor. En cambio las mujeres lo saben desde que tenían dos años. Pero yo no lo sabía.

Sir Benjamin frunció el ceño e hizo un movimiento como si alisase el dedo de un guante. Asintió con la cabeza.

—Eso no importa, —dijo Crowther-Mason—. La cuestión, señor, es que estábamos de pie ante una de sus estatuas.

—La estatua de Venus, —dijo Ambrose.

—La estatua de Venus, —convino Crowther-Mason—. Y como sabe usted, señor, tiene una mano extendida, así —y extendió la suya como demostración.

—Extendida hacia fuera, así, —confirmó Ambrose, haciendo un movimiento parecido—. Cada dedo está separado de los demás. Por consiguiente, hice lo que parecía normal.

—Le puso el anillo, —dijo Crowther-Mason.

—Deslicé el anillo en su dedo —dijo Ambrose.

Sir Benjamin hipó, irritado.

—¿No pueden…, perdón, dejarme en paz? ¿No tengo suficiente trabajo en impedir que se acerque a mis estatuas esa deslenguada, chapucera y desastrada cretina que se hace llamar doncella? ¿Acaso están condenadas…, perdón, a la profanación? Un ingeniero y un político progresista… Hubiera debido saber que ingresarían en la ilustre sociedad de los que tratan el pasado como una especie de sumidero para escupir en él. Muy bien. Ahora sabemos dónde estamos. Es un desafío. Perdón. Acepto el desafío. Tengo una escopeta. Perdón. De ahora en adelante, esas estatuas serán protegidas.

—Pero eso no es todo, —dijo Ambrose.

—No, —dijo Crowther-Mason—. Temo que eso no sea todo. Y ahora viene lo increíble.

—Si lo hubiese visto, nunca lo habría creído, —dijo Ambrose.

—¿Qué, señor? —dijo fieramente Sir Benjamin—. ¿Qué es lo que no habría podido creer? Perdón.

—El dedo se contrajo lentamente —dijo Crowther-Mason—; así, hasta tocar la palma.

—Así —dijo Ambrose—, muy despacio.

—Pero deliberadamente, —dijo Crowther-Mason—, como una invitación obscena. Un dedo de piedra, fíjese usted, y con el anillo de boda. La punta del dedo tocó la palma de la mano.

—Se contrajo lentamente sobre la palma, —dijo Ambrose—, y entonces se detuvo.

—Naturalmente, —dijo Crowther-Mason—, no podía pasar de allí.

—Con el anillo, —dijo Ambrose.

—Y no podemos quitárselo, —dijo Crowther-Mason.

—Ah, —Sir Benjamin se sentó—. Ajá. Perdón. Esto puede maravillarles a ustedes, dada la incredulidad de su época anémica, que explica lo milagroso con fórmulas algebraicas y borra la sangre de todas partes. Pero para mí no es sorprendente. No, no me sorprende en absoluto. He leído acerca de esas cosas. En el pasado, ocurrían con frecuencia. Solía haber, ¿saben ustedes?, hombres con tres cabezas y árboles que podían predicar sermones. Y hubo un tiempo en que uno podía caerse desde el borde de la Tierra. Pero ahora tenemos el presente con barandilla de seguridad. Estas cosas ya no ocurren.

—Pero, —dijo Crowther-Mason, armándose de paciencia—, eso ha ocurrido.

—Esas efigies, —dijo Sir Benjamin—, son la personificación del pasado. Perdón. El espléndido humor de los dioses. Bromas estrepitosas. Todos sus libros de texto convertidos en confeti y arrojados para que giren en el rumoroso arroyo. ¿Dónde están ahora sus leyes, eh? Sus puentes —dijo a Ambrose—, pueden derrumbarse mañana. Su Cámara de los Comunes —dijo a Crowther-Mason—, puede empezar a dar vueltas como la habitación de un borracho. El pasado ha vuelto, perdón, en un pequeño arabesco de humor. Ah. Ajá.

—Escuche con atención, señor, —dijo Ambrose—. Se lo ruego. Ese anillo ha costado mucho dinero. Pero, desde luego, eso carece realmente de importancia. Lo importante es que la boda se celebra mañana por la tarde. Necesitamos el anillo. Sin anillo, no habrá boda. ¿Podemos romper el dedo?

—La vejez, —dijo Sir Benjamin, suspirando profunda y lentamente—, es una edad en que la sordera tiene sus ventajas. Por consiguiente, no he oído lo que han dicho. Pero les daré otra oportunidad.

—¿Podemos romper el dedo? —volvió a preguntar Ambrose—. Podríamos hacerlo con un martillo.

—Me había parecido, señor, —dijo Sir Benjamin—, que ésas habían sido sus palabras. Todo el mundo es suyo. Por Dios que se me ha pasado el hipo y no es de extrañar. En cuanto a «romper», «romper» es una palabra fantástica, capaz de abarcarlo todo. Rompen o se rompen las olas, el día, las noticias, el viento, los corazones, los bancos, los hímenes. Pero no sueñe en incluir en el mismo predicado a mis estatuas como objeto de este verbo tan favorecido. Sería un solecismo abominable. —Se puso en pie de un salto y rugió—: Dejen en paz a esas malditas estatuas, si quieren que lo diga en términos más vulgares. No jueguen con el pasado, —susurró de pronto—. Está vivo, —dijo, en crescendo—, deseoso de electrocutar. Es un fuego que ha aprendido a quemar. ¿O debo decir, más bien, que yo soy esas cosas? Yo, yo, yo, —vociferó, pronunciando el pronombre como una afirmación—. Ah, —dijo, más afablemente—. Ajá. Ja-ja-ja.

Y salió, riendo.