EPÍLOGO

Fuego Sepulcral transportó a su guerrero humano hasta Sanction, sobrevolando en un solo día cordilleras montañosas que Ariakas y sus compañeros habían tardado semanas en cruzar. Bien sujetas a los flancos del dragón había un par de alforjas, llenas hasta reventar del polvo desmenuzado de la plaga de hongos.

Antes de que ambos partieran de Zhakar, el guerrero se aseguró de que Whez Piedra de Lava hubiera nombrado a un nuevo emisario, y que una caravana estuviera a punto para ponerse en marcha. Ariakas estaba seguro de que aquel zhakar transportaría el gran cargamento de moho hasta Sanction a toda velocidad, pues sólo entonces recibirían los enanos su primer pago.

También durante sus tiránicas negociaciones, el guerrero había exigido que Zhakar le facilitara nutridas compañías de soldados de a pie y de jinetes de lagartos. Éstas marcharían junto con la caravana, le había prometido Whez Piedra de Lava, y el humano se había sentido inclinado a creerle. Las tropas se unirían a las filas de los mercenarios que contrataría, y a los draconianos que no tardarían en ponerse en marcha, en grandes cantidades, desde el Templo de Luerkhisis.

El gran lord disfrutaba con la torva satisfacción que sólo podía surgir de la venganza satisfecha. Patraña Quiebra Acero y Rackas Perno de Hierro habían pagado cada uno por completo el precio de su traición. Se había hecho justicia, y Ariakas se dijo que la sensación realmente resultaba muy dulce.

Él vuelo sobre las Khalkist resultó estimulante, y el guerrero —bien arropado con pieles, y arrellanado en la mullida silla de montar construida por los curtidores de Zhakar— disfrutó a lo largo del día contemplando los paisajes desolados y rocosos. Al volar, Ariakas gozaba con la sensación de dominar a las mismas montañas, pues él y el dragón se encontraban solos en el cielo, por encima incluso de los dominios de las águilas. No obstante, cuando la humeante Sanction surgió en la lontananza, el guerrero se sintió totalmente dispuesto para reunirse con sus congéneres, ya que, por fin, lo haría como amo y conquistador: ¡un auténtico señor supremo!

En las atestadas calles las gentes señalaron y observaron boquiabiertas y, cuando Fuego Sepulcral descendió para efectuar un vuelo rasante sobre sus cabezas, se estremecieron aterradas. Nada más posarse el Dragón Rojo ante el Templo de Luerkhisis, cientos de clérigos salieron corriendo por las puertas gemelas para postrarse ante su emperador y su poderosa montura. Pronto, se juró Ariakas, volaría con su dragón hasta la plaza de Fuego, y allí reuniría a los pendencieros mercenarios de la ciudad bajo su bandera. Ellos aún no lo sabían, pero aquellos guerreros formarían los regimientos clave de un ejército que amenazaría a todo Ansalon.

Pero incluso esas huestes no serían suficientes. Los zhakars ya habían sido enrolados a la causa, y el guerrero tenía planes para volar a Bloten y amenazar a los ogros con borrarlos de la faz de la tierra si no se unían al estandarte de la Reina de la Oscuridad. Allí, al igual que en la ciudad, el gran lord estaba seguro de su éxito; no a causa del miedo, sino porque tanto los ogros como los guerreros humanos serían incapaces de resistir la descripción de las gloriosas batallas y ricos botines que Ariakas utilizaría para atraerlos.

Wryllish Parkane salió apresuradamente por las puertas del templo para arrodillarse con veneración ante el dragón y el humano. El clérigo mayor se puso luego en pie a toda prisa, con expresión muy seria.

—Aprendices, ¡coged esas alforjas! —chilló Ariakas, desmontando y avanzando hacia Parkane—. Vamos…, vayamos a las habitaciones de los huevos.

—¡El Pueblo de las Sombras ha invadido las catacumbas sagradas! —estalló el clérigo mayor—. Se han apoderado de las salas de los huevos, y resistido todos nuestros intentos para expulsarlos de ellas. ¡Dicen que si hacemos bajar un ejército allí destruirán los huevos!

—No les harán daño —dijo Ariakas con total seguridad—. Pero tal vez pueda hablar con ellos.

—Desde luego… El guerrero en jefe, un tal Vallenswade, ha pedido hablar personalmente con vos.

—¿Dónde están reunidos?

—Están escondidos en una gran caverna, donde todos los túneles se unen. Tienen cerrados todas los accesos, y no tenemos modo de llegar hasta los huevos —respondió el clérigo.

—Les… hablaré. Traed el moho rápidamente; no tardaremos mucho en ponernos a trabajar —dijo Ariakas, dirigiéndose hacia los túneles de las catacumbas.

A su espalda centelleaba la hoja verde esmeralda de su espada.