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—Tolondrona. Negligente ser semirracional. —Los insultos de Sir Benjami Drayton eran siempre demasiado literarios para ser realmente ofensivos—. Mentecatos descerebrados: eso es lo que tenemos, eso es todo lo que tenemos. ¿Sentido común? ¿Pero cómo va a tener sentido común usted, que es un torbellino, una fea bruja, un infame montón de basura? Esas cosas, —dijo Sir Benjamin—, tienen un valor inestimable. ¿Lo oye usted, saco de tripas, mondongo rancio? ¡Un valor inestimable, gata palurda! ¿Es que tengo que ver mis planes desbaratados a cada paso, ser burlado, atropellado por desaforados destructores y profanadores deliberados? Los godos, llegan los godos. Los vándalos me persiguen. ¡Que dios me dé paciencia!

Spatchcock, la doncella, era una muchacha fea pero animosa, muy capaz de defenderse y de razonar además ante las rimbombantes palabras de su amo.

—Yo sólo lo toqué, señor, —dijo—. Llegó roto. Debió romperse durante el camino, señor, durante el traslado. Las sacudidas del camión no pueden ser buenas para esas cosas, señor, si no, no se habría caído de esa manera.

—No se habría caído de esa manera —la imitó Sir Benjamin, con una sonrisa sarcástica—. ¿Qué significa eso? ¿Qué es usted en la vida real? ¿De qué archi-conspiración de iconoclastas soy víctima? ¿Cuánto le ha pagado el enemigo, efluvio maligno, niebla miasmática? Debemos aborrecer lo más excelso en cuanto lo vemos. Ése es el lema de su organización, ¿verdad?

—No sé lo que quiere usted decir, señor, —dijo Spatchcock.

—No sé lo que quiere usted decir, señor, —la remedó Sir Benjamin—. Quiero decir que es usted un sedimento, una hez, un desperdicio, un frasco de tripas malsanas. Sea consecuente. Consuma un incunable, hoja por hoja, en el retrete. Pinte bigote, con un dedo sucio, a un Da Vinci. Diviértase, llegue hasta el final, destruya mis estatuas.

—Sólo las estuve mirando, —dijo, enfurruñada, Spatchcock.

—Las estuvo mirando, —repitió Sir Benjamin—. ¿Y quién le dijo que las mirase? Su cara es letal. ¿No se lo habían dicho nunca? Si las estatuas no fuesen de piedra, se habrían petrificado al verla. Fuera de mi vista, Medusa. O le daré una paliza, le daré una paliza. Mi paciencia es bien conocida. Lárguese.

—Si no supiese cuál es mi sitio —dijo Spatchcock—, diría que es usted una vieja e impertinente sabandija y un viejo patán que carece de modales. Y lo que es más, le diría lo que tiene que hacer con esas piedras. Si no supiese cuál es mi sitio, desearía que el fuego de san Antonio y todas las calamidades cayesen sobre su sucio y viejo esqueleto por aprovecharse de la ignorancia de una muchacha. Pero sé cuál es mi sitio y no diré nada.

Y salió, la cabeza erguida y no sin dignidad.

Sir Benjamin suspiró profundamente, contemplando el retrato del primer baronet, Sir Edward Bulwer Drayton, un liberal dignificado en el Gabinete Gladstone de 1868-74. Sir Edward pareció mirarle con enfurruñada severidad. ¿Habría tolerado él una cosa así? Sir Benjamin decidió que no le habría preocupado demasiado. Devoto utilitario que había arremetido una vez contra Ruskin en una conferencia pública, que había desfigurado su paisaje rural con chimeneas que como enormes cigarros, escribían con humo los muchos ceros de su fortuna, no amaba las artes, creyendo que las chinchetas eran mejores que la poesía. ¿Acaso no se había considerado odiosa esta mansión gótica, incluso según los criterios de su época? Tal vez en nuestros años sesenta era más apreciada de lo que lo había sido antes o de lo que sería jamás: sus cúpulas, torres y arquitrabes parecían pegados a la fuerza a un monstruo achaparrado y cojo que por su falta de gracia inspiraba compasión. La maternal campiña inglesa acariciaba a la fea bestia; el aire suave lamía las blandas piedras locales como si fuesen oseznos. Inglaterra podía asimilarlo todo.

—¿Ocurre algo malo, Ben? —preguntó Lady Drayton.

Había estado escribiendo, había percibido vagamente un ruido. Veinte años más joven que su marido, la rolliza y hermosa dama provinciana levantó la cabeza. Sir Benjamin estaba de un humor sarcástico. Dijo:

—No, no, nada en absoluto. Salvo que esa rastrera imbécil de Derbyshire, ese grano sin reventar al que llamas doncella (y ciertamente lo es) me ha roto un dedo.

—¡Oh! —dijo Lady Drayton, todavía confusa—. ¿Y te duele, querido?

—¿Si me duele? —dijo Sir Benjamin—. Me duele de un modo infernal. Hubiese preferido perder uno de mis propios dedos antes que ver sufrir a esas estatuas. Son inestimables, inestimables. Si piensas en todo el trabajo que se ha tomado mi hermano para enviarlas desde Siracusa o desde donde fuese, si piensas en la angustia que he pasado mientras la British Railways jugaba a los dados con ellas durante todo el trayecto desde los muelles, si piensas en lo que significa para mí tener toda la colección de estatuas, todos esos dioses y diosas, restos de Grecia, gracia y oro del mundo antiguo, ¿puedes decir honradamente que mi lenguaje es desaforado?

—Puedes restaurarlo, querido, —dijo Lady Drayton—. Ningún daño es irreparable. Además, nunca pensé que los dioses hubieran de tener dedos. Venus carece en absoluto de brazos, ¿no? Recuerda que Diana, de pequeña, tenía un libro con una estampa de Venus sin brazos, y que yo siempre le decía que lo recordase cuando tuviese ganas de morderse las uñas.

—Mi Venus tiene brazos, —dijo Sir Benjamin—. También los tienen los demás. El tiempo que los conservarán depende de tu doncella.

—No te preocupes, querido, —dijo Lady Drayton—. Tus estatuas tendrán que sufrir mayores ultrajes. Los pájaros adoran nuestro jardín.

—Deberíamos tenerlas dentro, —dijo Sir Benjamin—. ¿Cuándo podré meterlas en casa?

—No hay espacio suficiente, —dijo Lady Drayton—. Al menos, no en este momento. Con los invitados y los regalos, no quedará un centímetro cúbico disponible y, en todo caso, sería bastante embarazoso tener todos esos desnudos aumentando el calor de la casa. Y ya conoces al viejo comandante Foulkes: es tan corto de vista que hablaría con todas. No quiero que piense que alguno de nuestros invitados se muestra tan torpemente insolente con él.

—Bueno, —dijo Sir Benjamin—, es un maldito engorro. Pero lo primero es lo primero. Recuerda que dispusieron el entierro del viejo Bannerman para el mismo día del Grand National.

—Mira, —dijo Lady Drayton, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos—, casi no puedo creerlo. ¡Pensar que mañana es el día de la boda de Diana! Parece que fue ayer cuando me la mostraron por primera vez, como una nueva publicación salida de la Prensa, como las pruebas de una laboriosa novela. Un bultito sonrosado, con una llorosa cara churchilliana. Ya entonces se veía que iba a ser bonita.

—Todos los recién nacidos parecen monos, —declaró Sir Benjamin—. Y monos feos, por cierto. Nunca entenderé por qué no hay más niños bautizados con el nombre de Simeón.

—Y aquí está ella ahora, —dijo Lady Drayton—, en una estación que parecía tan lejana en el futuro que casi resultaba mítica. La estación terminal en lo que a mí concierne. Su primer diente, su primera frase, su primer día en el colegio, su primer vestido largo, y ahora su primer matrimonio.

—¿Cuántos piensas que serán? —preguntó Sir Benjamin.

—Bueno, —dijo Lady Drayton—, de nada sirve hacer cábalas. Trabajo, el trabajo es lo que importa. Hay muchísimo que hacer. Precisamente he estado redactando el menú. En francés, naturalmente, en un francés bastante impresionista, pero creo que será lo bastante ininteligible. No domino los géneros en francés, pero al fin y al cabo no tienen que comer géneros.

—Podrías haberlo hecho en inglés —dijo Sir Benjamin.

Empezó a leer el menú, después de calarse gruñendo las gafas sobre el duro y poblado rostro.

—Puritanismo, —dijo Lady Drayton—. A la gente le asusta el desnudo. Todos se escandalizarán al ver tus estatuas. Los ingleses toman tristemente sus placeres. Les gusta que la comida les sea presentada como una especie de crucigrama.

—La comida, —dijo Sir Benjamin, asintiendo con la cabeza—. La comida. Siempre he pensado que comer es lo primordial de las bodas. Creo recordar que la nuestra fue una verdadera orgía. Había, ¿te acuerdas?, hectáreas de carne roja asándose en los hornos, silbando y cantando a un verano increíblemente espléndido, y regada con una salsa espesa. Había pavos y capones, becadas y gansos: todo un gallinero asado. Y jamones enteros, rosados como la inocencia. Y todos los dulces y flanes batidos y pasteles helados, fríos como la sonda de un dentista. Fue un día soñado. Y piensa también en los vinos. Ríos de sol frío de todas las provincias bañadas por el sol. Nombres como una lista de héroes: Cèrons y Barsac, Loupiac, Moulis, Madiran, Blanquette de Limoux, Jurançon, Fleurie, Montrachet, Cumiéres, Armagnac… Nunca volveremos a ver algo parecido. El pasado ha muerto y todo lo que había de bueno lo enterraron con él. Y aquí está la recia y horrible puerta del presente con el ojo tentador de su cerradura. Le puedes aplicar el ojo o el oído, pero no puedes hacer que éstos se conviertan en la llave. El pasado continúa en el interior, la fiesta perpetua se hace más y más desaforada, pero no puedes entrar.

—Te estás volviendo morboso, Ben —dijo Lady Drayton—. Tienes que dejar de beber clarete en el almuerzo.

—No me estoy volviendo morboso —dijo Sir Benjamin—. Afirmo simplemente la verdad. Todo era mejor en el pasado.

—Hemos estado oyendo eso de la Oposición durante toda la semana —dijo una voz—. Discúlpenme. —Un joven distinguido se hallaba de pie junto a la puerta—. Oía voces, allí no había nadie y he visto esta puerta abierta, así que he entrado.

—Oh, —dijo Lady Drayton—. Hola, Mr. Crowther-Mason. Pase usted. Nos alegramos de verle. Ha venido más pronto de lo que esperábamos, demasiado tarde para el té y demasiado temprano para el cóctel; pero sea bien venido. ¿Ha llegado el tren con adelanto?

—Eso, —dijo Sir Benjamin—, es una idea ridícula.

—Lo dudo mucho, —dijo, más cortésmente, Crowther-Mason—. El tembloroso novio me ha traído en su coche. He dicho «tembloroso» deliberadamente. Nunca había visto conducir de esa manera. No ha parado de zigzaguear durante todo el trayecto desde el pueblo. Que no me hablen de los nervios. ¿Por qué afecta el matrimonio de esa forma a la gente? ¿Es tan valiosa la libertad que las personas tiemblan ante la idea de perderla? Nunca lo hubiera creído.

—Debería saberlo todo acerca de su precio, si no de su valor, —dijo Sir Benjamin, con mala intención—. Ustedes, los políticos, la consideran como una mercancía vendible.

—Vamos, Ben, —le reprendió Lady Drayton—. Mr. Crowther-Mason es un invitado, como padrino de Ambrose. Quiere olvidarse de la política.

—Lo creo, —dijo Sir Benjamin—. Es un negocio feo, feo. Yo no confío en ningún político. Todos son sucios. Y los que creen en un futuro bonito, limpio y saludable, con cuartos de baño para todos e intimidad para nadie, son con mucho los más sucios.

—Bueno, señor, —dijo Crowther-Mason—, no me mire de ese modo. Mi cuello estaba limpio esta mañana, pero, ¿qué puede esperarse de un coupé descubierto?

En ese momento volvió Spatchcock. Lady Drayton le dijo:

—Ha llegado Mr. Crowther-Mason, Spatchcock. Haga que alguien suba su maleta, ¿quiere?

—Ha llegado alguien más, señora —dijo Spatchcock—. Hay un hombre fuera, y trae algo horrible. No quiso darme su nombre, pero dice que es uno de los invitados.

—¿Usted? ¿Es usted? —dijo Sir Benjamin. Avanzó sobre Spatchcock con los brazos rígidos, abiertos y amenazadores—. ¿No dejará de perseguirme esa cara iconoclasta? ¿Por qué no puede mantenerla lejos de mi vista? ¿Por qué no puede ocultarla con el polvo y los escarabajos y el horrendo crimen que caritativamente, estaba tratando de olvidar?

Spatchcock se volvió a él.

—Tenía que entrar aquí, ¿no? —dijo—. Tenía que decirles que hay alguien en la puerta, ¿no? Es mi trabajo. Por eso me pagan, y no puede impedirme que lo haga, así que ya lo sabe.

—¿Qué clase de hombre es? —preguntó Lady Drayton.

—Un borracho, señora, —dijo Spatchcock—, y maldice de un modo escandaloso.

—Es tu hermano, Ben, —dijo Lady Drayton—. Será mejor que lo subas a su habitación, y no te olvides de cerrar la puerta con llave. Ya sabes lo que ocurrió la última vez.

—Qué pacata es la gente hoy en día —dijo Sir Benjamin—. Además, no hizo ningún daño. Pueden verse cosas mucho peores en una galería de arte pública.

—De todas maneras, —dijo Lady Drayton—, cierra la puerta, y asegúrate de que no le falte nada.

—Trae su propio sacacorchos, —dijo Sir Benjamin—. Vamos, trasto inútil —dijo a Spatchcock—, usted, calígrafa de retrete. Puede llevar sus botellas. Yo lo llevaré a él.

Y salió, refunfuñando.

—Si no supiese cuál es mi sitio —dijo Spatchcock—, diría que esto es ignorancia vulgar, y nada más. Se llaman ustedes señores. Bueno, si es así como se comportan los señores, preferiría estar en una barcaza del canal. Yo tengo mi amor propio, como cada quisque.

—Gracias, Spatchcock, —dijo Lady Drayton—. Ya es suficiente.

—No es por usted, señora, —dijo Spatchcock—. Sabe que le profeso el mayor respeto. Es por él, —dijo, señalando con el pulgar.

Y salió.

—La servidumbre es un problema, ¿no? —dijo amablemente Crowther-Mason.

—Temo que mi cuñado también es un problema bastante grave, —dijo Lady Drayton—. Nos visita con frecuencia, ¿sabe?, pero en realidad no le conozco. Por lo general, se va directamente a su habitación y permanece allí con su caja de whisky, tumbado en la mitad de una cama de matrimonio. Mire usted, cree que se casó legalmente con el whisky hace años. Y debo decir en su honor que es el más fiel de los esposos. Está decepcionado, ¿sabe? Toda su vida ha sido una especie de manifestación de un agravio. Mire usted, es hermano gemelo de mi marido, pero nació siete minutos después que él. Esto significa que el título de baronet se le escapó por un pelo (del rabo, pues fue una presentación dorsal). Pero escribe unas cartas deliciosas dándome las gracias por el agradable fin de semana. También envía regalos. Esas estatuas de ahí fuera son su obsequio más reciente. Aunque parezca extraño, sus regalos son para mi marido, no para mí, y no puedo colegir si los envía para satisfacerle o porque han dejado de gustarle. Supongo que pasa la mayor parte del tiempo lamentando el hecho de que mi marido se hiciese con el título, después se arrepiente de sus malos sentimientos y trata de repararlos enviando regalos de valor ambiguo. En sus momentos de lucidez, viaja y sus presentes adquieren una especie de brillo exótico al proceder de la Isla de Pascua o de Córcega. Pero fácilmente podrían comprarse más baratos en el Caledonian Market. Los cuartos trasteros están llenos de chatarra sofisticada. Los trastos se cubren de polvo y mi marido se olvida pronto de ellos.

—Ésos, —dijo Crowther-Mason, plantado junto a la ventana—, parecen demasiado sólidos para ser pronto olvidados.

—Oh, mire usted, —dijo Lady Drayton—, ésos simbolizan la Edad de Oro, y la Edad de Oro es, en lo que concierne a mi marido, cualquier tiempo, con tal de que pertenezca a ese club en perpetua expansión que él llama pasado. El presente puede ingresar en él, si espera lo bastante. Pero hábleme de Ambrose. ¿Tiene ya alojamiento para esta noche? En todo caso, me alegro de que se haya acordado de que es tabú pasar la noche de antes de la boda en la misma casa que la novia.

—Él no se acordaba, —dijo Crowther-Mason—, pero yo se lo recordé. Ha tomado una habitación en el Crown, me ha dejado aquí, pero me ha dicho que vendrá para la cena.

—Está bien, —dijo Lady Drayton—. Temo que no será un gran banquete. La cocina reserva su fuego para mañana. Mañana se entablará una guerra contra un enemigo encarnizado: todo el condado y un ejército de parientes pobres, hambrientos, como arenas movedizas y que engullirán hasta los huesos. Y ahora, si me lo permite, le dejaré a usted. Todavía quedan muchas cosas por hacer. Sabe cuál es su habitación, ¿verdad? Supongo que no le importará quedarse solo durante un rato. Un poco de juicioso silencio puede ser buena cosa después de una semana en el Parlamento.

—Me quedaré aquí —dijo Crowther-Mason—, y leeré The Times.

—Hágalo, —dijo Lady Drayton—, y sírvase whisky.

Saludó con la cabeza y salió, muy compuesta. Crowther-Mason se sentó en un mullido sillón, suspiró y abrió las crujientes hojas del periódico de la gente distinguida. Empezó a leer una gacetilla de increíble socarronería eliana. Suspiró de nuevo, se levantó y, tal como le había aconsejado Lady Drayton, se sirvió un whisky. La suave luz del verano centelleó vivamente en la jarra de cristal tallado. Bebió, contemplando desde la ventana las estatuas de sir Benjamin. Parecía una colección barata y mal esculpida. Todos los dioses tenían un tosco aspecto de Vulcano; solamente Venus (la única diosa que se veía allí) era presentable. Bernard Drayton, Esquire[1], que yacía arriba sumido en la modorra del whisky, habría podido contar la interesante historia de su procedencia. Un hábil charlatán de Catania había hablado de abrir un jardín de recreo en Siracusa y había encargado aquellas estatuas como heroico ornato del jardín. Pero había escapado a toda prisa, sin pagarlas ni recogerlas y dejando deudas y embarazos. El escultor, hombre de mirada bizca, se había hartado de las sonrisas arcaicas de las deidades que llenaban su taller. Cuando Bernard Drayton le había visitado, el escultor había vilipendiado su propia obra ante el inglés. «Lléveselas todas, —le había dicho—. Quítelas de mi vista por diez mil liras. Que se vayan al diablo. Y también él». Pues el charlatán de Catania había dejado encinta a la hija del escultor, además de encargar un trabajo que no había pagado. El escultor era bizco y había contagiado su estrabismo a todos sus dioses, por venganza o quizá porque creía que era lo normal. La hija, probablemente al principio de su embarazo, había servido de modelo para Venus. Crowther-Mason no sabía esto, pero admiró ahora a la diosa que sonreía afectadamente como una ramera. La sonrisa arcaica, sin alegría en los ojos y en los músculos risorios, tan atractiva en la escultura antigua como las asimetrías de Giotto. Allí estaba Venus de cuerpo entero, con cinco dedos tendidos como para tocar y la otra mano protegiendo el pubis de las miradas del público.

—Oh, —dijo una voz—, discúlpenme. Estaba buscando a Diana. —Crowther-Mason se volvió. Vio una mujer de duras facciones, de unos treinta y cinco años, elegante en la severidad de su traje, impecablemente maquillada, que le estaba mirando—. Usted —dijo—, debe ser Mr. Crowther-Mason.

—El mismo, —dijo él.

—Me lo había parecido. Es usted idéntico a sus fotografías en los periódicos.

—Eso no es muy halagador.

—No fue ésa mi intención, —dijo ella, acercándose—. Soy periodista, y los periodistas consideramos nuestro mundo como una realidad más elevada que lo que la mayoría de la gente llama real. —Sonrió, y su sonrisa era dura—. Perdóneme, —dijo—. Dudo de que haya usted visto mi fotografía, a menos que lea las revistas femeninas más cursis. Soy Julia Webb.

—¿Cómo está usted? —dijo Crowther-Mason—. En realidad, he ojeado algunas de ellas. Es importante saber lo que sueñan las electoras femeninas. Y la verdad es que recuerdo una cara parecida a la suya, con aire de reina o de diosa, en la cabecera de alguna página. Una página llena de respuestas a preguntas ansiosas. ¿Sería su cara?

—Es muy probable, —dijo Julia Webb—. Doy consejos sumamente perniciosos e inmorales a las jóvenes. Me gusta pensar en ellas, más que como seres humanos, como granujientas imágenes de reflejos televisivos. Algunas de ellas son todavía lo bastante inocentes para creer que un simple beso puede dejarlas encinta. Otras se preocupan mucho del tamaño de su busto.

—¿Por qué ha dicho usted «inmorales»? —preguntó Crowther-Mason.

—Toda restricción es inmoral, —dijo Julia Webb—. En eso estoy de acuerdo con William Blake. Pero mi trabajo, válgame Dios, consiste en incitar a las jóvenes a ser desgraciadas por mor del mercado y de la estabilidad social. —Una expresión ladina y cruel se pintó en su semblante—. A veces desearía fomentar el rapto, el adulterio, la bigamia. Cómo me encantaría, a veces, ver a esas sonrientes lagartas, que exhiben sus escotes en nuestras portadas, perder su castillo de marfil en una saludable explosión. Alguna de mis lectoras dice: «Me he enamorado de mi padrastro». Yo quisiera decirle: «Magnífico, fúgate con él». Otras dicen: «Odio a mi madre». «Echa matarratas en sus gachas», quisiera aconsejarles. Pero siempre tengo que calmarlas para que se sometan a un orden incómodo y acepten las cosas como son, y el espantoso emblema de todo ello es la cara tímida, mojigata, inexpresiva y sonrosada de la cubierta.

Crowther-Mason le ofreció un cigarrillo.

—Tenemos algo en común, —dijo, encendiéndoselo—. El caos debería ser mi distrito electoral. Entré en el Parlamento creyendo en la santidad del orden, pero el único orden que he visto jamás está en las máquinas o en los cadáveres. La ordenación de los huesos según unos modelos parece infructuosa. La anarquía es más adecuada para una vida tan corta como la nuestra. Deberíamos buscar el color, no la forma, y aprender a preferir el dolor de muelas a la sonrisa muerta de las dentaduras perfectas.

—Tiene usted toda la razón, —dijo Julia Webb—. Otro símbolo es, desde luego, la fotografía nupcial: cuerpos encerrados en volantes y tubos, la sonrisa desesperada; la desgraciada pareja petrificada en un galimatías de felicidad. Creo que usted será mañana el padrino; yo seré la primera dama de honor. Los dos oficiaremos en un funeral, llámenlo como lo llamen las tarjetas de invitación. Esta boda es algo horrible, a pesar de las muestras de regocijo, el frotamiento de manos y el festivo olor a naftalina. Es espantoso, obsceno, una boda del aceite con el agua, un globo ocular obligado a la fuerza a adaptarse a su cuenca. Perdóneme. Usted es amigo del novio. Pero precisamente por ser su amigo, debería saber incluso mejor que yo que esto no puede dar resultado. Desde luego, estoy pensando solamente en Diana. Sé lo que le espera y sé lo que debería esperarle. Pero no puedo quitarme de la cabeza una imagen particular: la puerta aparentemente sólida en el escenario, que parece abrirse sobre un amplio paisaje pero conduce a una pared encalada detrás del escenario y te dice: «Yo soy la realidad. Abandonad toda esperanza. Ne plus ultra». La pared es Ambrose.

—No sea tan morbosa, —dijo Crowther-Mason sonriendo—. Él está muy bien. Su dentadura es perfecta. Está sano como el pan tierno. Es del dominio público que no tiene mucho que ofrecer, salvo un conocimiento a fondo de la ingeniería estructural. Pero seguramente estamos en unos tiempos en que la mujer prefiere un empleo fijo, un seguro de vida y un saldo a su favor en el Banco a la poesía que no se vende. El romanticismo está muy bien a su manera, pero cuando los nuevos e inexpertos amantes se han hartado uno de otro, una hipoteca pagada significa más que los apasionados tópicos que sólo son la fina capa de azúcar glaseado sobre el pesado pastel biológico. Ambrose puede ser tan buen marido como cualquiera. No es un dechado de riqueza, cargado de billetes de Banco, pero es un hombre acomodado. Tampoco es un Adonis, pero su cara no es desagradable. No es una hoguera ni un torrente, pero tampoco es un muerto. No se puede tener todo. Tal como están las cosas, es un buen partido. Es verdad que los dos tienen mucho que aprender, pero pueden aprenderlo juntos.

—Ahí está la cuestión, —dijo Julia Webb—. ¿No lo comprende? La pobre Diana ha estado aprendiendo un poco de la vida desde que entró en Fleet Street. La muchacha tiene talento, y más importante aún, temperamento. La lección estaba sólo empezando; ahora ha terminado. Ahora se verá encerrada en una especie de convento de monjas, sin siquiera el aliciente del celibato. Su Ambrose ha estado encerrado toda su vida. Está como arropado para un largo sueño. Diana tendrá que dormir con él. Perdone mi franqueza, mi indiscreción, llámelo como quiera. Usted es su amigo y, bueno, nosotros apenas nos conocemos. Pero esto me tiene realmente preocupada. Se lo he dicho a ella muchas veces, tratando de que lo pensara mejor, pero… Bueno, estamos en la víspera de la boda y todo pare marchar según lo proyectado. Pero ella lo lamentará, sé que lo lamentará. Recordará mis palabras cuando sea demasiado tarde.

Aspiró una gran bocanada de humo.

—Pero, ya sabe, —dijo Crowther-Mason—, no hay algo sumamente encantador en una joven pareja que empieza a aprender conjuntamente. Sé que Diana es, en muchos aspectos, mayor que Ambrose, y que Ambrose es viejo en ingeniería estructural. Pero, en lo esencial, yo diría que son coetáneos. No creo que conozcan lo que usted y yo llamamos realidad. Conocerán lo que entienden los periódicos por tal, su fotografía. Vivirán en una nube rosada y dorada. El cuarto de los niños estará pintado de color rosa y será completamente saludable, completamente higiénico. Sus experiencias sexuales serán tal vez inquietantes, torpes, desmañadas, pero coronadas por un aura de hechizo totalmente inmerecida, como camino hacia unos hijos limpios y deliciosos. Comprarán cancioncillas y pulsarán torpemente las teclas del piano de Palisandro, se reirán mucho, leerán las revistas semanales, contemplarán boquiabiertos y después bostezarán ante el televisor de un rincón de la sala adornada con «pastiches» hechos por Diana en la escuela de arte, hasta que llegue el momento de brindar por los dioses de la casa don Horlick’s u Ovaltine. Es una vida bastante buena. Benditos sean los dos.

—No lo quiera Dios, —dijo Julia Webb—. Ésa no es vida para Diana: la larga calle suburbana y el club de tenis, la vista de antenas idénticas, la librería vacía o conteniendo solamente libros de cocina. The Home Handyman y la vida de una princesa popular. No es lo bastante buena.

—Lo bastante, —sonrió Crowther-Mason—, y de todos modos es tarde para impedirlo. El pastel está esperando ser cortado y el champaña hierve en deseos de que lo descorchen. La novia estará encantadora. Será una boda soñada. Dejemos que las cosas sigan su curso.

Julia Webb abrió la boca para decir algo, pero en aquel momento entró la propia Diana, llevando su vestido de novia. Era de seda y blonda, perlado, vaporoso, bordado con hojas, flores y espigas de trigo, símbolos de fertilidad. Diana era una linda muchacha, rubia, pálida y de aspecto delicado. La acompañaba su vieja ama, sujetando muchos alfileres con los labios.

—Hola, Jack, —dijo Diana—. ¿Te gusta, Julia?

—Es magnífico, —dijo Julia Webb—. Estás realmente encantadora.

Crowther-Mason murmuró que el traje era muy bonito. La vieja ama de Diana, una bruja de edad indefinida, delgada y de ojos centelleantes, escupió un alfiler o dos y dijo:

—Fíjense en lo que les digo: será la novia más linda que se ha visto en el condado desde hace muchísimo tiempo. Vuélvete, —ordenó a Diana—. Esta parte de la espalda…

—Yo creo, —dijo Crowther-Mason— que usted será la que se sienta más orgullosa.

—Oh, sí —dijo la vieja—. Me encantan las bodas. Podríamos decir que han sido mi vida, y también los entierros, desde luego. Me encantan ambas cosas. Me gusta reír a carcajadas, y llorar a moco tendido. Es la vida, podríamos decir. Yo he llevado ya cinco maridos a la tumba, y quiera Dios que no sean los últimos. Casi siempre es el violín viejo el que toca mejor, según dice el refrán. Y si la vida de Diana es tan buena como la que yo, su vieja ama, —aunque no tan vieja—, he tenido, se sentirá feliz.

—¿Cinco maridos? —dijo Julia Webb.

—El placer de los pobres, como podríamos decir, señorita, —dijo la vieja—. Aunque he leído en los periódicos del domingo que algunas estrellas de cine han tenido muchos más, pero de un modo irregular, podríamos decir. Yo lo llamo hacer trampas. Hay que atenerse a las normas, o el juego no vale la pena. Yo nunca hice trampas. Todos mis maridos murieron, y siempre hubo un intervalo decente, por así decirlo, antes del próximo. Todos murieron prematuramente, pero es la vida, según suele decirse, y tenemos que irnos cuando nos llaman. Y yo les hice felices. Ni siquiera mi peor enemigo podría negarlo. El pobre Watkins, que fue el segundo… ¿O fue el tercero…? Bueno, no importa. En el otro mundo tenemos todos la misma edad, según dice el vicario, que es un hombre excelente, muy buena persona y muy buen predicador. En fin, el pobre Watkins murió de un insecto en la cabeza. Chillando de angustia hasta que el Señor se lo llevó. Fue uno de los mejores, aunque… ¿celoso? Me esperaba con la plancha todos los sábados, cuando había estado en el salón del Red Lion tomando mi milk stout, que es un buen tónico, vaya que sí, y engorda, señorita, —dijo a Julia Webb—, si me permite decirlo, a usted le sentaría bien. Mi pobre Horrabin, el cuarto, —prosiguió, dando puntadas en la espalda del traje de Diana—, ¿o era el tercero…? No importa. El pobre Horrabin solía decir, antes de caer de su escalera…, alguien dijo que le habían empujado, pero yo sería la última en negar que la bebida era algo crónico en él, Dios bendiga su memoria…, solía decir que le gustaba tener algo a lo que agarrarse. Lizzie Adkins iba siempre detrás de él, pero estaba flaca como un rastrillo. Él solía decir que si se hubiera casado con ella, habría sido como acostarse con una bicicleta. De todos modos…, ¿qué estaba diciendo? Ah, sí, el pobre Watkins miraba a su alrededor desde el bar, con los dardos en la mano y echando chispas, para ver si llegaba, él lo decía así, con el marido de Milly Stilgoe. Desde luego, nunca lo hice. Joe Stilgoe era zapatero remendón y una vez trató de besarme con la boca llena de clavos. Watkins era celoso, pero, caramba, a mí me gustan los hombres celosos; un ojo a la funerala o una oreja hinchada duelen menos que un corazón frío. —Se irguió con dificultad, terminadas sus puntadas—. Listo, —dijo—. Mañana estarás adorable cuando andes por el pasillo de la iglesia. Habrá algunos pañuelos mojados, mira lo que te digo. Yo siempre lloro cuando oigo la Marcha Nupcial.

En aquel mismo momento oyó la Marcha Nupcial, pero la de Mendelssohn, confirmando alegremente sus palabras. Crowther-Mason se volvió y vio a Ambrose que silbaba y se disponía a entrar por la puerta vidriera.

—Fuera, —gritó la vieja—. Fuera en seguida: trae mala suerte ver a la novia en su traje de boda antes de la ceremonia. Mañana tendrá tiempo de sobra para verla. Y también después —añadió, maliciosamente.

—No estoy mirando, —dijo Ambrose, ocultándose—. ¿Está Jack ahí?

—Aquí estoy, —dijo Crowther-Mason.

—¿No crees que deberíamos discutir los planes para mañana? —dijo la voz de Ambrose—. ¿Cómo haremos los discursos? ¿Brindaré yo por las damas de honor, o lo harás tú? Tú sabes de discursos mucho más que yo, —dijo, en tono quejumbroso.

—Está bien, —dijo Crowther-Mason—. Ya voy.

Y con una cortés reverencia a las damas, con la que atajaba toda posible objeción, salió de la estancia.

—Mr. Ambrose es un muchacho dulce y encantador, —dijo la vieja—. Tiene tan buen carácter, y es tan inocente como la luz del día. Bueno, oyéndole hablar, una pensaría que no sabe nada de esto, nada en absoluto. —Rió entre dientes—. «Pronto habrá una fruta dulce para recogerla», le dije. Y, ¿saben?, tan cierto como estoy aquí que se ruborizó. El chico se ruborizó. Y entonces dijo: «No sé lo que quiere usted decir». Tan cierto como que estoy aquí.

—Creo, —dijo Diana—, que te necesitan en la cocina.

—¿Qué te hace pensar eso? —dijo la vieja, intrigada—. Hemos estado juntas las dos arriba, en tu habitación, y que yo sepa nadie de la cocina te ha dicho una palabra. Oh, —dijo—, ya veo. Puedo captar una insinuación tan bien como cualquiera. Ahora ten cuidado con el vestido, Diana, y sube pronto. Todavía tenemos que hacer unos pequeños retoques.

Y salió, riendo.