El gran bazar de Khuri-khan seguía estando tal como Ariakas lo recordaba: una compacta multitud de humanos y kenders se mezclaba con algún que otro elfo, con los poco corrientes minotauros e incluso con ogros domesticados. Un torbellino de ruido lo envolvió: la persuasiva cantinela de los comerciantes; los sonoros gritos de los clientes ofendidos a los que se cobraba más de lo debido; el telón de fondo formado por los estridentes cánticos de juglares y flautistas; e, incluso, el esporádico entrechocar de las dagas contra escudos o guanteletes. Cada sonido contribuía al carácter único y enérgico de la enorme plaza del mercado.
El guerrero avanzó a grandes zancadas por entre las hormigueantes multitudes, y aquéllos que se cruzaban en su camino se hacían a un lado instintivamente para dejarle paso. Tal vez era su estatura la que inspiraba temor pues era un palmo más alto que la mayoría de hombres, o su porte, que era erguido y en apariencia imperturbable. Unos amplios hombros sostenían un recio cuello, la cabeza se alzaba orgullosa como la de un león, y los oscuros ojos estudiaban a la multitud por debajo de una melena de largos y negros cabellos revueltos por el viento.
Ariakas se detuvo un instante ante la fuente central donde el agua describía un arco hacia el cielo y luego descendía con un chapoteo sobre la taza de mosaico bañada por el sol. Hacía muchos años que no visitaba la tienda de Habbar-Akuk, pero estaba seguro de que aún sabría encontrar el lugar.
Allí, a la izquierda del surtidor, reconoció el estrecho callejón. Un puesto multicolor, adornado con telas de alegres colores traídas de todo Ansalon, indicaba la entrada de la callejuela. Innumerables variedades de incienso impregnaban el aire alrededor del dosel, despertando una memoria olfativa que no podía equivocarse. Más allá del mercader de perfumes, distinguió un corral donde se compraban y vendían unos ponies monteses de patas cortas, y supo con seguridad que se encontraba en el lugar correcto.
Encontró la modesta fachada de la tienda de Habbar-Akuk cerca de la pared del fondo de la calleja. Resultaba difícil de imaginar, a juzgar por las desgastadas tablas de madera y la ajada cortina de cuentas que colgaba ante la entrada, que ése era el establecimiento del más rico prestamista de todo Khur. «Puede —pensó Ariakas con una tirante sonrisa— que sea ése el motivo por el que Habbar ha permanecido en el negocio tanto tiempo».
Apartando las cuentas multicolores, el guerrero inclinó la cabeza para pasar a través del bajo dintel y recordó que, en el pasado, siempre había sentido claustrofobia en estos aposentos; aunque tal vez eso también formaba parte del éxito del prestamista. En cualquier caso, sabía que esta visita no le ocuparía demasiado tiempo.
—¡Gran capitán Ariakas! ¡Esto es realmente un placer! —Habbar-Akuk en persona, efectuando una enorme reverencia, surgió de detrás de su pequeño escritorio para estrechar la mano del visitante.
—¡Ah, viejo granuja! —respondió éste con afecto—. ¡Todo lo que ves es mi dinero entrando por la puerta!
—¡Mi señor, eso es una injusticia! —protestó el regordete cambista, y su barba puntiaguda se estremeció indignada—. Te doy la bienvenida, una bienvenida muy calurosa… ¡y tú me hieres con tu lengua afilada!
—No tan gravemente como herí a los bandidos que importunaban las carretas que enviabas al sur —observó el otro, divertido ante las protestas del comerciante.
—Ya lo creo que lo hiciste. ¡Jamás tuve un capitán de la guardia más capaz, más diligente en sus deberes! Jamás debí permitir que los señores de la guerra te contrataran.
—No malgastes tu tiempo lamentando lo que pudo ser y no fue —replicó Ariakas—. Había mucho dinero que ganar en las campañas contra los ogros, incluso aunque estuvieran condenadas al fracaso desde el principio.
—¡Ah, los ogros! —El comerciante hizo un gran alarde de escupir a un rincón de su despacho (una esquina que había visto gran cantidad de expectoraciones en el pasado)—. Incluso aunque Bloten todavía resista, ¡tus hombres dieron a esas bestias una lección que tardarán en olvidar! Lo cierto —continuó, entrecerrando los ojos— es que he oído que los señores de la guerra piensan organizar otra expedición. En mi opinión, tú serías el primero en quien pensarían para capitanearla. —Sus ojos hicieron la pregunta que su discreción le impedía insinuar con palabras.
—Claro que me quieren; no son idiotas —manifestó Ariakas sin jactancia—. Soy el único motivo de que unos pocos, al menos, regresáramos de la última invasión.
Habbar-Akuk permaneció en silencio, pues sabía que iba a recibir más información. Su instinto resultó certero.
—Se me prometió el mando total de la invasión. Me recordaron que fueron los ogros quienes mataron a mi padre, ¡como si yo pudiera olvidarlo! Pero ese motivo sólo funcionó mientras Colmillo Rojo estuvo vivo, naturalmente, ésa era una cuenta que no podía quedar sin saldar. Ahora esa muerte ha sido vengada: el asesino de mi padre fue eliminado por mi propia mano.
—Bien dicho —murmuró el cambista—. El hombre que no persigue la venganza no es un auténtico hombre.
—Aun así, los señores de la guerra intentaron despertar la vieja ansia de matar, convencidos de que aceptaría presuroso la oportunidad de proseguir estas campañas. Y en el pasado, desde luego, así lo habría hecho.
»Pero debes saber, buen Habbar que no siento el menor deseo de combatir sólo por el placer de la lucha. Lo he hecho demasiadas veces, y ¿adónde me ha llevado? Tengo suerte de seguir vivo, diría yo. Y eso es lo que he dicho a los que me querían contratar.
El cambista asintió con aire avisado, entrecerrando los ojos.
—Entonces me ofrecieron más dinero —continuó Ariakas—. Suficiente para convertirme en un ser más rico de lo que jamás haya soñado; pero yo me pregunté: ¿de qué le sirve el dinero a un hombre que yace en el polvo, con el cráneo aplastado por el garrote de un ogro?
—No digas eso… ¡Sin duda tal destino no sería el del gran Duulket Ariakas!
—Ésa es la suerte que, más tarde o más temprano, aguarda a todo hombre que invada Bloten —repuso el capitán mercenario—. ¡Estas incesantes campañas son una locura! Haría falta, como mínimo, todo un ejército para doblegar a esa raza ogra, y los señores de la guerra no tienen ningún deseo de gastar todo ese dinero; ni siquiera aunque se pudiera levantar tal ejército. De modo que decidí apartarme de semejante riesgo.
—¿Y yo puedo ayudar de algún modo? —Habbar-Akuk permitió que sus ojos se desviaran hacia las alforjas, evidentemente pesadas, que el guerrero llevaba echadas al hombro.
—He decidido probar fortuna al otro lado de las montañas, en Sanction —explicó Ariakas.
El prestamista asintió, pensativo, como si la ardua travesía de las montañas fuera algo que se intentase cada día.
—Las Khalkist son muy peligrosas, vayas por donde vayas. Los salvajes de Zhakar cierran el paso por el este, en tanto que la fortaleza del señor de bandidos, Oberon, se encuentra al norte de Bloten. ¿Por qué a Sanction?
—Me han dicho que, allí, alguien con dinero puede vivir muy cómodamente. Que una moneda de oro de Khur puede comprar su equivalente en acero a los mercaderes de esa ciudad.
—Desde luego… y, además, tú debes de ser una persona adinerada ¿no? —inquinó Habbar-Akuk con una franca mirada de curiosidad.
Con una tensa sonrisa, Ariakas levantó los dos morrales para depositarlos sobre el pesado mostrador, y, no obstante su recia construcción, la plataforma tembló bajo el peso del tintineante metal, provocando que los ojos del comerciante se encendieran con avariciosa apreciación.
—Da la impresión de que los señores de la guerra te han pagado muy bien por tus servicios —concedió el mercader con un satisfecho cabeceo.
—Cinco años de mi vida bien lo valen —le espetó el otro—. Ahora, lo que quiero es esto: convertir estas monedas en objetos de valor que pueda transportar cómodamente en la mochila, algo que pueda llevar en un largo viaje.
—Desde luego —murmuró Habbar; su mano se posó en las bolsas—. Piezas de acero, claro está.
—En su mayoría, aunque también hay oro y platino. Dime, ¿tienes algo apropiado?
—Estos asuntos no pueden llevarse a cabo con precipitación —explicó el cambista, abriendo cada alforja y permitiendo que sus dedos gordezuelos acariciaran las monedas de metal—. No obstante, creo que podré complacerte.
—Ya lo imaginaba. Un diamante grueso, tal vez… ¿o una sarta de perlas?
Habbar-Akuk alzó las manos en fingido horror.
—Por favor, mi señor. ¡Nada tan vulgar para alguien como tú! Una ocasión como ésta requiere un tesoro único, ¡algo apropiado sólo para ti!
—¿Qué tienen de malo las piedras preciosas? —inquirió Ariakas—. ¡No quiero que me cargues con una estatua, o un espejo supuestamente mágico que se rompa en cuanto me dé de bruces contra el suelo!
—No, no, nada de eso —argumentó el mercader—. Pero es cierto, tengo justo lo que necesitas.
El gordinflón prestamista desapareció en su diminuta trastienda y permaneció en el interior durante varios minutos. Ariakas sospechaba que Habbar poseía una trampilla oculta que conducía a un lugar subterráneo donde ocultaba sus riquezas, pero jamás había intentado averiguarlo. El hombre había sido un jefe agradecido con el guerrero que había conseguido llevar sin problemas sus carretas de mercancías hasta Flotsam, y se había ocupado de que éste se beneficiara de entusiastas recomendaciones hechas a algunos de los señores de la guerra más influyentes de Khur. Ariakas, por su parte, había convertido tales recomendaciones en varias campañas afortunadas y en esta pequeña fortuna. Así pues, ambos hombres tenían una relación de mutuo respeto, aunque sólo fuera en el terreno de los negocios.
Habbar-Akuk regresó por fin, y contempló a su visitante valorativamente, como decidiendo si el guerrero era digno o no del espléndido trato que le iba a ofrecer.
—Bueno, ¿qué sucede? ¿Tienes algo?
—Tengo más que «algo» —replicó el cambista—. Tengo el objeto perfecto.
Alargó a Ariakas un pequeño guardapelo. La diminuta caja, unida a una cadena de platino, estaba adornada con relucientes joyas: rubíes, diamantes y esmeraldas. Incluso una ojeada superficial indicó a Ariakas que valía mucho más que el dinero que él ofrecía a cambio.
Dándole vueltas en las manos, el mercenario oprimió un botón y el relicario se abrió de golpe. El guerrero contuvo la respiración al contemplar la imagen perfectamente reproducida, del rostro y los hombros de una mujer, y, no obstante las reducidas dimensiones del dibujo, se dio cuenta de inmediato de que se trataba de una persona de excepcional —asombrosa incluso— belleza.
Lo sabía, este guardapelo le proporcionaría dinero suficiente para comprar un pequeño palacio, una gran mansión, un prado lleno de caballos… o lo que quisiera. Mientras sostenía el objeto observó la suave curvatura del marco, que se estrechaba en el centro como la cintura de un voluptuoso cuerpo femenino. La imagen le resultaba seductora y, a medida que transcurrían los segundos, una imagen más vívida de la dama empezó a materializarse en su mente.
Sin duda sería alta; eso al menos le parecía por la figura. Se dijo —estaba seguro de ello— que tendría unos resplandecientes ojos negros capaces de mantener hechizado a un hombre con su frío examen; la cintura sería diminuta, el cuerpo de una hermosura sin par, más allá de todo lo imaginable. El corazón le latió con fuerza en el pecho al evocar mentalmente la imagen de aquella perfección.
—¿Quién… quién es? —consiguió preguntar por fin.
—Una dama de Sanction, en realidad —respondió Habbar-Akuk, encogiéndose de hombros—. Rica como una reina, según me dijeron. Su amado hizo forjar este relicario antes de morir.
Curiosamente, la idea de que la mujer allí representada tuviera un amante provocó una oleada de celos en Ariakas, y fue con no poca satisfacción que asimiló la noticia del fallecimiento de éste.
—¿Sanction, dices? —La información no le resultaba nada desagradable—. ¿Deseas contar el dinero? —Señaló las alforjas, conteniendo el aliento, pues sin duda Habbar-Akuk querría más por tan raro tesoro.
—Es lo justo y correcto, lo sé —fue todo lo que respondió el mercader con gesto displicente, para gran sorpresa del mercenario.
Ariakas contempló con fijeza la imagen del relicario. Aquel largo cuello atraía a sus ojos con un poder hipnótico, y la perfecta curva de los hombros llenaba su imaginación de atractivas imágenes del cuerpo sobre el que se alzaban.
—Es lo justo —repitió Habbar-Akuk, y arrastró las alforjas hasta arrojarlas al suelo de la tienda.
Ariakas asintió, distante, volviéndose en dirección a la puerta y su cortina de cuentas. Sostenía aún el guardapelo y contemplaba el retrato con fijeza, el enjoyado tesoro bien sujeto en la mano.
—Adiós, lord Ariakas —murmuró el prestamista, añadiendo una vez más—: Es tal como debe ser.
El guerrero cruzó el umbral para salir a la plaza del mercado iluminada por los juegos de luces y sombras que proyectaban los rayos del sol. Sin que supiera cómo, la frenética algarabía de la muchedumbre parecía haber perdido gran parte de su intensidad. Las palabras del mercader resonaron en su memoria, y sintió sin el menor asomo de duda que Habbar-Akuk había estado en lo cierto.
Era justo que Ariakas poseyera este relicario, y correcto que partiera con él en dirección a Sanction.